6. Welcome to Irak (III)

9 de junio, Duhok, Irak



En Duhok se encuentra el Centro Lalish, una institución que sirve de encuentro para los yezidis del Kurdistán. Y a poca distancia de la ciudad se haya el Templo de Lalish, el lugar sagrado de los yezidis. Los yezidis son seguidores de un culto ancestral que probablemente, en su forma primigenia, es anterior al Islam. Sin embargo, hoy en día está influido por la religión de Mahoma, e incluso por la de Cristo, en cuanto a ritos y costumbres. Es una religión minoritaria y el Kurdistán irakí es la zona donde más extendida está. En la antigüedad, los yezidis eran considerados por cristianos y musulmanes como "adoradores del diablo", una reputación que les viene por su adoración a los ángeles, en particular a Malek Taus, también llamado Saytan, a quien se relaciona incorrectamente con el ángel caído; con Satán.

Pero lo que más llama mi atención de los yezidis es el hecho de que su religión es endémica de la etnia kurda. Ellos promulgan que no se puede salir ni entrar de la comunidad Yezidi. Son endógamos en grado sumo, y esto explica la rabia con la que unos fanáticos actuaron hace poco más de un mes y medio en la población de Bashika, muy cerca de Duhok. Se vio en todas las televisiones del mundo. Una joven muchacha de 17 años fue salvajemente asesinada mediante lapidación popular, perpetrada en última instancia por miembros de su propia familia. Estos, hinchados de ira ante la decisión de la chica de casarse con un musulmán sunita de Mosul, la llevaron por la fuerza a una plaza pública en la que una multitud asalvajada y enloquecida acabó con su vida. Es difícil encontrar en la actualidad actos populares en los que la gente se abstraiga de su humanidad de semejante manera y dé rienda suelta a sus mas bajos instintos, tintados de alevosía extrema hasta el punto de que los que no usaron la absurda violencia de las piedras, disfrutaron grabando -y difundiendo- el crimen con sus teléfonos móviles.

Al llegar al Centro Lalish soy atendido por Fadhil, un hombre de apariencia culta y, según me dice, educado en Estados Unidos. Tiene un semblante serio, lacónico y deprimido, pero curiosamente irradia una energía acogedora y en verdad se alegra de poder hablar con un extranjero, aunque no lo demuestre a primera vista. Es como si tuviera temor a hablar, sabiendo que tiene que hacerlo para no ser descortés. De hecho, cuando estamos sentados en la sala de reuniones del Centro, él mismo, ligeramente excitado, comienza a repasar los temas de actualidad que tan mala imagen están dando de los Yezidis. Empieza, cómo no, con la lapidación de la niña Dua, que así es como se llamaba, y lamenta lo ocurrido. Pero lo último que me dice en relación con este hecho es que "para nosotros está prohibido abandonar nuestra religión", lo cual no me ayuda a comprender si él piensa que esta muerte se podría haber evitado. Dedica muy poco tiempo a este caso tan grave y enseguida menciona otro hecho de violencia, del cual yo no tenía constancia. Al parecer dos policías yezidis contrataron los servicios de una prostituta musulmana a la que acabaron asesinando, y no solo eso, sino que además, estos policías fueron liberados del calabozo por el alcalde del pueblo, también yezidi, y por lo visto, hermano de uno de los policías. Por otro lado, siguiendo a estos acontecimientos, más de veinte yezidis que viajaban en autobús en Mosul fueron asesinados por musulmanes de esa ciudad en otro episodio de odio encarnizado entre ambas etnias.

Por un momento me encuentro en medio de una situación curiosa e inédita, con un hombre apesadumbrado por sus creencias y perteneciente a una comunidad enteramente aliena a mí, sobre la que estoy siendo bombardeado con información. Sin embargo, no puedo negar que este viaje ha sido ideado con el fin de mezclarme con todo tipo de gentes y lugares. Noto que empiezo a saber lo que eso significa.

El propio Fadhil, al conocer mi deseo de visitar el Templo de Lalish, se empeña en conseguirme un taxista de su confianza, alguien que me ofrezca seguridad, un yezidi. Con este, de nombre Hussein, me desplazo unos 30 kilómetros hasta llegar al Templo, que según la creencia yezidi, es el primer lugar que existió en la tierra, y por supuesto, el principal centro de peregrinación de esta étnia.




Nada más llegar allí soy observado con curiosidad por todos los presentes. El templo no es sino un conjunto de pequeñas casitas en torno a un edificio más notable, con dos cúpulas de forma perfectamente cónica. Las casitas son habitadas durante el día por los visitantes, que se acercan aquí en familia para confraternizar y para realizar los diferentes ritos que se atribuyen a este complejo culto. El enclave es lo más atractivo, pues todo el complejo está distribuido sobre un cerrado valle entre empinadas y arboladas montañas. Es un lugar ideal para pasar el día, justo lo que hacen los yezidis que vienen hasta aquí.

Como si estuviera esperando mi visita, viene hasta mí Hazim, un hombre respetado en la comunidad y con quien puedo hablar medianamente en inglés. Lo primero que me enseña es la sala de bautizos, donde precisamente se acaba de bautizar a su hija, una niña tetrapléjica sobre quien soy invitado a verter agua, como si se tratara de regar una planta, pero rehúso el ofrecimiento cambiando de tema. Le pido a Hazim que me muestre el templo por dentro. Se trata de un edificio antiguo, pero en ninguna medida me parece tan viejo como para ser considerado el primer lugar sobre la tierra. Sin embargo, al entrar, con sus paredes y suelos impregnados de una capa aceitosa y ennegrecida, la sensación es la de descender a la cocina del Hades, a un submundo de misterio eterno. El aceite, que es de oliva, lo utilizan para fabricar unas velas que iluminan el templo y que, al igual que es costumbre entre los cristianos, son encendidas para hacer plegarias. En el centro del templo está su objeto más adorado, la tumba de Sheihk Adi, el que viene a ser el profeta de los yezidis. Sobre ella, los fieles tienen la costumbre de arrojar paños de seda de múltiples colores (excepto el azul, que es un color prohibido), también para hacer plegarias, y además deben de dar tres vueltas completas al mausoleo.

Después de ver el templo, siento que salgo con algunas dudas sobre el porqué de ciertos ritos yezidis. Cómo no, soy invitado a compartir el almuerzo con los hombres de la congregación en el patio exterior de una casita del templo. Estos se afanan por ofrecerme sus mejores platos mientras las mujeres esperan, en una oscura habitación interior, a que terminemos, para poder comerse los despojos del banquete. Después, disfrutamos de té y conversamos, en este caso sobre mí y sobre el motivo de mi visita a Irak. Finalmente, me despido de ellos. Antes de abandonar el complejo soy saludado por todos los hombres con los que me voy cruzando, incluso haciéndome fotos con ellos, como si fuera una personalidad importante la que les visita.

Esa noche, en mi habitación, paso un mal rato aquejado de un incómodo dolor de estómago que asocio con la comida y el agua que he tomado en el Templo. Me cuesta deshacerme del nauseabundo sabor de la carne poco cocida de la cabeza de cordero que había en medio de una bandeja, posada sobre un manto de arroz seco que me ha obligado a beber mucha agua de dudosa procedencia. Solo quiero poder dormir tranquilo, pero muchas dudas y temores vienen a mi mente cuando pienso en mi regreso a Turquía, el próximo día.

¿Qué habrá sido de todos esos tanques que vi antes de salir de Turquía? ¿Habrán crecido en número? ¿Se podrá, de hecho, atravesar la frontera en sentido inverso? Esto último es lo que le pregunto a un taxista al que paro en una calle principal de Duhok, a la mañana siguiente. Me dice que sí, que a él no le consta que la frontera esté cerrada, así que negocio el precio para que me lleve hasta allí y me monto en el coche. Por suerte, Saalem, el taxista, habla un inglés decente y sabe cómo expresarse. Es la segunda vez que lleva a alguien a la frontera, así que me avisa de que no se acuerda muy bien del camino, pero no hay problema, preguntará a los peshmerga si es necesario. Al principio se muestra algo reticente a hablar conmigo, pero poco a poco, se va liberando de su mutismo y acaba convirtiéndose en un entrañable compañero de viaje. Confiesa que es un refugiado kurdo de Mosul, de donde ha tenido que huir ante la creciente e insoportable atmósfera de violencia que se está creando en torno a los kurdos de esa ciudad. A diferencia de Bagdad, donde la lucha parece más oficial y más centrada en guerrear contra las potencias invasoras o contra el nuevo gobierno irakí, en Mosul hay una guerra más intestina, centrada en el odio entre los árabes y los kurdos. Saalem me dice que del más de millón de kurdos que vivía en Mosul, quedan menos de la mitad. El resto ha sido asesinado u obligado a huir, como es su caso. También demuestra un buen conocimiento sobre la historia de España. Por primera vez me hace una pregunta que he de recibir en más ocasiones durante mi viaje por Oriente Medio. Me pregunta qué fue de los musulmanes que fueron obligados a convertirse al cristianismo por Isabel la Católica, como si no diera crédito a que estas personas hayan podido disolverse en la Historia de nuestro país sin haber mantenido su fe en secreto.



Al contarle a Saalem que he estado en contacto con los yezidis, su gesto se endurece. Parece casi molesto, pero enseguida se da cuenta de que no tengo nada que ver con ellos. Me dice que pare él son gente primitiva, capaz de hacer cosas antinaturales. Por supuesto se refiere a la lapidación de la niña, la cual le causó tanto espanto como a todos los que la vieron por televisión en cualquier parte del mundo. Curiosamente, su indignación le llevó a recabar cierta información sobre el suceso, la cual me transmite. Al parecer, Dua se fue de su casa, en Bashika, para vivir con un musulmán de Mosul con el que estuvo seis meses, aunque no llegaron a casarse. Sin embargo, se comunicaba ocasionalmente con su familia, los cuales, en un momento dado, le rogaron que volviera a Bashika, pues la echaban mucho de menos. Esta accedió a la petición de su sangre y esa fue su perdición. Al volver a Bashika, su tío y su primo la retuvieron y promocionaron su ejecución pública, la cual terminó en una de las situaciones televisadas más desagradables que se hayan visto nunca. No obstante, la brutal lapidación de mujeres no es algo que concierne a los yezidis únicamente, pues en otros países musulmanes, incluida la parte árabe de Irak, estas se siguen produciendo, solo que de manera más discreta. Saalem no me lo niega, pero tampoco lo acepta; para él se trata de asesinatos, no de ajusticiamientos.

