11. Llegada al Turkestán (II)

15 de julio, Konya-Urgench, Turkmenistán


De Ashgabat encaminé mis pasos hacia el norte, adentrándome en las entrañas de un país donde las distancias encierran cambios en el espacio y también en el tiempo. Mi medio de transporte fue una de las pequeñas camionetas rusas de marca Gaz -con capacidad para unas diez personas- que tan populares son en los países de la esfera ex-soviética y que, a mí en particular, tan buenos recuerdos me traen de cuando viajé en una de ellas durante dos semanas surcando la inmensidad en las estepas del desierto del Gobi en Mongolia.

El destino fijado en esta ocasión era el centro del desierto del Karakum, que es la principal referencia geográfica de Turkmenistán. En este desplazamiento coincidí con una entrañable pareja de franceses, Anna y Mathías, con quienes firmé una de esas alianzas que tanto confortan al viajero independiente por la enorme calidad humana que proporcionan. Como salidas de la nada, estas personas son las que, una vez finalizado el viaje, con mayor frecuencia vienen a la memoria. Con ellos pasé tres agradables y divertidos días, aunque también bastante rocambolescos, lo cual es la sal de un viaje.

Era media tarde cuando llegamos a nuestro destino: en medio de la nada, en medio del desierto, en medio de un extraño país. El sol campeaba todavía enbravecido en un cielo sólido, el cual, ante la poca resistencia del paisaje, totalmente plano e infinito, caía sobre nosotros como un telón de gomaespuma iluminada.

El minibús nos dejó a un lado de la carretera, a pocos metros de una yurta (cabaña típica de los nómadas de Asia) regentada por una familia de turcomanos a los que el tráfico de vehículos ofrecía más substento que los escasos prados para ganado que se encuentran en el norte y este del país. Estaban dejando de ser nómadas, si es que no lo habían hecho ya del todo, pues el virus de la civilización había invadido sus espíritus sovietizados sin encontrar defensa inmunológica alguna. La carretera había sido su medio de contagio. Su principal negocio era dar de comer a los conductores que se apresuraban a viajar todo lo rápido que podían de norte a sur, o viceversa, entre los extremos sostenidos por la capital, Ashgabat, en el sur, y Konya-Urgench -puerta hacia Uzbekistan- en el norte. En medio de estas dos poblaciones, una nada absoluta que lleva entre 6 y 10 horas de cruzar.




El motivo de detenernos en aquel lugar, en vez de seguir hasta el norte, fue que decidimos visitar una de las curiosidades que contribuyen a calificar a este país de extraordinario. Hace algunos años, durante la realización de unas prospecciones llevadas a cabo con el fin de encontrar gas bajo el subsuelo del desierto del Karakum, se originaron, mediante voladuras controladas, unos enormes cráteres en el suelo por los cuales no deja de emanar una considerable cantidad de gas natural proviniente de una de las innumerables bolsas gaseosas que se alojan bajo tierra turcomana. Una vez el proyecto fue abandonado por motivos logísticos, a algún avispado se le ocurrió prender fuego a uno de estos cráteres con lo que, en la actualidad, éste se encuentra en un estado de ignición permanente. Dado el enorme tamaño del orificio (calculo que equivale en superficie a dos plazas de toros), el espectáculo que se aprecia, particularmente de noche, es sobrecogedor.

Si las historias sobre la existencia del infierno fueran ciertas, este cráter bien podría ser una de las ventanas por las que las condenadas almas verían el mundo que han dejado. Para llegar hasta él tuvimos que trabajar duro, a pesar de todo.

Nuestro propósito al llegar a la yurta era negociar un precio conjunto por la estancia (dormimos tirados en el suelo de la yurta), la comida y una excursión al cráter, para lo cual debíamos contar con un vehículo 4x4. Sin embargo, el cabeza de familia, un turcomano rudo, desaliñado y de mirada desconfiada, no hablaba ni una sola palabra de inglés. Tuve que desempolvar los cuatro vocablos de ruso que aprendí hace años durante mi estancia en el país del vodka, con el fin de tener alguna posibilidad de negociar favorablemente. Aún así, el único lenguaje con el que realmente llegamos a comunicarnos fue el de los gestos. En este caso, desarrollándolo hasta límites que llegaban a lo cómico, con los dos enfrentados a muy poca distancia y poniendo gran énfasis en nuestros mensajes. Llegar a un entendimiento exigió tal despliegue de imaginación mímica por parte de todos nosotros, que en algún momento no pude reprimir el reir abiertamente a carcajadas, pues, mas que comunicarnos, pareciamos hacernos la burla los unos a los otros.

Finalmente, la improvisada cumbre desembocó en un tratado entre ambas partes y conseguimos nuestro objetivo. El pastor se las arregló para que alrededor de las diez de la noche apareciera un camión ruso que debía ser de la II Guerra Mundial, con un desvencijado remolque de madera que transportaba una enorme cisterna de gas. Sobre ésta nos sentamos mientras éramos transportados durante una hora y media hacia el interior del desierto.

Fue uno de los momentos más memorables de mi viaje hasta entonces. Subido en lo alto de un vehículo de otra era, remontando dunas del desierto en medio de la oscuridad y con el cielo incendiado por todas las estrellas que, desde la Noche de los Tiempos, siempre han estado ahí, decorando la imaginación del hombre. Poco a poco, en el horizonte, amanecía a media noche, y conforme nos acercábamos, el resplandor de este amanecer irreal se hacía más fuerte, como si de repente la escala del Universo se hubiera reducido tanto que el sol hubiera quedado al alcance de nuestros pasos.

Pero no era el Astro Rey quien había transgredido nuestro horizonte esa noche. Habíamos llegado al cráter al que tanto habían insistido Mathías y Anna en explorar. Y en ese momento entendí el por qué de tanta insistencia.

En medio de la nada, en medio del desierto, en medio de un extraño país, nos encontramos mirando al Infierno por una ventana..., desde el Paraiso.

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