20. Afganistán: más allá del paso del Khyber

11 de septiembre, Kabul, Afganistán


La "causalidad" ha querido que me encuentre en Kabul cuando se cumple la efemérides de un fatídico suceso que está destinado a permanecer en un lugar privilegiado de los libros de Historia, si conseguimos que ésta consiga extenderse algunos siglos más. No creo que sea el mejor lugar para recordar lo sucedido hace seis años en Nueva York. Sin embargo, desde mi habitación en el céntrico hotel Mustafá de Kabul, iluminada por la blanquecina luz que hace brillar el sempiterno polvo que se pega a la ventana, me pregunto cómo se vivió ese día en la capital afgana. ¿Cuando fueron sus habitantes conscientes de que el ataque contra el World Trade Center iba a suponer una nueva vuelta de tuerca en la sangrienta espiral bélica en la que el país se halla sumido, ininterrumpidamente, desde que la desaparecida Unión Soviética enviara sus tanques al centro de Kabul para certificar la dolorosa, inutil y catastrófica invasión de Afganistán?

Llegué a esta ciudad hace dos días, procedente de Peshawar, en el noroeste de Pakistán. Ese día fue largo, pero conseguí hacer posible lo que parercía únicamente "técnicamente posible", es decir, llegar a Kabul después de atravesar las Areas Tribales de Pakistán, el mítico paso del Khyber, la frontera afgano-pakistaní, la ciudad pastún de Jalalabad y, por último, la negra garganta del río Kabul que, pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad a la que da nombre, estrangula la carretera desplazándola hacia los cielos a modo de montaña rusa.

Ese día, un domingo con cierto holor a otoño, la noche se mezclaba con las primeras luces del Alba en Peshawar, y sus calles, eternamente sucias y enegrecidas por el humo de la miriada de vehículos que abusan de ellas a diario, se inundaban rápidamente de hombres atabiados en el tradicional shalwar. Rostros serios, pobladas barbas y ojos negros salían poco a poco a la superficie de las primeras luces del día y yo, desde la puerta de la recepción del Rose Hotel, donde esperaba al taxi que había solicitado la tarde anterior, observaba esta cotidianidad con una especial sensación de despedida. Peshawar me había tratado bien al fin y al cabo, y abandonarla ahora, para adentrarme en un país como Afganistán, del que dolorosamente no podía hacerme ninguna expectativa, se me antojaba como un obstinado quiebro a la razón, un nuevo giro voluntario a la esencia propia del miedo. Un giro al infierno; un viaje a las antipodas de lo conocido.

Creo recordar que el miedo deboraba mi pasión viajera.

Había dejado mi llamativa mochila moderna, con la mayoría de mis enseres, bajo la custodia del sombrío recepcionista del hotel, y había introducido todo lo que pudiera necesitar para las próximas dos semanas en una austera pero discreta bolsa de viaje comprada el día anterior. Así, vistiendo mi shalwar, con mi rebelde pero bastante larga barba y mi nueva bolsa barata, podría decirse que mi aspecto pasaba desapercibido, condición que me había planteado desde el primer momento en que me propuse viajar a Afganistán.

El taxi llegó a la hora convenida. Agradecí de inmediato que el taxista hablase buen inglés y conociera las circunstancias de mi destino. El primer lugar al que nos dirigimos fue el cuartel de la Autoridad Paksitaní para Asuntos Tribales del Khyber, donde me correspondía la asignación de un escolta que no se despegaría de mí hasta llegar al puesto fronterizo afgano-pakistaní. Este procedimiento, cuya tramitación me había ocupado casi todo el día anterior, es obligatorio -y gratuito- para todas los extranjeros que atraviesan las Areas Tribales de Pakistán con destino a Afganistán, y aunque en principio parece garantizar cierta seguridad para el viajero, lo cierto es que cuando vi aparecer a mi "Angel de la Guardia", en absoluto me sentí más seguro.

Se trataba de un jovencísimo, tímido y más bien torpe soldado. Parecía un niño en su primer día de escuela, con la diferencia de que, en lugar de una mochila llena de libros, portaba un manoseado fusil que ni tan siquiera sabía como colocar en el asiento que ocupaba en la parte delantera del taxi. Creo sinceramente que era su primer servicio de este tipo, lo cual le pregunté de manera educada. Sin embargo, como suele ser habitual con los policías y militares pakistníes, no hablaba ni una palabra de inglés. O tal vez no quería contestarme.



La distancia que separa Peshawar de la frontera con Afganistán no es larga, tan solo unos cincuenta kilómetros, pero abundan las curiosidades y referencias históricas notables. Para muchos historiadores, este trayecto, coronado en su parte más alta por el Paso del Khyber, era el centro de una de las principales preocupaciones que atormentaron a los defensores del Raj Británico que colonizó todo el subcontinente indio. Es aquí donde se decidó el destino de las llamadas Guerras Afganas, que enfrentaron al Imperio Británico con los ejércitos musulmanes de los emires afganos durante el siglo XIX. Y también fue este territorio el centro de la discreta pero transcendente lucha que mantenían, como si de una auténtica Guerra Fría se tratase, los imperios británico y ruso.

Mucho antes el Khyber ya había visto, desde sus altas cumbres, el paso de ilustres personajes abriéndose camino entre las rocosas paredes del Hindu Kush. Nombres como Dario el Grande, Aljandro Magno o Timur, utilizaron este paso estratégicamente para conquistar partes de la India, siendo la joya más codiciada la fértil y rica región del Punjab.

Pero no solo hombres y ejércitos. El Khyber fue la puerta a través de la que se expandieron grandes religiones. Fue por aquí por donde el imperio Mughal accedió a la India e instauró el Islam como religión de estado, y también fue a través del Khyber por donde habían pasado los monjes que llevaron el budismo a territorios tan occidentales como la región de Bamiyan, en el centro de Afganistán, antes incluso de que existiese el cristianismo. Por su parte, el Zoroastrismo, la primera religión monoteista, dependió de la porosidad que el Khyber ofrece al Hindu Kush para llevar la nueva creencia a tierras del sur de lo que es hoy Pakistán, donde se encuentra la mayor comunidad de zoroastras que aún hoy practican este antiguo culto.

No obstante, conforme atravesaba las Areas Tribales con el taxi, poco de esto se hacía evidente. El terreno era abrupto y correoso, aunque no especialmente elevado. A pesar del vacío legal que caracteriza a esta región, la vida parecía tan cotidiana y trivial como en cualquier otra parte de Pakistán, con pequeñas aldeas aquí y allí, todas ellas llenas de vida; sin embargo, de vez en cuando nos cruzábamos, o éramos adelantados, por pick-ups cargados de hombres armados con kalashnikovs y vestidos de civil. Al preguntar por ellos al taxista, lo primero que me dijo, como si estuviera adivinando mis intenciones, fue que no hiciera fotos. Luego me explicó que estos hombres formaban comandos de defensa de los distintos Jefes tribales que había en la región. Eran ellos los encargados de mantener el orden dentro de cada señorío, y eran pagados por los jefes de cada zona. Estaba viajando, a bordo de un destartalado taxi, por medio de una sociedad enteramente feudal.

También fui testigo, desde la misma carretera, de la magnificencia con la que cada señor feudal destacaba dentro de esta arcaica sociedad. Sin necesidad de esconderse de nadie, sus imponentes mansiones llegaban al mismo margen de la carretera. Aunque los recintos de cada una de estas mansiones estaban rodeados de afeados y bastos muros de barro, a plena luz del día los portones de los muros permanecían abiertos, con lo que se podía otear rápidamente en su interior. Allí se veían blancas y bien adornadas casas de varias plantas, con hermosos jardines y porches sombreados. Le pregunté al taxista si esta gente era en realidad tan rica y poderosa. "¿Ricos? Ahí dentro hay máquinas en las que si aprietas un botón te sale coca-cola, le das a otro y te llena el baso de wishki, y si quieres, pulsas otro y a los pocos minutos aparece una hermosa mujer que hará todo lo que le pidas. Hay más oro y diamantes que madera o hierro; sería muy dificil incendiar una de estas chozas..."

Poco antes de llegar a la frontera, el taxista me señaló una pequeña protuberancia rocosa en lo alto de una colina al lado de la carretera. "¿Ves aquello? Es una estupa budista". Efectivamente, en medio de este mar musulmán, aquello era un derruido y descuidado vestigio de una época, hace unos dos mil años, en la que la religión que florecía en esta región era el budismo.

Finalmente llegamos a Torkham, donde se haya el único puesto fronterizo abierto a extranjeros entre Pakistán y Afganistán. El escolta, del cual casi me había olvidado, salió inmediatamente del coche con la intención de dirigirse al cuartel aduanero, pero le detuve con un gesto del brazo para darle una pequeña propina. Fue entonces cuando vislumbré la primera sonrisa en su morena tez y cuando recibí la primera mirada de sus negros ojos. Era un niño.

Pagué al taxista lo convenido, al tiempo que aceptaba su tarjeta con su número de teléfono por si necesitaba sus servicios en el futuro. No en vano, si todo me iba bien, debería regresar a Pakistán por el mismo camino unas dos semanas más tarde.



He cruzado muchas fronteras a pie en mi vida, aunque pocas tan multitudinarias como esta. Para empezar, la entrada en Afganistán fue sumamente sencilla. Resulta curioso que dos de los países a los que la lógica invita menos a viajar, como son Irak y Afganistán, pongan tan pocas trabas para hacerlo. En el caso de Irak te dan el visado -gratuito- en la propia frontera con Turquía, mientras que en el caso de Afganistán, el amable y paternal consul afgano en Peshawar se encarga de facilitarte un visado para treinta días de manera rápida y sencilla

Una vez en el lado afgano, comencé a caminar hacia el interior, rodeado de una multitud compuesta por todo tipo de personajes: refugiados de guerra transportando todos sus bienes, niños ofreciendo portear los equipajes, mercaderes de hielo fabricado en Landi Kotal -el último pueblo pakistaní antes de llegar a la frontera-, mendigos pidiendo limosna, y también, vendedores de todo tipo de artículos cuyas provisiones escasean en Afganistán.

Cuando llevaba pocos metros recorridos sin un rumbo fijo me percaté de que tenía a mi lado a un señor cuya cara me resultaba familiar. Efectivamente, se trataba de una de las personas que había visto haciendo cola unos minutos atrás en el puesto pakistaní para obterner el sello de salida. Recordé que me había sonreido cortesmente al verme incorporándome a la cola. Ahora caminaba a mi lado, pretendiendo aparentar que ambos formábamos un pequeño grupo de viaje. Y en realidad, el Sr. Younos Tahawad, que además ostentaba el título de Haji (musulmán que ha hecho la peregrinación a la ciudad de Mecca), quería caminar conmigo para ayudarme en lo que necesitara. De igual manera a como me solía ocurrir en Pakistán, también aquí había quien se preocupaba de un extranjero viajando solo. Sin pretenderlo, estaba de nuevo bajo la protección de un padrino. Pregunté a Younos cual era la mejor manera de llegar a Kabul y me replicó que la mejor, y la única que debería considerar, era tomar un taxi compartido con más gente, pues los autobuses de línea eran demasiado lentos, irregulares y, además, peligrosos. Él mismo se ocupó de encontrarme uno con destino directo a Kabul, el cual partió a los pocos minutos, tan pronto como se hubo llenado con cuatro pasageros.