A medio día llegamos a la frontera, que en su parte iraquí se llama Ibrahim Khalil, y me despido calurosamente de Saalem. Tardo más tiempo en salir de Irak para entrar en Turquía de lo que tardé en el sentido opuesto, debido a que hay mucha más gente que desea salir de Irak de la que quiere entrar, entre ellos un joven de Bagdad que viene en mi taxi transfronterizo y que ansía por todos los medios ir a Estambul.

Irak se desangra. Es, sin duda, uno de los peores lugares de la tierra para vivir. Mesopotamia ya no es un buen lugar para el Hombre.

Continua...

5. Welcome to Irak (II)

6 de junio, Suleymaniyah, Irak


Amanece temprano en Erbil, como en todos los países de la zona. El jaleo del bazar ha hecho de despertador y, tras comprobar que de nuevo no hay luz, salgo a dar un paseo. Más tarde voy al Museo de Civilizaciones de Erbil, pero al llegar me dicen que ya está cerrado, pues el museo solo abre hasta las dos de la tarde. Es la una y media de la tarde. Uno de los cuatro conserjes que hay en una salita contigua a la entrada me dice que vuelva mañana antes de la una y media, pero de repente sale uno que ha oído la conversación y dice, dirigiéndose enfadado a su compañero, que el museo en realidad cierra a las doce (!). Les digo que mañana no estaré porque voy a Suleymaniyah, y no se les ocurre otra cosa que decir, a los mantas, que entonces vaya al Museo de Suleymaniyah, que es igual que el de Erbil. Claro, les digo, en España tenemos un Museo del Prado en cada ciudad!

Son ratas de oficina. Acomodados. Probablemente reciben fondos del extranjero para mantener decentemente el museo -además de pagar sus salarios-, por el cual no sienten ningún aprecio ni entienden que alguien quiera desplazarse hasta allí para visitarlo. Algo enfadado, decido visitar la ciudadela, pues al menos -pienso-, ésta no debe de tener horario de cierre. Pero al llegar allí, después de haber escalado la colina en la que se asienta, descubro que no solo no tiene horario de visita sino que, sencillamente, no está abierta al público. Me lo hacen saber por gestos dos guardias que vigilan su puerta principal. No obstante insisto en adentrarme para hacer unas fotos y al final les convenzo para que me dejen atravesar la ciudadela por su calle principal, que divide el complejo en dos partes iguales y une las puertas sur y norte, ambas custodiadas por peshmergas. Me dicen que no me salga de la calle y que vaya en línea recta, de manera que pueda ser controlado por los guardias de ambas puertas. Les hago caso al principio, pero conforme camino, despacio, entreteniéndome en cada muro, en cada farola, lanzo miradas de soslayo a ambas puertas y veo que la vigilancia se ha relajado, por lo que aprovecho una fracción de segundo para hacer una incursión en las calles viejas de la ciudadela, adentrándome en el abandonado y desierto laberinto que forman sus pasadizos.

Erbil es una ciudad antiquísima, cuyo enclave ha estado habitado probablemente durante más de 8.000 años, y su ciudadela es una joya antropológica que, por circunstancias de la guerra, se ha convertido en un espacio restringido. Esto no me sorprende, pues desde allí arriba se tiene una panorámica visión de toda la ciudad y constituye un lugar ideal para perpetrar cualquier acto de guerra contra edificios oficiales o públicos, los cuales, precisamente, están a tiro de piedra de la ciudadela. De igual forma, supone el bastión ideal en caso de que haya que desplegar una fuerza defensiva o de vigilancia para protegerse de un ataque por tierra. Las autoridades de la ciudad están muy sensibilizadas con el tema de la seguridad. No en vano, escasos días antes de que yo llegara, un camión conducido por un terrorista suicida, y cargado con varios kilos de pólvora, hizo explosionar el vehículo en el propio bazar a una hora punta, lo cual dejó al menos 14 víctimas mortales.

Paseando por las enredadas y polvorientas callejuelas de barro, me sumerjo en un mundo de otra época, enteramente a mi disposición y a la de algunos gatos que me observan con curiosidad. Las casas están derruidas, con los ladrillos de barro resquebrajados y esparcidos algunos por el suelo. Son casas muy bajas y llenas de habitáculos en los que la gente estuvo viviendo hasta hace solo unos años. Tomo algunas fotos y exploro el lugar a fondo, regocijándome en mi privilegiada situación ante un verdadero tesoro arqueológico. Pero de pronto, de una de las esquinas aparece un militar kurdo empuñando una metralleta y maldiciendo mi acto de rebeldía. Debe de ser uno de los que me esperaba en la puerta opuesta a la que he usado para entrar, y por sus signos de cansancio debe de llevar un buen rato buscándome. Le hago saber que no entiendo la situación y que solo estoy haciendo algunas fotos, pero me obliga a acompañarle hasta la puerta norte, donde informa a un superior de mi travesura (eso creo entender). Este se interesa por mi nacionalidad y se esfuerza por explicarme que la ciudadela está cerrada al público. Yo me hago el tonto y con un gesto amigable le doy mi cámara fotográfica y le pido que me haga una foto allí mismo. La confraternización parece hacerle olvidar mi díscola actitud y se esfuerza al máximo por sacarme una buena foto, pidiéndome incluso que cambie de posición para salir mejor retratado. Así, después de posar para el militar kurdo, con tejados plagados de parabólicas como fondo, aprovecho un momento de torpeza de los guardias al no saber muy bien qué hacer conmigo y me esfumo todo lo rápido que puedo, antes de que cambien de idea y me sometan a otro tedioso interrogatorio.

Por la noche llego al hotel cansado, pero me encuentro a Ismail, uno de los empleados, un simpático y bonachón muchacho de unos veinte anos. Por supuesto es kurdo, como el 95% de los habitantes de Erbil. Le propongo jugar al Tauli, que es como llaman por aquí al backgammon. Como ya he escrito en otros artículos, éste es el juego de mesa favorito de los kurdos. Cual es mi sorpresa al ganar la primera partida sobre Ismail. Sin embargo, él gana las dos siguientes. En un intento por recuperar mi honra, me centro en la cuarta partida y, gracias a unos dados afortunados, consigo ganarle. Me propone seguir, pero sabedor de que a la larga perdería, prefiero irme a dormir, alegando cansancio extremo, con el buen sabor de boca de la victoria y, sobre todo, con la satisfacción de haber pasado un buen rato con un amigable kurdo.

Al día siguiente de nuevo me despierto con el bullicio, pero en esta ocasión debo desperezarme cuanto antes ya que mi objetivo hoy es llegar a Suleymaniyah, unos 200 km al sureste. Para ello tendré que encontrar un taxi compartido que vaya allí. Afortunadamente, me encuentro con bastantes taxis que van a esa ciudad, por lo que a los pocos minutos estoy en camino, compartiendo vehículo con un matrimonio y su niña y con otro señor. El paisaje es dramático. Atravesamos amplios valles verdes y fértiles, flanqueados por afilados rangos montañosos de color pardo y -aunque desprovistos de árboles- sumamente bellos. Al principio, desde la distancia, estos rangos parecen infranqueables, como grandiosos muros levantados estratégicamente para que nada se escape del valle. Pero conforme nos aproximamos a ellos, las sólidas capas rocosas de sus montañas se desdoblan y nos descubren empinados pasos por los que el taxi trepa como una pulga por el costado de un gigante.

La disposición de los rangos montañosos es noroeste-sureste, lo mismo que la línea imaginaria que une Erbil y Suleymaniyah, por lo que no nos lleva mucho tiempo arribar a nuestro destino. A medio día ya estoy en la ciudad, alojado en el hotel Hiwa, donde las condiciones son bastante peores que en Erbil. Pero no me quejo, pues estimo que pasaré allí dos noches y el precio no es caro, 15.000 dinares iraquíes (unos 9 euros). Mi primer día en Suleymaniyah lo empleo en pasear por sus animadas calles y en descansar en un pequeño y sombreado parque. La gente me mira extrañada y algunos, guiados por su curiosidad ante un extranjero solitario, preguntan por mi nacionalidad y por la cadena de televisión para la que trabajo. Percibo cierto brillo de aprecio en sus rostros al confesarle que soy español, como si mi nacionalidad fuera un atributo que me aportase valor como visitante, pero al decirles que no soy periodista sino turista, fruncen el ceño y sonríen. Acabo por hablar con algunos hombres, pues las mujeres no se dirigirían a mí. Además, es muy difícil encontrar una tienda o local en el que trabajen mujeres, las cuales están confinadas en sus casas o, en algunos casos, desempeñan trabajos en bancos o grandes hoteles. Es sin duda una sociedad machista y conservadora, pero enormemente respetuosa y hospitalaria con el extranjero.



A última hora de la tarde paseo por el bazar y, en uno de los muchos puestos, disfruto de los típicos dulces de pistacho llamados baclava, siendo la especialidad en Suleymaniyah mezclarlos con una especie de crema o natillas cuyo origen debe de ser leche y huevo, o al menos eso quiero pensar. En cualquier caso está delicioso. Las condiciones de higiene es mejor obviarlas para poder disfrutar del capricho. En un momento dado, se escuchan unos disparos en la lejanía. Al principio la gente se sobresalta y el barullo se relaja, pero en cuestión de segundos todo vuelve a ser igual. Conforme el reloj se acerca a las ocho de la tarde, la actividad comercial parece acelerarse, con los comercios repletos de gente y los mercaderes trabajando a destajo. Pero en cuanto el reloj marca las ocho, las aceras se vacían con rapidez y los tenderos se afanan por dejar el puesto limpio y preparado para la mañana siguiente. En pocos minutos, me hayo caminando por calles semidesérticas. Encontrar un puesto en el que comerme un kebab se hace casi imposible, así que me encamino al hotel hambriento y sabedor de que tendré que esperar al día siguiente para llenar el buche, pues en el hotel no venden alimento. Afortunadamente, una luz humeante destaca en la toda la oscuridad de las calles, relativamente cerca de mi hotel. Se trata de un espabilado que vende comida rápida aprovechando la escasez de lugares donde comer. A pesar de que es de noche y no debería estar fuera de mi hotel, me dirijo al garito, guiado por mi estómago. El dueño, un hombre joven y pequeño cuya graciosa voz se asemeja a la bocina de una bicicleta, se sorprende al verme, pero se esfuerza por atenderme lo mejor posible. Pone música kurda en el radiocasete, reconocible por el bello sonido del saz, una especie de guitarra de tres cuerdas. Finalmente, con el gesto de ponerse la mano en el pecho, se empeña en invitarme, algo que me ha de suceder en más ocasiones en mi periplo por el Kurdistán iraquí.

