7. Irán: viajando por la Revolución (I)

7 de julio, Mashhad, irán



Escribo este artículo desde la ciudad santa de Mashhad, en el este de la República Islámica por excelencia: Irán.La Revolución del 79 es como una enorme bola de plomo que lastra cada movimiento cotidiano de los iraníes. De igual modo a como se representa a los presos en los cómics o caricaturas, cada iraní debe arrastrar su propia parte de penitencia. Sin embargo, el lamento por ello es dispar, pues mientras unos, sobre todo los jóvenes, ven en ese lastre una injusta condena vitalicia, otros, los fundamentalistas y los clérigos chiítas mas recauchutados, hacen de esta pena un alarde de martirio ante los ojos del todopoderoso Allah. Las mujeres, en cualquier caso, son quienes peor cargan con semejante Sambenito debido a una absurda segregación y ocultación que acaso parece propia de una rabieta infantil ante los ojos del viajero occidental. No vale tocar! No vale mezclarse! No vale mostrar de muñecas hacia dentro, ni de cuello para abajo, ni de tobillo hacia arriba! Y por supuesto, no vale mostrar el cabello! Si solo mostráis los ojos, y nada más, entonces mucho mejor, pues permitiréis que los hombres, que hacemos las leyes, que interpretamos las palabras del Profeta, seamos alejados del pecado. Envolved vuestra gracia para que no tengamos malas tentaciones. Apartaos de nosotros para que no rocemos nuestra piel con la vuestra.

Compartimentos separados en el autobús. Vagones independientes en el metro. Lugares separados para el culto en la mezquitas y mausoleos. Parece como si un absurdo juego de niños se hubiera convertido en el aburrido día a día al que juegan los iraníes.

Es difícil acostumbrarse a esta atmósfera, a esta crispación congénita que envuelve a los iraníes. Como me contaba Pasha, un anciano de Teherán que había estudiado y trabajado en Inglaterra antes de la revolución islámica emprendida por el Ayatolá Jomeini para derrocar el régimen de los Shas, "no debería haber vuelto de Inglaterra, me equivoqué. Ahora vivimos bajo una opresión asfixiante. Los bashi (policía secreta) lo vigilan todo, escuchan cualquier conversación, pagan bien a los informadores que están dispuestos a delatar a sus vecinos o compañeros de trabajo insurgentes. Nadie tiene dinero para llegar a fin de mes. Yo soy pensionista y tengo que trabajar como taxista -al igual que cualquier otro que tenga un coche, todos somos taxistas aquí. Los jóvenes no ven futuro y están deprimidos. Ni siquiera pueden organizarse para llevar a cavo una contrarrevolución por temor a ser arruinados de por vida o, peor aun, asesinados". Le pregunto por los iraníes que están en el extranjero y si tienen un posible líder que les pueda guiar hacia un futuro mejor. "En el extranjero, el único líder del que podemos esperar algo es Mr. Bush". Así es, el futuro parece desolador para las personas que buscan libertad de expresión en este país.

Abandonar Irak, siguiendo mis pasos en sentido inverso al tomado una semana antes, fue una calida experiencia que retengo en mi memoria de manera especial. Nada más llegar a Silopi -ya en Turquía- me subí a un minibus con destino a Sirnak, que es la capital de la pequeña región que lleva el mismo nombre. Mis acompañantes eran todos niños de doce años que se dirigían a esta localidad, en compañía de uno de sus profesores, para realizar una serie de exámenes, algo muy habitual en las provincias turcas del este, donde algunas poblaciones son tan pequeñas que los exámenes de carácter mas oficial deben realizarse en las ciudades de mayor tamaño. Los niños exultaban entusiasmo y yo era su centro de atención constante. Tímidos al principio, pero asalvajadamente campechanos al final, se envalentonaron los suficiente como para poner en practica los rudimentarios conocimientos de inglés que atesoraban, en ocasiones señalando a uno de ellos, ciertamente con cara de espabilado, como interlocutor, ya que debía ser el que mejores notas tenia en lengua inglesa. El chaval, más que hablar, me hacia gestos de los conceptos relacionados con España que mejor conocía, por supuesto de futbol, pero también de toros, así que, para reírme un poco con los traviesos muchachos, les dije que yo era torero, y creo que hasta el profesor se lo creyó. Entre risas llegamos a Sirnak, encalada en lo alto de un grupo de rocosas montañas con vistas a un valle irregular (los habitantes de Sirnak dicen que es en este monte, y no en el Ararat, donde el Arca de Noe hizo tierra tras el Diluvio Universal), y allí me despedí de todos ellos, como si de amigos de la infancia se tratase. Entonces pensé en los niños que había visto en Irak, que eran muy pocos y apenas se los veía jugar en la calle. Casi siempre los observaba merodeando en los recibidores de las casas, entretenidos con algún artefacto al que habían atribuido las lúdicas propiedades de un juguete; una escoba, un neumático, una sábana... cualquier instrumento con el que agitar su bombardeada imaginación les servía

