28. En el reino de Shiva

27 de octubre, Pokhara, Nepal



La India es uno de los lugares de la Tierra donde la civilización ha florecido, ininterrumpidamente, durante más tiempo. A lo largo de milenios, el subcontinente se vio visitado continuadamente por oleadas migratorias procedentes, casi siempre, de occidente. Los primeros humanos que llegaron hasta aquí debieron encontrarse entre las primeras migraciones recién salidas de Africa -admisiblemente la cuna del Hombre- y poco a poco estas personas, de rasgos similares a los indígenas que hoy se encuentran en la propia Africa, en Indonesia o en Australia, fueron haciendose dueños del lugar. Así, cientos de pequeñas tribus comenzaron a instalarse en todo el territorio comprendido entre los Himalayas, en el norte, y el cono penínsular en el sur, desarrollando sociedades con identidades muy particulares.

No obstante, la transformación cultural más importante que sufrió la India en esos tiempos oscuros fue fruto de la interacción de estos indígenas con los ários llegados del este, en el tercer milenio A.C. Estos últimos -de rasgos probablemente similares a los del Oriente Medio del presente- eran los Arya de los que hablan las escrituras sagradas hindús, los Vedas, un conjunto de textos épicos y religiosos cuya proliferación en el tiempo coincidió con el asentamiento paulatino de los arya por toda la geografía india. El actual politeismo y el sistema de estratificación social en varnas, o castas, son consecuencia directa de esa interacción.

La Historia, tan juguetona y remolona en ocasiones, no ha permitido a los historiadores descubrir a ciencia cierta cual es la procedencia de estos Arya. Lo máximo que está dispuesta a hacer es levantar un velo temporal de unos cuatro mil años que nos descubre a unas gentes que se movían a caballo y en carros (toda una revolución tecnológica en esa época), que utilizaban el arado y que hablaban una lengua, el sánscrito, que estaba emparentada con el griego antiguo. Geográficamente, nos los sitúa en los terrenos fértiles del Punjab y las planicies del noroeste de la India. Y precisamente, aquí es donde aparezco yo en mi último capítulo narrado sobre este fascinante país, de nuevo a bordo de un autobús en dirección a Delhi, su capital actual.

Ni danzantes multitudes extraidas de coloridas producciones cinematográficas ni hermosas mujeres enjoyadas hasta las cejas. Ni el aroma de las famosas especias de la India ni tampoco resonantes músicas provenientes de afinados sitares. Ni si quiera vacas sagradas. Nada de esto me encontré conforme el autobús en el que desperté de mi ligero sueño, tras otra noche de viaje, recorría los primeros kilómetros de las afueras congestionadas con chabolas de Nueva Delhi. En lugar de todos estos clichés que tanto evocan a la India y que tan requemados están en la psique occidental, lo que más llamó mi atención fue la gran cantidad de personas que elegían las primeras horas de la mañana para defecar impúdicamente en las orillas del río Yamuna, el cual seguía el mismo curso que la carretera. Como si de una colección de "cagalers" de estilo oriental se tratara, se acercaban hasta el agua del río y allí mismo se deshacían de la inmundicia de sus entrañas. Aunque no todos abonaban el agua con sus deyecciones; los había también que la utilizaban para lavarse la cara y otras partes del cuerpo. Pensé que este aspecto tan terrenal de la India moderna no estaba recogido en el imaginario de los publicistas de los famosos grandes almacenes españoles cuando ideaban la campaña "Visita la India en el Corte Inglés" (o algo parecido).

No pasé mucho tiempo en Delhi, no más de tres días. Y no porque el lugar no lo merezca, pues muchas son las curiosidades que decoran -de manera bastante sublime- esta vieja urbe. De su historia, bien podría decirse que sintetiza la de todo el país, pues Delhi es una de las pocas ciudades indias cuya relevancia en el mundo hindú ha permanecido en vigor desde los tiempos de los arya, cuando su nombre era Indraprastha -el reino del dios Indra-, hasta nuestros días, en los que es la capital política de una inmensa nación.



Pero a pesar de todo el interés que pueda reportar una visita a Delhi, tras un viaje tan largo como el mío era difícil encontrar alicientes en la hipermasificación humana que inunda esta ciudad. De por sí, la masificación es un aspecto curioso para el viajero, sobre todo cuando tiene tintes tan caóticos, y en cierto modo feriales, como en Delhi. Pero es algo que agota mucho. Es difícil disfrutar de un entorno que ofrece semejante contraste con las adorables montañas que había dejado atrás. Estas -The Hills, como se refería a ellas alegóricamente Rudigar Kipling en su novela Kim-, con su altura, su belleza natural, sus gentes humildes y aire puro, me habían resultado siempre más estimulantes -en cualquiera de los países por los que había pasado- que el asfalto y las luces urbanitas.

Dejando Delhi atrás, mi siguiente destino en este escarceo con la India fue, no obstante, otra ciudad, aunque en este caso se trataba de Agra, de ambiente mucho más relajado que su vecina Delhi (sorprendentemente relajado). Ya sea por su gastronomía, por sus museos, por su ambiente festivo, por su arquitectura o, sencillamente, por su situación geográfica, todas las ciudades históricas tienen algo especial, algo que las hace diferentes entre sí; pero no hay en el mundo ciudad alguna que posea una joya más preciosa que el Taj Mahal. Es posible encontrar edificios o estructuras más monumentales; más grandes, por supuesto; o también más ricos en valor arqueológico, eso es cierto. Pero si algo pone de acuerdo al mundo entero desde hace cuatrocientos años, es que no hay edificio más bello, más encantador, y también más romántico, que el famoso mausoleo de Agra.

