34. Fotos de un Viaje a las Antípodas (V)


En el monasterio budista de Sera el debate es algo serio. Los monjes del colegio Sera Je se reunen por la tarde en el patio y debaten, en parejas, aspectos relacionados con las escrituras budistas y con la doctrina de la secta Gelugpa, la misma a la que pertenece el Dalai Lama. El debate suele consistir en turnos de preguntas que los monjes se hacen mutuamente. Las respuestas a estas preguntas vienen acompañadas de espectaculares aspavientos triunfalistas por parte del monje que acierta la respuesta.











Hay pocos monumentos más bellos en el Tíbet que la imponente estupa Kumbum de Gyantse, construida en el siglo XV. Las estupas son las construcciones de culto budistas más antiguas y están cargadas de simbolismo. Representan aspectos centrales del budismo como son el camino hacia el nirvana o incluso la propia figura meditativa del fundador histórico de la religión: Siddhartha Gotama.











El monasterio de Drepung, en las afueras de Lhasa, es uno de los de mayor tamaño de todo el Tibet. Casi una pequeña ciudad monástica por cuyas calles uno se puede perder (literalmente) disfrutando de la arquitectura tibetana y de la espectacular belleza del valle de Lhasa.











Los paisajes salvajes del Tíbet son inolvidables.











El grandioso monasterio de Jokhang ocupa el corazón del centro de Lhasa y el centro de los corazones de cada tibetano. Miles de ellos llegan hasta aquí en peregrinación desde todas las regiones del altiplano y realizan el preceptivo kora (circuito de peregrinación) en torno a él con grandes gestos de devoción. Muchos de ellos se desplazan haciendo postraciones, es decir, arrastrándose como gusanos por el suelo, para mostrar sumisión y sacrificio ante la estampa del sagrado edificio.











La Plaza de Barkhor es la más importante de Lhasa, por varios motivos. Se extiende a la entrada del monasterio de Jokhang y suele congregar a todos los tibeanos que vienen aquí en peregrinación. Permanentemente se puede encontrar en ella, justo a las puertas del monasterio, a decenas de personas (a veces cientos) llevando a cabo postraciones “estáticas” en las que, en lugar de desplazarse arrastrándose por el suelo, lo que hacen es tumbarse boca a bajo con los brazos extendidos y levantarse repetídamente durante horas, sin moverse del lugar. Otro aspecto que hace famosa a la plaza es el hecho de que en ella han comenzado todas las protestas contra el régimen chino que se han desatado en el Tíbet en los últimos años. Por esta razón, estaratégicas cámaras de videovigilancia cubren su perímetro las 24 horas del día.











En las afueras del monasterio de Jokhang, el más venerado en todo el Tíbet, grandes quemadores de incienso son alimentados constantemente por peregrinos que realizan el kora.











Niños en puente sobre el río Indo a su paso por Ali, en Tíbet occidental. El río Indo, al igual que el Sutlej, el Brahmaputra y el Karnali (principal afluente del Ganges) tienen sus fuentes en torno al mítico monte Kailash, lo cual es un motivo más para ensalzar su sacritud entre las gentes de Asia y también es la razón por la que los europeos, en especial los ingleses, comenzaron a interesarse por esta montaña en el siglo XIX. Para ellos era una necesidad estratégica el encontrar las fuentes de los grandes ríos que fluían por su colonia más preciada: el Indostán. Pero encontrar estas fuentes les resultó muy complicado. Quien sabe cómo sería el mapa de Asia en la actualidad si les hubiera resultado más sencillo...











Para hacer un viaje independiente al Monte Kailash desde Lhasa, en febrero, uno tiene que estar preparado para espera largas horas, o días, en lugares ciertamente remotos. Cuando viajé al Kailash en compañia de mi amigo Fredrik, tardamos siete días en llegar hasta el Kailash (siendo relativamente afortunados) y doce días, una vez finalizado el kora, en volver a Lhasa (siendo relativamente desafortunados). Conclusión: todo es relativo..., incluido el frío.











