6. Welcome to Irak (III)

9 de junio, Duhok, Irak



En Duhok se encuentra el Centro Lalish, una institución que sirve de encuentro para los yezidis del Kurdistán. Y a poca distancia de la ciudad se haya el Templo de Lalish, el lugar sagrado de los yezidis. Los yezidis son seguidores de un culto ancestral que probablemente, en su forma primigenia, es anterior al Islam. Sin embargo, hoy en día está influido por la religión de Mahoma, e incluso por la de Cristo, en cuanto a ritos y costumbres. Es una religión minoritaria y el Kurdistán irakí es la zona donde más extendida está. En la antigüedad, los yezidis eran considerados por cristianos y musulmanes como "adoradores del diablo", una reputación que les viene por su adoración a los ángeles, en particular a Malek Taus, también llamado Saytan, a quien se relaciona incorrectamente con el ángel caído; con Satán.

Pero lo que más llama mi atención de los yezidis es el hecho de que su religión es endémica de la etnia kurda. Ellos promulgan que no se puede salir ni entrar de la comunidad Yezidi. Son endógamos en grado sumo, y esto explica la rabia con la que unos fanáticos actuaron hace poco más de un mes y medio en la población de Bashika, muy cerca de Duhok. Se vio en todas las televisiones del mundo. Una joven muchacha de 17 años fue salvajemente asesinada mediante lapidación popular, perpetrada en última instancia por miembros de su propia familia. Estos, hinchados de ira ante la decisión de la chica de casarse con un musulmán sunita de Mosul, la llevaron por la fuerza a una plaza pública en la que una multitud asalvajada y enloquecida acabó con su vida. Es difícil encontrar en la actualidad actos populares en los que la gente se abstraiga de su humanidad de semejante manera y dé rienda suelta a sus mas bajos instintos, tintados de alevosía extrema hasta el punto de que los que no usaron la absurda violencia de las piedras, disfrutaron grabando -y difundiendo- el crimen con sus teléfonos móviles.

Al llegar al Centro Lalish soy atendido por Fadhil, un hombre de apariencia culta y, según me dice, educado en Estados Unidos. Tiene un semblante serio, lacónico y deprimido, pero curiosamente irradia una energía acogedora y en verdad se alegra de poder hablar con un extranjero, aunque no lo demuestre a primera vista. Es como si tuviera temor a hablar, sabiendo que tiene que hacerlo para no ser descortés. De hecho, cuando estamos sentados en la sala de reuniones del Centro, él mismo, ligeramente excitado, comienza a repasar los temas de actualidad que tan mala imagen están dando de los Yezidis. Empieza, cómo no, con la lapidación de la niña Dua, que así es como se llamaba, y lamenta lo ocurrido. Pero lo último que me dice en relación con este hecho es que "para nosotros está prohibido abandonar nuestra religión", lo cual no me ayuda a comprender si él piensa que esta muerte se podría haber evitado. Dedica muy poco tiempo a este caso tan grave y enseguida menciona otro hecho de violencia, del cual yo no tenía constancia. Al parecer dos policías yezidis contrataron los servicios de una prostituta musulmana a la que acabaron asesinando, y no solo eso, sino que además, estos policías fueron liberados del calabozo por el alcalde del pueblo, también yezidi, y por lo visto, hermano de uno de los policías. Por otro lado, siguiendo a estos acontecimientos, más de veinte yezidis que viajaban en autobús en Mosul fueron asesinados por musulmanes de esa ciudad en otro episodio de odio encarnizado entre ambas etnias.

Por un momento me encuentro en medio de una situación curiosa e inédita, con un hombre apesadumbrado por sus creencias y perteneciente a una comunidad enteramente aliena a mí, sobre la que estoy siendo bombardeado con información. Sin embargo, no puedo negar que este viaje ha sido ideado con el fin de mezclarme con todo tipo de gentes y lugares. Noto que empiezo a saber lo que eso significa.

El propio Fadhil, al conocer mi deseo de visitar el Templo de Lalish, se empeña en conseguirme un taxista de su confianza, alguien que me ofrezca seguridad, un yezidi. Con este, de nombre Hussein, me desplazo unos 30 kilómetros hasta llegar al Templo, que según la creencia yezidi, es el primer lugar que existió en la tierra, y por supuesto, el principal centro de peregrinación de esta étnia.




Nada más llegar allí soy observado con curiosidad por todos los presentes. El templo no es sino un conjunto de pequeñas casitas en torno a un edificio más notable, con dos cúpulas de forma perfectamente cónica. Las casitas son habitadas durante el día por los visitantes, que se acercan aquí en familia para confraternizar y para realizar los diferentes ritos que se atribuyen a este complejo culto. El enclave es lo más atractivo, pues todo el complejo está distribuido sobre un cerrado valle entre empinadas y arboladas montañas. Es un lugar ideal para pasar el día, justo lo que hacen los yezidis que vienen hasta aquí.

Como si estuviera esperando mi visita, viene hasta mí Hazim, un hombre respetado en la comunidad y con quien puedo hablar medianamente en inglés. Lo primero que me enseña es la sala de bautizos, donde precisamente se acaba de bautizar a su hija, una niña tetrapléjica sobre quien soy invitado a verter agua, como si se tratara de regar una planta, pero rehúso el ofrecimiento cambiando de tema. Le pido a Hazim que me muestre el templo por dentro. Se trata de un edificio antiguo, pero en ninguna medida me parece tan viejo como para ser considerado el primer lugar sobre la tierra. Sin embargo, al entrar, con sus paredes y suelos impregnados de una capa aceitosa y ennegrecida, la sensación es la de descender a la cocina del Hades, a un submundo de misterio eterno. El aceite, que es de oliva, lo utilizan para fabricar unas velas que iluminan el templo y que, al igual que es costumbre entre los cristianos, son encendidas para hacer plegarias. En el centro del templo está su objeto más adorado, la tumba de Sheihk Adi, el que viene a ser el profeta de los yezidis. Sobre ella, los fieles tienen la costumbre de arrojar paños de seda de múltiples colores (excepto el azul, que es un color prohibido), también para hacer plegarias, y además deben de dar tres vueltas completas al mausoleo.

