14. Kirguizstán: a los pies del Techo del Mundo

23 de julio, Osh, Kirguizistán


Hay ocasiones en las que la aproximación a un país por vía terrestre te ofrece un paisaje que automáticamente te hace descubrir que estás llegando a una tierra distinta, a un entorno diferente. En este caso a otra nación. Esto me ocurrió el día en que me despedía de Uzbekistán para entrar en Kirguizistán.Al divisar el complejo fronterizo de Kirguizistán desde la parte uzbeka, me llamó la atención la manera en la que el pórtico principal, en el que se daba la bienvenida al país sobre una gran pancarta de color rojo, se alineaba perfectamente con el horizonte plagado de montañas nevadas y acarameladas con reflejos de sol vespertino. Parecía como si los cristalinos picos, alineados armónicamente, formasen parte de la misma frase de bienvenida, dando a ésta un aspecto de jerolífico cuyo significado guardaba un mensaje que abarcaba más allá de los límites de Kirguizistán: 'bienvenido ...a las montañas de Asia'; podría interpretarse.

Nada mas entrar en ese país, y tras pernoctar en Osh, en el sur, para recuperar el aliento, me dirigí sin perder el tiempo, y tan rápido como pude, a Bishkek, la capital. Allí, alojado durante unos días en un descuidado pero entrañable albergue de las afueras, me convertí en una especie de mercader de la Nueva Ruta de la Seda, esa por la que transitan viajeros a la búsqueda de aventuras revitalizantes en territorios vírgenes. Unos venían de Oriente y se dirigían a Occidente, mientras que otros -entre los que yo estaba-, nos encaminábamos, desprendiéndonos de nuestra occidentalidad, hacia el horizonte por el que sale el sol.

Nuestra mercancía era la información, y nuestra calidad, la experiencia propia. Así, una vez me hube abastecido de todos los datos que necesitaba durante mi estancia en el imaginado caravanserai, arredré a mis camellos y emprendí mi marcha hacia lo más profundo de las Montañas del Tien Shan, esa muralla natural que separa Kirguizistán y Kazajstán de la China.

Tomando la pequeña población de karakol, a orillas del lago Issyk-Kul, como base de mi aventurada exploración a las montañas, me preparé como bien pude para acometer lo que sería un agradable trekking de cuatro días, en solitario, por el espesor de los bosques kirguices.

La cosa no podía haberme salido mucho peor... aunque regresé, sano y salvo. Tal vez la tozudez, esa que me ha permitido llegar a lugares con los que antes solo podía soñar, no es siempre buena coraza para tomar decisiones acertadas. Y en este caso, subestimar las auténticas condiciones a las que me enfrentaba fue mi error. Sí, lo admito, no debería haberlo hecho; no de esta forma. Alquilar una tienda de campaña de mala calidad (made in China), no llevar equipo con el que hacer fuego, o no proveerme de un guía -e incluso un porteador- y un buen mapa, fueron decisiones poco afortunadas.

La diosa Fortuna, que siempre anda entretenida husmeando en los planes de la gente, decidió darme severo escarmiento. Se procuró que las lluvias y el frío fueran mis compañeros durante los cuatro días que duró mi odisea. Cuántas veces me ví achicando el agua del interior de la diminuta tienda, utilizando para ello mi propia ropa a modo de fregona. Y cuánto aborrecí los frutos secos, la salchicha y el queso del que me había provisto. Mi estómago solo disfrutó de comidas frías, el pobre; solo un par de excepciones: cuando un grupo de porteadores que guiaban a una pareja de suizos me invitaron a sopa caliente -sin que nos vieran los helvéticos- y cuando otros dos caminantes me invitaron a un delicioso y humeante café con leche; Cuánto me reconfortó esto!

Pero lo que más agitó mi conciencia fue el hecho de que los tres primeros días, sin excepción, y al llegar la tarde, me perdí entre los bosques. El primer día al cruzar el río Karakol por un lugar indebido, lo cual me hizo caminar durante dos angustiosas horas por fangosas aguas que bañaban mis rodillas -y hasta mi pelvis en alguna ocasión- a cada paso que daba. El segundo día, precisamente por lo contrario, por no cruzar el río, caminé valle arriba hasta que unos alpinistas rusos que volvían de escalar picos de más de 6000 metros me indicaron que, obviamente, había errado el camino. Y el tercer día, casi anocheciendo, me vio ascender montañas sin sentido alguno, hasta que la imposibilidad de continuar debido a la frondosa maleza, me hizo retroceder sobre mis pasos para buscar la senda (inexistente en muchos tramos) adecuada.

Sobreviví, sí... pero ¿disfruté acaso? Eso es otra cuestión. No en ese momento, desde luego. Aunque al llegar de nuevo al pueblo de Karakol recordé la belleza de lo que había presenciado: la Naturaleza pura, con montañas tan verdes y bien vestidas de frondosos bosques. Muchas de ellas estaban engalanadas con cristalinos glaciares, y perseguidas siempre por errantes nubes que sobrevolaban por entre los cortantes picos, como si de programados zeppelines se tratase. Sí, disfruté de la experiencia, solo que no me había dado cuenta.



Solo una cosa me preocupaba cuando me encontré sano y salvo de vuelta a la civilización: ¿Habría aprendido la lección?

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