12. Aral: asesinato de un mar

19 de julio, Bukhara, Uzbekistán


El que estaba considerado uno de los mares interiores más grandes del mundo, el mar Aral, fue asesinado. Está muerto y su cadáver se consume poco a poco. Yo fui testigo de ello hace unos días. A diferencia de otras catástrofes o cataclismos naturales, el mar Aral está desapareciendo del mapa debido a una decisión política dirigida específicamente a la extinción de este recurso natural. Fue durante la segunda mitad del siglo XX, cuando el gobierno de la también desaparecida URSS decidió construir un gigantesco canal de riego para las plantaciones de algodón, el cual atravesaría Turkmenistán y Uzbekistán y se alimentaría del agua que fluye por el imponente río Amu Darya, que nace en las montañas de Afganistán y desemboca, o desembocaba, en el mar Aral.

Desgraciadamente, ahora ya no llega más agua de este río, pues la que no es desviada al canal del Karakum -así es como se llama la criatura- se filtra en las arenas del desierto antes de alcanzar su antiguo santuario. Todo esto, junto con información más detallada, me explicó Yusup Kamalov, el director de la ONG UDASA (para quien quiera más información esta es la web: www.udasa.org), desde las decrépitas oficinas que esta organización dedicada a la preservación y defensa de lo que queda del mar Aral tiene en Nukus, capital de la región de Karakalpakstan (que literalmente significa el país de los cabezas negras), en la cual se sitúa el cadáver marítimo.

En cuanto supe de esta organización, quise visitarles y aprender un poco más sobre esta tragedia, pues en un viaje hay espacio para todo tipo de conocimiento, y en este caso, se trataba de algo que siempre había querido conocer. Cuando era un niño, con frecuencia me quedaba hipnotizado al contemplar los mapas del mundo. La gran superficie que englobaba a todos los países de la Unión Soviética, y que solía ser coloreada en rojo, encerraba dos grandes masas de agua: el mar Caspio y el mar Aral. Este último, más pequeño que el primero, llamaba mi atención de manera especial, pues aparte de sugerirme la idea de una tierra remota, enclaustrada entre Uzbekistán y Kazajstán, a la vez que misteriosa e inalcanzable, la manera en que era representado en los mapas me parecía curiosa, ya que para delimitar su superficie se utilizaban dos líneas, una que indicaba la orilla actual, en la parte interior, y otra que indicaba la orilla natural, en la parte exterior. Entre ambas líneas había zonas en las que la distancia superaba los 100 kilómetros.

Irónicamente, se da la circunstancia de que Uzbekistán es uno de los países a los que el mar abierto les es más desconocido, pues es uno de los dos países en el mundo que, no solo no tienen salida al mar sino que, además, ninguno de los países que le rodean la tienen (yo pensaba que era el único, hasta que un viajero canadiense me dijo, sonriendo, que había otro país donde se daba esta circunstancia: ¿adivináis cual es?).

En este viaje a las antípodas, no podía desperdiciar la oportunidad de enfrentarme a este misterio.

Después de entrar en Uzbekistán, procedente de Turkmenistán, y tras pernoctar en Nukus, donde visité la sede de UDASA, me dirigí a Moynaq, antiguamente un próspero pueblecito ribereño de este mar que se dedicaba, casi exclusivamente, a la pesca antes de que se consumase este crimen medioambiental. Hoy en día, sin embargo, Moynaq no es más que una triste aglomeración de casas bajas en torno a la carretera principal, la cual termina en la factoría de procesado y enlatado de pescado del pueblo, en la actualidad cerrada a cal y canto y en estado de ruina. No obstante, algunas personas siguen viviendo aquí, subsistiendo con una agricultura y ganadería precarias.