De vuelta al hotel prefiero quedarme un rato a leer en la acogedora recepción pero, de igual forma a como un potente imán atrae a todos los objetos metálicos del área en el que es depositado, empiezan a aparecer personas de las habitaciones contiguas a la recepción que quieren saber cosas sobre mí. Están sorprendidos de tener a un occidental entre ellos y tienen curiosidad, tanta como amabilidad a la hora de dirigirse a mí. Algunos hablan un inglés pasable. Me hablan de su país, de sus ciudades y sus trabajos. Me indican que si quiero puedo visitar Halabja, la ciudad -ahora aldea- que sufrió uno de los ataques más nauseabundos que un ejército haya lanzado nunca contra población civil. Se trata de la famosa operación de limpieza étnica que puso en marcha Sadam Hussein a finales de los 80 y en la que utilizó gas mostaza para liquidar súbitamente la vida de miles de pacíficos civiles. Entre los presentes en la recepción del hotel hay un árabe irakí, Mohamed, que se presenta como ingeniero. Es de Bagdad y dice que en el Kurdistán se necesitan todo tipo de personas cualificadas, así que ha decidido trasladarse aquí. Aprovecho para preguntarle sobre la situación en Bagdad. ¿Es tan mala como parece?, ¿Qué pasaría si decidiera ir como viajero independiente? Me responde que la situación es tan mala como uno pueda llegar a imaginarse. Y añade que, si yo decidiera ir, seguramente no llegaría nunca. Algo me pasaría en el camino. Algo que me haría famoso. Tristemente famoso.

Al día siguiente decido visitar Halabja, a unos 60 kilómetros de Suleymaniyah, muy cerca de la frontera con Irán. El pensar lo ocurrido aquí hace casi dos décadas me ha llenado de tristes pensamientos. De lo cruel que es el mundo y de lo que tienen que sufrir los inocentes y pacíficos para que los poderosos y ambiciosos puedan conseguir sus objetivos. Paradójicamente, lo ocurrido en esta ciudad, el famoso acto de "gasear a los kurdos", como la prensa internacional lo llama, ha sido el único reducto de argumento que las actuales potencias invasoras de Irak, principalmente los EEUU y Gran Bretaña, han acabado por esgrimir para justificar su intervención en Irak y la posterior ejecución de Sadam Hussein en la horca, una vez demostrado que no existían armas de destrucción masiva y de que el régimen de Sadam no tenía lazos con Al-Qaeda. Sin embargo, muy poco se dice sobre el hecho de que este acto vil tuvo lugar en el contexto de la guerra entre Irak e Irán, que fue comenzada por Irak, y en la cual este país contó con el suministro armamentístico de países occidentales, sobre todo EEUU. Me pregunto qué origen tenía el avión desde el que se lanzó el gas. O incluso el propio gas. Cuál era su procedencia. Como yo no me dedico a esto, solo soy un viajero, termino por lamentar la enorme injusticia de la guerra.

Me han dicho en Suleymaniyah que en algún lugar de Halabja hay una exposición con fotos del genocidio, pero no la he podido encontrar. No es necesario. He visto esas fotografías en muchas ocasiones. Gente tirada en el suelo, tendida en las escaleras, apoyados contra vehículos. La muerte les llegó tan súbitamente que sus cuerpos se entregaron a la ley de la gravedad en décimas de segundo. Algunas madres están sentadas con sus bebés en brazos. A primera vista parece que pudieran estar durmiendo, pero una mirada más detenida deja ver sus rostros, completamente desfigurados con la horrible mueca de la muerte caracterizada por la inútil búsqueda de oxígeno.

Lo que queda de Halabja no es un lugar precisamente agradable. Hay tanto polvo como en la creación del cosmos; como si sus habitantes quisieran acostumbrar sus pulmones a aires nocivos en preparación para un posible ataque como el que sufrieron. Finalmente decido volver a Suleymaniyah, donde pasaré mi última noche antes de poner rumbo de nuevo al norte.

Al día siguiente debo encontrar un taxi para ir a Duhok, pero la cosa se complica. Si quiero un taxi que no vaya por Kirkuk debo costeármelo yo solo (me piden 100 dólares). Los esbirros del puesto de taxis solo parecen interesados en que ocupe yo todo el taxi, y nadie más. No me gusta la situación y opongo resistencia. Prefiero quedarme en tierra, esperando a que algún cabo se afloje. Después de unos diez minutos, un taxista que ha estado allí todo el tiempo me ofrece llevarme de nuevo al centro de la ciudad, donde puedo reservar espacio en uno de los coches privados que van hacia el norte. El conoce una agencia que presta este servicio. Efectivamente, existe tal agencia, invisible para alguien como yo, que no conoce ni el idioma ni el lugar. Me dicen que no pueden asegurarme que salga un coche para Duhok ese día. En todo caso, puede que a las cinco de la tarde. Si no es así, tendré que pernoctar de nuevo en Suleymaniyah y esperar a la mañana siguiente. Decido aceptar la propuesta, así que aprovecho el día -hasta las cinco de la tarde- para visitar un poco más la ciudad.

Pregunto por el museo de Suleymaniyah, que según lo que me dijeron los ocupados celadores del museo de Erbil, es idéntico al de aquella ciudad, con lo que podría matar dos pájaros de un tiro. Al llegar allí, me topo con otro manta que me dice que hoy no pueden mostrar el museo porque tienen una reunión y nadie puede hacerse cargo de mi visita, como si ver el museo aquí fuera como ir al médico. Entiendo que lo que es igual en ambos museos no es su contenido, sino sus administradores. Le pregunto al desaborido dónde puedo ir y me habla del Amna Suraka, el "museo" de la liberación de Suleymaniyah. Se encuentra cerca del sitio donde estoy, así que voy en su búsqueda, confiando en que mis últimas horas en Suleymaniyah serán provechosas. Al principio, siguiendo las indicaciones que me han dado, me adentro en un barrio residencial y desierto, así que empiezo a pensar que me he perdido, pero al doblar una esquina aparece ante mí una mole de color marrón, corroída a balazos en todos sus muros. Se trata de un edificio de cuatro plantas rodeado de un muro exterior con alambradas. No puede ser otro. Me dirijo a él y, efectivamente, hay una puerta de entrada. En ella hay dos jóvenes vestidos de peshmerga que se sobresaltan al verme cruzar el umbral, pero enseguida se me pegan y me inquieren, en kurdo, sobre mis intenciones, como si visitar el museo fuera algo irregular. Les enseño mi libreta en la que tengo anotado el nombre de "Amna Suraka", con caracteres latinos, los cuales no saben leer. Se lo pronuncio detenidamente: A-M-N-A S-U-R-A-K-A mientras indico con mi dedo índice apuntando a mi ojo que quiero verlo (lenguaje universal), y entonces parecen comprenderme. Además, parecen alegrarse repentinamente y me conducen a una sala interior del edificio donde se exhiben fotografías y documentos del levantamiento kurdo en Irak (1961-1991).

Por fortuna, un hombre que habla buen inglés, quien se presenta como Ako Wabi, se ofrece a hablarme del protagonista de las fotografías. Se trata de Qder Khabat, un líder guerrillero fundador de la milicia Peshmerga en el 61. Me habla de su relación con el actual presidente de Irak, Jalal Talabani (quien también es kurdo), y de su liderazgo durante la batalla que tuvo lugar el 7 de marzo de 1991, en la que los militares del ejército de Sadam que custodiaban la ciudad fueron derrotados por la milicia y el pueblo kurdo, precisamente en este edificio, el cual ha quedado levantado y convertido en museo para rememorar esa importante batalla. Este fue el primer triunfo de los kurdos tras la horrenda campaña de limpieza étnica que el ejército irakí venía llevando a cabo. Además, fue la piedra angular de la construcción de la nación kurda con estado propio, algo que podría ocurrir en un futuro próximo. Ako Wabi, empresario que colabora con la exposición, se emociona al recordar los hechos. Desde la terraza del edificio, a la que hemos ascendido para tener una mejor perspectiva de la batalla, me narra efusivamente cómo toda la gente de Suleymaniyah se unió bajo el mando de Qder Khabat para reducir a los amotinados irakíes, la mayoría de los cuales murieron defendiendo el fuerte. Sólo sobrevivieron los que se rindieron. Desde la terraza es desde donde mejor se aprecia la brutalidad de semejante combate. La presión de los kurdos fue tan grande, que los comandantes irakíes decidieron replegarse al interior del cuartel por completo, incluso con los carros de combate, confiando en que recibirían ayuda del resto del ejército. Pero esta no llegó a tiempo y, con los tanques replegados, poco pudieron hacer para mantenerse en pie ante semejante adversario. Hoy los oxidados tanques siguen en el patio del edificio, inmóviles como esqueletos de elefantes, y exponentes, como ningún otro objeto, de la impotencia de Sadam Hussein para someter al pueblo kurdo.

Antes de irme, Ako me invita a que firme el libro de visitas. Allí deposito unos sinceros comentarios hacia el carácter del pueblo kurdo y su derecho a vivir en paz, después de tanto sufrimiento. Ako traduce estas palabras a los dos peshmergas que no se han separado de mí durante toda la visita. Se miran y le dicen algo a Ako. Entonces éste me dice que los dos jóvenes son Seamand y Dara, el hijo y el sobrino de Qder Khabat. Quieren invitarme a comer en su casa.

A pesar de que mi tiempo es limitado, no puedo rechazar un ofrecimiento tan emotivo y anecdótico, así que acepto encantado. A los dos minutos nos montamos en un pick-up en el que suben otros dos hombres, también familiares de Qder Khabat y armados hasta los dientes. Ninguno habla inglés, pero nos comunicamos por señas fácilmente. Son encantadores, a pesar de todo su armamento. La casa se encuentra bastante a las afueras, y sin duda es la casa de alguien importante, pues es grande, con balcones, un pequeño jardín y en su interior está bien amueblada, algo raro en el resto de hogares. Soy conducido al salón, una apacible y amplia estancia forrada con delicadas alfombras kurdas. Apenas hay muebles, pero los que hay parecen de gran calidad y buen estilo, mas bien clásicos. Casi todo el perímetro de la sala está provisto de sillones a juego con los muebles, y en uno de ellos se sienta, solitario y meditabundo, un anciano elegantemente vestido de gris con el traje tradicional kurdo, caracterizado por pantalones bombachos y chaqueta con el pecho descubierto.

