16. La otra China

17 de agosto, Tashkorgan, China


Decía Homero, hace unos tres mil años, que el Terror y la Huida eran como una pareja bien avenida, de esas que permanecen juntas eternamente, sin que el devenir errático del Tiempo afecte a su exitosa unión. Lo mismo, creo yo, aunque para mejores fines, podría decirse de la Amistad y la Adversidad; solo que en este caso serían como dos hermanas que se encuentran cuando realmente se necesitan la una a la otra, siempre, por muy alejadas que estén, en distancia o en situación. Y cuando ante mí se presentó la despierta Adversidad, después de un día raro en el que todo parecía finalmente bajo control y mi descanso estaba casi asegurado, no tardó la Amistad en sorprenderme por la espalda, felizmente.

Viajaba en el camión que se había detenido cuando hacía auto-stop en Irkeshtan -tal y como conté en mi anterior artículo- en dirección a Kashgar; Pero cuando habíamos cubierto más de la mitad del recorrido, un corrimiento de tierras que había dado un enorme bocado a la endeble carretera, hizo que el camión detuviera su marcha, como otros vehículos que habían llegado antes y que esperaban a que algún valiente se atreviese a cruzar el espontáneo y nervudo arroyo de color rojo que se había impuesto al gris asfalto. El tranquilo conductor de mi camión no quiso perder la oportunidad de ganarse una propina, de manera que no lo pensó mucho y, bajo la atenta mirada de los demás conductores, aceleró con pericia el enorme vehículo y acometió contra las barrosas aguas.

Resultado: un enorme camión de más de quince metros de longitud atascado en medio de la carretera; conmigo en su interior. El conductor, ante las risas de los curiosos que empezaban a congregarse a ambos lados de la carretera, saltó del vehículo como un resorte, con pala en mano, y comenzó a arrojar graba bajo las ruedas de tracción, que prácticamente estaban cubiertas por arremolinadas aguas. Y mientras hacía esto, sin ningún éxito, por muy poco no fue el hombre aplastado por otro camión, exactamente igual que el suyo, que intentó ejecutar la misma maniobra utilizando el único hueco que carretera que había quedado libre. Pero de igual forma quedó atascado en el barro, y el resultado final fue que la carretera estaba totalmente bloqueada por dos colosos.

Así las cosas, ya me veía a mí mismo durmiendo con un malhumorado y embarrado chófer chino dentro del pequeño habitáculo de la cabina del camión. Pero al punto, se materializó en el retrovisor, junto a mí, una figura familiar. Mi amigo Abel, de quien me había despedido hacía solo unas horas, lleno de frustración por no poder ayudarle más, se acercaba caminando tranquilamente desde la parte trasera del camión. También él se sorprendió de verme subido en éste, pero nos alegramos mutuamente, a pesar de las circunstancias.

El había descartado pasar una noche más en Irkeshtan y decidido dirigirse cuanto antes a Kashgar, pues solo allí podría encontrar una agencia de transportes que se ocupase de llevar su moto -la cual había dejado al cuidado de los rigurosos aduaneros chinos de Irkeshtan- hasta Hong Kong. Ahora viajaba en un taxi privado con dos personas más, dos chinos de etnia Uigur, la etnia autóctona de Xinjiang (cuyo idioma pertenece a la familia de lenguas turcas), y hacía cola en la carretera, como el resto, unos metros más atrás de donde yo estaba.

Pasadas unas dos horas desde el incidente, los camiones seguían bloqueando la carretera, así que no teníamos muchos motivos de alegría, salvo por el reencuentro. Sin embargo, mientras nos limitábamos a observar cómo una multitud de chinos intentaban apartar los enormes camiones del barro, un destartalado coche -un Volkswagen Passat de los años ochenta de color granate- apareció surcando la empinada ladera de la montaña, completamente campo a través y a gran velocidad. No podía dar crédito a mis ojos, pues el vehículo, con tal de atravesar el enorme atasco que se había producido, estaba circulando por un terreno plagado de rocas, barro y socavones. Entonces Abel dio un grito de sorpresa y alegría, "Es mi taxi!" "Vamos a ayudarle, pues hay sitio para tí si consigue cruzar al otro lado". Y, por muchas vueltas que aún hoy le sigo dando sin llegar a explicarme cómo, el coche logró su objetivo, entre los aplausos de todos los que allí había (y me temo que con serios daños en sus bajos). Me dio lástima tener que dejar al conductor del camión que me transportaba, pues el hombre estaba hecho unos zorros, empapado en agua y exhausto tras intentar mover semejante vehículo sin conseguir nada más que su propia extenuación.

Con Abel estuve tres días en Kashgar; él ocupándose de sus asuntos con el transporte de la moto y yo conociendo la ciudad, una vieja urbe turcomana que había crecido en el siglo XX llena de defectos -y excesos- chinos. El centro urbano se lo disputaban la vieja mezquita (pues los uigures son musulmanes) y la Plaza Popular China, custodiada por una enorme estatua de Mao, aunque la popularidad de la primera era infinitamente superior a la segunda, lo cual demuestra cual es la auténtica identidad de las gentes de Kashgar.

