17. Las montañas de Pakistán

El secreto de las montañas es que existen, igual que yo, pero se limitan a existir, cosa que yo no hago. Las montañas no tienen significado, son significado; las montañas son"

PETER MATTHIESSEN
El Leopardo de las nieves


24 de agosto, Gilgit, Pakistán

El día en que debía ascender a los cielos empezó con dificultades. Me levanté muy temprano, antes de que la Aurora iluminase mis sábanas, y me apresuré todo lo que pude para abandonar el cuchitril en el que había pasado la noche, compartiendo habitación con un soldado chino cuya graduación militar era mucho menor que la de su etílico aliento y con un sintecho, también chino, que vestía un sempiterno sombrero -incluso para dormir- en el que albergaba ideas misteriosas.

Estaba en Tashkorgan, último pueblo chino antes de pasar a territorio pakistaní, siguiendo la famosa carretera del Karakorum, cuyo puerto más alto, el Kunjerab, de 4.730 metros de altitud (el paso internacional más alto del mundo), marca la frontera física y política entre ambos países.

Mi intención no era otra que liquidar cuanto antes los trámites aduaneros, que son llevados acabo en el propio pueblo (a pesar de hallarse a unas dos horas de la frontera real), y acto seguido subirme a cualquier camión que se dirigiera a Pakistán. Pero un joven policía fronterizo me detuvo de un grito estridente, a pesar de haberle saludado cortésmente, cuando pasé por enfrente suyo, ya con el sello de salida en mi pasaporte. Me hizo indicaciones de que solo podía viajar a Pakistán en el autobús oficial que cubre la ruta desde Kashgar, en China, hasta Gilgit, ya en Pakistán.

El mal menor fue que el autobús, con todos sus ocupantes, estaba allí mismo, casi preparado para partir, pero lo malo es que hube de pagar casi el precio completo por todo el trayecto. Lo único que pude negociar con el conductor fue una reducción del pasaje a condición de que me apease del vehículo nada más cruzar al lado pakistaní.

En cualquier caso, estaba contento de poder reemprender mi marcha y disfrutar de un tiempo espléndido en uno de los días con los que más se había embriagado mi imaginación antes de comenzar este viaje, pues el paso del Kunjerab, y todo el camino hasta Gilgit, está reconocido como uno de los trayectos por carretera más excitantes del mundo.

La aproximación ascendente al paso se hace relativamente rápido, pues se circula por anchos valles, viciosamente verdes, como si hubieran sido pintados por mandato supremo del gobierno chino, capaz de presentar los mayores desafíos a la Naturaleza desde tiempos inmemoriales. No obstante, no se cruza la carretera con muchos asentamientos realmente chinos, pues esta es tierra de tajikos, los cuales son auténticos amantes de las montañas. Se trata de gentes en absoluto parecidos a los Han (nombre con que se designa etnológicamente a los chinos), pues sus rasgos son enteramente indoeuropeos y su lengua, el Dari, es una prima muy cercana del farsi (persa) que se habla en Irán. La mayoría viven en yurtas, que son acaso más pequeñas que las de los kirguices y que tienen techos cónicos, al estilo, más o menos, de las tiendas de los indios americanos.

Resulta sorprendente que con tan pocas curvas, la ruta alcance semejante elevación al llegar a lo más alto del paso, y esto solo se explica por la vastedad del territorio chino y la amplitud de su orografía, pues las laderas de las montañas ascienden muy poco a poco, tranquilamente, sin que haya la necesidad de enrollar la carretera una y mil veces a su alrededor.

Todo lo contrario ocurre en el lado pakistaní, pues aquí la carretera se convierte en una madeja de asfalto resquebrajado (e inexistente en muchos casos) que se asienta precariamente sobre una tierra misteriosa, tan vertical, que la Gravedad se impone a la Vida, resultando en un paisaje dominado por los colores puros de la tierra desprovista de vegetación: grises, ocres y rojos, en todas sus tonalidades.

Con esta paleta de colores, la mano de la Creación se entretenía dando trazos vigorosos y la Madre Naturaleza me pintaba una tierra joven, que había comenzado a formarse hace "solo" unos cincuenta millones de años, cuando el subcontinente indio se empotró contra la masa euroasiática tras un viaje marítimo desde el sur del océano Pacífico. Esta colisión geológica dio fruto, con sus tensiones tectónicas, a los altos rangos montañosos de Asia: el Himalaya, el Karakorum, el Pamir, el Hindu Kush y el Tien Shan, todos ellos entrelazados en algún punto y los cuales -algo que a mí me fascina- se convirtieron en uno de los principales hitos geográficos que marcaron la distribución territorial de la especie Humana en sus distintas migraciones comenzadas en el corazón de Africa. Impedidas por los altos picos, unas fueron hacia el sur, a la India y Oceanía (Australia); otras hacia el norte, a Siberia y Asia septentrional; y otras hacia el oeste de las montañas, a Oriente Medio y Asia Central.

Sentado cómodamente en un viejo autobús chino decorado en su exterior con los anillos olímpicos, me preguntaba si no serían estos círculos los únicos que dotaban de cierto color al paisaje. El abuso de blancos, grises y negros me abrumaba, hasta tal punto, que sentía que lo que estaba viendo a través de la ventanilla era una vieja grabación cinematográfica en blanco y negro. Y de nada servían los denodados esfuerzos del cielo por destacar con su azul, pues tal era la altura de estas cumbres (el Karakorum es probablemente el rango montañoso de mayor altitud media del mundo) y tan profundas las gargantas por las que se movía, como un funanbulita, el autobús, que éste apenas se hacía perceptible.

En el Karakorum el Cielo es un súbdito de la Tierra, un mero complemento cosmético de unas cumbres que acuchillan el espacio con jovial ímpetu, distintas todas ellas entre sí, mientras que un poco más abajo, los ennegrecidos glaciares, que son los escultores que dan forma a las montañas, trabajan a destajo, arrastrando esforzadamente el sedimento que arrancan a esta tierra bruta y depositándolo en jóvenes ríos pardos que ellos mismos se encargan de regar. En este oscuro lugar del mundo, la Naturaleza todavía está en obras.

Al llegar la tarde, y ya habiendo cambiado el autobús chino por un minibús local que me llevara hasta Gilgit, todavía continuaba la carretera descendiendo cuando comencé a atravesar el valle de Hunza, donde la Vida ha aprendido a agarrase a las montañas y donde, tal vez, se inspiró James Hilton para escribir su obra maestra Horizonte perdido, otra de mis lecturas inspiradoras de este viaje.

Después comenzó el Ocaso a verter oscuridad sobre el valle, a trozos, rellenando poco a poco los espacios de cielo que dejaban las cumbres. Sin embargo, al percatarse de la tristeza que me provocaba el haber sido privado de esta romántica película proyectada en la ventanilla del minibús, la Noche me hizo un guiño en forma de cuarto creciente e iluminó el río Hunza con una tenue luz plateada, para mantenerme despierto dentro de este sueño. Y en esta ensoñación real mi largo día de tránsito terminaba en Gilgit, capital de la región a la que el gobierno de Pakistán dio el nombre de Territorios del Norte.


En este viaje a las antípodas he viajado desde Europa del sur a Europa del este, y de allí me he adentrado en Oriente Medio, justo antes de pasar por Asia Central, para ahora llegar a los Territorios del Norte.

En el Sur, en el Este, en el Centro o en el Medio, en el Norte... en las Antípodas. ¿Por qué tengo que estar siempre viajando por una referencia geografica?

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