Es una obra inusual por muchos aspectos, pero tal vez, lo más anecdótico, precisamente, es que se trata de un mausoleo. Una tumba concebida como una obra de arte y consagrada al amor más profundo que un emperador pudo sentir jamás por un súbdito. Fue mandado construir a finales del siglo XVII por Sha Jahan y en él mandó sepultar a su querida Mumdaz Mahal, que si bien era su tercera esposa, también era la que más amaba y la que le había dado una descendencia más prolífica (trece hijos trajo al mundo Mumdaz hasta que, dando a luz al catorceavo, su vida se apagó).

En el Taj Mahal, el misterio del amor y de la muerte se abrazan en cada arista de esta nube soñada de mármol que, a pesar de tratarse de un edificio construido por un emperador de fe musulmana, ha pasado a ser el símbolo más exportado de la India, una nación, hoy por hoy, de confesión mayoritariamente hinduista (algo que a mí, como español, no debería llamarme demasiado la atención, pues algo similar ocurre en mi propio país, en este caso con la bella Alhambra de Granada).

El día en que vi esta maravilla fue uno de los más especiales de este viaje a las antípodas. Entré al recinto ajardinado que da acceso a la presencia del mausoleo a primera hora de la mañana, antes incluso de que el sol hubiera aparecido por el plano horizonte del valle del río Yamuna. Tenía entendido que era el mejor momento para visitarlo; por la posibilidad de evitar aglomeraciones y también por el hecho de que a esta hora el edificio presenta una belleza especial. Y puedo atestiguar que así es. La claridad mortecina y purpúrea que precede al Alba comienza a ser acuchillada, cada vez con mayor insistencia, por el resplandor anaranjado de los madrugadores rayos emisarios que envía el sol antes de hacer acto de presencia en el cielo. La batalla de colores ténues que se libra al amanecer, simulando una guerra antigua observada desde la distancia, se refleja en cada sección del Taj y lo va definiendo y descubriendo silenciosamente hasta que, finalmente, su mágica estampa se hace plenamente visible. Es como la representación cósmica del parto de un delicado bebé que es dado a luz por la moribunda noche. Tal vez esa fue la intención del autor, evocar el nacimiento de algo bello y puro que llega con la muerte de algo amado.

Fui uno de los primeros turistas en acceder al recinto, pero a diferencia del resto, por el hecho de ir solo y no tener que esperar a que mi grupo se reuniera en la puerta principal para escuchar las explicaciones de un guía, me sorprendí a mí mismo caminando anónimamente, y en silencio, hacía el monumento blanco. No había nadie a mi alrededor, estaba solo y todo el mundo había quedado atrás. Así llegué hasta el mismo iwan principal, tras remontar las escaleras de la plataforma en que se asienta el mausoleo. Lo circunvaleé maravillado, absorto en una embobada ensoñación que era reforzada por la calma a mi alrededor. No entendía muy bien lo que pasaba, pero estaba disfrutando de ello ensimismado en una sensación de regocijo que se me antojaba teledirigida. Mi conciencia se empeñó en considerar aquella concesión de exclusividad ante semejante símbolo de la belleza universal como un regalo que alguien me estaba haciendo.



Después me senté en un banco de los aledaños y seguí observando. Ahora sí, poco a poco, otras personas comenzaban a acercarse a la prodigiosa tumba. Podía verse en sus rostros lo que seguramente podía haberse visto en el mío unos minutos antes: fascinación pura. Además, podía leerse en sus ojos la excitación de la primera vez, del saberse propietarios de una imagen que no sería borrada jamás de su memoria. No importaba si eran niños o adultos; si viajeros que habían visto el mundo entero con anterioridad o si personas hastiadas de esta vida tras haber pasado por todo tipo de vicisitudes. Todos ellos eran embalsamados con una sensación nueva. Y única.

A través de los ojos de estas personas volví a disfrutar de la belleza del Taj Mahal, sin necesidad siquiera de mirarlo. Cada vez eran más. El murmullo y el jaleo iban creciendo conforme los alrededores se iban poblando con más niños, con más parejas de enamorados, con más grupos de turistas. El sol se posicionaba en el cielo con la autoridad con la que suele hacerlo por estas latitudes y el blanco del Taj se hacía cada vez más puro, hasta el punto que el edificio parecía una gigante filigrana de nata y azucar.

Finalmente, un resorte escondido en mi mente saltó inesperadamente. Fui invadido por una fría sensación de soledad, hasta el punto que llegué a experimentar ésta de una forma que no conocía. Llegó el momento en que me percaté de que era la unica persona, de los cientos que podía identificar, que estaba haciendo la visita en solitario. No pude evitar cierto desasosiego e incomodidad. En los más de cinco meses que llevaba de viaje, la soledad jamás se había presentado como un menoscabo. Al contrario, casi siempre me había sentido a gusto morando en ella. La había incluso necesitado, por ejemplo, en mis viajes a Irak o a Afganistán; Me había puesto más en contacto con la naturaleza en las montañas de Kirguizistán; Me había reportado más popularidad en los valles Kalasha de Pakistán o en los pueblos de Irán. La soledad nunca representó para mí un estado de anhelo o de espera. Más bien había sido como una cálida manta con la que cubrirme para enfrentarme al frío misterio de lo desconocido.

Sin embargo, el formidable influjo del Taj Mahal supuso un catalizador de mi auténtico estado ante el mundo. Fue una confirmación violenta de la crudeza de la soledad que me acompañaba, la cual, probablemente, no era lo que yo había estado pensando todo el tiempo. Lo interpreté como un mensaje. Este viaje estaba destinado a ser largo -pronto sería plenamente consciente de esto- y debía afrontar mi condición de solitario con plena conciencia de ello, sin engañarme a mí mismo. Fue, a la vez, una lección.