El anciano es el mismo hombre que minutos antes he conocido a través de las fotografías del Amna Suraka, el héroe de Suleymaniyah: Qder Khabat. Su pelo y sus bigote se han teñido de blanco y sus ojos muestran cansancio y paz. Se levanta para saludarme, estrechando mi mano firmemente y después, con un gesto que empieza a ser familiar para mí, se lleva la mano al pecho en señal de hospitalidad. Le devuelvo el gesto torpemente y hago caso a su invitación de sentarme en el sillón, frente a él. Nuestra comunicación está muy limitada, pues no habla nada de inglés, sin embargo, gracias a un sobrino que está en la casa y que chapurrea el idioma de Shakespeare, podemos hacer un ensayo de conversación. Yo le transmito mi agradecimiento por la invitación y destaco su labor como defensor del pueblo kurdo, lo cual me agradece con los ojos. Habla mucho, y al parecer me dice muchas cosas, pero el interlocutor sólo me puede transmitir escuetos mensajes. Aprecia mucho a España, país que de hecho visitó hace pocos años. Me pregunto si con motivo de encuentros diplomáticos o de vacaciones, pero el traductor no me sabe precisar. Entiendo que lo que más destaca de España es su democracia, algo históricamente anhelado por las gentes pacíficas de Oriente Medio. Finalmente, me indica que la comida está lista. En el suelo de una sencilla sala contigua se ha dispuesto un apetitoso manjar al más puro estilo kurdo. Mi día ha sido pleno.


La propia familia de Qder Khabat se ha ocupado de que esa tarde haya un coche que vaya a Duhok, y ellos mismos me llevan a la oficina de coche privados, desde donde a las cinco de la tarde parto hacia esa ciudad. Es un viaje largo, por estrechas carreteras del interior del Kurdistán, considerablemente más seguro. Eso es lo que me explica Haller, un simpático mercader que viaja en el mismo coche y con quien hago buenas tablas durante el sinuoso y espectacular recorrido. Llegamos a Duhok bien entrada la noche, y el propio Haller se encarga de que el coche me deje en la puerta del hotel Perleman, un buen sitio por solo 10 dólares al día.

Continua...

4. Welcome to Irak (I)

3 de junio, Erbil, Irak


Esta mañana he sido despertado de un profundo sueño por los ladridos de uno de los dos perros que viven en el apartamento en el que hemos pasado la noche. Hubiera estrangulado lentamente al chucho si no hubiera sido porque, aparte de ser el amo de la casa de facto, es el ojito derecho de Barna, la amable profesora de inglés que nos ha invitado a dormir en su salón, después de que el día anterior hubiéramos estado un buen rato paseando con nuestras mochilas por las calles de Sirnak sin poder encontrar ningún hotel. Sospecho que el perro que me ha despertado es el mismo que anoche, justo antes de echarme a dormir, decidiera que el sofá debía ser perfumado con eau de pis, dejando bien claro quien era el propietario de mi lecho temporal. En ese momento, con el cansancio del largo viaje, poco me importó la incontinencia de la inmunda bestia. Sin embargo, esta mañana, con sus ladridos, reconozco haber sentido odio hacia ese bicho pulgoso.

Es duro despertarse así, pero hay algo en mi ánimo que amplifica cualquier estímulo que recibo. Siento un conato de ansiedad que debo reprimir con suave meditación. De pronto necesito espacio y tiempo, y enseguida compruebo que no dispongo ni de lo uno ni de lo otro. Debo asumir que en breves minutos un taxi vendrá a recogernos. Mihal y Manuel, mis compañeros de viaje en la ultima semana, tomarán un autobús en la plaza del pueblo con destino a Hakkari, en el este de Turquía, y yo tomaré un minibús con destino a Silopi, la pequeña población desde la que todo lo que va hacia el sur va directamente a Irak.

Cruzar la línea que separa Turquía de Irak no ha sido una decisión fácil, y no la he tomado hasta disponer de cierta información relevante. La gente me dice que es relativamente seguro, siempre y cuando no vaya a las ciudades de Mosul y Kirkuk, ni a ninguna otra más al sur de estas dos; en definitiva, que me quede en el Kurdistán Iraquí controlado por los Peshmerga, milicianos kurdos. Aquí es donde se puede disfrutar de cierta sensación de seguridad a pesar de ser extranjero, pues al menos en esta región los occidentales no son objetivo fácil de la resistencia iraquí o de las bandas insurgentes que operan más al sur.

Sin embargo, justo la noche anterior, mientras tomábamos unas cervezas en casa de Barna en compañía de su amigo kurdo Illa, éste me llena de dudas. Cuando yo pensaba que la ciudad de Duhok, en el norte de Irak, es una zona transitable, él me indica que no es recomendable permanecer allí, pues se rumorea que el PKK ha instalado en este lugar su cuartel general temporalmente, desde el que pretende intensificar sus acciones contra el ejército turco, habitualmente hostigado por este grupo armado. Sin embargo, no puedo renunciar a pasar por allí si quiero ir más al sur, a Erbil y a Suleymaniyah. En cualquier caso, la decisión está tomada y la sonrisa de Illa al hablar en estos términos no me provoca mas que deseos de encontrarme pronto allí, para comprobarlo por mí mismo. Después de todo, ¿qué debo de temer del PKK? No forman parte de ninguna cruzada antioccidental y su principal enemigo es el gobierno turco. Con estas elucubraciones mentales me tranquilizo.

La realidad es que en esta región están ocurriendo cosas que pueden centrar la atención del mundo entero dentro de poco tiempo, en mayor medida incluso que la situación global en Irak. Se trata de una zona muy sensible de Oriente Medio, ya que concierne enormemente a otros países como Turquía, Irán o Siria, que hasta ahora han mantenido una posición relativamente discreta (al menos en cuanto acciones emprendidas se trata) con respecto al conflicto iraquí. Sin embargo, el gobierno de Turquía está comenzando a levantar la voz y a hacer recriminaciones a las fuerzas de la coalición por la enorme capacidad de autonomía que están otorgando al Kurdistán irakí, el cual podría convertirse en un estado independiente cuando acabe la intervención, con el beneplácito de los EEUU y del gobierno títere de Irak. Quizás por este motivo se están empezando a ver signos de violencia contra esta región.

Esta visita, más que ninguna otra que he hecho durante este viaje, está impregnada de una fuerte carga de momentum. De hecho, estoy corriendo un grave riesgo de, cuando menos, quedarme bloqueado en el interior de Irak si, como parece que va a suceder, Turquía decidiera cerrar su frontera con Irak. En una situación así, mis posibilidades de abandonar Irak se reducirían mucho y se encarecerían más todavía, pues mi única vía de escape sería tomar un avión desde Erbil o Bagdad, algo que mucha otra gente querría hacer al mismo tiempo.

Es casi medio día y estoy en Silopi. Intento ver el lado positivo de mi situación en cada instante, y ahora me congratulo por no haber perdido mucho tiempo al abandonar Sirnak. Despedirse de mis compañeros de viaje ha sido triste pero me ha dejado un saco lleno de buenos recuerdos. Hace un calor sofocante, pero me he provisto de agua en abundancia. La última etapa en Turquía consiste en desplazarse en otro pequeño minibús desde Silopi hasta el puesto fronterizo, que en el lado turco se llama Habur. Y ahí llego finalmente, después de media hora de lento recorrido.

La hilera de camiones apostados en uno de los carriles de entrada es kilométrica y la mayoría habrán de pasar la noche esperando para llegar al otro lado. Sin embargo, no hay ningún coche, y por desgracia, los guardias turcos me dicen que si quiero salir de Turquía y entrar en Irak tiene que ser a bordo de un coche. Me sugieren que espere, ya que debe de aparecer un taxi en algún momento, pues hay un cártel de taxistas especializados en atravesar la frontera, así que decido quedarme a esperar a que aparezca uno. El sol está en su punto más alto y las rejas del complejo fronterizo no me proveen mas que de unos palmos de sombra, por lo que debo pegarme a ellas para no ser abrasado por el astro rey, a quien mi situación poco parece importar. Finalmente, los aburridos guardias, tras preguntar mi nacionalidad (como es habitual por estas tierras antes de que alguien tenga una iniciativa hacia ti), me invitan a sentarme con ellos a la sombra y me ofrecen agua fresca. Después de todo, soy su único entretenimiento. Por supuesto, nuestra devaluada conversación gira en torno a los equipos de futbol españoles, sobre todo al Real Madrid.

Finalmente aparece un taxi, pero éste va cargado ya con cuatro personas. Maldición! tal vez haya sido un error no buscar taxi en Silopi, en lugar de tomar el minibús, el cual, después de todo, no tiene como objetivo llevar a nadie a la frontera, sino transportar a la gente que trabaja dando avituallamiento a los pacientes camioneros. Esto explica porqué he sido el único en bajarme al final del trayecto. Pero soy afortunado. Mi confraternización con los acartonados guardias unos minutos antes les ha puesto de mi lado y, en un acceso de autoritarismo, obligan al taxista a que me embuta en su crujiente taxi, un Renault 12. Y comienza el baile.

El taxista me pide el pasaporte y 20 liras turcas (unos 12 euros). Con esto tendrá suficiente para cobrarse mi trayecto y para "recompensar" la agilidad de los funcionarios fronterizos. De hecho, sabe lo que hace, pues al principio parece ir todo muy rápido y obtengo el sello de salida de Turquía con gran facilidad. Pero la cosa se complica cuando en el último puesto turco, desplegado por militares, requieren mi pasaporte. El soldado raso que lo recibe lo ojea detenidamente y lo hace llegar a un superior. Este, indignado por mi decisión de cruzar a Irak, donde tendré toda libertad para mezclarme con sus enemigos kurdos, me interroga a fondo. Finalmente, me pregunta cual es el motivo que me lleva a Irak y no se me ocurre otra expresión más inocente que "turista". "¡¡¿Qué?!!, ¡¡¿Turista?!!" "¡¡¿Qué vas a ver allí?!!" me pregunta gritando a viva voz. "Pues viejas ciudades, montañas y algún río" le contesto en tono conciliador. "¡¡¿Y no hay nada de esto en Turquía?!!" me replica haciendo de la coherencia su caballo de batalla. Entonces, le doy más detalles de mi viaje y le digo que intento visitar todo tipo de lugares y que en Irak me gustaría conocer algunos sitios concretos, como Erbil. En todo momento tengo la delicadeza de no mencionar la palabra kurdo o Kurdistán, lo cual comprometería demasiado mi viaje. Finalmente, no tiene más remedio que devolverme el pasaporte y dejarme pasar. Mis compañeros de taxi, que han sido testigos del interrogatorio, me miran con gestos de apoyo y de comprensión al retornar al interior del vehículo. De alguna forma, pienso que me he ganado su respeto.