Además, en Kashgar conocí a Kerimjan, un chico Uigur cuyo contacto me había sido dado en Kirguizstán por un viajero -y amigo- alemán. Kerimjan se ofreció a mostrarnos la ciudad y la región a mí y a Abel, y con él disfrutamos de inolvidables días, viajando por el sur de Xinjiang como si de amigos de toda la vida se tratase. Pude apreciar de primera mano las dificultades a las que se enfrentan día a día las minorías en China, pues en el Xinjiang no se vive con más libertad -por citar un sonoro ejemplo- de la que tienen los tibetanos en el Tíbet, a pesar de que estos últimos atraen la atención internacional constantemente debido a la cruel opresión de la que son objeto por el gobierno central chino. Desgraciadamente, en China hay muchas Chinas (alguien dijo lo mismo de España) y, si bien es cierto que el Tíbet representa la lucha contra el desahucio cultural, tampoco hay que olvidarse de esos muchos otros pueblos cuya identidad se está ahogando día a día en un mar de aguas rojas; un infinito océano de monotonía comunista cuyos peces son cada vez más parecidos entre sí.

Esta región de Xinjiang, bien podría haberse convertido en un estado independiente -por el cual la mayoría de uigures aún clama. Se llamaría Turkestán Oriental, y habría cumplido ya sesenta años si el partido comunista de Mao Tse Dong hubiera cumplido sus promesas de otorgarles la independencia de China por la colaboración que los uigures ofrecieron a Mao en la lucha por la Revolución Popular China. En lugar de eso, los dirigentes uigures de Xinjiang fueron víctimas de un misterioso accidente aéreo cuando volaban hacia Pekín para negociar las condiciones de la independencia.

Hablando con Kerimjan, no pude evitar el sentir una mezcla de rabia y frustración al saber que, aunque lo desease abiertamente, no podría visitar la aldea donde viven él y su familia, pues ésta se encuentra dentro de una región prohibida para los extranjeros. Al parecer, hubo en su aldea una violenta revuelta en los años 80 que acabó en un baño de sangre, en el que perecieron muchos policías y civiles chinos y también muchos uigures locales (sin que el resto del mundo se enterase, por supuesto).

El propio Kerimjan habría estado orgulloso de llevarme ante su gente, pero si lo hubiera hecho, desobedeciendo el mandato policial, su familia -y no yo- habría sido la gran perjudicada, así que, en este caso, no insistí, por mucho que a ambos nos pesara. En lugar de eso, decidimos visitar, en compañía de Abel (quien había olvidado sus problemas con la moto), el pequeño y paradisiaco lago de Karakol (sí, se llama igual que un pueblo del que hablé en un artículo anterior), cerca de la frontera china con Afganistán, Tajikistán y Pakistán. No obstante, incluso para visitar el lago Karakol estaba Kerimjan estigmatizado por sus orígenes, ya que uno de los controles policiales chinos que hay en la región, al comprobar la identidad de mi amigo, no querían permitirle el paso (es decir, pretendían delimitar sus movimientos dentro de su propio país!). De nada sirvieron los ruegos por mi parte, convertidos más tarde en amenazas con meter por medio a mi propia embajada, pues al final, lo único que hizo posible la "liberación" de Kerimjan fue el compromiso del conductor del autobús en el que viajábamos, también uigur, de que Kerimjan volvería a Kashgar después de tres días.

El pequeño lago de Karakol es una joya plateada rodeada de aislados y altísimos rangos montañosos que en su vertiente sur alcanzan los 7.900 metros de altura. Se trata de unos de los mayores espectáculos naturales que mis vidriosos ojos hayan tenido la ocasión de contemplar, con la suerte de que, durante mi estancia allí, las condiciones del tiempo fueron tan propicias que acaso me sentí recompensado por la Madre Naturaleza.

Creo que jamás podré volver a contemplar, desde un mismo sitio y sin moverme, hasta diecinueve musculosos glaciares descendiendo desde helados picos, a una distancia tan cercana a mí, que parecía que pudiera lavarme las manos en sus fuentes. Pero aún más fascinante fue el hecho de poder verlos mientras disfrutaba de un aventurado baño en las propias aguas del lago, pues, aunque bien frías estaban, tal era el éxtasis que nos producía a los tres amigos el sentirnos parte de semejante paraíso.

Durante tres días fuimos alojados en una yurta kirguiz -pues esta es la etnia que puebla la región- a orillas del mismo lago, y con auténtica comida nómada fuimos alimentados. Incluso pudimos disfrutar de la carne fresca de yak comprada por la familia que nos hospedaba a unos vecinos que acababan de sacrificar a una de estas mullidas bestias, delante de nuestras propias narices. Difícilmente podrían haber sido más felices mis últimos días de este fugaz "arañazo" que mi viaje le daba al coloso entre los países de Asia. Pero también estos vieron su fin.

La elección del lago Karakol como lugar de visita no había sido fruto de la casualidad. Se trataba de un bello enclave muy cercano a la frontera con Pakistán, y puesto que este era mi país de destino, allí, a orillas del lago Karakol, con montañas soberbias como testigos, me despedí con solemnes abrazos de mis dos amigos, justo antes de subir a una camioneta que se había detenido atendiendo mi señal de alto.

Ellos volverían a Kashgar y yo me dirigiría, en solitario y afligido por separarme de nuevo de sinceros amigos, hacia una tierra diferente, con unas montañas y gentes diferentes; Tal vez diferentes de cualquier otra parte del mundo: las montañas de Pakistán.

Comenzaba el Gran Juego de mi viaje.

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