Desde Sirnak viaje a Van, la ciudad más importante del extremo este de Turquía. Desde allí haría un ultimo desplazamiento por este país hasta la ciudad fronteriza de Dogubayazit, a escasos kilómetros de la frontera con Irán. Sin embargo, mis dos últimos días en Turquía no fueron meras jornadas de tránsito. Por suerte (o por costumbre, teniendo en cuenta que estaba viajando por el Kurdistán), el conductor del minibús desde Sirnak a Van me invitó a pernoctar en su apartamento, el cual comparte con unos estudiantes. Por supuesto acepté, y fui recompensado. Durante un día entero disfrute de la compañía de unos jóvenes kurdos que me trataron con tanto aprecio como a un hermano. Juntos disfrutamos de baños turcos, de comida tradicional y, sobre todo, de buena conversación.

Al día siguiente de mi estancia en Van viaje hasta Doguvayazit, únicamente para pasar la noche antes de entrar en Irán. No obstante, la atmósfera de esta población fronteriza tenía algo especial. Algo grandioso; algo con lo que cuentan pocas ciudades fronterizas en el mundo: La imponente presencia del monte Ararat y la majestuosa estampa del palacio de Isaac Pasha.
Desde Doguvayazit hay un corto trecho de unos diez kilómetros hasta la frontera con Irán, y durante todo el recorrido es difícil abstraerse a la intimidatoria presencia del monte Ararat, el cual alcanza los 5.615 metros de altura, aunque la sensación es de que alcanza mucho más que eso, ya que esta relativamente aislado de otras montañas y sus faldas parten abruptamente desde una inmensa llanura que aún lo hace destacar más sobre el paisaje. Vigilante como un soberbio guardián, este monte observaba todos mis movimientos a un lado y a otro de la frontera, y al final, justo antes de perderlo de vista entre las paredes de la garganta a lo largo de la cual se esconde Maku, la primera ciudad iraní, se me antojo pensar que había sido bendecido por él para disfrutar de una agradable estancia en Irán.

Hay veces que entras en un país trastabillado, como si hubieras sido empujado en él sin estar del todo preparado o mentalizado; Sin haber digerido las experiencias en el país que abandonas. Esta es la sensación que tuve al llegar a Irán, la Gran Persia. Tal vez los días anteriores en Irak y Turquía pesaban demasiado en mi mente, y el hecho de entrar en un país tan diferente me sacudió sin ofrecerme apenas tiempo de reacción, por lo que mis desplazamientos iniciales fueron torpes e incluso tildados de cierta desgana. Admisiblemente aburrido los dos primeros días hasta dejar Tabriz, la primera gran ciudad iraní al entrar desde el oeste.

El lugar más destacable de esta vieja urbe es su famoso bazar, resaltado en la incipiente literatura de viajes por el mismísimo Marco Polo, en su crónica sobre su recorrido desde Venecia hasta China (las malas lenguas dicen que en realidad el veneciano sólo llegó hasta Tabriz y que allí se limitó a recopilar información sobre Oriente a partir de la cual inventó su historia). Para hacerlo más interesante decidí visitarlo al anochecer, con los negocios cerrados o preparándose para ello. Me sorprendí a mi mismo en la oscuridad de las callejuelas cubiertas que forman la gran colmena del bazar. La penumbra hacía destacar cualquier negocio tímidamente iluminado en la lejanía, preparándose para la jornada del día siguiente. De vez en cuando, alguna motocicleta se cruzaba en mi camino repentinamente, sin haber sido escuchada al aproximarse debido a la muda acústica del parrillado complejo. Al final, como había imaginado al entrar, acabé perdiéndome en sus calles y mi entretenimiento consistió en encontrar una salida del laberinto.