Llegamos al lado irakí, a escasos 500 metros del confín turco. La situación se vuelve sorprendentemente relajada. Soy cuestionado amablemente por los motivos de mi viaje y por mi situación laboral, etc. Naturalmente les digo que sigo trabajando pero que he tomado unas semanas de vacaciones para viajar por oriente medio. Decirles que actualmente no trabajo para ninguna empresa también me haría sospechoso. El oficial que me atiende, como no podía ser de otra forma, se interesa por mi equipo de futbol favorito, y aunque el futbol de hoy en día me interesa tanto como las casas de muñecas, le digo que yo soy seguidor del equipo de mi ciudad, del Valencia. Se lo digo para que vea que puedo aportar novedades a sus conocimientos futbolísticos, pues aunque por aquí todos se consideran muy aficionados al futbol español, raro es aquel que conoce otro equipo que no sea el Madrid o el Barcelona. Esto le parece interesante y acabamos hablando de grandes jugadores, así que acabo por decirle que kempes fue el mejor. Mejor incluso que Maradona. Inmediatamente estampa el visado en mi pasaporte y me da la bienvenida a su país.

De nuevo todos al coche, como en el juego de la silla, solo que por respeto a mis compañeros, que tanto han tenido que esperar por mi culpa, decido sentarme compartiendo asiento con el copiloto. Queda un último trance y de nuevo soy yo el que debo separarme del grupo. El jefe de la oficina fronteriza de la Agencia de Seguridad de la Región del Kurdistán quiere hablar conmigo. Soy invitado a sentarme en un sala en la que se encuentran el oficial jefe, un militar con un uniforme réplica de los que utiliza el ejército americano y en cuyo hombro se lee "special forces" y otro vestido de paisano que habla buen inglés. Me ofrecen té y me piden que me acomode y que no me preocupe por mis compañeros, pues ellos ya se están buscando su propio transporte a sus destinos. El interrogatorio se repite, de nuevo con sencillez y amabilidad, pero en este caso tomando muchas notas, transcribiendo todo lo que digo, como en una declaración ante un juez. Es importante no contradecirse, así que soy franco. Finalmente, me piden que tenga cuidado y me dan un número de teléfono por si necesito ayuda. Su verdadero interés es que no me ocurra nada malo en su país.


Al salir de allí ya estoy en territorio irakí y tengo que buscarme la vida. Aún no es tarde y eso me da tranquilidad, pero he de encontrar la forma de ir a Duhok, a unos 60 kilómetros. Ya estaba advertido de que estos trayectos entre ciudades se deben hacer en taxi, pues no hay autobuses de larga distancia, pero de nuevo debo pensar como viajero roñoso y encontrar la forma de que esto me cueste lo menos posible, que en cualquier caso será bastante dinero. Lo ideal es encontrar un taxi compartido con más pasajeros, pero al llegar al puesto de los taxis, la única persona que hay esperando a ser transportado es Erkan, un turco que precisamente venía conmigo en el taxi transfronterizo. El va directamente a Erbil, a unas cuatro horas de camino y me sugiere, con gestos, que vaya yo también y así podemos compartir gastos, nada menos que 45 dólares por persona. El taxista nos convence de que no está dispuesto a bajar el precio un solo céntimo, pero aún así, acepto la propuesta. De todas formas, como tengo que volver a Turquía, siempre puedo visitar Duhok a la vuelta.

El taxi, un moderno toyota, se incorpora a la carretera y a los pocos segundos la quinta marcha hace coger gran velocidad al vehículo. La carretera no está en muy mal estado, pero la aguja del velocímetro no deja de moverse de izquierda a derecha con firmeza y cuando quiero darme cuenta nos desplazamos vertiginosamente a 180 Km/h por un paisaje plano y árido. Todo lo que se pone en medio de nuestra trayectoria es esquivado con pericia por nuestro taxista, quien no deja de hablar tranquilamente por su teléfono móvil. Desde mi asiento de copiloto lanzo una mirada de sobresalto al otro pasajero, el turco, pero éste parece demasiado acostumbrado y se limita a perder su mirada en el infinito. A medio camino hacemos una parada en un chiringuito en medio de la nada. Al bajar del coche el aire caliente se abalanza sobre mí como una ardiente jauría de pirañas. El bochorno es impresionante, mucho peor que el calor experimentado en Turquía, así que corro a refugiarme en la sombra y allí tomo un té, acompañado de Erkan. El hombre se esfuerza en hacerme conocer su oficio y acabo por entender que se dedica a poner baldosas en el suelo del aeropuerto de Erbil; Aunque lo mismo me ha dicho que da cursos de tricotaje, pero qué importa. Lo bueno es que tratamos de comunicarnos.

Cuando nos disponemos a volver a la carretera, una figura humana se materializa al lado del coche repentinamente. No tengo la menor idea de donde ha salido, pero el taxista lo presenta como su hermano y nos indica que será él quien nos lleve hasta Erbil. Al observar al sujeto me alegro de juzgarlo más responsable que su hermano, pues parece más mayor, mejor vestido y tiene una mirada serena que me hace pensar que su forma de conducir será mucho más relajada. Sin embargo, un minuto después, el destino -o la voluntad de Alá, como se suele decir por aquí-, me sorprende en medio de tres enormes camiones que circulan en direcciones opuestas haciendo rugir sus bocinas. El único gesto del conductor es una ligera mueca de apuro, pero no levanta el pie del acelerador.

A lo largo de todo el trayecto los controles de los peshmerga kurdos han sido continuos, cada 20 kilómetros más o menos, pero al llegar a las inmediaciones de Mosul, el panorama cambia y puedo apreciar con claridad que los militares del puesto de control en el que somos detenidos son árabes iraquíes. Sus banderas nacionales así lo indican. Su aspecto es mucho más desaliñado y descuidado, mezclando ropa militar con ropa vieja o deportiva. Además, llevan las armas desenfundadas y balancean los kalashnikov con descuido y ligereza. Incluso los lugareños que viven al lado del puesto de control van armados con rifles de asalto. La tensión crece en el interior del taxi y deseo con todas mis fuerzas que mi pasaporte no sea requerido esta vez, como viene ocurriendo el 50% de las ocasiones a lo largo del recorrido. Por suerte, mi aspecto y mi rostro, en el que fuerzo un semblante de paleto hirsuto mientras el agente husmea en el interior del vehículo, no le han debido de parecer occidentales o sospechosos, por lo que nos permite continuar la marcha. En adelante, de nuevo los controles son llevados a cabo por peshmerga, los cuales en una ocasión me hacen vaciar por completo mi mochila. Pero no me preocupa demasiado. Estos agentes no representan peligro para mí, más bien todo lo contrario.

Por fin llegamos a Erbil y nuestro primer destino es un descampado a las afueras en el que se están construyendo unas enormes trincheras para proteger el aeropuerto. Es un lugar ideal para una emboscada, así que mi tranquilidad vuelve a ser azuzada. Sin embargo, sólo hemos venido aquí para esperar a que los amigos o compañeros de Erkan, el turco, vengan a recogerlo, lo cual ocurre después de un par de llamadas telefónicas. Finalmente, éste se despide y el taxista me conduce al centro de la ciudad, donde me ayuda a encontrar un taxi local que me lleve a un hotel.
En medio del barullo de una ciudad que vive en la calle soy conducido al hotel Qandeel. Al llegar a la recepción, lo primero que llama mi atención es un grotesco colage fotográfico colgado de la pared que ilustra los sonrientes rostros del presidente iraquí, Jalal Talabani, el presidente del kurdistán, Barzani, y en la parte inferior las famosas caras de George Bush y Tony Blair. En medio de los cuatro, un afinado reloj marca las horas de estos nuevos tiempos. Por desgracia, me indican que no tienen habitaciones disponibles, algo que no me extraña, pues al estar justo en medio del bazar de la ciudad, el hotel debe de ser muy popular con los mercaderes. La situación no me gusta mucho, ya que ahora tendré que buscar otro hotel, no sé muy bien donde, y con el sol ocultándose en el horizonte, desentendiéndose de mí una vez más. En el hotel Qandeel me hacen indicaciones de que hay más hoteles alrededor, así que les suplico que me permitan dejar la mochila a su cuidado durante el tiempo que dure mi búsqueda. Finalmente doy con el Hotel Ali, en un extremo del bazar, en el cual tienen habitaciones disponibles, así que reservo una, vuelvo a por mi mochila al hotel Qandeel y paseo ésta por todo el hervidero humano del centro de la ciudad hasta que, finalmente, llego de nuevo al hotel Ali, donde soy conducido a una celda con aire acondicionado y televisión.


Antes de que se apague el sol doy un paseo por el centro de la ciudad, coronado majestuosamente por una compacta ciudadela que se alza en lo alto de una colina tan perfectamente circular que parece artificial. Es como un gran flan plantado en el epicentro de una urbe plana. Sin embargo, decido que no es momento para visitarla y lo dejo para el día siguiente. Cuando regreso al hotel no hay luz. El recepcionista me hace gestos de que no puede hacer nada ya que es un corte general, haciéndome entender que es mejor que me vaya acostumbrando. Cuando finalmente vuelve el suministro eléctrico, me sorprendo al comprobar que en el hotel disponen de canal satélite y aprovecho para ver si hay alguna novedad con respecto a la tensa situación que se vive en este momento. La BBC muestra unas imágenes de ese mismo día en el que unos tanques turcos descargan un arsenal contra una colina fronteriza, con el objeto de intimidar a la milicia kurda. Mis temores sobre el posible cierre de la frontera se acrecientan, así que decido dormir para olvidar y espero a que el nuevo día en Erbil me llene de energía.