Sentirse solo en un país de mil millones de habitantes, la verdad es que tiene delito, sobre todo con el carácter campechano que suelen mostrar los indios. Y si hay un lugar en el que los indios se muestran especialmente extrovertidos, ese debe de ser Varanasi, la ciudad más sagrada y espiritual de la India. Este fue mi siguiente destino después de Agra, y también fue mi última parada en este gran país.

A pesar de no ser una de las ciudades más grandes y populosas de la India, su status sagrado hace que Varanasi esté constantemente desbordada de gente. A los miles de turistas que llegan hasta aquí para descubrir su misterio se unen millones de hindúes que vienen, bien en peregrinación, bien, sencillamente, a morir. Hay mucha mitología y superstición en torno a esta vieja ciudad, que en tiempos pasados era conocida como Benares y que en una época mucho más remota -acaso cuando fue fundada- se llamaba Kashi. Uno de los mitos más extendidos -sobre todo entre hinduistas- es que morir en Varanasi conduce directamente al nirvana, es decir, a la finalización del flujo de reencarnaciones que mantienen a las personas en samsara, en el mundo que conocemos y que estamos destinados a conocer una y otra vez (con el sufrimiento y ataduras emocionales que ello conlleva) conforme nuestra alma -según el hinduismo- transmigra de una vida a otra, indefinidamente.

La muerte, de hecho, está tan presente en Varanasi como la propia vida, particularmente a lo largo del Ganges, el cual abraza mansamente a la cuidad en su margen izquierda. Continuamente, cientos de piras crematorias apostadas en las populares ghats (amplias escalinatas que conducen a la orilla del río) consumen los cuerpos inertes de los "afortunados" que han conseguido espetar su último hálito en la vieja Kashi, en la ciudad consagrada al dios Shiva. La naturalidad con que se ofician estos funerales asombra a ojos occidentales, pues el proceso de incinerar los cadáveres se desempeña al aire libre, a la vista de todo el que pasa. El acto está prácticamente desprovisto de luto o de ceremonia, al menos en la mayoría de los casos, lo cual evidencia el convencimiento popular de la mera existencia de los cuerpos como vainas carentes de valor emocional una vez el alma se ha esfumado de ellas con la llegada de la muerte.

Una vez reducidos a cenizas, los restos de la cremación son vertidos en el propio río, en la misma agua en la que centenares de devotos hindúes practican sus abluciones sumergiéndose hasta la cintura y ocasionalmente zambulléndose por completo, desapareciendo momentaneamente bajo la arcillosa superficie. El mito del nirvana se mezcla así con el mito de la expiación, pues se dice que bañarse en aguas del Ganges redime a uno de todos los pecados en los que ha incurrido en esta vida, lo cual le hace merecedor de un mejor karma, un mejor bagaje de los actos realizados en ésta y en todas las vidas pasadas y que repercutirá en su vida futura de una manera más positiva.



Y es que todo parece mezclarse en Varanasi. La Vida y la Muerte; El mito, la religión y la realidad más hiriente; todas las formas de hinduísmo y también de todas las religiones que ésta originó: el sikhismo, el budismo, el jainismo; todos los ¨ismos ¨ que uno pueda imaginar. Todo ello se revuelve y se mezcla con cosas más mundanas: con bandas de agresivos monos, con vendedores de marihuana, con vacas pululantes que se desplazan silenciosamente, como nubes cornadas, por cada recoveco del barrio viejo, con lozanas cabras, con raquíticos y azafranados sadhus (ascetas hindús), con videntes ofreciendo retazos de futuro a cambio de unas pocas rupias, con mercaderes locales, con turistas y con todo el catálogo de castas de la India; Se mezclan también Oriente y Occidente.... Varanasi es la síntesis de samsara.

Pero si hay algo que no se mezcla con facilidad en Varanasi es la religión musulmana, con sus gentes y sus símbolos, con el resto de la población. Hoy en día todavía reside una pequeña comunidad musulmana en Varanasi, pero su presencia apenas se hace notar. La mayoría de mezquitas están tan vacías y aisladas que parecen pertenecer a un remotísimo pasado, como si fueran vestigios de una misteriosa civilización ancestral. De todas ellas, no obstante, hay una que sí acapara atenciones, tal vez demasiadas. Se trata de la mezquita de Gaynuapi, la cual se haya en pleno centro de la ciudad vieja. Precisamente su situación, su localización exacta, es lo que más contribuye a esta atención. La pobre mezquita fue construida justo en el lugar que ocupaba el templo hindú más sagrado de la ciudad anteriormente, el templo de Vishwanath, donde se rinde culto al dios Shiva. Este fue mandado derrumbar por orden del sultán Aurangzeb, quien mandó remplazarlo por la bella mezquita. Desde entonces, el templo musulmán ha sido continuamente aireador de la furia de los indios de Varanasi, que lógicamente son la mayor parte de la población. De hecho, la mezquita está amenazada por grupos integristas hindúes, los cuales han intentado eliminarla con bombas ocultas en varias ocasiones.

Es curioso que todo esto se deba al sultán Aurangzeb. Este sultán -un tirano que se dedicó continuamente a imponer el islam en la India al mismo tiempo que expandía las fronteras de su Imperio Mogol- era hijo nada menos que del Sha Jahan, aquel que ordenó la construcción del Taj Mahal (su madre era, de hecho, la propia Mumdaz Mahal). Y además era nieto de Jehangir, aquel que se enamoró de la región de Cachemira. Aprendiendo todo esto, me di cuenta de que mi viaje por la India, desde Cachemira hasta Varanasi, pasando por Agra, había seguido simbólicamente el curso de los más álgidos y los más decadentes episodios palaciegos de la dinastía Mugal.

