13. La Ruta de la Seda (y del papel higiénico)

25 de julio, Tashkent, Uzbekistán


Tras darme un baño de tristeza en las invisibles y anheladas aguas del mar Aral, mi camino enfilaba de nuevo su rumbo natural, hacia el este, hacia el lejano Oriente.No eran los caminos que surcaba vulgares autopistas o carreteras que atravesaban tierra de nadie para llegar a anónimas poblaciones. En este Viaje a las antípodas habría de encontrarme con destinos tan míticos como Khiva, Bukhara y Samarcanda, antiguas ciudades-estado que prosperaron gracias al comercio entre Oriente y Occidente, pivotando cultural, política y económicamente en medio de lo que hoy se conoce como la "Ruta de la Seda".

En lugar de un peludo camello de Bactriana cargado con coloridos bultos, mi desplazamiento desde Nukus -en el oeste de Uzbekistán- hasta Khiva se llevó a cabo mediante un destartalado minibús. En éste no viajaba con orondos y agresivos comerciantes de oro, seda o jade, sino con un grupo de rudos campesinos algodoneros locales cuyos semblantes mongoloides tenían tanta expresividad como la cara de una moneda.

Khiva resultó una pequeña decepción, pues al llegar allí, a medio día, me encontré inmerso en una moderna recreación de lo que debió ser hasta hace pocos siglos una hermosa joya de barro, con sus murallas, medresas (escuelas musulmanas) y mansiones de gente ilustre. Además, debido al calor sofocante y a las hordas de turistas europeos que pastaban ante las tiendas de souvenirs mientras eran pastoreados por algún guía local, el lugar me pareció totalmente descaracterizado. Claro, que mejor esto que ser convertido en esclavo, que es lo que probablemente me hubiera ocurrido durante los tiempos gloriosos de Khiva, cuando sus khanes (caudillos) hacían enormes fortunas comerciando con esclavos que eran abducidos de los alrededores (principalmente de Persia) y de las expediciones de extranjeros que se atrevían a visitar estas tierras.

Precisamente, fue el comercio de esclavos -sobre todo cuando se trataba de esclavos rusos- lo que ofreció una excusa inmejorable a los zares rusos para invadir la región y anexionarla a su vasto imperio. Una anexión que estuvo en vigor hasta finales del siglo XX, cuando la URSS se desmoronó y las republicas de Asia Central proclamaron su independencia (independencia muy precaria y relativa).

Unos días más tarde llegué a Bukhara, probablemente la ciudad más relevante e interesante de todo el Turkestán, debido, más que a su importancia comercial, a su extraordinaria entidad dentro del mundo musulmán. No en vano, Bukhara (pronunciado Bujara) es una ciudad santa del Islam, y, como me dijo Indira, una hermosa y simpática chica de Nukus, "En Bukhara hay muchos hajis (musulmanes que han realizado la peregrinación a la Meca)".

Allí, en Bukhara, una ciudad santa y nacida de la tierra misma, con edificaciones que parecen haber sido talladas en el suelo del desierto y coronadas con hermosos mosaicos caleidoscópicos y perfectas cúpulas de color turquesa; allí empezó mi calvario de viajero independiente.

De pronto, una mañana te levantas y sientes que tu organismo parece seguir dormido, aunque tu mente hace horas que se encuentra despierta. Al ponerte en pie, entiendes que el motivo de tu vigilia radica en que algo no funciona bien. Y entonces notas que tu cuerpo, de cintura para bajo, es mucho más pesado de lo habitual. Cualquier movimiento que haces provoca que todo ese peso se haga insostenible, así que necesitas, urgentemente, quitártelo de encima antes de que su fuerza incontrolada te aplaste. Un retrete -o taza del báter- es el objeto más codiciado, y una vez encontrado, lo mandas a la mierda con gran sonoridad. Una y otra vez. Ha llegado la "amiga inesperada". Esa que sabes que en algún momento ha de aparecer, pero que siempre lo hace cuando menos te la esperas: la diarrea.

En mi caso ocurrió la misma mañana que me disponía a viajar hasta Samarcanda desde Bukhara. Y la fuerza con que se presentó fue tan devastadora, que incluso impidió que viajara ese día y que decidiera permanecer en mi hotelucho -donde ya le había cogido la medida al retrete- hasta el día siguiente.