No le di muchas más oportunidades a Tabriz, como tampoco se las he dado a muchos otros lugares que he visitado, un gesto del que debe avergonzarse cualquier viajero que transita por el mundo, saboreando, olfateando, impregnándose de cultura a marchas forzadas. No es malo avergonzarse en este sentido si se hace con humildad, pues siempre queda el romántico consuelo de que un día, en el futuro, se volverá a ese lugar, para pagar la deuda que se le debe; para entender lo que pasa y ha pasado en cada sitio que se visita. Pero la realidad es que casi nunca se vuelve, no a todas las ciudades al menos, y siempre es mejor bajar la cabeza ante la evidencia de que el viajero es un oportunista, no un detallista. Viajamos por el mundo esperando que la tierra nos ofrezca su mejor cara a nuestro paso. Pero no volvemos la mirada, ni nos ofuscamos por la efímera atención de nuestros sentidos porque, ante todo, nuestro mapa es el horizonte, en cuya inmensa curvatura apoyamos nuestros brazos como si de un privilegiado balcón se tratase. Más allá de éste fijamos nuestra inquieta mirada. El horizonte es la apuesta, la tierra es el premio.

Autobuses renqueantes, arcaicos trenes españoles revendidos a bajo precio, coches humeantes y aladrillados con marca propia: Paykan, el horgullo nacional, el coche al que todo iraní daspira, una ingenua copia del famoso Renault 12, y un auténtico devorador del ozono que hay en la atmosfera debido a las enormes emisiones de CO2 que libera con cada trago de barata gasolina que consume. Con esta combinación de medios de transporte me adentre en la tierra de Dario el Grande. Primero Tekab, desde donde visité las inquietantes y escénicas ruinas de la vieja ciudad de Takht-e Soleyman. En torno a un crater del tamaño de un campo de fútbol que no deja de bombear agua clara al exterior, se hayan dispersas las ruinas de este extraño enclave persa que pasó a manos de los mongoles cuando estos barrieron todo el territorio entre China y Hungría, y que después abandonaron, entregándolo al polvo. Hoy en día poco queda de este curioso asentamiento, pero su posición en medio de un amplio y árido valle, muy cerca de otro no menos curioso crater elevado que era utilizado como prisión, ayuda a tener una visión de la nueva realidad que me acoge como viajero. Irán es diferente. Siempre ha sido diferente.

En Tekab, una pequeña población de mayoría kurda y azarí (étnia turca), pasé dos noches. Aquí tuve mi primer contacto real con la sociedad iraní, sobre todo con la juventud, pues nada más llegar al único hotel que hay en el pueblo -y caro (12 euros!!)- fui asaltado amigablemente por Sajaad, un joven estudiante ávido de practicar su inglés con extranjeros. Su educación y cortesía al dirigirse a mí fueron propios del "manual de buenas maneras", así que no pude negarme a parlamentar con él. Y no tardé en hacerme eco del primero de los gritos que habría de escuchar acerca de la represión del actual régimen islamista iraní.