Cuando vi la mezquita, de hecho, lo que realmente tenía planeado era ver el templo de Vishwanath; en absoluto esperaba encontrarme con lo que me encontré. La imagen que me saludó al entrar a la explanada del templo de Vishwanath fue realmente grotesca. Allí estaban los dos templos, casi pegados el uno al otro. El de Vishwanath había sido reconstruido, en el sigo XVIII, justo a continuación de la mezquita, como si en lugar de haber sido reconstruido se hubiera escurrido bajo sus cimientos cuando ésta empezó a ser erigida.

Claro está que ver así de juntos dos templos de confesiones tan diametralmente opuestas como la musulmana y la hindú (brahmánica) no tiene por qué resultar grotesco; al contrarío, podría interpretarse como símbolo de una armoniosa hermandad entre ambas religiones. Sin embargo, lo descorazonador llega cuando uno amplía un poco la óptica y abarca con su vista unos metros más allá de los brillantes minaretes de la mezquita. Entonces descubre que ésta se encuentra literalmente enjaulada en un perímetro cuyas vallas están formadas por barrotes de acero de no menos de doce centímetros de anchura y unos cuatro metros de altura cada uno. En cada esquina de este perímetro rectangular, altas torres de vigilancia anidan a varios militares armados con fusiles de precisión y con metralletas. No menos de medio centenar de soldados de rostros serios deambulan por los alrededores inmediatos, mezclandose con anónimos ciudadanos que caminan entre ellos ignorándolos por completo. Tomar una fotografía de la escena me resultó imposible, pues para acceder a la explanada tuve que pasar por un riguroso control de seguridad -con detector de metales incluido- que terminaba con un indigno manoseo del que fui objeto por parte del gigantesco soldado que me cacheó. Otra cosa que no fueran chanclas, una camiseta y unos pantalones, era retenido.

Mi asombro ante lo que me encontré vino parejo con una gran decepción, pues el templo de Vishwanath apenas destacaba visualmente; parecía casi clandestino. De por sí pequeño -como suelen ser los templos hindús-, se encontraba a la sombra de unos pocos árboles bajos, lindando con la callejuela que delimitaba la explanada que compartía con la enhiesta y orgullosa mezquita. Las casas y edificios comunes en la calle contigua lo superaban ampliamente en altura. Además, me encontré con que no había una puerta de acceso al patio interior desde allí. Resulta que la única puerta se encontraba en la calle.



Yo sabía que la entrada a este templo para personas no hindús estaba vetada -como me habían recordado dos turistas italianos un día antes- pero me resistía a conformarme con una visión tan lacónica de algo que era la máxima expresión de la devoción hindú hacia su dios más famoso, así que volví a la calle y me dirigí a la entrada del templo, decidido a intentar entrar (pues en esta ocasión, no tenía nada que perder). La puerta se encontraba custodiada por un militar, aparentemente de alta graduación, que me detuvo en cuanto me vió aparecer en el umbral. Le indiqué que deseaba acceder al interior, y lo hice de manera expeditiva, casi resultona. El hombre, que debía estar algo aburrido, decidió juguetear un poco conmigo y en aparentar ser más magnánimo de lo que en realidad era. "¿Crees en Shiva?", me preguntó en tono algo jocoso. "Sí", respondí al instante.

La respuesta cayó de mis labios, casi involuntariamente. Es como si en lugar de haber sido yo el que respondía lo hubiera hecho algún personajillo inquieto que tenía oculto tras la espalda. Sin embargo, sonó contundente y sincera. Los ojos del militar se abrieron del todo, mostrando sorpresa, y cuando lo que yo esperaba era que me "enviara a paseo", en lugar de eso el ufano hombre me pidió que me descalzara con un singular gesto de las cejas, invitándome así a acceder al interior y engrandeciendose a sí mismo por permitir a un extranjero la entrada al templo, el cual parecia estar más bajo su autoridad que bajo la del propio dios Shiva.

Ya en el interior, apenas pisé el mojado suelo de mármol fui decorado por uno de los adlates del brahmán (sacerdote hindú) con una guirnalda de flores en torno al cuello, lo cual no ayudó a mimetizarme con el entorno, pues fui plenamente consciente de algunas miradas recelosas de hombres y mujeres que acudían aquí en auténtica peregrinación (la visita a este templo también esta dotada con el premio gordo del nirvana). Sin embargo, nadie parecía dispuesto a denunciar mi presencia, así que me uní a la parsimoniosa hilera de personas que discurría en sentido horario en torno al sancta sanctorum donde se encontraba la linga, es decir, la representación icónica del dios Shiva (que en este caso es una especie de piedra con forma fálica) y esperé mi turno para ser atendido por el brahmán. Al llegar a donde se encontraba éste, me pidió que me arrodillara. Su sorpresa fue notable al comprobar que era extranjero, pero accedió a bendecirme -tal vez guiado por su vena proselitista (aunque la religión hindú no se da a ese tipo de prácticas). Me preguntó, en un inglés que le hacía sentirse incómodo, cual era el nombre de mi padre y de mi madre (algo así como el "¿y tú de quien eres?" pero con tintes más trascendentales), respondido lo cual me untó la frente con su mano con tres bandas blanquecinas sobre las que estampó la característica tilaka, ese punto rojizo con el que los hindús decoran su entrecejo y que evoca al tercer ojo con el que se suele representar a Shiva.