En el monasterio de Thasilhumpo, residencia tradicional del Panchen Lama, en Shigatse, las tardes son muy agetreadas y coloridas. Los jóvenes estudiantes se arremolinan en torno a la sala de oración esperando a que se abran las puertas para comenzar con la lectura de los mantras budistas. Como ocurre en cualquier otra escuela del mundo, los chavales no pierden la oportunidad de bromear entre ellos alborotadamente.











En el centro del Tíbet, una joya tan brillante como el lago Nam-tso estimula la mente y la conduce en línea recta hacia la ensoñación. El Tíbet central, a pesar de las condiciones de desierto que se le atribuyen y que pueden llevar a pensar que se trata de un lugar falto de atractivo, es en realidad todo lo contrario: un continuo acelerador de la capacidad mental para sobrecogerse.











Llegar al Campo Base de la montaña Everest, la más alta de la tierra (8.850 metros sobre el nivel del mar) y disfrutar de unas condiciones climáticas perfetas (aunque la temperatura diurna roze los -20°) difícilmente lo disuaden a uno de hacerse la foto.











Uno puede vivir en Lhasa sin renunciar a sus raices. Eso sí, ha de estar preparado para aceptar que la tienda más cercana en la que comprar arroz valenciano y especias está en Hong Kong; que el tiempo de cocción del arroz en Lhasa (a 3.500 metros de altitud) sobrepasa los 50 minutos y que el vino tinto proviene de la “exótica” región vinícola china de Turpan. Por lo demás, buen provecho.

Continua...

33. Memorias del Tíbet

15 de marzo, Kunming, China



Acomodado en la litera inferior de un compartimento de clase económica, no fui capaz de determinar con exactitud en qué momento el tren había comenzado a rodar. Con la suavidad que caracteriza la puesta en marcha de los trenes modernos, el 6 de marzo de 2008 mi viaje recobraba su esencia vital: el movimiento. Tras más de cuatro meses en el Tíbet me volvía a poner la mochila a cuestas y retomaba este empeño mío de llegar, viajando, descubriendo y aprendiendo, hasta lo más alejado de mi hogar: hasta Nueva Zelanda. Un viaje a las antípodas; Así lo concebí en algún momento, poco antes de comenzarlo, aunque mucho después de haber tomado la decisión de desligarme físicamente de todo lo que me rodeaba para recorrer el mundo, experimentando paulatinamente sus contrastes y matices. Esta Odisea a la inversa, la cual consideré una original idea viajera, volvía a dejarse llevar por los vientos y por los caminos; por las circunstancias y por la casualidad; por el tiempo y por el espacio.

Me despedía de Lhasa, un auténtico hogar para mí, y de nuevo lo hacía en tren, tal y como había hecho diez meses atrás en la estación de Renfe de Sagunto, mi ciudad natal. Entonces era una calurosa tarde de 12 de mayo, y allí estaban mis seres más queridos para decirme adiós, entristecidos, preocupados e intrigados ante la poca información que tenían sobre la naturaleza de mi viaje. Ahora, en cambio, no había nadie interesándose por mí en el andén; de los allegados que me quedaban en Lhasa ya me había despedido la noche anterior, sin grandes ceremonias pero con sinceros, emotivos e inolvidables gestos de amistad y añoranza. Era muy temprano y el frío agudo de la mañana me llevó a tumbarme en la litera y a cubrirme con una manta. Sin embargo, una repentina y fulgurante necesidad de seguir en contacto, aunque solo fuera visual, con la ciudad, hizo que me incorporase para mirar por la ventana. Ni siquiera pude encontrarla a ella en el andén, a la misma que me hizo cambiar mis planes al llegar al Techo del Mundo y que me convenció de que aquellas alturas podían albergar un paraiso. Su presencia se había desvanecido, cinco semanas atrás en la céntrica calle Beijing Lu, dentro de un taxi azul modelo Volkswagen Passat con destino al aeropuerto.