Continua...

3. Anatolia: la Historia del Hombre

2 de junio de 2007, Sirnak, Turquía


A la mañana siguiente de mi regreso a Estambul fui a ver a mis "amigos" del consulado uzbeko, con la esperanza de que habrían hecho sus deberes y tendrían preparado el ansiado visado para entrar en su país. Al llegar, me encontré con la desagradable sorpresa de que no tenían listo el dichoso documento, alegando que no habían recibido la invitación desde el Ministerio del Interior de Uzbekistan, pero sin hacer ningún esfuerzo por disimular que realmente no habían movido un dedo. Con cara de póker, inquirí al señor Johangir (pues así se hacía llamar el fulano que me atendió) por qué motivo no tenían la invitación después de tanto tiempo, pero la explicación consistió en un abrupto conglomerado de vocablos cuyo significado no alcancé a comprender y que me hicieron cambiar de estrategia: no más preguntas. Le dije directamente que necesitaba el visado ese día ya que esa misma noche partía en autobús hacia Cappadocia, así que tenían que hacer algo. Y me quedé impertérrito, ocupando todo el mostrador y mirando a los ojos de aquel descendiente de alguna horda mongola, esperando una reacción. Alguna tecla debí tocar, pues hubo una respuesta esperanzadora. "Pase por aquí a las cinco de la tarde", me dijo mientras tomaba unas notas con su bolígrafo, bajando su mirada y despachándome con un ejemplar alarde de indiferencia.

En el fondo sabía que a las cinco de la tarde tendría el visado, pues el Sr. Johangir no tenía más que reclamar la dichosa invitación a la capital, Tashkent, y a los pocos minutos esta llegaría por fax (después de todo, los 80 dólares que cuesta el puñetero visado exigen un mínimo de eficacia), pero aún quedaba la duda. Permanecí esperando medio día en los alrededores del consulado, situado en el agradable barrio de Istinye, a orillas del Bósforo. Desde la parte europea de Estambul, y de Turquía, aguardé pacientemente contemplando ante mí, a escasos kilómetros, nada menos que el tentáculo más occidental del continente asiático: Anatolia.

Anatolia es la parte asiática de Turquía, y además es uno de los lugares de la tierra con una historia más larga y fructífera. Pueblos, civilizaciones e imperios de todas las épocas han pasado por aquí dejando un patrimonio arqueológico y cultural sin igual en ninguna otra parte del mundo. Este lugar es un gran pastel de historia en el que las distintas edades del hombre se superponen como deliciosas capas de rico pasado.

Al fin llegaron las cinco y pude recibir de manos del funcionario Johangir mi pasaporte con la "licencia" para entrar en Uzbekistan, pero con todo el papeleo y las esperas en el mostrador, se hizo muy tarde como para que pudiera tomar el autobús con destino a Cappadocia esa misma noche, así que no tuve más remedio que pernoctar una vez más en el Hostel Simbad. Esto me dio la oportunidad de hablar amistosamente con el recepcionista del albergue, Ertan, quien me confesó su origen búlgaro. Ertan es uno de los muchos turcos nacidos en países europeos del este, dentro de comunidades turcas que quedaron huérfanas del gran imperio Otomano cuando este quedó reducido a la actual Turquía, en el primer cuarto del siglo XX. Ahora, casualidades del destino, su pasaporte búlgaro le otorga el privilegio de considerarse ciudadano europeo y por tanto emigrar a cualquier país de la Unión Europea. Ertan tiene previsto emigrar a Alemania donde, al igual que otros muchos turcos, tiene familiares.

Al día siguiente, por fin pude tomar el autobús nocturno con destino a Cappadocia, concretamente al pequeño pueblo llamado Goreme. Allí disfruté de tres días de sosiego y diversión. En el albergue donde me hospedé, el Travellers Cave Hotel -literalmente excavado en una de las montañas de Goreme- conocí a varios viajeros, entre ellos Can, un londinense de origen turco-chipriota que se dedica a invertir en bolsa y a esperar que sus dividendos le permitan continuar un día más viajando por el mundo, Mihal, una chica Israelí que había decidido aventurarse en solitario a descubrir toda Turquía y Manuel, un portugués errante de gira por Oriente Próximo. Con estos dos últimos estuve viajando varios días por el este de Turquía.

La principal atracción de Cappadocia son sus maravillosas formaciones rocosas de origen volcánico, simulando millares de chimeneas (así es como ellos las llaman) en las que cualquiera puede perforar su interior y construirse una acogedora morada. Esto es lo que han estado haciendo los habitantes de esta región durante milenios y, a día de hoy, las "chimeneas" habitables siguen siendo transferidas en herencia de generación en generación, tal y como nos contó Ali, el amigable propietario del café Safak, el cual solíamos frecuentar.



Este lugar también es destacable por su valor histórico, pues en esta zona es donde emergieron y prosperaron los Hattis, una gente de la Edad del Bronce que vivió aquí hace más de 4000 años. Construyeron ciudades subterráneas de hasta 8 niveles bajo tierra, como la ciudad de Derinkuyu, la cual tuve la oportunidad de visitar. No recomendaría a nadie que sufra de claustrofobia el adentrarse en las entrañas de la tierra por túneles por los que a duras penas pude escurrirme para pasar de un nivel a otro. Más tarde, estas mismas ciudades subterráneas fueron ocupadas por primitivas comunidades cristianas, que añadieron iglesias excavadas a más de 30 metros de profundidad.

En Goreme también dedicamos largas jornadas a pasear y a montar a caballo por los valles adyacentes, asombrándonos con las imposibles formas y colores que adoptaba el terreno conforme lo atravesábamos. De vuelta en el pueblo, solíamos ir a los cafés, pasando la tarde dialogando con turistas y gente local. Entre otras cosas, en Goreme pude aprender a jugar a la "Tavla" (Backgamon) -que parece ser el juego de mesa más popular en Turquía- instruido por el maestro local, Mehmet.

Al final, la tranquilidad de Goreme, con sus interminables sesiones de "tavla" comenzó a convertirse en una cotidianidad que llegó a hacerse incómoda, por lo que, en compañía de Mihal y Manuel, puse rumbo de nuevo al este. La sagrada ciudad de Urfa (Sanliurfa para los turcos y Edessa para los antiguos romanos y cristianos) sería nuestro siguiente destino.

De nuevo tomamos un autobús nocturno, y al llegar allí por la mañana, supimos de inmediato que estábamos visitando una Turquía diferente, muy alejada de los circuitos turísticos pero, sin embargo, cargada de historia y humanidad. Lo primero que notamos fue un bochornoso calor, provocado por los cálidos vientos provenientes de las planicies de Mesopotamia. Por otra parte, el paisaje humano era completamente diferente a lo que se puede ver en Estambul o en el oeste de Turquía en general. Aquí hay una colorida mescolanza de gentes de oriente medio, sobre todo kurdos y árabes, mezclados con turcos y, en menor medida, armenios. Este pastiche humano se hace notar en cualquier ámbito; en el comercio, en la vestimenta -con los kurdos luciendo turbantes violetas- y sobre todo, en el ritmo de vida, mucho mas relajado.

Si hay una cosa, por encima de todo, que hace famosa a Urfa, es que éste es el lugar donde nació nada menos que el profeta Abraham, el padre de la fe judía, cristiana y musulmana al mismo tiempo. Además, Urfa fue la capital del primer reino cristiano de la Historia, Edessa, convertido por la devoción de su rey a los predicamentos de Jesucristo, con quien llegó a estar en contacto por correspondencia.

Lo primero que visitamos fue el monte donde Abraham fue objeto de un milagro sin precedentes. Cuando iba a ser quemado en una hoguera por mandato del rey Nimrod, Dios obró la providencia de convertir el fuego en agua y las ascuas en peces. Además, propulsó a Abraham por encima de las cabezas de los asombrados lugareños hasta la falda del monte, donde pudo estar a salvo. Hoy, para conmemorar tamaño acto divino, se alzan dos enormes columnas en lo alto del monte, y justo en el lugar donde -según la leyenda- fue a parar Abraham al ser lanzado a modo de hombre bala, hay un delicioso parque con un sereno estanque en el que aún se encuentran los peces en los que se convirtieron las ascuas de la hoguera. Es tradición para los musulmanes de los alrededores venir aquí a dar de comer a los peces, a los que se considera criaturas sagradas (si viniera aquí el Capitán Pescanova con sus redes, acabaría siendo lapidado), con lo que el tamaño de algunos de ellos se asemeja al de un atún de aguas frías. La verdad es que es un poco desagradable observarlos aquí, apelotonándose y arremolinándose unos por encima de los otros en torno a las virutas de alimento que les ofrecen los fieles. Parecen cocodrilos del Nilo disputándose los despojos de una incauta presa.

Más tarde fuimos a visitar el lugar exacto en el que el Profeta fue traído al mundo. Se trata de una pequeña y oscura cueva, mas pequeña incluso que el pesebre en el que debió nacer Jesucristo, pues en este al menos cabían, además de María y José, un burro y una vaca. Para visitarla, algo que hacen cientos de peregrinos a diario, hay que descalzarse e improvisar un respetuoso rictus de transcendencia en el rostro. Se debe acceder a la pequeña oquedad de frente y salir de espaldas y agachado, para no desnucarse con el umbral de la morada, y de paso, para forzar un gesto de sumisión a la santidad de Abraham. Dentro no hay espacio mas que para tres o cuatro almas, de manera que la visita ha de ser veloz.


El resto del día lo dedicamos a pasear por el enorme y laberíntico bazar y, cómo no, a jugar al tavla mientras bebíamos té. Por la tarde decidimos acudir a un "hamam", o baño turco, en el que fuimos atendidos estupendamente y donde pudimos aliviar nuestros cansados músculos. Sorprendentemente, Mihal, la chica israelí -que por supuesto no desvelaba su nacionalidad y, si era preguntada, decía que era francesa- recibió el masaje por un hombre y, además, en la misma sala destinada a los baños para hombres. Esto fue tan anecdótico que cuando lo contábamos después a los turcos o kurdos, estos no podían creérselo.

Por la noche buscamos con éxito un bar donde vendían cerveza que nos había sido comentado por nuestro amigo turco-chipriota Can, de quien nos habíamos separado en Goreme y que había estado en Urfa con anterioridad. Una vez allí descubrimos que el propietario era un amable kurdo, Hakki, con quien seguimos perfeccionando nuestra maestría en el juego del tavla, hasta tal punto que Manuel, el portugués, llegó a ganar una partida al señor Hakki.