El viaje fue tranquilo y la carretera bastante buena durante todo el recorrido. En ocasiones el taxi se cruzaba con carros acorazados de la OTAN -principalmente Hammers americanos con armamento pesado en sus cuatro costados- los cuales ocupaban casi toda la carretera y obligaban a los coches a salirse de ésta y a circular por el estrecho arcén. También pude divisar algunos modernos helicópteros de asalto en el cielo y varias bases militares a lo largo del trayecto. A última hora de la tarde el taxi llegaba a Kabul, el objetivo que me había propuesto al comenzar el día.

La ciudad que fuera capital del imperio Mughal, antes que la propia Delhi, se extiende a lo largo de un espacioso valle que me recordaba mucho a los paisajes contemplados en Irán. No en vano, Afganistán está emparentado historica y culturalmente con la vieja persia. El idioma oficial de la capital y del gobierno de Afganistán, por ejemplo, es el dari, muy similar al farsi (persa); y en tiempos remotos, a esta región se la conocía bajo el término Ariana, tierra de ários. Antes de que los soviéticos invadieran el país, Irán -entonces el reino del Sha de Persia- era el espejo en el que se miraban los habitantes de Kabul.

Así es, una gran capital del pasado, pero con una terrible enfermedad terminal que se hace visible nada más atravesar las primeras "avenidas" de la periferia. El polvo es la principal materia prima de que disponen los kabulenses. Lástima que no se pueda comer, o que no cure enfermedades, o que no sirva para comprar vestimenta, pues de ser así, sería ésta la capital más rica del mundo.


El sol enrojecía y me brindaba su mirada conforme me adentraba en este cementerio de edificios. Me señalaba el oeste y me invitaba a que le prestase atención, como si deseara que distrajera mis sentidos ante el melancólico espectáculo del que estaba siendo mudo expectador. Por un momento no pude respetar sus ruegos y centré mi mirada en un recien pintado letrero dispuesto sobre el muro de una base militar.

En este se leía: "Unity starts here" (la Unidad comienza aquí).


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Foto 1: refugiados afganos volviendo a su país, paso del Khyber
Foto 2: mercader artesano de cometas, Kabul
Foto 3: calle-bazar del barrio viejo de Kabul
Foto 4: niños sacando agua en una fuente de Kabul


Continua...

19. El salvaje oeste pakistaní

7 de septiembre, Peshawar, Pakistán


Tras despedirme de los Kalasha, tuve que regresar de nuevo a la civilización. No obstante, podría argumentarse que el lugar en el que me adentraba está muy lejos de ser considerado como "territorio civilizado". Este viaje a las antípodas se metía de nuevo en una zona caliente. Una zona con nombre propio: North West Frontier Province (Provincia de la Frontera Noroeste). Así decidió el joven gobierno de Pakistán llamar a esta región cuando se conformó el país, tras la separación de la India Británica en 1947. Y en verdad, que tratar de elegir un nombre más acorde con su tradición histórica sería complicado, pues aquí se dan una serie de circunstancias sociales, culturales e históricas, que difícilmente encuentran parangón en ninguna otra parte del mundo.

Sus gentes, mayoritariamente de etnia Pastún, son en sí mismos una tribu aparte (según ciertos antropólogos, la mayor tribu del planeta) cuyo código de conducta social no tiene en cuenta las leyes del estado pakistaní. Ellos únicamente observan lo que se conoce como Pastunwali, un rígido código moral basado en la lealtad más férrea, en la hospitalidad más abrumadora, y también, en la venganza más contundente. A esto hay que añadir un fundamentalismo religioso que ha creado su propio sello dentro del mundo islámico y que, llevado a un extremo radical por algunos, ha dado origen a uno de los fenómenos sociales que más impacto han tenido en todo el mundo en los últimos años: los Talibanes.


Por otra parte, dentro de la propia NWFP se encuentra otra región llamada Tribal Areas (Areas tribales) -que linda con el vecino Afganistán-, donde los Señores tribales pastunes tienen tanto poder que el propio gobierno pakistaní reconoce su nula influencia política sobre la zona. Drogas, armas, oro, diamantes, dinero falso, alcohol... toda esta mercancía, en partidas que superan los cientos de millones de euros al día, circula líbremente por las Areas Tribales -por carreteras que están incluso construidas por los propios señores tribales- desde donde es distribuida clandestinamente por todo el territorio afgano y pakistaní; y de ahí, al resto del mundo..Pero no solamente es la mercancía ilegal la que fluye líbremente por las Areas Tribales; también es éste el mejor lugar de la tierra para esconderse, como lo prueba el hecho admitido por mucha gente de que el hombre más buscado de la tierra, el islamista Bin Laden, dirige desde aquí las operaciones de la conocida organización AL-Qaeda (La Base).

Con este panorama, si había algo que no iba a hacer en la NWFP era aburrirme. Mi primer destino -al que solamente deseaba llegar con el fin de descansar y escribir durante unos días- fue una pequeña población llamada Madyan, en pleno valle de Swat.

De este sitio, he de reconocer que no tenía la más mínima idea sobre cuál era su situación actual antes de dejarme caer por allí. Unicamente sabía que en otros tiempos, hace unos treinta años, era un lugar de renombre para los cientos de hippies que viajaban por todo el continente asiático. Además, en un tiempo todavía más remoto, había sido la cuna de la avanzada civilización budista de Ghandara y también había sido ocupada por Alejandro Magno. Pero, como decía, eso eran otros tiempos. Ahora, para mi sorpresa, este lugar tenía la fama de ser uno de los más peligrosos de Pakistán.

Esto último lo supe nada más llegar allí gracias a Fida, un tendero-hostelero que se sorprendió mucho al verme aparecer en su tienda, acompañado de un vecino del pueblo que me guió hasta ella. Fida también regentaba un albergue -el primero que se abrió en Madyan para acoger a los hippies- y le pedí que me permitiera alojarme en él por unos días. Sin embargo, su sorpresa inicial -lo pude ver en sus ojos- se tornó en preocupación. Me dijo que la situación en la zona era sumamente peligrosa, con los talibanes cometiendo actos de violencia y con amenazas constantes a los mercaderes y gentes sencillas. Habían amenazado a tenderos que vendían sus productos a mujeres y también a la cadena de radio local por emitir programas que contenían música.

Mi presencia allí no era en absoluto segura para mi integridad. No obstante, el buen Fida me condujo hasta el albergue. En realidad no me hospedó en el albergue propiamente dicho -pues éste estaba cerrado debido al inexistente flujo de turistas y se alojaba en él una un grupo de familiares de Fida- sino en un porche cubierto al lado de éste que, según él, fue realmente el sitio donde comenzó a hospedar a los hippies de los 70, siendo solo un niño. Un niño con mucho olfato y un gran corazón.

Su preocupación por mí fue más allá de la información acerca de la situación actual. Me aconsejó que cambiase mis atuendos occidentales por el tradicional shalwar (traje tradicional pakistaní) para no llamar la atención durante mi estancia en la zona, y él mismo me ayudó a encontrar uno que se ajustase bien a mi anatomía. Con esto, y con la poblada barba que me había dejado crecer en las últimas semanas, podría pasar perfectamente por un pakistaní más..., siempre y cuando no abriese la boca más de la cuenta.




Pasados dos días, decidí que debía continuar con mi viaje, pues mi permanencia en Maydan se hacía cada vez más incómoda. La tarde antes de mi marcha, sin ir más lejos, cuando fui al barbero a que me cortase el pelo y me arreglase la barba, mi identidad foránea se hizo evidente, cosa que no desaprovechó un joven de aspecto fundamentalista que esperaba su turno para sermonearme excitadamente. Mientras el barbero hacía su trabajo conmigo, el "misionero" se sentó a mi lado y me mencionó las ventajas del Islam y, en última instancia, amenazó sobre mi segura marcha al infierno y mi renuncia al paraíso -y a las 72 mujeres de las que allí disfrutaría- si no abrazaba la fe musulmana. El joven estaba impregnado de cierto éxtasis al ver la atención que le brindaba. Pero no le dije que lo hacía por mera educación, pues mis planes no eran convertirme a ninguna de las muchas religiones que estoy destinado a conocer durante mi viaje a las antípodas.

Así, mi siguiente destino fue la capital de la NWFP, Peshawar, a la que llegué en un autobús en el que las medidas de seguridad se habían extremado hasta el punto que, antes de partir, cada pasajero fue filmado con una cámara de video, para poder hacer una identificación visual en caso de que el vehículo fuese objeto -o herramienta- de un ataque terrorista. Por suerte no volé por los aires, con lo que a media tarde llegué a esta salvaje ciudad.


Peshawar es otro de esos sitios que desde hace mucho tiempo han resonado con un fuerte eco en mi cavernaria sala de los sueños. Desde aquí es desde donde partió el avión en el que Mr. Conway, el protagonista de la novela Horizonte perdido (escrita por James Hilton y ambientada a principios del siglo XX), fue llevado al misterioso reino de Shangri-La y fue acogido por el monje Perrault en su monasterio. Pero yo no iba a tomar ningún avión en Peshawar, si bien es cierto que desde allí me adentraría en un lugar misterioso. Aunque eso es otra historia.
Pasé cuatro días en Peshawar, en los que tuve tiempo para muchas cosas. Entre ellas, la más importante era conseguir un permiso de reentrada al país, pues en breve abandonaría Pakistán. Esto tuve que hacerlo en la oficina de inmigración pakistaní, para lo cual conté con la inestimable ayuda de Sahai.

Sahai es una de esas muchas personas que me han ayudado durante mis andanzas por Pakistán. Casi siempre que tomaba un autobús o que llegaba como forastero a una nueva ciudad, se presentaba ante mí algún hombre que, por pura hospitalidad, me ofrecía su ayuda en todo lo que necesitara. A mí me gusta referirme a ellos como "padrinos", pues una vez conocidos, se convertían en auténticos protectores de mi persona y añadían un valor incalculable a mis experiencias. Este es, sin duda, el sello que ha dejado Pakistán en mi memoria, algo que me ha hecho reconocer que este país en absoluto tiene la fama que se merece.

A Sahai lo conocí mientras cenaba en un restaurante afgano, pues Peshawar está reconocida como la ciudad del mundo con mayor número de refugiados de Afganistán. Sin embargo él no era afgano, aunque sí pastún. Al comentarle mis planes durante mi estancia en Peshawar, se ofreció a ayudarme en lo que necesitara, por lo que al día siguiente nos dirigimos ambos en su motocicleta -la cual incluso me permitió conducir- a la oficina de inmigración a tramitar mi visado de reentrada..Pero sin duda, lo mejor que hizo Sahai por mí fue el llevarme a visitar el famoso mercado de traficantes de armas de Pakistán. Fue toda una sorpresa, pues aunque yo conocía su existencia, sabía que era un lugar vetado para los extranjeros. Pero Sahai me dijo que si iba con él y hacía todo lo que me dijera no habría ningún problema. Resulta que él mismo tiene familiares en las Areas Tribales, donde se encuentra el mercado de armas. Su madre es oriunda de allí, y algunos de los grandes traficantes son amigos o familiares suyos.