Es posible que hubiera estado en el Paraiso, sí, pero ya estaba de vuelta en la realidad, y cada segundo que pasaba sin encontrar la posibilidad de retornar al pasado ponía más a prueba mi capacidad para nadar sin rumbo en un mar de melancolía. Lhasa había significado mucho para mí. Había llegado allí a principios de noviembre con la urgencia de encontrar la forma de proseguir mi periplo ante la escasa duración del permiso de viaje que tenía -apenas 25 días- para recorrer todo el Tíbet y China. Pero lo inesperado ocurrió cuando fui deslumbrado por los enormes ojos helvéticos de una dama cuya sonrisa acabaría por convertirse en lo más preciado que había encontrado en mi camino. A partir de ese día cesé en mi búsqueda de una vía que me sacara de Lhasa y concentré todos mis esfuerzos en lo contrario: en permanecer en ella.





Manteniendo en secreto la auténtica razón que me había de retener en Tíbet, fui afortunado al encontrar el pretexto oportuno casi al mismo tiempo, el cual consistió en la posibilidad de trabajar como profesor de inglés en una escuela de idiomas tibetana, algo que no había hecho nunca antes y que tampoco me había planteado. La propuesta me la hizo un francés que abandonaba su puesto. Trabajaría unas pocas horas a la semana a cambio de alojamiento en un tranquilo apartamento en la parte tibetana de Lhasa. Y nada más; ni sueldo ni manutención, pero aún así acepté. La parte complicada, para la cual no recibí ningún tipo de ayuda de la escuela (de hecho trabajaría allí como “voluntario” e ilegalmente), fue la manera de extender mi permiso de viaje, algo en teoría imposible. Esto pude hacerlo gracias a dos maratonianos desplazamientos en tren, el primero hasta la ciudad china de Xining, a 24 horas de Lhasa, para extender el permiso por un mes (esperé a llegar allí en el último día de vigencia para forzar una extensión alegando que no había forma de abandonar el país a tiempo; aunque la policía me avisó de que lo que extendían era mi permanencia de manera provisional en China, dejandome claro que en ningún caso se me permitía regresar al Tíbet) y el segundo, una vez vencida la extensión, nada menos que hasta Hong Kong (dos días y medio de duración en cada sentido) para conseguir un nuevo visado turístico de tres meses. En ambos casos tuve que reentrar en el Tíbet de manera ilegal, lo cual llenó sendos viajes de curiosas anécdotas y de grandes dosis de estrés. Especialmente rocambolesca fue la ocasión en que tuve que convencer a una empleada de limpieza del hotel en el que me hospedé en Xining para que me comprase un billete de vuelta a Lhasa, pues a mi me había sido imposible adquirirlo en la ventanilla de la estación al no tener un nuevo permiso especial para visitar el Tíbet. Xining es una fría ciudad del centro de China, en absoluto acostumbrada al turismo o a las necesidades y modos de los extranjeros, así que hacer entender a aquella señora que necesitaba urgentemente su ayuda en este asunto, todo ello mediante gestos y mímica, elevaron mi capacidad de comunicación corporal a extremos que a mí mismo me sorprendieron, en especial porque al final, y después de todo, terminé por subierme en aquel tren. Mi determinación de volver a Lhasa había sido fundamental; sencillamente no consideraba otra opción. No quería seguir viajando hacia el este; no todavía.





Las primeras semanas en mi nuevo hogar fueron intensas y muy estimulantes. Cambiar los hábitos del bagaje continuo que caracteriza a un gran viaje por las pequeñas cotidianeidades que contiene una existencia sedentaria fue un interesante proceso personal que recordaré como uno de los periodos más álgidos de mi aventura, particularmente por tratarse de un lugar tan especial y misterioso como es el Tíbet. De repente me vi ocupando mis horas en pequeños quehaceres encaminados a acomodarme y a familiarizarme con mi nuevo entorno. A pesar de que me instalé en Lhasa en los días previos al comienzo del invierno de 2007 y de que permanecí allí hasta la primavera de 2008, el clima, a diferencia de lo que se pueda pensar, no fue un factor especialmente negativo. Al contrario, llegué a alabar sus condiciones, pues aunque es cierto que por lo general hacía mucho frío, los cielos siempre estaban despejados, el sol se dejaba notar en las horas diurnas como un compañero bonachón y el aire era el más puro que jamás haya respirado en una ciudad.