... Ya había alcanzado el Nirvana sin tan siquiera haber recorrido la mitad de este Viaje a las antípodas.

Continua...

27. Cachemira pura

15 de octubre, Nueva Delhi, India



El último lugar en el que amanece en la India es Cachemira. El sol ya luce en toda la vastedad del resto del subcontinente cuando a esta remota región del noroeste llegan los primeros rayos de luz. Como si les tuviese miedo, o tal vez un profundo y vertical respeto, el astro rey deja a las montañas del Gran Rango Himalaya como último balcón al que asomarse para lucirse ante esta tierra.

El amanecer era, con seguridad, el momento más placentero de cada uno de los cinco días que pasé en Srinagar, ciudad más importante de Cachemira. En medio de un apacible silencio que contrastaba con el jaleo habitual de las tardes y noches, la claridad de la mañana iluminaba la petrea superficie del lago Dal, duplicando un cielo esponjoso y repartiendo luz de forma homogenea, sin sombras contaminantes. Tan solo el colorido y contrastado reflejo del barco en el que me alojaba, y algunos frescos pétalos de loto que flotaban discretamente, delataban la imitación celeste en el agua. No había que otear mucho alrededor para divisar audaces martines pescadores que daban tijeretazos al lago con sus picos para desayunar despistados pececillos. Y al levantar un poco la vista, enseguida aparecían en el horizonte una sucesión de macizas montañas negras que despegaban su silueta de la noche conforme el sol hacía su trabajo.

Llegué a Srinagar procedente de Amritsar, tras hacer una corta y sombría escala en la militarizada ciudad de Jammu, a medio camino entre ambas. Mi último medio de transporte hasta llegar allí fue un jeep que hacía las veces de minibús y que prácticamente había saltado de una montaña a otra para finalmente descender en el amplio valle de Kashmir, que da nombre a toda la región y que acoge a la mayor parte de la población de Cachemira.

Al entrar en la ciudad el sol resplandecía en lo alto de un cielo lechoso. El aire era fresco y las calles aparecían bien pobladas de gente, sobre todo de hombres. Fui sorprendido, no obstante, por la ordenada presencia de una interminable retahila de soldados apostados a lo largo de toda la carretera principal, espaciados entre ellos por no más de veinte metros. Al principio pensé que tan solo me los encontraría en el umbral de la ciudad, en torno a los típicos puestos de control que uno se encuentra en lugares donde la estabilidad es precaria. Sin embargo, la formación se mantenía hasta el mismo centro urbano, donde me apeé del minibús, y de allí continuaba hasta las afueras de la población por el lado opuesto. Fui consciente de cierta desaceleración de mi entusiasmo al comenzar a caminar por Srinagar, pues enseguida percibí algo en el aire que ni el sol, el color o la frescura a mi alrededor, eran capaces de disimular. Se respiraba acritud y desasosiego. Me hallaba en otro de esos lugares malditos donde los hombres y mujeres parecen destinados -y resignados- a que las religiones que profesan les supongan un total impedimento para convivir en paz con sus vecinos.

Pedí al conductor de un rickshaw que me llevase hasta un hotel en medio del imponente lago Dal, en torno al cual se extiende la ciudad. Durante el recorrido me complací contemplando las pintorescas casas de madera que abundan en Srinagar, amontonadas unas sobre otras en una frágil estampa que evocaba en mi mente escenas de legendarios cuentos de lugares bucólicos a orillas de fríos mares. No obstante, lejos, muy lejos del mar me encontraba, aunque en cuanto llegué a orillas del lago, descubrí que el espacio se abría ante mí, como si un pequeño océano se hubiera instalado en medio del valle. A unos doscientos metros de la orilla se apiñaban gran cantidad de embarcaciones, tan inmóviles que parecían crecer del fondo del lago, en lugar de flotar en él. Así de mansas son sus aguas. Las primeras líneas de barcos eran alargados hoteles flotantes, entre ellos el New Life, el cual me había sido recomendado por Ben, un reportero gráfico australiano que conocí en Lahore y a quien di algo de información acerca de Afganistán, país al que se encaminaba tras haber sido invitado por el ejército americano para realizar un documental en una de sus bases de Kabul.



En el New Life fui recibido por Abdul, su dueño, quien vino apresuradamente hasta mí tras ser llamado a gritos por otro vecino hostelero de animoso carácter que me vió llegar. Abdul salió de una casucha cimentada en el propio lago, situada tras el barco-hotel, y conforme se acercaba a mí caminando por la pasarela de madera y frotándose la boca con el antebrazo, su vecino gritaba y reía al mismo tiempo, ¨ja, ja, miralo, estaba comiendo, sin respetar el ramadán. No te fíes de él, no es un buen musulmán!¨ El propio Abdul se rió ante la espontánea y, más bien, amigable afrenta. Después me mostró el intrigante hotel, que consistía en una barcaza de forma rectangular de unos quince metros de longitud por cinco de anchura. Disponía de dos habitaciones dobles y una sala de estar, todo ello fornido con mobiliario barato de madera cuya última remodelación debía pertenecer a la década de los años cuarenta. Las estancias eran bastante recogidas, aunque sin apreturas. En cualquier caso, era el único cliente, por lo que dispondría de toda la embarcación para mí (por tan solo unos tres euros por día). No son buenos estos tiempos para el turismo en Srinagar; nada que ver con aquella época en la que la ciudad era uno de los destinos favoritos de los funcionarios y expatriados británicos durante la época colonial, para escapar así del sofocante calor y la humedad propia de latitudes más meridionales de la India que tanto atosigaban a estos cuelliblancos llegados de las islas atlánticas.