Con Sajaad acordé encontrarme al día siguiente de mi llegada, por la tarde, para seguir hablando, ya que en ese momento estaba muy cansado debido a la retahíla de medios de transporte que me habían llevado hasta Tekab. Pero a la mañana siguiente, cuando me dirigía a las ruinas Takht-e Soleyman, fui interceptado por otro sonriente joven, en esta ocasión Mohamed, un estirado y algo amanerado muchacho que me ofreció su ayuda para encontrar transporte hasta allí. También él se empeño en que nos viéramos por la tarde para hablar. Su inglés era en apariencia bueno, sin embargo, las escasas oportunidades que se le habían planteado para practicarlo suponían una irritante interferencia para una comunicación fluida, de manera que no fui capaz de hacerle entender que mi agenda estaba muy apretada. Así pues, decidí citarme con él a la misma hora que con Sajaad, a las seis de la tarde en la recepción del hotel. Cuando llegó el momento y me presenté allí, la escena me resultó sumamente cómica, pues me encontré a ambos sentados en el recibidor y elegantemente vestidos para la ocasión; Mohamed con su bigote veinteañero bien recortado y Sajaad con una camisa recién planchada. Ambos sonreían forzadamente, como si se tratase del novio que espera a la novia en su primera cita. En este caso yo era la "novia", y además sentí que no tenía un pretendiente, sino dos, pues incluso pude apreciar cierta fricción entre ambos por la pequeña derrota que les supuso a cada uno el tener que compartirme.

La tarde la pasamos en un local que servía helados únicamente de dos sabores, o mejor dicho, de dos colores, ya que para mí fue imposible identificar a qué fruta correspondía cada color. Después fui presentado a un gran número de amigos y familiares de ambos, todos ellos extremadamente educados. Tuve la intensa sensación de que mi día en Tekab había estado cargado de una espesa dualidad, de dos componentes complementarios que podían ser claramente separados y que tenían el mismo peso, aunque diferente signo. Por un lado, la visita a un enigmático lugar cargado de historia y de historias, con el aliciente de haber sido el único visitante extranjero, y por el otro, la absorvente comunión con la sociedad iraní, llevada a cabo de una manera tan fluida que me hizo sentirme familiarizado con el entorno tan solo unas pocas horas después de haber entrado en él. Este, sin duda, fue uno de los sellos de mi visita a Irán, el cual podría sintetizarse en un claro binomio: ser Humano e Historia.



Tekab tuvo más oportunidades en mi camino que Tabriz, a pesar de ser un pequeño pueblo con casas feas, fabricadas con el habitual ladrillo de barro iraní. De allí me desplacé en taxi a Zanjan y, tras rechazar amablemente la invitación a cenar de uno de mis compañeros de taxi, monté en un autobús con destino a Qazvin, otra histórica ciudad persa, en esta ocasión punto de mi partida hacia las montañas de la región de Alamut. Esta zona da cobijo, en sus altas cumbres, a una serie de castillos medievales construidos en el siglo XI por el líder de una emergente orden religiosa, Hasan-e Sabbah, el cual consiguió formar un pequeño pero fanático ejército de seguidores entregados a sus intereses políticos y religiosos. Estos seguidores se caracterizaban por perpetrar estudiados crimenes contra personages religiosos y políticos persas de la época. Con el tiempo, estos activistas fueron bautizados popularmente como los Hashissiyun, palabra que derivó, gracias a la pluma del genial Shakespeare, en el término inglés assassin, que traducido al español quiere decir asesino.

En Alamut me abstraje de la realidad durante dos días en una pequeñísima aldea llamada Ghazor Khan, que se expande tímidamente a lo largo de un arroyo a los pies de los restos del principal castillo ocupado por la secta de Hasan-e Sabbah. Hoy en día poco queda del edificio, pero su localización es lo más destacable, pues se asienta sobre una columna rocosa que asciende desde lo alto de una de las montañas en el centro de la región. Sin duda, el lugar fue elegido, más que por su idoneidad orográfica, por su intimidatoria presencia, la cual debió imponer un enorme respeto a todos los que lo observaran, incluso a varios kilómetros de distancia.

En Gazor Khan me explayé todo lo que pude, haciendo los primeros ensayos de trekking en mi viaje mientras era acogido en un "hotel" familiar, consistente en un habitáculo sobre un corral custodiado por una graciosa y atenta familia local. Mi oxigenación en Alamut fue una decisión acertada teniendo en cuenta lo que me esperaba en los días venideros, nada menos que mi llegada a la caótica y enorme capital iraní: Teherán.