Estaba alojado en un espacioso y luminoso apartamento compartido y podía realizar las compras en los pequeños mercadillos tibetanos que abastecían a mi barrio de alimentos frescos. No obstante, más allá del desayuno -y de alguna ocasión especial en la que tenía invitados (!), apenas solía cocinar en casa, pues como suele ocurrir en toda Asia, comer en pequeños restaurantes resultaba más económico y más entretenido. También me compré una bicicleta de estilo “II Guerra Mundial”, usada, en el Mercado Negro (donde el origen de todo lo que hay en venta es de dudosa procedencia), la cual, por cierto, comenzó a desintegrarse poco a poco cuando llevaba recorrido menos de un kilómetro. Los frenos, los pedales, los guardabarros... todo tuve que cambiarlo varias veces. Pero aún así, este sencillo vehículo me hacía feliz. Me permitía recorrer apaciblemente las bulliciosas calles de la ciudad, cuyo barrio de Barkhor, localizado en torno al histórico monasterio de Jokhang, era uno de mis sitios preferidos. Se trata de uno de los lugares más emblemáticos y encantadores de Lhasa. Es un área tibetana 100 por 100, y allí es donde más disfrutaba mezclandome con mis nuevos conciudadanos. En Barkhor uno podía encontrarse con nómadas tibetanos llegados en peregrinación desde todos los rincones del altiplano, generalmente agrupados en familias y vestidos coloridamente al modo tradicional de cada región, y pasar horas perdiéndose en sus callejuelas envuelto en una nube de esencias tan dispares como el incienso, que era quemado en las cuatro esquinas del monasterio, o el calorífico tufillo de las toneladas de mantequilla de yac que se vendían en los mercadillos aledaños. Así hasta llegar, eventualmente, al barrio musulmán de la ciudad, en el que grasientas barbacoas de cordero apostadas en cada esquina caldeaban el aire a la hora de las comidas.





Cierto es que mi día-a-día también incorporaba alguna responsabilidad que otra. Una de ellas era la preparación de la lección que iba a impartir ante mis nuevos “compañeros de viaje”, que no eran otros que los dos grupos de estudiantes, uno de niños y otro de adultos, que asistían religiosamente a mis clases entusiasmados ante la novedosa presencia de profesores extranjeros que habían comenzado a trabajar hacía relativamente poco tiempo en Lhasa. Honestamente, la preparación de las lecciones, no solo se me daba bastante mal sino que, además, apenas le confería importancia. Y de hecho creo que hacía lo correcto, pues desde el principio percibí la gran acogida de mis alumnos ante mis improvisados temas de conversación y ante los ejercicios que les planteaba para que practicasen sus escasos conocimientos de inglés. Por otro lado, descubrí lo necesitados que estaban de una atmósfera relajada y distendida cuando se trataba de asistir a clase. Es por ello que gran parte del tiempo lo pasaba hablando con todos ellos de manera informal y, de cuando en cuando, desplegando todo un repertorio de payasadas que tanto les hacía reir y que les mantenía atentos a mis explicaciones. En esos días, recuerdo haber sido a menudo asaltado por la reconfortante sensación de verme escuchado por un grupo compuesto, a partes practicamente iguales, por chinos y por tibetanos, asistiendo a mis clases con auténtico espíritu de compañerismo.

Otra de mis tareas diarias consistía en un “servicio profesional” que prestaba intercambiando conversación en inglés con una chica coreana, Young, quien se había instalado en Lhasa con su marido para abrir un café y que tenía la imperiosa necesidad de practicar su pobre inglés. Digo “profesional” porque en esta ocasión recibía por ello la sabrosa cifra de 50 yuanes por hora (4 euros); y considerando que el servicio era de cinco horas semanales -una hora cada día de lunes a viernes, recaudaba cada semana la astronómica cifra de 250 yuanes (¡nada menos que 20 euros!). Esta relación profesional desembocó, inevitablemente, en una gran amistad (aunque por supuesto no dejé de cobrar la minuta a mi amiga), como me ocurrió con mucha otra gente, tibetanos, chinos y extranjeros, muchos de los cuales, al igual que Young y su marido, eran personajes enamorados de esta tierra. Viajeros, alpinistas, profesores, empresarios; personas de muchos ámbitos diferentes pero con una debilidad común: el Tíbet.