Cuando salimos de la oficina de inmigración, con mi visado de reentrada en el pasaporte, nos dirigimos directamente a la frontera de las Areas Tribales. A partir de allí, como me reconoció Sahai, la policía de Pakistán no tenía autoridad y dependía de él por completo para garantizar mi seguridad. Mi padrino era mi guía, mi protector y, en este caso, mi mejor amigo.

Es difícil describir el lugar al que fui con mi amigo. Las expectativas que uno se pueda hacer sobre un mercado internacional de armas y droga no son fáciles de confeccionar en la mente, sobre todo si se quiere evitar el llevarse grandes sorpresas. Por eso yo preferí no hacerme expectativas. El mercado en sí, para empezar, era además un pueblo con vida propia. Los mercaderes tenían su mercancía expuesta en escaparates de pequeñas casa bajas. No obstante, al igual que ocurre con otros muchos centros comerciales más ortodoxos, los tenderos eran gente contratada únicamente para atender a los clientes. Visitamos varias de estas tiendas, en las que se me ofrecieron mercancías tan variadas como kalashnikovs, bolígrafos-pistola (los cuales incluso tuve la oportunidad de probar impunemente en la misma calle), capullos desecados de opio, dólares falsos de una calidad increíble o hachís afgano. Cuando los tenderos me veían aparecer con Sahai se sorprendían notablemente, pero mi padrino se encargaba enseguida de hacerles ver que solo era un amigo. Después de un rato de conversación éramos invitados a entrar en la salita de reuniones -donde se realizan las operaciones comerciales más serias- que tenían algunas tiendas, donde me ofrecían té y se interesaban por mi presencia en Pakistán, con una naturalidad tal que me hacía creer que en realidad nos encontrábamos en una terraza de un paseo marítimo de la costa levantina.

Sahai también me mostró uno de los aspectos más desagradables del mercado: los fumaderos de opio en los que jóvenes pakistaníes y refugiados afganos se convertían en zombis al fumar la droga. No eran más que pequeños habitáculos dentro de las propias tiendas, en los que podrían reunirse fácilmente entre diez y quince hombres. Las comodidades no eran requeridas. Simplemente se tumbaban en el suelo y dejaban que sus vidas se escaparan con cada inhalación de la terrible substancia. Llegué a introducirme en uno de los cuartos, para ver cual era la reacción de los fumantes. Pero apenas notaban mi presencia; habían comenzado a viajar lejos de aquel abominable lugar, al que estaban condenados a volver.

Mis días después de la visita al mercado de traficantes fueron más tranquilos, e inesperadamente agradables, pues Peshawar se me presentó como una ciudad repleta de gente amable hacia el extranjero. Su fama de ciudad sin ley no le hacía justicia, y su especial encanto de ciudad antigua y disputada por importantes imperios a lo largo de la historia se reflejaban en cada rincón de sus mundanas calles.

Sin embargo, en mi último día allí, ocurrió algo que me hizo sentir sacudido. Como si la realidad destapara repentinamente un tupido velo delante de mí, me encontré yo mismo en medio de una situación a la que se ven enfrentados millones de pakistaníes todos los días. Mientras caminaba por una calle principal con destino a un cibercafé para -entre otras cosas- actualizar este blog, me adentré en medio de una muchedumbre agitada que se agolpaba en torno a una parte de la calle acordonada por la policía. Hacía unos cinco minutos que un coche bomba había estallado y los bomberos aún apagaban algunas llamas..Milagrosamente, y en contra de lo que es habitual en Pakistán, esta explosión no causó ninguna muerte, aunque sí muchos heridos. Pero lo que más consternación me causó fue el hecho de que el coche estalló justo en la puerta del banco en el que el día anterior había hecho el depósito para pagar el coste administrativo del visado para viajar a Afganistán.


Continua...

18. Mi encuentro con los Kalasha

1 de septiembre, Chitral, Pakistán


Pocas veces tiene uno la oportunidad de establecer contacto con gentes que han escapado a la arrolladora maquinaria que impulsa la Historia. Difícil, muy difícil es estudiar los procesos históricos por los que las comunidades humanas adquieren los ritos y costumbres que conforman lo que conocemos por Cultura. Sin embargo, y a pesar de la fuerza con la que algunas ideas, religiones o imperios han inundado el mundo, ahogando en sus briosas aguas culturas primigenias, aún queda margen, milagrosamente, para que unas pocas personas preserven la suya propia. Un ejemplo de estas gentes, tal vez el que mejor sirve para reflejar la impermeabilidad humana contra imposiciones foráneas, es la tribu de los Kalasha.

Esta tribu, escondida en una pequeña región -una isla- en el arrugado corazón de las montañas del Hindu Kush, ha sobrevivido culturalmente a grandes imperios como el de Alejandro Magno, el de Jingis Khan o el Raj Británico. No se han arrodillado ante dios alguno anunciado desde Oriente u Occidente; Allah, Shiva, el Dios de cristiano o Buda han pasado de largo sin importunarlos. Y para comunicarse, siguen hablando su propia lengua ancestral, pues ni el persa, ni el hindú, ni el turco, suenan bien en sus labios. Los Kalasha son, y espero que sigan siéndolo, un auténtico fósil viviente de la raza aria, y mi encuentro con ellos, una página dorada de este viaje a las antípodas.

Mis primeros días en Pakistán los pasé en las montañas del paradisiaco valle de Hunza, donde su estimulante naturaleza y sus animosos habitantes (seguidores de la secta islámica de los Ismaelitas) constituyeron el entorno ideal para tomar importantes decisiones con respecto a mi viaje. Por primera vez en bastante tiempo no tenía planes concretos sobre cómo continuar con mi aventura. Únicamente sabía que mi ruta natural hacia el este debía llevarse a cabo a pesar de todo, pero la zona en la que estaba ahora me ofrecía innumeables posibilidades de visitar lugares misteriosos y de reconciliarme con viejos anhelos de viajero. La región en la que el genial Rudyard Kipling se inspiró para urdir su Gran Juego literario (ese juego de espionaje con el que se entretuvieron los imperios Ruso y Británico en el siglo XIX y que terminó dibujando el mapa polítido de esta región) o en la que el naturalista George Schaller se convirtió en el primer occidental en avistar y estudiar al esquivo leopardo de las nieves, merecía mucho más que una simple pasada en autobús.

Así pues, decidí que los Kalasha, de quien supe por primera vez hace unos años gracias al buen libro de la antropóloga Sheila Pain titulado "The Afghan amulet", también ellos sabrían de mi existencia.

Para llegar hasta sus dominios, tuve que desplazarme a Chitral, "ciudad" del noroeste de Pakistán a los pies de las montañas del Hindu Kush. Llegar allí desde Gilgit fue toda una aventura; el primer día viajé en un autobús público que sucumbió en las primeras cuestas de las montañas. El segundo día, en cambio, tan grotesco era el camino que había que seguir, que la única manera de desplazase era en 4x4.

En este viaje me he desplazado, menos en avión, en todo tipo de vehículos -incluso de tracción animal-, pero hasta ese momento no lo había hecho de manera que me hiciera sentir más ridículo. El lugar del 4x4 en el acabé fue de pie en el centro de la parte trasera descapotable, sobre unos sacos de grano amontonados de mala manera y -lo más gracioso- encajado en medio de un chasis de un gran vehículo que el 4x4 transportaba en lo alto, amarrado precariamente. En cada curva, o con cada bache (de ambos había miles en el camino), parecía que el chasis iba a salir despedido violentamente, llevándoseme con él, o peor aún, seccionando mi cuerpo limpiamente en dos mitades. Para colmo, tenía que soportar las risas de cientos de niños y no tan niños que se sorprendían alborotadamente al verme pasar. "Ingrisi, ingrisi" (término derivado de la palabra english que utilizan los pakistaníes para referirse a los extranjeros) gritaban jocosamente al verme. Me sentía como la Reina del Carnaval, solo que en lugar de una bella carroza multicolor, yo me sostenía sobre un oxidado chasis que amenazaba con destronarme de un momento a otro.

Finalmente llegué a Chitral, desde donde me dirigí, al día siguiente, al valle Kalasha de Bumburet, a pocos kilómetros de distancia pero a muchas horas de viaje en otro 4x4. Allí, por supuesto, tuve mi primer contacto con los Kalasha. Sin embargo, y a pesar de que pude cerciorarme de que era el único visitante extranjero en todo el valle, estos me recibieron con cierto desinterés o indiferencia. No en vano, esta tribu, que es de por sí notoriamente orgullosa, está relativamente acostumbrada a los extranjeros, sobre todo a antropólogos, periodistas o indefinidos como yo. Por otro lado, el valle de Bumburet, el más grande de los valles Kalasha, está bastante islamizado, bien debido a la inmigración de musulmanes de Chitral, bien a la propia conversión a la que tradicionalmente se han visto inducidas (aunque no forzadas en Pakistán) estas gentes.

En cualquier caso, el paisaje humano había cambiado por completo en comparación con Chitral, pues enseguida pude percatarme del elevado estatus social del que disfrutan las mujeres kalasha en contraposición a la ocultación indiscriminada de la que son objeto las mujeres de Chitral (más tarde, un hombre kalasha me transmitiría un dicho popular de su tribu según el cual "los hombres de Chitral guardan a sus mujeres como si fueran oro de Badakhsan").

En Bumburet me hospedé durante dos días en el Ishpata Inn, una posada kalasha. Compartí el musgoso edificio de madera con el durmiente posadero, un hombre que por su aspecto bien podría pasar por alemán o danés, con su piel pálida, frente amplia y cuadrada, ojos grises azulados y un cabello lacio y claro. Fue él quien me indicó, mientras degustábamos un baso de taara -licor que fabrican los kalasha, para quienes el alcohol no está prohibido, a partir de moras silvestres-, que si deseaba ver a gente Kalasha viviendo en estado puro, lo mejor sería ir caminando al valle de Acholga, donde aún viven unas pocas familias en plena naturaleza, sin ningún tipo de signos de la civilización.


Efectivamente, en el valle de Acholga, la civilización es un término difícil de pronunciar. Solo el hecho de llegar allí caminando ya le ocupa a uno todo el día, sobre todo si -como me sucedió a mí- te pierdes descendiendo las laderas de las montañas que se ciernen sobre el valle, encerrándolo en un abismo verde del que manan las aguas del embravecido río Acholga. Tan cerrado es el valle, que el mismo río no se hace visible hasta que uno está a unos cincuenta metros de distancia de él.

A última hora de la tarde, cuando mi preocupación por la posibilidad de no llegar nunca a la aldea acrecentaba mi cansancio, encontré una "senda" que descendía abruptamente por una ladera montañosa virtualmente vertical, la cual me llevó, por fin, a orillas del río.