Esta capital está reconocida como una de las poblaciones con mayores índices de polución del mundo, producida principalmente por el CO2 de los millones de coches y motos que recorren cada palmo de asfalto que hay en la ciudad. Y por desgracia, en Teherán, hasta las aceras para caminantes están asfaltadas, lo que quiere decir que cuando uno cree estar a salvo tras haber cruzado valientemente cualquiera de sus calles, nada te puede librar del riesgo de ser atropellado por una moto o coche que pretende ahorrarse espacio mediante una rápida y temeraria incursión en la zona de peatones.

Es difícil tomarle el pulso a esta enorme urbe de aproximadamente 15 millones de habitantes. El estress que se acumula poco a poco desde la mañana alcanza cotas que no había conocido en ninguna otra de las ciudades en las que he estado con anterioridad, con el agravante de que en Teherán, al llegar la noche, uno no tiene muchas oportunidades de reconciliación con las calles tranquilas, ya que no hay locales abiertos más allá de las diez de la noche, y los que hay son puestos de comida rápida, en los cuales la relajación no es el principal aliciente. Al llegar la noche, sencillamente, el mejor lugar en el que estar es el hotel en el que uno se hospeda.

No voy a negar que se apoderó de mí una sensación de rechazo hacia esta ciudad, de la cual no me pude librar durante los varios días que pasé allí. Pero por desgracia, la necesidad me hizo permanecer en ella más de lo que hubiera deseado. Efectivamente, como habrá podido imaginarse el que haya seguido este diario, Teherán es un punto estrátegico irrenunciable desde el que seguir desarrollando la tarea que más molesta al viajero: la obtencion de visados para países que se visitarán más adelante. Creo que en algún momento debería publicar un artículo en este blog que tratase únicamente sobre el tema de los visados y las innumerables situaciones adversas o curiosas que se le pueden plantear a uno cuando se dispone a obtener este irritante tipo de documentos. Prometo hacerlo pronto.

Mi intención en Teherán respecto a los visados era conseguir únicamente el de Turkmenistán, esa misteriosa ex-república socialista en la que entraría cuando dejase atrás Irán. Encontrar la embajada de este país fue arduo trabajo, una auténtica acción coordinada en equipo, formado por mí mismo y por el entusiasta taxista al que endosé semejante misión. Al pobre hombre de poco le sirvieron mis consignas, pues estas consistieron vagamente en darle el nombre de una pequeña calle en medio de un extenso barrio del norte de Teherán. Bastante tuve yo con hacerle entender el nombre de la calle, ya que el término Embajada de Turkmenistán me fue imposible de transmitir en farsi (persa), el idioma oficial del país. Al final la misión se cumplió, no a un bajo precio precisamente, pero en estos casos uno tiene que ser práctico y poner a un lado la preocupación económica. De hecho, las embajadas suelen tener horarios de atención al público extremadamente reducidos (en ocasiones una hora y media por la mañana), por lo que llegar tarde supone un nuevo día de espera. En la embajada de Turkmenistán, una graciosa mansión con jardín y con una enorme foto de su presidente junto a la puerta principal, tuve que hacer cola en uno de los muros laterales del edificio, tras una poco inteligente ventanilla demasiado elevada sobre el suelo, lo que había obligado a colocar unos antiestéticos escalones para llegar a ella. Una vez abierta la ventanilla, la absurda posición suplicante que uno tiene que adquirir para hacer la solicitud no es más que una pequeña muestra de lo que te espera en ese país.

La mayoría de los que esperaban en la cola trabajaban para agencias de transporte por carretera, las cuales necesitan conseguir los visados para los camioneros que viajan desde Irán hasta Turkmenistán. Pero finalmente pude solicitar el visado, en este caso de tránsito -solo válido para cinco días- ya que un visado turístico para Turkmenistán viene a suponer casi lo mismo que si lo pidiera para Korea del Norte, es decir, excursión totalmente planeada, guiada y vigilada por algún representante del gobierno, algo que se traduce en frustración para el visitante y una gran cantidad de dinero. Y por fin pude planear mi salida -acaso escapada- de Teherán. Decidí que viajaría durante unas dos semanas por el centro del país, donde se encuentran algunas de las ciudades con mayor valor histórico de Irán.