Ya he hablado en mis dos artículos anteriores de Fredirk, el sueco “místico” que, inducido por mí, terminó trabajando y viviendo conmigo. Aprovechando la llegada de las fechas navideñas, ambos decidimos organizar una fiesta de Fin de Año en el apartamento, la cual se convirtió en un evento internacional que dudo sea muy habitual en una ciudad tan remota como Lhasa. Nos preocupamos de movilizar a todo nuestro círculo de amistades y de preparar todo tipo de comida y bebida (no faltaron las obligatorias tortillas de patata); aún hoy me emociono al recordar la gran noche que pasamos todos en mi casa. Más de cincuenta personas, la mayoria extranjeros (casi todos los que quedaban en Lhasa), pero también algunos chinos y tibetanos. Las nacionalidades de nuestros invitados eran de lugares tan dispares como Senegal, Tailandia o Suecia; Israel, Italia o Canadá; Estados Unidos, Corea, Suiza o Japón. Pero ante todo, esta curiosa mescolanza guatequera no podía darme mayor satisfacción que la de ver a tibetanos y a chinos divirtiéndose apaciblemente bajo el techo del que se había convertido en mi hogar.





Sin embargo, esa gran noche fue una de las últimas que pasaría en el apartamento, ya que, tras una discusión con el director de la escuela (un tibetano llamado Lobsang a quien yo llamaba “Lobo” y Fredrik “Lobo the Lobster” o Lobo el Langosta), y a pesar del enorme cariño que había tomado a mis alumnos, decidí desligarme de su disciplina. Sencillamente, las muchas reglas que había que observar al ser residente del apartamento eran excesivas para mí. Tal vez estaba demasiado acostumbrado a la libertad absoluta que le confiere a uno el vagar por el mundo ajeno a horarios y responsabilidades accesorias. En ningún caso fue un cambio dramático, no al menos a peor, pues gracias a la ayuda de mi Angel de la Guardia en Lhasa, Kong, el propietario del café que solía frecuentar, encontré una excelente habitación en un céntrico albergue por la que solo debía pagar 500 yuanes al mes (40 euros). Allí permanecí durante todo el mes de enero, disfrutando de uno de los periodos más felices que puedo recordar en toda mi vida. Fue una época en la que mi corazón, el cual no había hecho más que padecer desde que abandoné mi querido país, se reconcilió conmigo y comenzó a experimentar el auténtico placer de viajar.

Pero ese mes de enero, como todos los meses de enero anteriores, también se consumió (¡qué ignorante fui al no pensar que esto ocurriría!), y con su fin llegó el fin de mi adorable compañía. Desde el momento en que sus cobrizos cabellos desaparecieron tras la puerta de aquel taxi comencé a sentirme un extraño en Lhasa. Se había desvanecido la razón de mi permanencia allí y de repente un Gran Viaje a las Antípodas me golpeó frívolamente por la espalda, casi regodeandose ante mis lacrimosos ojos. Lleno de rabia, no se me ocurrió otra cosa que advertirle de que el monte Kailash estaba primero en mi lista de prioridades. Las antípodas debían esperar.





Foto 1: Niñas rezando a la puerta del monasterio de Jokhang, Lhasa
Foto 2: Palacio de Potala y monjes budistas, Lhasa
Foto 3: Yac en los montes de las afueras de Lhasa
Foto 4: Banderas de oración en paraje del Tíbet central
Foto 5: Haciendo auto-stop en la ciudad de Ali, Tíbet Occidental
Foto 6: Kailash... por fin

Continua...