Los primeros seres humanos que encontré fueron dos niñas kalasha que se asustaron tanto al verme, que corrieron despavoridas y desaparecieron entre los campos de maíz. Pensé que no era un buen comienzo para conocer mejor a los Kalasha, pero al mismo tiempo, tuve la gratificante sensación de haber hecho realidad una expectativa excepcionalmente optimista en su concepción: que las personas que iba a encontrar sentirían, al menos, tanto asombro al verme como yo mismo.

Por suerte para mis cansados huesos, no toda la gente reaccionó igual que las niñas. De las cinco casas habitadas que pude contar en toda la zona, pregunté en una de ellas si podrían alojarme, por supuesto con gestos y dirigiéndome al cabeza de familia. El hombre, un campesino vestido al modo tradicional pakistaní, con un sucio shalwar (traje compuesto por camisón hasta las rodillas y pantalón del mismo color) y tocado con un pakol (boina típica del norte de Pakistán y Afganistán), espetó una media sonrisa que acompañó con un ligero ladeo de la cabeza, indicando que en su casa no podía permanecer. Mientras dialogaba con el hombre, pude sentir cómo era escrutado por su mujer, que trabajaba dentro de la casa-choza, y por las dos niñas a las que había asustado hace unos minutos, las cuales resultaron ser sus hijas. Sin embargo, me pidió que lo siguiera y me condujo a la casa de sus vecinos, a escasos treinta metros río arriba. Allí me hizo indicaciones, contando con el beneplácito de los sonrientes vecinos, de que podría dormir, para mi sorpresa. Y desapareció en el espesor del campo de maíz, como habían hecho sus hijas minutos antes, al verme llegar.

La familia que decidió darme cobijo era el arquetipo de familia tradicional tribal, y su forma de vida, todo un despliegue de costumbres cotidianas "profesionalmente" llevadas a cabo. Estaba compuesta, por lo que pude adivinar, por dos parejas, de las cuales una tenía dos hijos, un niño y una joven adolescente -de nombre Yinara-, y la otra un solo hijo barón. Ambas parejas estaban emparentadas por las dos mujeres, que eran hermanas y que, además, eran las que se ocupaban de cualquier tarea doméstica: hacer el fuego, preparar la comida y tejer. Los hombres eran los encargados de mantener las cosechas de grano que rodeaban la casa y de pastorear a las pocas cabras de que disponían. La casa en sí, construida con troncos de madera de cedro y barro, era un elaborado ejemplo de autosuficiencia. Estaba compuesta de un habitáculo principal, con techo plano, que servía de almacén y también para cobijarse del frío en invierno. Adyacente a éste se encontraba el porche en el que dormían las cabras y la propia familia en verano. Frente a él se hallaba una superficie de unos veinte metros cuadrados que pertenecía a otra estancia situada en un nivel inferior -aprovechando el acusado desnivel del suelo- en la cual se ponía a secar al sol el forraje para la única vaca que tenían y que guardaban en un pequeño corral situado también en el nivel inferior y con el que había que tener cuidado para no caer dentro.

Al llegar la noche, con sus luminosas estrellas, las mujeres se afanaron en preparar la cena, consistente en tortas fritas de maíz y queso fresco (desmigado) de cabra. De postre, trozos de manzana secados al sol y té con leche. Nada más, ni nada menos. A día de hoy, y considerando el estado de agotamiento en el que me encontraba, esta simple pitanza constituye uno de los más sabrosos manjares que mi humilde paladar jamás haya disfrutado.

Más tarde, después de una animada velada frente al fuego riendo y bromeando con los niños, la mujer más mayor ordenó algo a su marido. Este, levantándose al punto sin hacer observación alguna (!qué diferente era este Pakistán del que había conocido hasta ese momento!), preparó un camastro de patas de madera y somier cordado y lo dispuso en medio de la explanada que usaban para secar el forraje, haciéndome indicaciones de que esa sería mi cama.

Allí, a la intemperie, en una suave noche de verano, en lo más hondo de un abismo, pasé la noche en vela, descansando sin dormir, pues mis ojos no necesitaban descanso, solo mis huesos lo anhelaban. Contemplaba reconfortado las estrellas y la luna, que parecían pertenecer al mismo valle, y dejaba llevarme de mi imaginación.

¿Quienes eran los Kalasha? ¿Serían realmente descendientes de las huestes de Alejandro Magno? ¿O tal vez descendientes de los precursores de la gran Persia? ¿O de aquellos Vedas que invadieron la India hace más de tres mil años, dejando sus épicas historias grabadas con el ancestral idioma sánscrito? Tal vez eran una mezcla de todo, pero, sin embargo, sus enraizadas y rigurosas costumbres, como el bashali, esa práctica de apartar a la mujer de la comunidad cuando ésta atraviesa un periodo de menstruación o de parto, así como su extraño idioma, no parecían convertirlos en derivados de algún imperio o colonia histórica. Debían de ser algo más puro, tal vez algo muy anterior a todo lo demás.

Tal vez fueran, no solo la "última tribu blanca", como mucha gente los llama, sino sencillamente, la primera, o una de las primeras tribus arias.




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17. Las montañas de Pakistán

El secreto de las montañas es que existen, igual que yo, pero se limitan a existir, cosa que yo no hago. Las montañas no tienen significado, son significado; las montañas son"

PETER MATTHIESSEN
El Leopardo de las nieves


24 de agosto, Gilgit, Pakistán

El día en que debía ascender a los cielos empezó con dificultades. Me levanté muy temprano, antes de que la Aurora iluminase mis sábanas, y me apresuré todo lo que pude para abandonar el cuchitril en el que había pasado la noche, compartiendo habitación con un soldado chino cuya graduación militar era mucho menor que la de su etílico aliento y con un sintecho, también chino, que vestía un sempiterno sombrero -incluso para dormir- en el que albergaba ideas misteriosas.

Estaba en Tashkorgan, último pueblo chino antes de pasar a territorio pakistaní, siguiendo la famosa carretera del Karakorum, cuyo puerto más alto, el Kunjerab, de 4.730 metros de altitud (el paso internacional más alto del mundo), marca la frontera física y política entre ambos países.

Mi intención no era otra que liquidar cuanto antes los trámites aduaneros, que son llevados acabo en el propio pueblo (a pesar de hallarse a unas dos horas de la frontera real), y acto seguido subirme a cualquier camión que se dirigiera a Pakistán. Pero un joven policía fronterizo me detuvo de un grito estridente, a pesar de haberle saludado cortésmente, cuando pasé por enfrente suyo, ya con el sello de salida en mi pasaporte. Me hizo indicaciones de que solo podía viajar a Pakistán en el autobús oficial que cubre la ruta desde Kashgar, en China, hasta Gilgit, ya en Pakistán.

El mal menor fue que el autobús, con todos sus ocupantes, estaba allí mismo, casi preparado para partir, pero lo malo es que hube de pagar casi el precio completo por todo el trayecto. Lo único que pude negociar con el conductor fue una reducción del pasaje a condición de que me apease del vehículo nada más cruzar al lado pakistaní.

En cualquier caso, estaba contento de poder reemprender mi marcha y disfrutar de un tiempo espléndido en uno de los días con los que más se había embriagado mi imaginación antes de comenzar este viaje, pues el paso del Kunjerab, y todo el camino hasta Gilgit, está reconocido como uno de los trayectos por carretera más excitantes del mundo.

La aproximación ascendente al paso se hace relativamente rápido, pues se circula por anchos valles, viciosamente verdes, como si hubieran sido pintados por mandato supremo del gobierno chino, capaz de presentar los mayores desafíos a la Naturaleza desde tiempos inmemoriales. No obstante, no se cruza la carretera con muchos asentamientos realmente chinos, pues esta es tierra de tajikos, los cuales son auténticos amantes de las montañas. Se trata de gentes en absoluto parecidos a los Han (nombre con que se designa etnológicamente a los chinos), pues sus rasgos son enteramente indoeuropeos y su lengua, el Dari, es una prima muy cercana del farsi (persa) que se habla en Irán. La mayoría viven en yurtas, que son acaso más pequeñas que las de los kirguices y que tienen techos cónicos, al estilo, más o menos, de las tiendas de los indios americanos.

Resulta sorprendente que con tan pocas curvas, la ruta alcance semejante elevación al llegar a lo más alto del paso, y esto solo se explica por la vastedad del territorio chino y la amplitud de su orografía, pues las laderas de las montañas ascienden muy poco a poco, tranquilamente, sin que haya la necesidad de enrollar la carretera una y mil veces a su alrededor.

Todo lo contrario ocurre en el lado pakistaní, pues aquí la carretera se convierte en una madeja de asfalto resquebrajado (e inexistente en muchos casos) que se asienta precariamente sobre una tierra misteriosa, tan vertical, que la Gravedad se impone a la Vida, resultando en un paisaje dominado por los colores puros de la tierra desprovista de vegetación: grises, ocres y rojos, en todas sus tonalidades.

Con esta paleta de colores, la mano de la Creación se entretenía dando trazos vigorosos y la Madre Naturaleza me pintaba una tierra joven, que había comenzado a formarse hace "solo" unos cincuenta millones de años, cuando el subcontinente indio se empotró contra la masa euroasiática tras un viaje marítimo desde el sur del océano Pacífico. Esta colisión geológica dio fruto, con sus tensiones tectónicas, a los altos rangos montañosos de Asia: el Himalaya, el Karakorum, el Pamir, el Hindu Kush y el Tien Shan, todos ellos entrelazados en algún punto y los cuales -algo que a mí me fascina- se convirtieron en uno de los principales hitos geográficos que marcaron la distribución territorial de la especie Humana en sus distintas migraciones comenzadas en el corazón de Africa. Impedidas por los altos picos, unas fueron hacia el sur, a la India y Oceanía (Australia); otras hacia el norte, a Siberia y Asia septentrional; y otras hacia el oeste de las montañas, a Oriente Medio y Asia Central.

Sentado cómodamente en un viejo autobús chino decorado en su exterior con los anillos olímpicos, me preguntaba si no serían estos círculos los únicos que dotaban de cierto color al paisaje. El abuso de blancos, grises y negros me abrumaba, hasta tal punto, que sentía que lo que estaba viendo a través de la ventanilla era una vieja grabación cinematográfica en blanco y negro. Y de nada servían los denodados esfuerzos del cielo por destacar con su azul, pues tal era la altura de estas cumbres (el Karakorum es probablemente el rango montañoso de mayor altitud media del mundo) y tan profundas las gargantas por las que se movía, como un funanbulita, el autobús, que éste apenas se hacía perceptible.

En el Karakorum el Cielo es un súbdito de la Tierra, un mero complemento cosmético de unas cumbres que acuchillan el espacio con jovial ímpetu, distintas todas ellas entre sí, mientras que un poco más abajo, los ennegrecidos glaciares, que son los escultores que dan forma a las montañas, trabajan a destajo, arrastrando esforzadamente el sedimento que arrancan a esta tierra bruta y depositándolo en jóvenes ríos pardos que ellos mismos se encargan de regar. En este oscuro lugar del mundo, la Naturaleza todavía está en obras.