Mi primer destino fue Isfahán, a donde me desplacé en un tren nocturno que partía desde la estación de largas distancias de Teherán. Una de las cosas que llamó mi atención al subir al convoy fue el hecho de que se trataba de un viejo tren español que debería tener más de treinta años y que, según me explicó Sahib, un aspirante a cantante con el que compartí el camarote, se trataba de una de las muchas "gangas" que el gobierno iraní se ve obligado a buscar en el mercado internacional de segunda mano para poder mantener en funcionamiento su infraestructura civil. Y es que Irán viene a ser algo así como la Cuba de Oriente Medio, un país de grandes recursos, con gente muy cualificada, pero con grandes carencias y, además, con un embargo impuesto por Estados Unidos que explica por qué en el país apenas se encuentran productos occidentales.

Isfahán era para mí una de esas ciudades que, cuando uno se las imagina mucho antes de haberlas visitado, se pegan con fuerza a las paredes de la memoria, con tanta fuerza, que nunca llegan a caerse en el pozo del olvido que se haya justo en medio de éstas. Es por ello que al pasear por sus calles, al cruzar sus puentes o al entrar en sus mezquitas, sentí un gran éxtasis de realización como viajero; como viajero responsable y entregado a los sueños de la infancia.

Cuatro días pasé en esta relajada ciudad, visitando su formidable Plaza del Imam, construida para deleite del Sha Abbas El Grande, caudillo de la dinastía Safavida, el cual patrocinó la construcción de sus edificios más notables. Visité el enredado y caótico bazar; los refrescantes y verdes parques que se imponen con orgullo al cemento y al ladrillo en el mismo centro de la ciudad. Además, me perdí en las calles del pequeño barrio armenio situado en el sur de esta antigua capital persa, salpicado de un gran numero de iglesias cristianas, rodeadas todas ellas de numerosos cafés en los que la juventud armenia desafía, con su estilo liberal, al régimen autoritario islámico que impera en todo el país. Por las noches el lugar más agradable eran las orillas del rio Zayandeh, cosido sublimemente por un exquisito entramado de puentes de piedra, sutilmente iluminados y dotados de un precioso color de miel que explica por qué los esfahanos merodeaban aturdidos y complacidos en torno a ellos, como moscas juguetonas, simplemente paseando tranquilamente en familia o en parejas. También personajes solitarios, con ojos llenos de poesía, el arte al que se rinden los persas, como si su manera de hilar las palabras solo tuviera sentido expresada en verso. Esto empecé a comprender en Isfahán, sobre todo cuando el día de mi marcha, en la estación de autobuses, mientras esperaba uno con destino a Shiraz, una joven llamada Samira me obsequió con un libro propio de poemas escritos en farsi. "Son poemas, pero es como mi diario. Tengo más, mucha gente aquí tiene los suyos propios" me decía tan solo cinco minutos después de haberla conocido.

Mi siguiente destino no fue un sitio al que puedan hacer sombra muchas creaciones de la historia de la humanidad. La ciudad de Shiraz, además de ser una joya en sí misma por su valor cultural y arquitectónico, es la base para visitar la ciudad ancestral de Persépolis, la marca arqueológica por excelencia de Irán, de Persia, de toda una civilización que ha perdurado a lo largo de los siglos.

Persépolis se haya a unos cuarenta kilómetros de Shiraz, en la que pasé dos noches. Fue fácil aprovechar el reducido tiempo que dediqué a esta parte del país. Afi, un joven estudiante de inglés con quien compartí asiento en el autobús hasta allí, se ofreció a acompañarme y me invitó a su casa. El día que visité Persépolis amenazaba con llover intensamente, así que mis temores sobre un sabotage climatológico a uno de mis días más importantes en Irán se acrecentaron hasta el mismo momento en que entré en la vieja ciudad, junto a Afi y su hermano Ami. Sin embargo, a medida que mi rostro comenzaba a desdibujarse con una incuestionable mueca de asombro, las nubes decidieron concederme una tregua. Aunque en ese momento ya no me importaba.