Contemplando los alrededores de Srinagar, desde el apacible porche sombreado en el que había sido reconvertida la popa de barco-hotel, era fácil comprender el magnetismo que desde siempre ha tenido esta ciudad, y la región en que se haya, entre los gobernantes de la India. No solo los británicos se regocijaban en esta zona. Mucho antes, sultanes y maharajas de una larga sucesión de imperios eligieron Srinagar como lugar preferente de residencia, en detrimento de las capitales donde se hallaban las respectivas cortes reales y centros administrativos, ya fuera en Delhi, Calcuta o Agra. El más ferviente enamorado de Cachemira, entre todos los gobernantes que tuvo la India en tiempos pasados, fue el emperador del floreciente imperio Mugal (o Mogol) a principios del siglo XVII, Jehangir, quien a la belleza natural de Srinagar añadió bellos jardines de estilo persa, como los famosos Shaliman Gardens, que aún hoy hacen estremecer la sensibilidad de los pocos visitantes que reciben.

Mis días en Srinagar fueron particularmente contemplativos. Apenas hice otra cosa que leer, escribir y pasear (además de desarrollar una compleja técnica culinaria consistente en cocinar todo tipo de guisos, dentro de la sala de estar, con la única ayuda de mi resistencia eléctrica, pues el ramadán todavía me perseguía). Conciliar el sueño era bastante difícil, ya que cada noche debía soportar el infantil duelo de fe entre las comunidades hindú y musulmana (esta última desbordantemente mayor), representado en forma de guerra de oraciones que sonaban a todo volumen por los altavoces de los distintos templos hindús y mezquitas. Si bien es cierto que escuchar los cantos del muecín o del bramán de turno de manera independiente puede ser una delicia para los oidos, en el caso de Srinagar, al tratarse de una contienda por ver quien -o qué fe- es más importante en la ciudad, el aire se mezcla de ambos cantos a la vez, escuchandose en todo el radio de la población en forma de un desagradable y brujesco pastiche sonoro que dura hasta bien entrada la noche y que cae sobre el lago Dal como una maldición.

Por lo demás, llegué a sentirme cómodo en el barco, con todo el espacio para mí y con libertad para pasear por sus inmediaciones en la pequeña barca de remos -o shikara- de Abdul, a quien llegué a tomar cariño y a rebautizar en mi mente como Abdulo. Este hombre, que me confesó que se encontraba en sus ochenta años -a pesar de aparentar unos sesenta bien llevados-, se alimentaba únicamente de pescado proveniente de las poco profundas aguas del lago. Además, sin negar su fe musulmana, se tomaba la licencia de renunciar al ramadán (al menos a la parte que concierne al alimento), pues él mismo me reconoció que no lo consideraba un ejercicio sano. Las únicas ocasiones en las que la presencia de Abdul no me resultaba tan entrañable era cuando, de repente, y sin previo aviso, accedía a la sala de estar, o incluso a mi habitación, de manera extremadamente sigilosa y casi fantasmal. Más de una vez me sobresalté alarmado, incluso espetando un ordinario vocablo en mi legua castiza, cuando la espigada y flexible figura de este hombre de frente alta y enormes ojos grises se materializaba ante mí mientras me encontraba en el hotel, dándome un susto de muerte. Tenía la costumbre de acceder al interior escurriendose por las ventanas laterales -en lugar de usar la puerta principal de la popa- alineadas junto a la pasarela de madera que unía la barcaza con su casa. La mayoría de las veces venía para informarme de cómo debía usar las desvencijadas utilidades de que disponía su adorado hotel, aunque a veces también aparecía para ver si necesitaba alguna cosa, como el desayuno o, sencillamente, un transporte en su shikara hasta la orilla, para que pudiera visitar la ciudad.

Lo cierto es que mi estancia en Srinagar forma en mi mente un emotivo y a la vez desordenado recuerdo de unos días en los que mi viaje atravesaba una etapa de aceleracion y, hasta cierto punto, apresuramiento. Llevaba varias semanas planteandome la conveniencia de recorrer Cachemira, en especial si deseaba llegar hasta la remota ciudad de Leh (la ciudad más septentrional de la India), pues el mes de octubre traía a estas latitudes un otoño frío y corto, al cual seguiría un invierno largo y aún más frío. ¨Tal vez -pensaba yo esos días (todo ello fortalecido por las opiniones de la gente a la que preguntaba), si llego a Leh en autobús, tenga después dificultades en salir de allí en dirección al sur¨ pues, no en vano, por entonces los autobuses públicos que partían de Leh empezaban a interrumpir el servicio debido a la presencia de nieve y hielo en los altos pasos montañosos.

Pero este viaje a las antípodas no se había visto hasta entonces enfangado en medio de elucubraciones que se interpusieran entre mí y mis deseos de conocer ciertos lugares con los que mi imaginación tanto se había recreado. Así pues, tras mis días en Srinagar (que fueron cinco debido, sobre todo, a la retozona diarrea que me retuvo en la cama los dos últimos) tomé un autobús con destino a Leh, capital del distrito de Ladakh, a orillas del río Indo, en medio del Gran Rango Himalaya...



No fue ni mucho menos un desplazamiento trivial. La duración total fue de un día y medio, pernoctando en el pueblo de Kargil, último bastión musulmán en mi periplo. Precisamente, es en este pueblo donde se desarrollaron los acontecimientos que marcaron la última guerra abierta entre la India y Pakistán, en el año 1999 (conocida, de hecho, como la Guerra de Kargil), cuando se vivieron auténticos enfrentamientos (con combates aereos incluidos) entre el ejército indio y una coalición formada por milicias yihadistas y las fuerzas armadas de la república islámica. La guerra duró tres meses y se concentró en esta región fronteriza entre ambas naciones. Aunque no fue un enfrentamiento bélico de larga duración, atrajo enormemente la atención del mundo entero sobre este conflicto territorial, cuya auténtica duración es de más de sesenta años, pues su origen hay que buscarlo en la chapucera partición del Indostán llevada a cabo, apresuradamente, por la corona británica en el año en que abandonó su influencia sobre la colonia definitivamente (1948).