Al llegar la tarde, y ya habiendo cambiado el autobús chino por un minibús local que me llevara hasta Gilgit, todavía continuaba la carretera descendiendo cuando comencé a atravesar el valle de Hunza, donde la Vida ha aprendido a agarrase a las montañas y donde, tal vez, se inspiró James Hilton para escribir su obra maestra Horizonte perdido, otra de mis lecturas inspiradoras de este viaje.

Después comenzó el Ocaso a verter oscuridad sobre el valle, a trozos, rellenando poco a poco los espacios de cielo que dejaban las cumbres. Sin embargo, al percatarse de la tristeza que me provocaba el haber sido privado de esta romántica película proyectada en la ventanilla del minibús, la Noche me hizo un guiño en forma de cuarto creciente e iluminó el río Hunza con una tenue luz plateada, para mantenerme despierto dentro de este sueño. Y en esta ensoñación real mi largo día de tránsito terminaba en Gilgit, capital de la región a la que el gobierno de Pakistán dio el nombre de Territorios del Norte.


En este viaje a las antípodas he viajado desde Europa del sur a Europa del este, y de allí me he adentrado en Oriente Medio, justo antes de pasar por Asia Central, para ahora llegar a los Territorios del Norte.

En el Sur, en el Este, en el Centro o en el Medio, en el Norte... en las Antípodas. ¿Por qué tengo que estar siempre viajando por una referencia geografica?

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16. La otra China

17 de agosto, Tashkorgan, China


Decía Homero, hace unos tres mil años, que el Terror y la Huida eran como una pareja bien avenida, de esas que permanecen juntas eternamente, sin que el devenir errático del Tiempo afecte a su exitosa unión. Lo mismo, creo yo, aunque para mejores fines, podría decirse de la Amistad y la Adversidad; solo que en este caso serían como dos hermanas que se encuentran cuando realmente se necesitan la una a la otra, siempre, por muy alejadas que estén, en distancia o en situación. Y cuando ante mí se presentó la despierta Adversidad, después de un día raro en el que todo parecía finalmente bajo control y mi descanso estaba casi asegurado, no tardó la Amistad en sorprenderme por la espalda, felizmente.

Viajaba en el camión que se había detenido cuando hacía auto-stop en Irkeshtan -tal y como conté en mi anterior artículo- en dirección a Kashgar; Pero cuando habíamos cubierto más de la mitad del recorrido, un corrimiento de tierras que había dado un enorme bocado a la endeble carretera, hizo que el camión detuviera su marcha, como otros vehículos que habían llegado antes y que esperaban a que algún valiente se atreviese a cruzar el espontáneo y nervudo arroyo de color rojo que se había impuesto al gris asfalto. El tranquilo conductor de mi camión no quiso perder la oportunidad de ganarse una propina, de manera que no lo pensó mucho y, bajo la atenta mirada de los demás conductores, aceleró con pericia el enorme vehículo y acometió contra las barrosas aguas.

Resultado: un enorme camión de más de quince metros de longitud atascado en medio de la carretera; conmigo en su interior. El conductor, ante las risas de los curiosos que empezaban a congregarse a ambos lados de la carretera, saltó del vehículo como un resorte, con pala en mano, y comenzó a arrojar graba bajo las ruedas de tracción, que prácticamente estaban cubiertas por arremolinadas aguas. Y mientras hacía esto, sin ningún éxito, por muy poco no fue el hombre aplastado por otro camión, exactamente igual que el suyo, que intentó ejecutar la misma maniobra utilizando el único hueco que carretera que había quedado libre. Pero de igual forma quedó atascado en el barro, y el resultado final fue que la carretera estaba totalmente bloqueada por dos colosos.

Así las cosas, ya me veía a mí mismo durmiendo con un malhumorado y embarrado chófer chino dentro del pequeño habitáculo de la cabina del camión. Pero al punto, se materializó en el retrovisor, junto a mí, una figura familiar. Mi amigo Abel, de quien me había despedido hacía solo unas horas, lleno de frustración por no poder ayudarle más, se acercaba caminando tranquilamente desde la parte trasera del camión. También él se sorprendió de verme subido en éste, pero nos alegramos mutuamente, a pesar de las circunstancias.

El había descartado pasar una noche más en Irkeshtan y decidido dirigirse cuanto antes a Kashgar, pues solo allí podría encontrar una agencia de transportes que se ocupase de llevar su moto -la cual había dejado al cuidado de los rigurosos aduaneros chinos de Irkeshtan- hasta Hong Kong. Ahora viajaba en un taxi privado con dos personas más, dos chinos de etnia Uigur, la etnia autóctona de Xinjiang (cuyo idioma pertenece a la familia de lenguas turcas), y hacía cola en la carretera, como el resto, unos metros más atrás de donde yo estaba.

Pasadas unas dos horas desde el incidente, los camiones seguían bloqueando la carretera, así que no teníamos muchos motivos de alegría, salvo por el reencuentro. Sin embargo, mientras nos limitábamos a observar cómo una multitud de chinos intentaban apartar los enormes camiones del barro, un destartalado coche -un Volkswagen Passat de los años ochenta de color granate- apareció surcando la empinada ladera de la montaña, completamente campo a través y a gran velocidad. No podía dar crédito a mis ojos, pues el vehículo, con tal de atravesar el enorme atasco que se había producido, estaba circulando por un terreno plagado de rocas, barro y socavones. Entonces Abel dio un grito de sorpresa y alegría, "Es mi taxi!" "Vamos a ayudarle, pues hay sitio para tí si consigue cruzar al otro lado". Y, por muchas vueltas que aún hoy le sigo dando sin llegar a explicarme cómo, el coche logró su objetivo, entre los aplausos de todos los que allí había (y me temo que con serios daños en sus bajos). Me dio lástima tener que dejar al conductor del camión que me transportaba, pues el hombre estaba hecho unos zorros, empapado en agua y exhausto tras intentar mover semejante vehículo sin conseguir nada más que su propia extenuación.

Con Abel estuve tres días en Kashgar; él ocupándose de sus asuntos con el transporte de la moto y yo conociendo la ciudad, una vieja urbe turcomana que había crecido en el siglo XX llena de defectos -y excesos- chinos. El centro urbano se lo disputaban la vieja mezquita (pues los uigures son musulmanes) y la Plaza Popular China, custodiada por una enorme estatua de Mao, aunque la popularidad de la primera era infinitamente superior a la segunda, lo cual demuestra cual es la auténtica identidad de las gentes de Kashgar.

Además, en Kashgar conocí a Kerimjan, un chico Uigur cuyo contacto me había sido dado en Kirguizstán por un viajero -y amigo- alemán. Kerimjan se ofreció a mostrarnos la ciudad y la región a mí y a Abel, y con él disfrutamos de inolvidables días, viajando por el sur de Xinjiang como si de amigos de toda la vida se tratase. Pude apreciar de primera mano las dificultades a las que se enfrentan día a día las minorías en China, pues en el Xinjiang no se vive con más libertad -por citar un sonoro ejemplo- de la que tienen los tibetanos en el Tíbet, a pesar de que estos últimos atraen la atención internacional constantemente debido a la cruel opresión de la que son objeto por el gobierno central chino. Desgraciadamente, en China hay muchas Chinas (alguien dijo lo mismo de España) y, si bien es cierto que el Tíbet representa la lucha contra el desahucio cultural, tampoco hay que olvidarse de esos muchos otros pueblos cuya identidad se está ahogando día a día en un mar de aguas rojas; un infinito océano de monotonía comunista cuyos peces son cada vez más parecidos entre sí.

Esta región de Xinjiang, bien podría haberse convertido en un estado independiente -por el cual la mayoría de uigures aún clama. Se llamaría Turkestán Oriental, y habría cumplido ya sesenta años si el partido comunista de Mao Tse Dong hubiera cumplido sus promesas de otorgarles la independencia de China por la colaboración que los uigures ofrecieron a Mao en la lucha por la Revolución Popular China. En lugar de eso, los dirigentes uigures de Xinjiang fueron víctimas de un misterioso accidente aéreo cuando volaban hacia Pekín para negociar las condiciones de la independencia.

Hablando con Kerimjan, no pude evitar el sentir una mezcla de rabia y frustración al saber que, aunque lo desease abiertamente, no podría visitar la aldea donde viven él y su familia, pues ésta se encuentra dentro de una región prohibida para los extranjeros. Al parecer, hubo en su aldea una violenta revuelta en los años 80 que acabó en un baño de sangre, en el que perecieron muchos policías y civiles chinos y también muchos uigures locales (sin que el resto del mundo se enterase, por supuesto).

El propio Kerimjan habría estado orgulloso de llevarme ante su gente, pero si lo hubiera hecho, desobedeciendo el mandato policial, su familia -y no yo- habría sido la gran perjudicada, así que, en este caso, no insistí, por mucho que a ambos nos pesara. En lugar de eso, decidimos visitar, en compañía de Abel (quien había olvidado sus problemas con la moto), el pequeño y paradisiaco lago de Karakol (sí, se llama igual que un pueblo del que hablé en un artículo anterior), cerca de la frontera china con Afganistán, Tajikistán y Pakistán. No obstante, incluso para visitar el lago Karakol estaba Kerimjan estigmatizado por sus orígenes, ya que uno de los controles policiales chinos que hay en la región, al comprobar la identidad de mi amigo, no querían permitirle el paso (es decir, pretendían delimitar sus movimientos dentro de su propio país!). De nada sirvieron los ruegos por mi parte, convertidos más tarde en amenazas con meter por medio a mi propia embajada, pues al final, lo único que hizo posible la "liberación" de Kerimjan fue el compromiso del conductor del autobús en el que viajábamos, también uigur, de que Kerimjan volvería a Kashgar después de tres días.

El pequeño lago de Karakol es una joya plateada rodeada de aislados y altísimos rangos montañosos que en su vertiente sur alcanzan los 7.900 metros de altura. Se trata de unos de los mayores espectáculos naturales que mis vidriosos ojos hayan tenido la ocasión de contemplar, con la suerte de que, durante mi estancia allí, las condiciones del tiempo fueron tan propicias que acaso me sentí recompensado por la Madre Naturaleza.

Creo que jamás podré volver a contemplar, desde un mismo sitio y sin moverme, hasta diecinueve musculosos glaciares descendiendo desde helados picos, a una distancia tan cercana a mí, que parecía que pudiera lavarme las manos en sus fuentes. Pero aún más fascinante fue el hecho de poder verlos mientras disfrutaba de un aventurado baño en las propias aguas del lago, pues, aunque bien frías estaban, tal era el éxtasis que nos producía a los tres amigos el sentirnos parte de semejante paraíso.

Durante tres días fuimos alojados en una yurta kirguiz -pues esta es la etnia que puebla la región- a orillas del mismo lago, y con auténtica comida nómada fuimos alimentados. Incluso pudimos disfrutar de la carne fresca de yak comprada por la familia que nos hospedaba a unos vecinos que acababan de sacrificar a una de estas mullidas bestias, delante de nuestras propias narices. Difícilmente podrían haber sido más felices mis últimos días de este fugaz "arañazo" que mi viaje le daba al coloso entre los países de Asia. Pero también estos vieron su fin.