Mi cuerpo se había revelado. Mi sistema digestivo, al cual tanto había yo alabado en el pasado, tildándolo de incorruptible y de estar hecho a prueba de bombas, tomaba el mando de la situación y se erigía en el protagonista del viaje. Después de casi tres meses viendo mundo, me mandaba un claro mensaje (u oscuro, según se mire) de desaprobación, pues mientras mis ojos y mi cerebro estaban absorbiendo tantas maravillas día tras día, a mi estómago e intestinos tan solo les hacía llegar fritanga barata, agua de dudosa pureza, y un ajetreado ritmo de vida que no les permitía hacer bien su trabajo de metabolizar toda esa porquería -con alguna gustosa excepción.

Ya se sabe como es esto. Uno se convierte en súbdito de su esfínter y todos los planes que habías hecho anteriormente deben ser revisados. Y la recuperación no es rápida; se requieren varios días y mucho mimo alimenticio para tus tripas. Aún así, yo me hice el duro (aunque por dentro estaba tan blando como un snickers cocido al sol) y al día siguiente de la rebelión gástrica, con todavía algunas fuerzas que tenía escondidas no sé muy bien donde, me lancé a la carretera.

Convertido en un miserable odre lleno de inmundicia y haciendo un nudo con mis piernas para mantener el nivel freático en mis intestinos, llegaba a Samarcanda por la tarde, después de una tortuosa jornada de ocho horas de viaje en un taxi compartido (la forma habitual de viajar por Asia Central) con otros uzbekos. Estos estaban tan callados, que incluso parecían estar expectantes para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en mi bajo vientre. Creo que esperaban un desparrame total de detritos, lo cual les hubiera hecho reír enormemente, pero pude contenerme y, por suerte, el taxista se ofreció a llevarme hasta la misma puerta del albergue donde me hospedé, el Bahodir Guesthouse.

Desde la ventanilla del taxi, a través del vaho que se acumulaba en el cristal -proveniente de mi sudoroso cuerpo-, pude tener una primera y poco excitante visión del famoso Registán de Samarcanda, la plaza custodiada por un exquisito conjunto de mezquitas y medresas que fue mandada construir por el tirano Timur (también llamado Tamerlan, o Timur "el cojo") allá por el siglo XIV y que convirtió la ciudad en el centro de un nuevo imperio.

Por desgracia para mí -y para deleite de mis díscolas entrañas- el Bahodir estaba lleno de viajeros hasta la bandera; había incluso familias enteras que viajaban con sus pequeños (algo que no es habitual en los albergues de bajo coste), y me dio por pensar, incluso, que la concurrencia femenina era más notable que la masculina (aunque tal vez fui traicionado por mi avergonzado subconsciente, pues afloró ese absurdo complejo adolescente que tiende a representarte como el centro de un mundo que solo quiere reírse de ti: "Ja, ja, mírale, se está cagando la patabajo, jua, jua, jua!").

Pero el propietario del albergue fue compasivo y me hizo un hueco tras la puerta de una habitación que compartiría con otros viajeros y donde pasaría un periodo de retiro espiritual echado sobre un colchonzuelo, hasta que los demonios se marchasen de mi cuerpo. Poco me importaron las comodidades en ese momento, pues yo solo quería encontrarme con mi "pozo de los deseos", que resultó ser un bien delimitado, oscuro y honorable agujero en el suelo, el cual estuve utilizando como lugar de peregrinación habitual durante los primeros días de mi estancia en Samarcanda. Me había convertido en una nueva especie de "haji" (solo que en lugar de ir a la Meca, yo me-cagaba).



Finalmente, como ocurre en todas las películas con final feliz, las maliciosas bacterias fueron reducidas y expulsadas de mi anatomía, y pude disfrutar de Samarcanda y de sus encantos. Pero otra revolución se estaba desarrollándo dentro de los límites de mi persona. Mi mente estaba cansada de ver tanta ciudad, tanta civilización -pasada y presente- y pedía justicia. Solo había una forma de seguir enriqueciéndome mientras viajaba, y esta era haciendo un giro a la esencia misma de la vida, un giro a la Naturaleza. Kirguizistán, mi siguiente destino, con sus montañas, parecía el lugar indicado.

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