En el segundo día de viaje, tras abandonar Kargil, el autobús llegaba al distrito de Ladakh. Hasta ese momento, el trayecto había discurrido entre sinuosos valles verdes y rocosos delimitados por altas montañas nevadas, pero en Ladakh, de nuevo la orografía de este viaje a las antípodas se reformulaba a sí misma y a mi alrededor el espacio entero parecía transformarse, como si infinitos telones de un descomunal escenario se desplegasen repentinamente en las cuatro direcciones de la rosa de los vientos. El aire se hacía más seco, la tierra más desnuda, más agreste. El verde se recogía y se agrupaba en torno a lo más profundo del valle, por el cual discurría, nervudo y compacto, un joven río Indo. Acunando a éste, unas montañas negras y rocosas -revestidas en grandes áreas por extensos cúmulos arenosos y dunas propias de grandes desiertos- formaban la base de otras, aún más lejanas, en las que el brillo de nieves eternas rivalizaba con el del sol de medio día. Esta transformación del paisaje venía acompañada de un nuevo estilo de vida humana que se escurría por las laderas de los montes. Pequeños villorrios de arquitectura tibetana se adherían al empinado terreno, muchos de ellos en torno a coquetos y altivos monasterios budistas, los cuales tomaban el relevo de las mezquitas que abundaban en los kilómetros anteriores.

Como colofón a esta sucesión de atractivos pueblitos, por la tarde el autobús se adentraba en Leh, remontando los últimos tramos de carretera en plena ascensión hasta situarse a una altitud de 3.500 metros. A esta altitud, el organismo es recibido con una súbita escasez de oxígeno en el aire, así que es necesario tomarse las cosas con mucha calma y aclimatarse poco a poco. A pesar del día y medio de trayecto en autobús sin realizar esfuerzo alguno, el solo hecho de descender los escalones de éste y dar los primeros pasos por las calles de Leh ya me produjeron un agudo cansancio, el cual se incrementó en progresión geométrica conforme buscaba un albergue en el que hospedarme.

El ambiente en Leh era ciertamente apacible y particularmente agradable pues, aunque bastantes comercios habían comenzado a cerrar debido al fin de la temporada, todavía existía una gran actividad en sus calles, pobladas principalmente por hombres y mujeres ladakhis. Estas gentes de rasgos ligeramente mongoloides están emparentados con los tibetanos, etnológica y culturalmente. En muchas referencias, a Ladakh se la suele llamar el ¨Pequeño Tíbet¨ y, en cierto modo, utilizando la religión budista de tradición tibetana como vehículo, Ladakh se ha convertido, tras la invasión China del Tíbet, en una especie de pequeña cápsula cultural donde, a diferencia de lo que ha ocurrido con su vecino trans-himalayo, el budismo lamaísta ha prosperado. A parte de los budistas ladakhis, tan solo una pequeña -aunque notoria- comunidad musulmana convive recelosamente en la ciudad, mientras que los hindúes o cristianos constituyen minúsculas y casi invisibles minorías.

Otra de las minorías -cada vez más importante en la región- es la de los propios tibetanos, casi todos ellos refugiados políticos o descendientes de éstos. Desde que el Tibet fue invadido definitivamente por China en 1950, un flujo constante de refugiados de este país se ha ido instalando en Ladakh, principalmente Leh, donde han prosperado en el sector comercial y hostelero.



A su melancólico estatus de refugiados, los tibetanos de Ladakh buscan consuelo en la libertad que tienen para hacer reivindicaciones políticas. Una de las más importantes es la de la liberación del que es conocido aquí como el prisionero político más joven de mundo. Se trata de Gedhun Choky Nyma, quien en 1995, cuando tan solo tenía cinco años, fue designado por el Dalai Lama como undécima reencarnación del Panchen Lama, el cual es una institución espiritual casi tan importante como el propio Dalai Lama para los budistas tibetanos. Tras esa confirmación, el Gobierno Chino se encargó de desacreditar la investidura instaurando a otro niño, Erdini Qoigyijabu, como Panchen Lama oficial y, a la vez, confinando a Gedhun y a su familia a un paradero que, a día de hoy, sigue siendo un misterio. De esto uno aprende fácilmente visitando alguno de los restaurantes tibetanos que abundan en Leh, en muchos de los cuales, recortes de periódicos, fotos del niño destronado y slogans reivindicativos comparten la superficie de las paredes con la lista de precios de platos típicos tibetanos.

Catalogar al niño de prisionero político es tal vez una exageración, pues probablemente en la actualidad vive bajo un monitorizado anonimato que le permite llevar una vida relativamente normal, pero no cabe duda de que, en el momento de su retención, las autoridades chinas estaban llevando a cabo un importante movimiento de ficha en la larga batalla por adjudicarse la autoridad indiscutible y definitiva sobre la región del Tíbet. No en vano, el tener control político sobre el Panchen Lama oficial confiere una posición privilegiada sobre la elección del próximo Dalai Lama (principal líder político y espiritual para los tibetanos) ya que, desde hace más de doscientos años, ambos lamas se identifican mutuamente, es decir, el Dalai Lama es el encargado de identificar e investir al nuevo Panchen Lama y viceversa. Esto es visto hoy por muchos tibetanos como la gran amenaza contra su cultura e ideología, por encima incluso de la forzada renuncia a sus aspiraciones territoriales, pues a la muerte de Tenzin Gyatso, actual Dalai Lama, será el Panchen Lama de turno el encargado de encontrarle sucesor. Debido a que éste último en la actualidad no es más que una marioneta del Partido Comunista Chino, el próximo Dalai Lama designado por él será, con mucha probabilidad, una persona afín a los intereses del gobierno chino.