La lluvia no habría hecho que apartase mi mirada de la imponente Puerta de Jerjes, a través de la cual accedían antiguamente al recinto los dignatarios de otras naciones que llegaban hasta allí para rendir pleitesía a Jerjes I, hijo de Darío el Grande, que fue quien mandó construir la ciudad en calidad de emperador de toda Persia. Hoy de esta solo queda en pié el pórtico, mientras que los muros han desaparecido por completo. Pero las impresionantes figuras con rostro humano y cuerpo de toro que dan forma a éste, son uno de los iconos arqueológicos más destacables del mundo antiguo. De hecho, no queda mucho de la ciudad original, que más que una ciudad era una enorme fortaleza donde los caudillos persas disfrutaban de la primavera en compañía de sus familias, harenes, ministros y funcionarios. Pero quedan las huellas, los detalles, las proporciones. Los espacios marcados por derruidas columnas en el palacio de Apadana, por los estoicos ventanales del palacio de Darío el Grande, por las vacías tumbas de Artajerjes II y III. Son muestras sublimes de una grandeza atemporal, que puede ser revivida gracias a una imaginación alimentada de héroes y villanos de la Historia.

Tras la visita al corazón de Persia fui invitado a cenar en casa de Afi, junto a su hermano y a su madre. Su casa está a solo unos cinco kilómetros de Persépolis, en una localidad llamada Marvdasht, un afeado pueblo plano y polvoriento que, al igual que cada una de las poblaciones de Irán, saludan al visitante con un enorme cartel en el que se dibujan los rostros de los combatientes nacidos en ellas y fallecidos durante la triste guerra entre Irán e Irak, hace más de veinte anos. Los mártires son así recordados para siempre, y consiguientemente, también es recordado el horror de la guerra. Ambas cosas deben perdurar en la memoria del pueblo iraní, como si de otra condena vitalicia se tratase.

Tras cenar con la familia de Afi, en una elegante casa con un espacioso salón forrado de alfombras de vivos colores, decidí dirigirme de nuevo a Shiraz, donde necesitaba dormir unas horas antes de poner rumbo de nuevo al norte. La familia insistió en que pernoctara allí, sin embargo, preferí no hacerlo ya que necesitaba algo de tiempo para mí mismo, para escribir, para relajar la mente, algo que es difícil cuando uno es objeto de una amabilidad y hospitalidad tan intensa como la que ofrecen los persas. Al abandonar el hogar se dio una situación que aún recuerdo con humor. En el umbral de la puerta, justo después de habernos despedido calurosamente, tanto Afi como su hermano Ami y su madre parecieron compartir repentinamente un semblante de gran trascendencia, remarcado por una serie de rápidas miradas asustadizas entre ellos. Como si quisieran decirme algo, o hacerme algo, pero no se atreviesen. Finalmente, Afi, la única persona con la que podía comunicarme con palabras, se decidió a hablarme. "Tu sabes cuanto cuesta una máquina de hacer tatuajes en Europa?"

Aún debo una contestación al joven Afi, pero algún día se la haré llegar. Pensándolo bien, una sociedad tan puritana como la iraní, en la que mostrar grandes partes del cuerpo es de hecho ilegal, puede ser un terreno bien abonado para la práctica del arte del tatuaje, tan ligada al exhibicionismo en la sociedad occidental, pero tal vez concebida más como una forma de arte de la insinuación, tan practicado por los persas, en especial las mujeres, las cuales solo pueden mostrar en público las manos, casi todo el rostro, algo del cuello, un pequeño porcentaje de los pies y una pizca de tobillos; como si todas estas proporciones formaran parte de una formulación divina que salvaguarda los preceptos coránicos del Islam. En este arte de la insinuación, los pequeños detalles son los que ofrecen todo el significado de la expresión humana. En esto, las mujeres persas han desarrollado un elegante estilo que, a pesar de caracterizarse por una ocultación de sus encantos, invade las calles de las grandes ciudades y les da un protagonismo contra el que jamás podrá luchar ninguna doctrina religiosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me alegro de que hayas disfrutado de los encantos de mi país, encantos desconocidos por la mayoría de occidentales. Es todo un gustazo leer la crónica de tus viajes por tantísimos países, algunos de los cuales poco invitan a hacer turismo. Un saludo de un persa-saguntino.