La elección del lago Karakol como lugar de visita no había sido fruto de la casualidad. Se trataba de un bello enclave muy cercano a la frontera con Pakistán, y puesto que este era mi país de destino, allí, a orillas del lago Karakol, con montañas soberbias como testigos, me despedí con solemnes abrazos de mis dos amigos, justo antes de subir a una camioneta que se había detenido atendiendo mi señal de alto.

Ellos volverían a Kashgar y yo me dirigiría, en solitario y afligido por separarme de nuevo de sinceros amigos, hacia una tierra diferente, con unas montañas y gentes diferentes; Tal vez diferentes de cualquier otra parte del mundo: las montañas de Pakistán.

Comenzaba el Gran Juego de mi viaje.

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15. China: nueva fase

13 de agosto, Kashgar, China


Más de 15.000 kilómetros he recorrido desde que abandoné mi tierra a orillas del viejo Mediterráneo; a orillas del mar en el cual yo también nací, y al cual tantas veces pedí consejo.En este extraño viaje en solitario, del que apenas han trascurrido los inicios, he vivido en el mundo pegado a la carretera. Y en la carretera he concebido este escrito, a bordo de un camión que me transporta desde Irkeshtan, en la parte china de la frontera con Kirguizistán, hasta Kashgar, ciudad milenaria y abundosa en gentes del Turkestán.

No ha sido un cruce fronterizo fácil; acaso el más largo y rocambolesco de cuantos he realizado hasta ahora.

Por tratarse de uno de los pocos pasos internacionales que permanecen cerrados durante el fin desemana, y coincidiendo con que me disponía a cruzarlo en sábado, hube de esperar hasta el lunes mañanero para acometerlo, refugiado en un frío estadero que una familia kirguiz pone a disposición de camioneros e incautos como yo.

Pero lo que más ralentizó mi travesía fue mi inesperado encuentro con Abel, un amigable suizo al que había conocido en Bishkek y que viajaba en moto (una roja Ducati Monster, ni mucho menos la montura más indicada para semejante viaje) desde su país. Sus problemas eran serios: la moto había dejado de funcionar, aparentemente debido a los efectos de los cambios en la presión atmosférica propia de las alturas del Tien Shan.

Dejándome llevar por ese espíritu solidario que hincha los pechos de los viajeros –del cual tanto me he beneficiado yo mismo en el pasado- convertí los problemas de Abel en míos propios. Así, cargamos como pudimos la cansada moto (una de las más pesadas de su categoría) en un camión chino que se ofreció a transportarnos, a través de 7 kilómetros por Tierra de Nadie, entre ambos lados de la frontera. Muchas horas nos llevó recorrer tan corto trecho, debido a la gran congestión de camiones que había –seguramente por ser lunes. Y de muy mala gana nos permitía el camionero descender del vehículo, pues estaba temeroso de que los militares chinos le preguntasen qué demonios hacían dos europeos viajando escondidos en su camión.

Todo el día hizo falta para que llegásemos a la parte china de la frontera. Una vez allí tuvimos que pernoctar en Irkeshtán, y al día siguiente –hoy- aún esperé hasta la tarde para intentar ayudar en todo loposible a Abel. Pero no pude hacer mucho más, pues mi amigo ni siquiera tenía permiso para conducir la roja Ducati por el país comunista, por lo que sus problemas requerían tiempo -negociando el transporte de su montura en camión hasta Hong Kong- y dinero, así que decidimos despedirnos y vernos más adelante en Kashgar.

Ahora viajo solo de nuevo, si exceptuamos la tranquila compañía que me reporta el camionero que se ha detenido al verme haciendo auto-stop en las afueras de Irkeshtan y que se ha ofrecido a llevarme hasta Kashgar por 70 yuanes (unos 7 euros).

El camión, de factura china, serpentea noblemente sobre la desierta carretera que desciende desde los cielos, sorteando angulosos montes. El paisaje es extrañamente gratificante. Aunque desiertas y ásperas son las montañas, su amplitud las hace parecer especialmente majestuosas, bien espaciadas por anchos valles y coronadas, las más altas, por graciosos picos nevados. A los márgenes de la carretera, aparecen anónimos villorrios aquí y allí. Y de vez en cuando, diviso pequeñas arboladas donde pastan inmóviles, como enhiestas figuras de barro, peludos camellos de dos jorobas.

Es 13 de agosto de 2007. Tres meses llevo en la carretera; En esta y en otras de Bulgaria, Irak o Irán. Siempre moviéndome. Saludando y despidiéndome; apareciendo y desapareciendo; desafiando distancias a las que tanto he subestimado.

Pero ante mí, un nuevo espacio se muestra imponente y me recuerda cuan pequeño soy y cuan grande es este Mundo nuestro. China me observa orgullosa y despreocupada mientras entro en ella por su trastienda. Para mí, una nueva fase; Para ella, un simple soplo de viento en una tarde rara.

Adorable familia y amigos he dejado atrás; un trabajo con futuro he reducido a olvidadizo pasado; De mis bienes más queridos me he desentendido, algunos de ellos a cambio de miserable dinero. Y más aún; he eludido la posibilidad de un futuro feliz en buena compañía. Muchas han sido las renuncias; grande es el sueño en el que vivo.


Todos mis pensamientos giran en mi mente, todos a la vez, mientras el insignificante camión en el que viajo atraviesa los primeros kilómetros del vasto país oriental al que sus paisanos se refieren como “Reino del Centro”. Mi pasado y mi futuro viajan juntos -aquí y ahora- en esta cápsula motorizada, cada vez más pequeña en la inmensidad, cada vez más invisible desde el espacio.

Con el sol cansado de la tarde, y en línea recta hacia la noche, convertido en substancia y reducido al tamaño de un átomo, me mezclo con todo lo que hay dentro y fuera de mí; cierro los ojos; y siento que soy inyectado en China.

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14. Kirguizstán: a los pies del Techo del Mundo

23 de julio, Osh, Kirguizistán


Hay ocasiones en las que la aproximación a un país por vía terrestre te ofrece un paisaje que automáticamente te hace descubrir que estás llegando a una tierra distinta, a un entorno diferente. En este caso a otra nación. Esto me ocurrió el día en que me despedía de Uzbekistán para entrar en Kirguizistán.Al divisar el complejo fronterizo de Kirguizistán desde la parte uzbeka, me llamó la atención la manera en la que el pórtico principal, en el que se daba la bienvenida al país sobre una gran pancarta de color rojo, se alineaba perfectamente con el horizonte plagado de montañas nevadas y acarameladas con reflejos de sol vespertino. Parecía como si los cristalinos picos, alineados armónicamente, formasen parte de la misma frase de bienvenida, dando a ésta un aspecto de jerolífico cuyo significado guardaba un mensaje que abarcaba más allá de los límites de Kirguizistán: 'bienvenido ...a las montañas de Asia'; podría interpretarse.

Nada mas entrar en ese país, y tras pernoctar en Osh, en el sur, para recuperar el aliento, me dirigí sin perder el tiempo, y tan rápido como pude, a Bishkek, la capital. Allí, alojado durante unos días en un descuidado pero entrañable albergue de las afueras, me convertí en una especie de mercader de la Nueva Ruta de la Seda, esa por la que transitan viajeros a la búsqueda de aventuras revitalizantes en territorios vírgenes. Unos venían de Oriente y se dirigían a Occidente, mientras que otros -entre los que yo estaba-, nos encaminábamos, desprendiéndonos de nuestra occidentalidad, hacia el horizonte por el que sale el sol.

Nuestra mercancía era la información, y nuestra calidad, la experiencia propia. Así, una vez me hube abastecido de todos los datos que necesitaba durante mi estancia en el imaginado caravanserai, arredré a mis camellos y emprendí mi marcha hacia lo más profundo de las Montañas del Tien Shan, esa muralla natural que separa Kirguizistán y Kazajstán de la China.

Tomando la pequeña población de karakol, a orillas del lago Issyk-Kul, como base de mi aventurada exploración a las montañas, me preparé como bien pude para acometer lo que sería un agradable trekking de cuatro días, en solitario, por el espesor de los bosques kirguices.

La cosa no podía haberme salido mucho peor... aunque regresé, sano y salvo. Tal vez la tozudez, esa que me ha permitido llegar a lugares con los que antes solo podía soñar, no es siempre buena coraza para tomar decisiones acertadas. Y en este caso, subestimar las auténticas condiciones a las que me enfrentaba fue mi error. Sí, lo admito, no debería haberlo hecho; no de esta forma. Alquilar una tienda de campaña de mala calidad (made in China), no llevar equipo con el que hacer fuego, o no proveerme de un guía -e incluso un porteador- y un buen mapa, fueron decisiones poco afortunadas.

La diosa Fortuna, que siempre anda entretenida husmeando en los planes de la gente, decidió darme severo escarmiento. Se procuró que las lluvias y el frío fueran mis compañeros durante los cuatro días que duró mi odisea. Cuántas veces me ví achicando el agua del interior de la diminuta tienda, utilizando para ello mi propia ropa a modo de fregona. Y cuánto aborrecí los frutos secos, la salchicha y el queso del que me había provisto. Mi estómago solo disfrutó de comidas frías, el pobre; solo un par de excepciones: cuando un grupo de porteadores que guiaban a una pareja de suizos me invitaron a sopa caliente -sin que nos vieran los helvéticos- y cuando otros dos caminantes me invitaron a un delicioso y humeante café con leche; Cuánto me reconfortó esto!

Pero lo que más agitó mi conciencia fue el hecho de que los tres primeros días, sin excepción, y al llegar la tarde, me perdí entre los bosques. El primer día al cruzar el río Karakol por un lugar indebido, lo cual me hizo caminar durante dos angustiosas horas por fangosas aguas que bañaban mis rodillas -y hasta mi pelvis en alguna ocasión- a cada paso que daba. El segundo día, precisamente por lo contrario, por no cruzar el río, caminé valle arriba hasta que unos alpinistas rusos que volvían de escalar picos de más de 6000 metros me indicaron que, obviamente, había errado el camino. Y el tercer día, casi anocheciendo, me vio ascender montañas sin sentido alguno, hasta que la imposibilidad de continuar debido a la frondosa maleza, me hizo retroceder sobre mis pasos para buscar la senda (inexistente en muchos tramos) adecuada.

Sobreviví, sí... pero ¿disfruté acaso? Eso es otra cuestión. No en ese momento, desde luego. Aunque al llegar de nuevo al pueblo de Karakol recordé la belleza de lo que había presenciado: la Naturaleza pura, con montañas tan verdes y bien vestidas de frondosos bosques. Muchas de ellas estaban engalanadas con cristalinos glaciares, y perseguidas siempre por errantes nubes que sobrevolaban por entre los cortantes picos, como si de programados zeppelines se tratase. Sí, disfruté de la experiencia, solo que no me había dado cuenta.



Solo una cosa me preocupaba cuando me encontré sano y salvo de vuelta a la civilización: ¿Habría aprendido la lección?