Hay incluso un pequeño y espartano hotel en el que me registré nada más llegar, como exigen las leyes del estado uzbeko. La única persona que había en el hotel, un joven en bañador que apuntalaba una de las ventanas de la planta baja, se sorprendió mucho al verme, cargado con mi mochila y con evidentes signos de cansancio, entrando en el pequeño jardín que da la bienvenida al hotel. Aún así, se alegró de que me presentase por allí y me atendió con mucha más amabilidad de la que esperaba de un sitio así. Estaba claro que el hotel había dejado de ser el negocio familiar hacía mucho tiempo y, sencillamente, la familia que lo regentaba se limitaba a vivir en él y a aceptar a cualquier cliente que apareciese, por muy poco frecuente que esto fuera.
El joven me enseñó la habitación, un sencillo espacio inconcreto entre cuatro muros que encerraban un camastro que nadie se había molestado en alinear correctamente con las paredes. Después me guió hasta otra habitación más descuidada todavía que utilizaría, con ayuda de una linterna, como cuarto de baño (o retrete, porque no había agua corriente). Sin embargo, toda esta precariedad no me importaba demasiado, pues yo ya había tomado la decisión de que esa noche no dormiría allí.

Una de mis manías como viajero (todos tenemos manías) consiste en pasar la noche en solitario en lugares que me atraen de manera especial. Mi primera experiencia de este tipo la llevé a cabo hace años en la Gran Muralla China, en el emblemático enclave de Shimatai, donde pasé la noche en una de las atalayas, tras haberme escabullido de la última ronda de vigilancia que la policía realizaba descuidadamente antes de dar por cerrado el lugar. Jamás se podrán borrar de mi mente las imágenes de la muralla serpenteando como un dragón chino sobre las estancadas y espesas nubes del alba. Del mismo modo, tampoco podré olvidar la deliciosa sinfonía de los instintos (así es como yo la llamo) coreada al unísono, durante la puesta de sol, por todas las bestias que pueblan el espesor de la jungla malaya de Taman Negara. O el zambullirse de los delfines de río, rosados como el culito de un bebé, al amanecer en las aguas del lago Tarapoto, en el amazonas colombiano.



En este caso, pasaría la noche velando por un lugar tan especial como triste en sí mismo, un auténtico cementerio de barcos dispersos por las arenas del desierto en el que se han convertido los alrededores de Moynaq. Los barcos, conforme el nivel del agua descendía de manera imparable, empezaron a quedarse varados en la arena del fondo y, finalmente, sus propietarios no tuvieron más remedio que dejarlos ahí, abandonados a su suerte como ridículos estandartes de la estupidez ilimitada del hombre y de sus temerarios intentos por dominar las fuerzas de la Naturaleza.

A mí, sin embargo, que soy amante de las embarcaciones y de la nobleza que irradian a pesar de no ser mas que "cosas", el lugar, completamente deshabitado y apartado del pueblo por unos pocos pero contundentes kilómetros cubiertos de inhóspita arena, me daba la oportunidad de ser uno con esta realidad tan dramática pero tan desconocida e ignorada por la mayor parte del mundo. Así pues, tras salir del hotel al atardecer, cargado con una pequeña mochila en la que introduje la sábana de mi cama, me dirigí a la única tienda que vi en Moynaq. Lo que ofrecían allí era poco: galletas, agua, lentejas, fideos, patatas, un traje de novia y tomates. Desestimé el traje de novia, los fideos, las lentejas y las patatas y me abastecí de lo demás.

Finalmente, tras una caminata de casi una hora y con el sol bajo en el horizonte, me presenté en el lugar donde más barcos se agrupaban y procedí a dar un paseo exploratorio. Escogí una de las embarcaciones, un bien conservado y pequeño buque -sin nombre- en cuyo camarote de popa extendí la sábana y mi saco de dormir. Después, con el sol desentendiéndose de mí, pero permitiéndome mirarlo fijamente sin ser abrasado por su fuerza, me senté a meditar.

En el silencio de la noche, con la escasa luz de una luna creciente, la imaginación volaba. La brisa, extrañamente, todavía me traía reminiscencias de un aroma similar al del salitre, lo cual solo pude atribuir a una supuesta salinidad de la arena de este nuevo desierto. Y conforme más dejaba llevarme de mi imaginación, más fuerte era el olor a sal, idéntico al del mar que me vio nacer. Y más azules y espumosos eran los oscuros arbustos que rodeaban al barco en el que había empezado a navegar. Y, a medida que los nudos de mi cerebro se convertían a unidades de medición de la velocidad marina, más lejos quedaban las luces de la orilla, y más surcaba las aguas. Navegando. Hacia el este.

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