Pero no hay descanso. Al día siguiente, temprano, fuimos a la estación de autobuses con el objetivo de tomar uno con destino a Mardin que, como no podía ser de otra forma, se encuentra más al este, a unos 200 Km. Esta pequeña ciudad también nos fue recomendada por nuestro amigo chino-andorrano... perdón, turco-chipriota Can. Y resultó ser una gran sorpresa, una auténtica joya de ciudad.

Por otro lado, esta sería probablemente la ciudad en la que me separaría de mis efímeros compañeros de viaje, pues mi camino había de tomar un repentino giro hacia el sur, mientras que ellos dos seguirían viajando unos días más hacia el este. Pero eso es otra historia.

Una vez en Mardin nos encontramos con el problema de que no había prácticamente hoteles, sólo un par de ellos, muy caros, y una cloaca que descartamos al ver su lamentable estado. Con las mochilas a la espalda, salimos a buscar aposento donde dormir, pero nos fue imposible así que decidimos preguntar en la policía, con la esperanza de que ellos conocieran algún lugar aceptable. Por "suerte" nos topamos con Suleyman, un policía que se presentó como "tourist police", sencillamente porque chapurreaba inglés y porque estaba decidido a rescatarnos de nuestro mendizaje. Sin embargo, lo único que comprobamos era que su estado mental distaba mucho de lo que se entiende por cordura. Nos enseñó su flamante navaja automática y bromeó con cortarnos a trocitos y cocinarnos a fuego lento si éramos malos. También sacó su pistola y nos apuntó mientras espetaba sonoras risillas infantiles, poniendo cara de niño travieso y adquiriendo un semblante rojizo y maligno, con unas gotas de sudor campeando por su frente. Mihal y yo -pues Manuel se había quedado en una tetería cuidando las mochilas- nos mirábamos estupefactos, pero siguiéndole el juego al trastornado con el que estábamos hablando pues, al fin y al cabo, era nuestra única ayuda. Sin embargo, después de varias llamadas, lo único que pudo encontrar Suleyman fue un hotel más bien caro y muy alejado del centro, por lo que no tuvimos más remedio que ir a la cloaca que habíamos descartado solo una hora antes, el Hotel Bashak, y rogarles que nos dejaran dormir allí. Afortunadamente, pusieron a un lado su herido orgullo y nos aceptaron como clientes.

Si en algo tuvimos suerte con nuestra visita a Mardin fue que coincidió con la celebración del festival de cine de la ciudad, el SineMardin Filmi Festival, una especie de experimento romántico puesto en marcha por las autoridades locales con el objetivo de promocionar la ciudad y sus alrededores. No en vano, Mardin ofrece una escenario de valor incalculable por sus edificios históricos, su posición elevada sobre la planicie mesopotámica de Siria y una gente realmente cálida y hospitalaria.

Mardin ocupa un posición en la montaña que la convierte en un privilegiado balcón en el que la mirada se pierde en un infinito trigal plano como el océano. A medio camino entre las confluencias del Tigris y el Eúfrates, la ciudad se alza exultante, adquiriendo una nobleza cargada de una intensa atmósfera épica. A unos pocos kilómetros, se pueden divisar pequeños pueblos kurdos de Siria, que por la noche se iluminan como barcos en el mar, inmóviles en una inmensidad de polvo y de historia. Desde Mardin se puede contemplar, como desde ningún otro sitio, Mesopotamia, el trozo de tierra en el que el Hombre decidió quedarse a vivir, hace más de 10.000 años.

Al ver que el festival de cine se inauguraba el mismo día que llegamos, el 1 de junio, pensamos que tal vez podríamos ser invitados al "cocktail" de bienvenida, así que, sin nada que perder (salvo la vida, si éramos malos) le preguntamos a Suleyman, el poli, si podría colarnos en el acto. Enseguida se puso manos a la obra, y haciendo uso de su estatus de autoridad local, nos guió al edificio donde se preparaban para el evento. Tras unas cuantas sesudas preguntas, consiguió conocer quiénes eran los organizadores. Nos atendió una estirada mujer de Estambul que estaba acompañada de una traductora. En principio nos dijo que el cocktail era un evento privado y que las invitaciones ya estaban dadas, así que no podía hacer nada. Pero entonces Suleyman empezó a hablarles en turco de una manera bastante efusiva y pudimos apreciar cómo sus rostros empezaban a palidecer y sus mandíbulas a descolgarse. En cualquier caso, mientras esto ocurría, entró en la sala una joven francesa, Mitre, que vivía en Mardin desde hacía un año y estaba casada con un kurdo local. Nos dijo que de momento trabajaba para el Ministerio de Cultura de manera ilegal (!!!) y que tenía cierta responsabilidad en la organización del festival, en lo referente a publicidad y promoción. Nada más decirle que nos gustaría asistir al cocktail, sacó de su bolso una enorme invitación que nos entregó encantada. Nos dijo que nos veríamos por la tarde y que estaríamos con ella y con su marido, en un lugar de honor.

Dejamos a Suleyman hablando con las dos brujas y nos fuimos a ver la ciudad y después a descansar. Tras acicalarnos como buenamente pudimos (pues en una mochila no suele haber sitio para un smocking), intentando no tocar las mohosas paredes del cuarto de baño comunal del Hotel Bashak, acudimos a nuestra cita con la élite cinematográfica de Mardin.

La apertura del evento corrió a cargo de autoridades locales, que pronunciaron efusivos discursos y alabanzas a la ciudad, todo ello en turco, claro está. Pero allí estaba el marido de Mitre para traducirnos los pasajes más importantes. El ágape consistió en raciones de comida tradicional kurda -principalmente fritanga picante- y pepsicolas y fantas de buena cosecha como refrigerio. El colofón a los actos de inauguración lo puso un grupo de cantantes traídos de Estambul para la ocasión, cuya especialidad era el cante a viva voz, sin instrumento musical alguno; una especie de doo-up a lo otomano.

Concluido el cocktail de bienvenida, se dio por inaugurado el festival y se anunció la proyección de una película en la plaza del pueblo, donde se había dispuesto una gran pantalla de unos ocho metros cuadrados, apuntada desde unos treinta metros por un vetusto proyector de cine. En medio se habían colocado varias filas de sillas de plástico para que las ocuparan los habitantes de la ciudad, que en su parte vieja ofrece todo el aspecto de un pintoresco pueblecito medieval. Las dos primeras filas, sin embargo, fueron reservadas para los organizadores, invitados, periodistas, etc. Por supuesto nosotros nos sentamos allí, justo en el centro, en compañía de Mitre y su esposo. Detrás, una muchedumbre de lugareños curiosos e ilusionados iban ocupando todas las plazas, que resultaron insuficientes para acoger a toda la concurrencia, por lo que la gente empezó a buscarse la vida como podía, colgándose de los ventanales de edificios contiguos hasta llenar el lugar a rebosar. Al final, la plaza no podía parecerse más a las imágenes de la entrañable película Cinema Paradiso, en la que de alguna forma estaba inspirado el SineMardin Filmi Festival.

Tres, Dos, Uno... Y empezó la película. Nuestras esperanzas de disfrutar de un interesante largometraje quedaron aniquiladas al comprovar que se trataba de una cinta croata subtitulada en turco, pero insistí en que intentáramos seguir el argumento, aunque fuera durante un rato, pues no podíamos dejar el lugar nada más comenzada la película. En realidad parecía una historia interesante, construida alrededor de la vida de una mujer de hoy en día que perdió a su marido en la guerra de los Balcanes. Era, de hecho, fácil de seguir el argumento. La pobre mujer, sumida en un mar de tristeza, con una hija que no ha conocido a su padre, a la que oculta que en realidad fue violada, y sin dinero para seguir adelante. Al final se ve forzada a pedir trabajo en un local de alterne, donde acaba empleada como camarera.

En ese momento se dio una situación realmente cómica, pues en un lance de la película en el que la protagonista está hablando con una compañera del local que trabaja como prostituta, esta última se desabrocha la camisa repentinamente y se ofrece un primerísimo plano de dos enormes pechos femeninos que ocupan toda la pantalla, cada uno del tamaño de un Seat Ibiza, y tan blancos y luminosos que proyectaron una avalancha de luz sobre la audiencia. Parecía que una Vía Láctea en miniatura había pasado fugazmente por la plaza donde se agolpaba la multidud. El gesto de consternación de las veladas ancianas de Mardin al presenciar semejante exhibición de libertinaje fue algo difícil de olvidar... Tras una sonora exhalación de sorpresa, espetada al unísono por todos los espectadores locales, se produjo un silencio general, reforzado por un momento de muda interpretación en la pantalla, que para los organizadores debió parecer una eternidad, pues pude apreciar cómo se encojían en sus sillas y se lanzaban tímidas miradas de complicidad.

Después de todo, por mucha ilusión que traiga un evento popular como este, la gente de la calle sigue haciendo uso de unas costumbres extremadamente conservadoras, y aunque en esta parte de Turquía se pueden ver mujeres en manga corta y con el cabello suelto, la mayoría sigue haciendo uso de hábitos ancestrales y no toleran la exhibición de ciertas partes del cuerpo femenino... y menos aún de dos enormes tetas!

Aprovechando la algarabía en la que se convirtieron los minutos que siguieron a esta escena, nos despedimos de Mitre y de su marido y nos fuimos a una terraza a tomar unas cervezas y a preparar nuestro último día viajando juntos. Por cierto, a los pocos minutos de abandonar el improvisado cine empezó a llover con insistencia, con lo que nos reímos pensando en qué habría sido de la proyección de la película. Tal vez la lluvia llegó como fruto de las plegarias de las ancianas de Mardin, ante semejante muestra de libertinaje.

Entre risas, cerveza y tavla, decidimos que a la mañana siguiente partiríamos hacia Sirnak, un pequeño pueblo a unos 200 km más al este, donde nos separaríamos, ellos con destino al extremo este de Turquía y yo, hacia el sur. Hacia Irak.

Continua...

2. Egeo hegemónico

22 de mayo de 2007, Selçuk, Mar Egeo, Tuquía


Me pararé en Selçuk unos días para recuperar el aliento y para esperar a los vientos levantinos, a los que he dejado atrás velozmente, cumplida ya una semana desde mi partida.