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13. La Ruta de la Seda (y del papel higiénico)

25 de julio, Tashkent, Uzbekistán


Tras darme un baño de tristeza en las invisibles y anheladas aguas del mar Aral, mi camino enfilaba de nuevo su rumbo natural, hacia el este, hacia el lejano Oriente.No eran los caminos que surcaba vulgares autopistas o carreteras que atravesaban tierra de nadie para llegar a anónimas poblaciones. En este Viaje a las antípodas habría de encontrarme con destinos tan míticos como Khiva, Bukhara y Samarcanda, antiguas ciudades-estado que prosperaron gracias al comercio entre Oriente y Occidente, pivotando cultural, política y económicamente en medio de lo que hoy se conoce como la "Ruta de la Seda".

En lugar de un peludo camello de Bactriana cargado con coloridos bultos, mi desplazamiento desde Nukus -en el oeste de Uzbekistán- hasta Khiva se llevó a cabo mediante un destartalado minibús. En éste no viajaba con orondos y agresivos comerciantes de oro, seda o jade, sino con un grupo de rudos campesinos algodoneros locales cuyos semblantes mongoloides tenían tanta expresividad como la cara de una moneda.

Khiva resultó una pequeña decepción, pues al llegar allí, a medio día, me encontré inmerso en una moderna recreación de lo que debió ser hasta hace pocos siglos una hermosa joya de barro, con sus murallas, medresas (escuelas musulmanas) y mansiones de gente ilustre. Además, debido al calor sofocante y a las hordas de turistas europeos que pastaban ante las tiendas de souvenirs mientras eran pastoreados por algún guía local, el lugar me pareció totalmente descaracterizado. Claro, que mejor esto que ser convertido en esclavo, que es lo que probablemente me hubiera ocurrido durante los tiempos gloriosos de Khiva, cuando sus khanes (caudillos) hacían enormes fortunas comerciando con esclavos que eran abducidos de los alrededores (principalmente de Persia) y de las expediciones de extranjeros que se atrevían a visitar estas tierras.

Precisamente, fue el comercio de esclavos -sobre todo cuando se trataba de esclavos rusos- lo que ofreció una excusa inmejorable a los zares rusos para invadir la región y anexionarla a su vasto imperio. Una anexión que estuvo en vigor hasta finales del siglo XX, cuando la URSS se desmoronó y las republicas de Asia Central proclamaron su independencia (independencia muy precaria y relativa).

Unos días más tarde llegué a Bukhara, probablemente la ciudad más relevante e interesante de todo el Turkestán, debido, más que a su importancia comercial, a su extraordinaria entidad dentro del mundo musulmán. No en vano, Bukhara (pronunciado Bujara) es una ciudad santa del Islam, y, como me dijo Indira, una hermosa y simpática chica de Nukus, "En Bukhara hay muchos hajis (musulmanes que han realizado la peregrinación a la Meca)".

Allí, en Bukhara, una ciudad santa y nacida de la tierra misma, con edificaciones que parecen haber sido talladas en el suelo del desierto y coronadas con hermosos mosaicos caleidoscópicos y perfectas cúpulas de color turquesa; allí empezó mi calvario de viajero independiente.

De pronto, una mañana te levantas y sientes que tu organismo parece seguir dormido, aunque tu mente hace horas que se encuentra despierta. Al ponerte en pie, entiendes que el motivo de tu vigilia radica en que algo no funciona bien. Y entonces notas que tu cuerpo, de cintura para bajo, es mucho más pesado de lo habitual. Cualquier movimiento que haces provoca que todo ese peso se haga insostenible, así que necesitas, urgentemente, quitártelo de encima antes de que su fuerza incontrolada te aplaste. Un retrete -o taza del báter- es el objeto más codiciado, y una vez encontrado, lo mandas a la mierda con gran sonoridad. Una y otra vez. Ha llegado la "amiga inesperada". Esa que sabes que en algún momento ha de aparecer, pero que siempre lo hace cuando menos te la esperas: la diarrea.

En mi caso ocurrió la misma mañana que me disponía a viajar hasta Samarcanda desde Bukhara. Y la fuerza con que se presentó fue tan devastadora, que incluso impidió que viajara ese día y que decidiera permanecer en mi hotelucho -donde ya le había cogido la medida al retrete- hasta el día siguiente.

Mi cuerpo se había revelado. Mi sistema digestivo, al cual tanto había yo alabado en el pasado, tildándolo de incorruptible y de estar hecho a prueba de bombas, tomaba el mando de la situación y se erigía en el protagonista del viaje. Después de casi tres meses viendo mundo, me mandaba un claro mensaje (u oscuro, según se mire) de desaprobación, pues mientras mis ojos y mi cerebro estaban absorbiendo tantas maravillas día tras día, a mi estómago e intestinos tan solo les hacía llegar fritanga barata, agua de dudosa pureza, y un ajetreado ritmo de vida que no les permitía hacer bien su trabajo de metabolizar toda esa porquería -con alguna gustosa excepción.

Ya se sabe como es esto. Uno se convierte en súbdito de su esfínter y todos los planes que habías hecho anteriormente deben ser revisados. Y la recuperación no es rápida; se requieren varios días y mucho mimo alimenticio para tus tripas. Aún así, yo me hice el duro (aunque por dentro estaba tan blando como un snickers cocido al sol) y al día siguiente de la rebelión gástrica, con todavía algunas fuerzas que tenía escondidas no sé muy bien donde, me lancé a la carretera.

Convertido en un miserable odre lleno de inmundicia y haciendo un nudo con mis piernas para mantener el nivel freático en mis intestinos, llegaba a Samarcanda por la tarde, después de una tortuosa jornada de ocho horas de viaje en un taxi compartido (la forma habitual de viajar por Asia Central) con otros uzbekos. Estos estaban tan callados, que incluso parecían estar expectantes para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en mi bajo vientre. Creo que esperaban un desparrame total de detritos, lo cual les hubiera hecho reír enormemente, pero pude contenerme y, por suerte, el taxista se ofreció a llevarme hasta la misma puerta del albergue donde me hospedé, el Bahodir Guesthouse.

Desde la ventanilla del taxi, a través del vaho que se acumulaba en el cristal -proveniente de mi sudoroso cuerpo-, pude tener una primera y poco excitante visión del famoso Registán de Samarcanda, la plaza custodiada por un exquisito conjunto de mezquitas y medresas que fue mandada construir por el tirano Timur (también llamado Tamerlan, o Timur "el cojo") allá por el siglo XIV y que convirtió la ciudad en el centro de un nuevo imperio.

Por desgracia para mí -y para deleite de mis díscolas entrañas- el Bahodir estaba lleno de viajeros hasta la bandera; había incluso familias enteras que viajaban con sus pequeños (algo que no es habitual en los albergues de bajo coste), y me dio por pensar, incluso, que la concurrencia femenina era más notable que la masculina (aunque tal vez fui traicionado por mi avergonzado subconsciente, pues afloró ese absurdo complejo adolescente que tiende a representarte como el centro de un mundo que solo quiere reírse de ti: "Ja, ja, mírale, se está cagando la patabajo, jua, jua, jua!").

Pero el propietario del albergue fue compasivo y me hizo un hueco tras la puerta de una habitación que compartiría con otros viajeros y donde pasaría un periodo de retiro espiritual echado sobre un colchonzuelo, hasta que los demonios se marchasen de mi cuerpo. Poco me importaron las comodidades en ese momento, pues yo solo quería encontrarme con mi "pozo de los deseos", que resultó ser un bien delimitado, oscuro y honorable agujero en el suelo, el cual estuve utilizando como lugar de peregrinación habitual durante los primeros días de mi estancia en Samarcanda. Me había convertido en una nueva especie de "haji" (solo que en lugar de ir a la Meca, yo me-cagaba).



Finalmente, como ocurre en todas las películas con final feliz, las maliciosas bacterias fueron reducidas y expulsadas de mi anatomía, y pude disfrutar de Samarcanda y de sus encantos. Pero otra revolución se estaba desarrollándo dentro de los límites de mi persona. Mi mente estaba cansada de ver tanta ciudad, tanta civilización -pasada y presente- y pedía justicia. Solo había una forma de seguir enriqueciéndome mientras viajaba, y esta era haciendo un giro a la esencia misma de la vida, un giro a la Naturaleza. Kirguizistán, mi siguiente destino, con sus montañas, parecía el lugar indicado.


Continua...

12. Aral: asesinato de un mar

19 de julio, Bukhara, Uzbekistán


El que estaba considerado uno de los mares interiores más grandes del mundo, el mar Aral, fue asesinado. Está muerto y su cadáver se consume poco a poco. Yo fui testigo de ello hace unos días. A diferencia de otras catástrofes o cataclismos naturales, el mar Aral está desapareciendo del mapa debido a una decisión política dirigida específicamente a la extinción de este recurso natural. Fue durante la segunda mitad del siglo XX, cuando el gobierno de la también desaparecida URSS decidió construir un gigantesco canal de riego para las plantaciones de algodón, el cual atravesaría Turkmenistán y Uzbekistán y se alimentaría del agua que fluye por el imponente río Amu Darya, que nace en las montañas de Afganistán y desemboca, o desembocaba, en el mar Aral.

Desgraciadamente, ahora ya no llega más agua de este río, pues la que no es desviada al canal del Karakum -así es como se llama la criatura- se filtra en las arenas del desierto antes de alcanzar su antiguo santuario. Todo esto, junto con información más detallada, me explicó Yusup Kamalov, el director de la ONG UDASA (para quien quiera más información esta es la web: www.udasa.org), desde las decrépitas oficinas que esta organización dedicada a la preservación y defensa de lo que queda del mar Aral tiene en Nukus, capital de la región de Karakalpakstan (que literalmente significa el país de los cabezas negras), en la cual se sitúa el cadáver marítimo.

En cuanto supe de esta organización, quise visitarles y aprender un poco más sobre esta tragedia, pues en un viaje hay espacio para todo tipo de conocimiento, y en este caso, se trataba de algo que siempre había querido conocer. Cuando era un niño, con frecuencia me quedaba hipnotizado al contemplar los mapas del mundo. La gran superficie que englobaba a todos los países de la Unión Soviética, y que solía ser coloreada en rojo, encerraba dos grandes masas de agua: el mar Caspio y el mar Aral. Este último, más pequeño que el primero, llamaba mi atención de manera especial, pues aparte de sugerirme la idea de una tierra remota, enclaustrada entre Uzbekistán y Kazajstán, a la vez que misteriosa e inalcanzable, la manera en que era representado en los mapas me parecía curiosa, ya que para delimitar su superficie se utilizaban dos líneas, una que indicaba la orilla actual, en la parte interior, y otra que indicaba la orilla natural, en la parte exterior. Entre ambas líneas había zonas en las que la distancia superaba los 100 kilómetros.

Irónicamente, se da la circunstancia de que Uzbekistán es uno de los países a los que el mar abierto les es más desconocido, pues es uno de los dos países en el mundo que, no solo no tienen salida al mar sino que, además, ninguno de los países que le rodean la tienen (yo pensaba que era el único, hasta que un viajero canadiense me dijo, sonriendo, que había otro país donde se daba esta circunstancia: ¿adivináis cual es?).

En este viaje a las antípodas, no podía desperdiciar la oportunidad de enfrentarme a este misterio.