Después de ver el templo, siento que salgo con algunas dudas sobre el porqué de ciertos ritos yezidis. Cómo no, soy invitado a compartir el almuerzo con los hombres de la congregación en el patio exterior de una casita del templo. Estos se afanan por ofrecerme sus mejores platos mientras las mujeres esperan, en una oscura habitación interior, a que terminemos, para poder comerse los despojos del banquete. Después, disfrutamos de té y conversamos, en este caso sobre mí y sobre el motivo de mi visita a Irak. Finalmente, me despido de ellos. Antes de abandonar el complejo soy saludado por todos los hombres con los que me voy cruzando, incluso haciéndome fotos con ellos, como si fuera una personalidad importante la que les visita.

Esa noche, en mi habitación, paso un mal rato aquejado de un incómodo dolor de estómago que asocio con la comida y el agua que he tomado en el Templo. Me cuesta deshacerme del nauseabundo sabor de la carne poco cocida de la cabeza de cordero que había en medio de una bandeja, posada sobre un manto de arroz seco que me ha obligado a beber mucha agua de dudosa procedencia. Solo quiero poder dormir tranquilo, pero muchas dudas y temores vienen a mi mente cuando pienso en mi regreso a Turquía, el próximo día.

¿Qué habrá sido de todos esos tanques que vi antes de salir de Turquía? ¿Habrán crecido en número? ¿Se podrá, de hecho, atravesar la frontera en sentido inverso? Esto último es lo que le pregunto a un taxista al que paro en una calle principal de Duhok, a la mañana siguiente. Me dice que sí, que a él no le consta que la frontera esté cerrada, así que negocio el precio para que me lleve hasta allí y me monto en el coche. Por suerte, Saalem, el taxista, habla un inglés decente y sabe cómo expresarse. Es la segunda vez que lleva a alguien a la frontera, así que me avisa de que no se acuerda muy bien del camino, pero no hay problema, preguntará a los peshmerga si es necesario. Al principio se muestra algo reticente a hablar conmigo, pero poco a poco, se va liberando de su mutismo y acaba convirtiéndose en un entrañable compañero de viaje. Confiesa que es un refugiado kurdo de Mosul, de donde ha tenido que huir ante la creciente e insoportable atmósfera de violencia que se está creando en torno a los kurdos de esa ciudad. A diferencia de Bagdad, donde la lucha parece más oficial y más centrada en guerrear contra las potencias invasoras o contra el nuevo gobierno irakí, en Mosul hay una guerra más intestina, centrada en el odio entre los árabes y los kurdos. Saalem me dice que del más de millón de kurdos que vivía en Mosul, quedan menos de la mitad. El resto ha sido asesinado u obligado a huir, como es su caso. También demuestra un buen conocimiento sobre la historia de España. Por primera vez me hace una pregunta que he de recibir en más ocasiones durante mi viaje por Oriente Medio. Me pregunta qué fue de los musulmanes que fueron obligados a convertirse al cristianismo por Isabel la Católica, como si no diera crédito a que estas personas hayan podido disolverse en la Historia de nuestro país sin haber mantenido su fe en secreto.



Al contarle a Saalem que he estado en contacto con los yezidis, su gesto se endurece. Parece casi molesto, pero enseguida se da cuenta de que no tengo nada que ver con ellos. Me dice que pare él son gente primitiva, capaz de hacer cosas antinaturales. Por supuesto se refiere a la lapidación de la niña, la cual le causó tanto espanto como a todos los que la vieron por televisión en cualquier parte del mundo. Curiosamente, su indignación le llevó a recabar cierta información sobre el suceso, la cual me transmite. Al parecer, Dua se fue de su casa, en Bashika, para vivir con un musulmán de Mosul con el que estuvo seis meses, aunque no llegaron a casarse. Sin embargo, se comunicaba ocasionalmente con su familia, los cuales, en un momento dado, le rogaron que volviera a Bashika, pues la echaban mucho de menos. Esta accedió a la petición de su sangre y esa fue su perdición. Al volver a Bashika, su tío y su primo la retuvieron y promocionaron su ejecución pública, la cual terminó en una de las situaciones televisadas más desagradables que se hayan visto nunca. No obstante, la brutal lapidación de mujeres no es algo que concierne a los yezidis únicamente, pues en otros países musulmanes, incluida la parte árabe de Irak, estas se siguen produciendo, solo que de manera más discreta. Saalem no me lo niega, pero tampoco lo acepta; para él se trata de asesinatos, no de ajusticiamientos.

A medio día llegamos a la frontera, que en su parte iraquí se llama Ibrahim Khalil, y me despido calurosamente de Saalem. Tardo más tiempo en salir de Irak para entrar en Turquía de lo que tardé en el sentido opuesto, debido a que hay mucha más gente que desea salir de Irak de la que quiere entrar, entre ellos un joven de Bagdad que viene en mi taxi transfronterizo y que ansía por todos los medios ir a Estambul.

Irak se desangra. Es, sin duda, uno de los peores lugares de la tierra para vivir. Mesopotamia ya no es un buen lugar para el Hombre.

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