Toda ciudad que acoge a un gran número de refugiados políticos tiene una atmósfera particular, difícilmente catalogable como atractiva. Sin embargo, no me pareció que Leh fuera víctima de ese tipo de negativismo o depresión colectiva. Después de todo, las oportunidades para prosperar en Leh son mucho mayores que en el Tíbet. Por otra parte, el hecho de que la cultura de Ladakh sea tan similar a la tibetana, ayuda a los refugiados a desprenderse de la sombría morriña que acompaña a todo desplazado.

Mis apacibles días en Leh se completaron con inolvidables momentos recorriendo relajadamente sus calles empinadas, conversando con sus divertidas gentes y visitando bellos enclaves y monasterios budistas, de los que existe gran número a lo largo del valle del Indo. El más impresionante de todos ellos es el monasterio de Tiksey, donde una enorme y colorida estatua de Maitreya -el Buda del Futuro- es adorada diariamente por un pequeño ejército de devotos monjes.

Pero finalmente, algo en el fino aire de Leh me presentó la evidencia de que mi visita no podía prolongarse mucho más. Una mañana de principios de octubre, tímidos copos de nieve comenzaron a recorrer la corta distancia que separa a esta ciudad del cielo. Traían el mensaje de que pronto sería demasiado tarde para dejar el lugar por carretera y me aconsejaban que comenzase a estudiar las vías de escape hacia el sur. La Naturaleza era mi guía, pensé. Nada de pesados libros o de largas horas de investigación en internet; ni siquiera los sabios consejos de la gente son mejores. La propia Tierra hablandome, el viento susurrándome y el cielo abierto lleno de unas letras que solo el instinto puede descifrar. Había llegado el momento de partir.

Tal y como esperaba, comprobé que el servicio de autobuses ya estaba interrumpido hasta la primavera, así que mi única opción consistió en encontrar hueco en uno de los todo terrenos que hacían la ruta Leh – Manali, esta última ciudad situada todavía a los pies del Himalaya, pero a considerablemente menor altura que Leh, y muy cerca -relativamente- de las planicies que albergan las ciudades clásicas de la India.

El recorrido que separa a Leh de Manali debe de ser uno de los más elevados -y también más bellos- de la tierra, pues hay que ascender varios pasos de cerca de cinco mil metros de altura, entre ellos el de Taglang, de 5.300 metros. A esta altitud, en combinación con un frío atroz y un viento inmisericorde, el solo hecho de abandonar el jeep para realizar un necesario ejercicio de evacuación de orina supuso toda una aventura para mí y un duro golpe a mi anatomía, pues he de reconocer que tras remontar ese paso entré en un largo periodo de letargo y embotamiento que hicieron de mí un ser bastante sufriente e insociable. Tampoco ayudó a mejorar mi ánimo el auténtico terror por el que pasamos todos los pasajeros al descender el también elevado paso de Baralacha (4.830 m.), pues la nieve y el hielo aquí hacían de la carretera una auténtica pista de patinaje en la que los desgastados neumáticos del jeep de manufactura india en el que viajábamos hacían ladearse a éste de un lado a otro de la estrecha carretera. Más de una vez, el conductor tuvo que detener el vehículo apresuradamente para arrojar gravilla con una pala bajo las ruedas y ganar así algo de tracción, todo ello a solo unos palmos de distancia de un amenazante abismo. He de admitir que además de ser el más bello de los trayectos por carretera que había realizado hasta entonces, también fue el que más pavor me ha causado en toda mi vida.



Todo el grupo de pasajeros del jeep -compuesto por una familia hindú de cuatro miembros, una anciana alemana, una joven ladakhi y el que esto escribe- volvimos a respirar tranquilamente y a recrearnos con el paisaje cuando, treinta y cinco horas después de haber partido de Leh, el vehículo comenzó a surcar de nuevo carreteras bien asfaltadas y cuando el hielo y la nieve comenzaron a quedar cada vez más lejos en el horizonte.

A medio tarde del segundo día de marcha llegábamos a Manali, pequeña y turística población de la región de Himachal Pradesh. Poblados y verdes bosques alpinos, con picos nevados en la cumbre hasta donde alcanzaba la vista, constituían el nuevo entorno. La única diferencia que se podía encontrar para no confundir este paisaje con cualquier valle del centro de Suiza era la abundancia de bandas de monos que nos daban la bienvenida cruzando alborotadamente la calzada.

La preciosa región de Cachemira, con todo su color, todos sus contrastes, su intrigante Historia y sus entrañables gentes, había quedado definitivamente atrás. Recuerdo satisfacción por ello cuando llegué a Manali, pero sobre todo, recuerdo entusiasmo, pues ante mí se desplegaba, por fin, la India tradicional, la India milenaria.



Foto 1: Paso de Taglang (5.300 m.). Trayecto Leh - Manali
Foto 2: Lago Dal, Srinagar
Foto 3: Panorámica de Leh. Destaca antiguo Palacio Real, Ladakh
Foto 4: Mercadillo en Leh, Ladakh
Foto 5: Tramo carretera previo a paso de Taglag, Ladakh

Continua...