Después de entrar en Uzbekistán, procedente de Turkmenistán, y tras pernoctar en Nukus, donde visité la sede de UDASA, me dirigí a Moynaq, antiguamente un próspero pueblecito ribereño de este mar que se dedicaba, casi exclusivamente, a la pesca antes de que se consumase este crimen medioambiental. Hoy en día, sin embargo, Moynaq no es más que una triste aglomeración de casas bajas en torno a la carretera principal, la cual termina en la factoría de procesado y enlatado de pescado del pueblo, en la actualidad cerrada a cal y canto y en estado de ruina. No obstante, algunas personas siguen viviendo aquí, subsistiendo con una agricultura y ganadería precarias.

Hay incluso un pequeño y espartano hotel en el que me registré nada más llegar, como exigen las leyes del estado uzbeko. La única persona que había en el hotel, un joven en bañador que apuntalaba una de las ventanas de la planta baja, se sorprendió mucho al verme, cargado con mi mochila y con evidentes signos de cansancio, entrando en el pequeño jardín que da la bienvenida al hotel. Aún así, se alegró de que me presentase por allí y me atendió con mucha más amabilidad de la que esperaba de un sitio así. Estaba claro que el hotel había dejado de ser el negocio familiar hacía mucho tiempo y, sencillamente, la familia que lo regentaba se limitaba a vivir en él y a aceptar a cualquier cliente que apareciese, por muy poco frecuente que esto fuera.
El joven me enseñó la habitación, un sencillo espacio inconcreto entre cuatro muros que encerraban un camastro que nadie se había molestado en alinear correctamente con las paredes. Después me guió hasta otra habitación más descuidada todavía que utilizaría, con ayuda de una linterna, como cuarto de baño (o retrete, porque no había agua corriente). Sin embargo, toda esta precariedad no me importaba demasiado, pues yo ya había tomado la decisión de que esa noche no dormiría allí.

Una de mis manías como viajero (todos tenemos manías) consiste en pasar la noche en solitario en lugares que me atraen de manera especial. Mi primera experiencia de este tipo la llevé a cabo hace años en la Gran Muralla China, en el emblemático enclave de Shimatai, donde pasé la noche en una de las atalayas, tras haberme escabullido de la última ronda de vigilancia que la policía realizaba descuidadamente antes de dar por cerrado el lugar. Jamás se podrán borrar de mi mente las imágenes de la muralla serpenteando como un dragón chino sobre las estancadas y espesas nubes del alba. Del mismo modo, tampoco podré olvidar la deliciosa sinfonía de los instintos (así es como yo la llamo) coreada al unísono, durante la puesta de sol, por todas las bestias que pueblan el espesor de la jungla malaya de Taman Negara. O el zambullirse de los delfines de río, rosados como el culito de un bebé, al amanecer en las aguas del lago Tarapoto, en el amazonas colombiano.



En este caso, pasaría la noche velando por un lugar tan especial como triste en sí mismo, un auténtico cementerio de barcos dispersos por las arenas del desierto en el que se han convertido los alrededores de Moynaq. Los barcos, conforme el nivel del agua descendía de manera imparable, empezaron a quedarse varados en la arena del fondo y, finalmente, sus propietarios no tuvieron más remedio que dejarlos ahí, abandonados a su suerte como ridículos estandartes de la estupidez ilimitada del hombre y de sus temerarios intentos por dominar las fuerzas de la Naturaleza.

A mí, sin embargo, que soy amante de las embarcaciones y de la nobleza que irradian a pesar de no ser mas que "cosas", el lugar, completamente deshabitado y apartado del pueblo por unos pocos pero contundentes kilómetros cubiertos de inhóspita arena, me daba la oportunidad de ser uno con esta realidad tan dramática pero tan desconocida e ignorada por la mayor parte del mundo. Así pues, tras salir del hotel al atardecer, cargado con una pequeña mochila en la que introduje la sábana de mi cama, me dirigí a la única tienda que vi en Moynaq. Lo que ofrecían allí era poco: galletas, agua, lentejas, fideos, patatas, un traje de novia y tomates. Desestimé el traje de novia, los fideos, las lentejas y las patatas y me abastecí de lo demás.

Finalmente, tras una caminata de casi una hora y con el sol bajo en el horizonte, me presenté en el lugar donde más barcos se agrupaban y procedí a dar un paseo exploratorio. Escogí una de las embarcaciones, un bien conservado y pequeño buque -sin nombre- en cuyo camarote de popa extendí la sábana y mi saco de dormir. Después, con el sol desentendiéndose de mí, pero permitiéndome mirarlo fijamente sin ser abrasado por su fuerza, me senté a meditar.

En el silencio de la noche, con la escasa luz de una luna creciente, la imaginación volaba. La brisa, extrañamente, todavía me traía reminiscencias de un aroma similar al del salitre, lo cual solo pude atribuir a una supuesta salinidad de la arena de este nuevo desierto. Y conforme más dejaba llevarme de mi imaginación, más fuerte era el olor a sal, idéntico al del mar que me vio nacer. Y más azules y espumosos eran los oscuros arbustos que rodeaban al barco en el que había empezado a navegar. Y, a medida que los nudos de mi cerebro se convertían a unidades de medición de la velocidad marina, más lejos quedaban las luces de la orilla, y más surcaba las aguas. Navegando. Hacia el este.


Continua...

11. Llegada al Turkestán (II)

15 de julio, Konya-Urgench, Turkmenistán


De Ashgabat encaminé mis pasos hacia el norte, adentrándome en las entrañas de un país donde las distancias encierran cambios en el espacio y también en el tiempo. Mi medio de transporte fue una de las pequeñas camionetas rusas de marca Gaz -con capacidad para unas diez personas- que tan populares son en los países de la esfera ex-soviética y que, a mí en particular, tan buenos recuerdos me traen de cuando viajé en una de ellas durante dos semanas surcando la inmensidad en las estepas del desierto del Gobi en Mongolia.

El destino fijado en esta ocasión era el centro del desierto del Karakum, que es la principal referencia geográfica de Turkmenistán. En este desplazamiento coincidí con una entrañable pareja de franceses, Anna y Mathías, con quienes firmé una de esas alianzas que tanto confortan al viajero independiente por la enorme calidad humana que proporcionan. Como salidas de la nada, estas personas son las que, una vez finalizado el viaje, con mayor frecuencia vienen a la memoria. Con ellos pasé tres agradables y divertidos días, aunque también bastante rocambolescos, lo cual es la sal de un viaje.

Era media tarde cuando llegamos a nuestro destino: en medio de la nada, en medio del desierto, en medio de un extraño país. El sol campeaba todavía enbravecido en un cielo sólido, el cual, ante la poca resistencia del paisaje, totalmente plano e infinito, caía sobre nosotros como un telón de gomaespuma iluminada.

El minibús nos dejó a un lado de la carretera, a pocos metros de una yurta (cabaña típica de los nómadas de Asia) regentada por una familia de turcomanos a los que el tráfico de vehículos ofrecía más substento que los escasos prados para ganado que se encuentran en el norte y este del país. Estaban dejando de ser nómadas, si es que no lo habían hecho ya del todo, pues el virus de la civilización había invadido sus espíritus sovietizados sin encontrar defensa inmunológica alguna. La carretera había sido su medio de contagio. Su principal negocio era dar de comer a los conductores que se apresuraban a viajar todo lo rápido que podían de norte a sur, o viceversa, entre los extremos sostenidos por la capital, Ashgabat, en el sur, y Konya-Urgench -puerta hacia Uzbekistan- en el norte. En medio de estas dos poblaciones, una nada absoluta que lleva entre 6 y 10 horas de cruzar.




El motivo de detenernos en aquel lugar, en vez de seguir hasta el norte, fue que decidimos visitar una de las curiosidades que contribuyen a calificar a este país de extraordinario. Hace algunos años, durante la realización de unas prospecciones llevadas a cabo con el fin de encontrar gas bajo el subsuelo del desierto del Karakum, se originaron, mediante voladuras controladas, unos enormes cráteres en el suelo por los cuales no deja de emanar una considerable cantidad de gas natural proviniente de una de las innumerables bolsas gaseosas que se alojan bajo tierra turcomana. Una vez el proyecto fue abandonado por motivos logísticos, a algún avispado se le ocurrió prender fuego a uno de estos cráteres con lo que, en la actualidad, éste se encuentra en un estado de ignición permanente. Dado el enorme tamaño del orificio (calculo que equivale en superficie a dos plazas de toros), el espectáculo que se aprecia, particularmente de noche, es sobrecogedor.

Si las historias sobre la existencia del infierno fueran ciertas, este cráter bien podría ser una de las ventanas por las que las condenadas almas verían el mundo que han dejado. Para llegar hasta él tuvimos que trabajar duro, a pesar de todo.

Nuestro propósito al llegar a la yurta era negociar un precio conjunto por la estancia (dormimos tirados en el suelo de la yurta), la comida y una excursión al cráter, para lo cual debíamos contar con un vehículo 4x4. Sin embargo, el cabeza de familia, un turcomano rudo, desaliñado y de mirada desconfiada, no hablaba ni una sola palabra de inglés. Tuve que desempolvar los cuatro vocablos de ruso que aprendí hace años durante mi estancia en el país del vodka, con el fin de tener alguna posibilidad de negociar favorablemente. Aún así, el único lenguaje con el que realmente llegamos a comunicarnos fue el de los gestos. En este caso, desarrollándolo hasta límites que llegaban a lo cómico, con los dos enfrentados a muy poca distancia y poniendo gran énfasis en nuestros mensajes. Llegar a un entendimiento exigió tal despliegue de imaginación mímica por parte de todos nosotros, que en algún momento no pude reprimir el reir abiertamente a carcajadas, pues, mas que comunicarnos, pareciamos hacernos la burla los unos a los otros.

Finalmente, la improvisada cumbre desembocó en un tratado entre ambas partes y conseguimos nuestro objetivo. El pastor se las arregló para que alrededor de las diez de la noche apareciera un camión ruso que debía ser de la II Guerra Mundial, con un desvencijado remolque de madera que transportaba una enorme cisterna de gas. Sobre ésta nos sentamos mientras éramos transportados durante una hora y media hacia el interior del desierto.

Fue uno de los momentos más memorables de mi viaje hasta entonces. Subido en lo alto de un vehículo de otra era, remontando dunas del desierto en medio de la oscuridad y con el cielo incendiado por todas las estrellas que, desde la Noche de los Tiempos, siempre han estado ahí, decorando la imaginación del hombre. Poco a poco, en el horizonte, amanecía a media noche, y conforme nos acercábamos, el resplandor de este amanecer irreal se hacía más fuerte, como si de repente la escala del Universo se hubiera reducido tanto que el sol hubiera quedado al alcance de nuestros pasos.

Pero no era el Astro Rey quien había transgredido nuestro horizonte esa noche. Habíamos llegado al cráter al que tanto habían insistido Mathías y Anna en explorar. Y en ese momento entendí el por qué de tanta insistencia.

En medio de la nada, en medio del desierto, en medio de un extraño país, nos encontramos mirando al Infierno por una ventana..., desde el Paraiso.

Continua...