Transitar por ocho países en autobús hasta llegar a Sofía, 40 horas después de haber salido de Barcelona, fue algo que difícilmente podré olvidar. No es que lo llevara mal físicamente, pero las largas horas de vigilia y la falta de buen ánimo general entre mis compañeros de viaje convirtió el trayecto en una especie de alucinación soporífera y paneuropea. Nada más subir al autobús en la estación de Sants, en el centro de Barcelona, comprobé que era el único pasajero en partir desde allí. Quizás esto explique el mal humor del conductor, que tuvo que atravesar toda la ciudad -en un domingo que coincidía con la celebración del gran premio de fórmula 1 en el circuito de Barcelona, colapsada por el tráfico. Al parecer se tragaron un gran atasco a la entrada en el que perdieron una hora y media con respecto al horario previsto. Así pues, no fui aplaudido por mis companeros de viaje conforme subía al autobús ni cuando acomodaba mi anatomía, encajándola a duras penas, entre mi asiento y la fila de delante.

Algo que comprobé algo más tarde fue que era el único español a bordo. Pero no el único Sergio, pues fui a sentarme justo al lado de un tocayo mío, un joven de quince años, Sergey, que resultó ser mi único aliado en todo el viaje. Además, fue él quien reconoció que la mayoría de los que iban en el autobús regresaban a su país, muy desilusionados, después de no haber conseguido un trabajo digno. También supo distinguir, con una ligereza demasiado indiscreta, cuáles de las mujeres que venían en el autobús eran prostitutas, metiendo en el saco a una que se subió en La Jonquera, la frontera entre España y Francia, tras despedirse con un formal apretón de manos de tres hombres que la acompañaban.

Transcurrieron los minutos, las horas, casi los días... hasta llegar por fin a Sofía, apenas despuntado el alba del martes. Mi estancia en esta ciudad fue breve, sólo dos noches, pero aproveché para descansar del viaje, reordenar mi embutida y mal preparada mochila y para visitar el lugar. Lo más destacable fue mi visita de un día al monasterio de Rila, al sur de Bulgaria, construido en el lugar donde peregrinó San Juan de Rila y donde vivió como un ermitaño dentro de una oscura y húmeda cueva durante 12 años. El monasterio, construido en el siglo XIII ocupa un lugar privilegiado en un pequeño y elevado valle resguardado por las montañas más altas de Bulgaria, peladas y nevadas en su cima.

Durante mi estancia en Sofía conocí a varias personas del albergue, todos ellos agradables y con historias que contar. Personajes efímeros que pretendo perpetuar en mi memoria gracias a textos como este.

Sofía no fue un puerto de término, por lo que al poco de llegar ya tuve que informarme sobre las vías para llegar a Estambul. Una práctica que no he de abandonar en todo el viaje. Tarde o temprano llegará el momento de partir, el momento de continuar, el momento de dejar atrás algo que ya forma parte de mi memoria y, por tanto, de mí.

Estambul me acogió en su noche turbulenta. Llegar tarde a un destino es siempre poco deseable para el viajero. La noche y la oscuridad contribuyen a afirmar el carácter misterioso y descocido de los lugares. Además, minimiza las posibilidades de encontrar un alojamiento deseable desde el que establecer la base de la exploración. Requisitos básicos como un precio asequible, una buena localización y un mínimo de seguridad pueden no ser alcanzados y entonces hay que replantearse algunas cosas.

Precisamente, no es Estambul una ciudad desconocida para mí, pues ya la visité hace siete años, y también en aquel entonces arribé a horas intempestivas, poco antes del amanecer. Recuerdo muy bien que entonces decidí esperar a los primeros rayos del sol en uno de los bancos de Sultanhamet, y estos llegaron siguiendo los pasos de un joven que me ofreció estar en un albergue familiar, Hotel Simbad, en el que acabé disfrutando y sintiéndome como en casa. En esta ocasión decidí ir directamente a la zona donde se agolpan una buena docena de albergues -bastante insípidos y algo caros-, antes que buscar el mismo sitio en el que estuve, pues se hayaba bastante escondido entre las callejuelas a las que hace sombra la grandiosa Mezquita Azul. Sin embargo, al ver hechas realidad mis expectativas sobre el nulo atractivo del albergue en el que acabé registrándome (creo que fue el Hostel İstambul) decidí pasear tranquilamente, ya sin la enorme carga que supone el llevar la mochila a la espalda, e intentar encontrar el acogedor Hotel Simbad. Por suerte lo encontré y, aunque las personas que lo administraban no eran las mismas que siete años antes, sí me parecieron amables. El albergue seguía teniendo el mismo aspecto familiar y sencillo que en el pasado, así que reservé un par de noches a partir del día siguiente.



Mi estancia en Estambul tenía carácter más burocrático que turístico, en esta ocasión, pues tenía un objetivo claro consistente en solicitar el visado para entrar en la república de Uzbekistán, dentro de unos dos meses. A pesar de lo alejado que estaba del centro (unos 25 Km), pude encontrar el consulado uzbeko fácilmente, gracias a las indicaciones que me dieron en el hotel Simbad y pude solicitar, que no conseguir, el visado uzbeko. El pronóstico mas optimista fue que tardaría una semana en estar listo, de manera que estaba condenado a volver a Estambul una semana después.

Sin más remedio que la espera, pues intentar ablandar las exigencias de un funcionario uzbeko puede ser misión imposible, decidí que viajaría unos días por el mar Egeo y que volvería a Estambul únicamente para hacerme con el visado y nada más.

Mi primer destino fue Izmir (Smirna), no precisamente por el interés que pueda tener esta ciudad sino porque se encuentra muy cerca de la pequeña población de Selçuk, donde empecé a escribir este artículo (... hace ya varios días, pues me toca escribir en retrospectiva). Por cierto, tuve que pernoctar en la propia Izmir, en un tugurio de hotel que me sirvió de entrenamiento para cuando tenga que descansar eternamente mis despojos en un nicho de algún cementerio. Eso sí, en mi lápida no llamará nadie para ver si deseo contratar los servicios de alguna prostituta o los remedios de algún "farmaceútico" ambulante. Al menos entraba algo de luz de la farola que había justo en el exterior de la pequena ventana de mi habitáculo, lo cual me permitió usar el remedio de la lectura como sofnífero para conciliar el sueño.

Antes de dormir salí a dar un paseo por las calles viejas de Izmir. Me sorprendió lo animadas que estaban, con la mayoría de comercios todavía abiertos a pesar de que eran más de las 12 de la noche. Y también pude apreciar la gran cantidad de negros que había por las calles, casi más que turcos. Más tarde supe que casi todos son nigerianos que vienen con un visado de estudios del que no hacen uso mas que para justificar su estancia en el país. La realidad es que la mayoría acaban dedicandose al tráfico de drogas o a la prostitución.

Al día seguiente llegué por fin a Selçuk, donde se encuentra uno de los principales tesoros de Turquía: Efeso. Se trata de una ciudad de origen griego que prosperó bajo el dominio del Imperio Romano sobre la provincia de Asia (la actual Turquía). Un ejemplo de la relevancia que evoca este lugar para la nación turca es el hecho de que de nombre a la principal (y única?) marca de cerveza turca: Efes Pilsen.

En Efeso, situado a unos dos km de Selcuk, pasé la tarde paseando por sus desgastadas pero firmes calles, oteando el lugar por encima de las cabezas de decenas de turistas asiáticos que acrivillaban las nobles ruinas de la ciudad con sus cámaras fotográficas de última generación. Es curioso observarlos aquí, posando para la foto de manera aleatoria, sin ningún criterio de encuadre fotográfico que produzca un recuerdo inequívoco del lugar en el que están. Al ver sus fotos, uno podría decir que están sacadas en Efeso, en el castillo de Sagunto o, al caso, en Port Aventura.



Finalmente, el mejor recuerdo que me llevo de mi visita a Selcuk es la paz y el sosiego que encontré en esta pequeña ciudad. Gracias a que era temporada baja, pude disfrutar de la conversación con los camareros mientras saboreaba deliciosos iskander kababs y musakas. Además, la pensión en la que me hospedé, Barum Pansiyon, es una de esas casitas acogedoras y familiares en las que el tiempo pasa despacio, muy despacio.

Antes de volver a Estambul, decidí probar suerte en otro enclave costeño, en este caso la pequeña población de Ayvalik, con fuerte impronta griega y cuya vecina aldea de la isla de Cunda no puede ser más pintoresca. Aquí hice mi primer ensayo de baño en la playa, aunque se me quitaron las ganas al recibir la inesperada compañía de un gato muerto flotando silenciolsamente en las aguas ribereñas del mar Egeo.

Al día siguiente tomé el autobús a Estambul y, en el largo recorrido, me sorprendí por la algarabía y la fiesta que se organizaba en cada una de las estaciones de autobús por las que pasábamos. Se trataba del día en que los nuevos reclutas del ejército abandonaban sus hogares para unirse a las filas del ejercito nacional y todos ellos recibían el último adios de cada uno de sus conocidos y familiares, en medio de un enorme extasis colectivo y de un tremendo fervor patriótico, con banderas turcas ondeando por todos los sitios y bengalas encendidas a modo de hinchada radical de un equipo de futbol.

Esto por supuesto ralentizó mucho mi acercamiento a la vieja Constantinopla, pero sin duda, lo que más retraso me ocasionó fue el abandono del que fui objeto por parte del chófer de mi autobús, aprovechando una escapada que hice para orinar en los modernos servicios de la estación de autobuses de Bursa. Aun recuerdo la figura del autobús poniendo rumbo a Estambul mientras yo corría tanto como podía para llamar la atención de sus ocupantes. No sirvió de nada. Acabe siendo abandonado y desposeido de mi apreciada mochila, mi hatillo particular que ha de proveerme de todo cuanto necesite en este divagar por el mundo.

Tuve que montar un gran escándalo en la estación de autobuses de Bursa para que me metieran en otro autobús con destino a Estambul y para que se asegurasen de que mi mochila sería guardada bajo llave hasta que yo llegara. Esto, claro esta, con gestos y señas, porque los turcos con los que traté no sabían ni contar hasta cinco en inglés.

Estambul me recibió de nuevo... y de nuevo me recibió con su vestido de noche. Por suerte, al llegar a la estación de autobuses, mi mochila estaba esperandome en una oscura habitación a la que fui guiado por un ex-sargento del ejército al que di las gracias. Hablamos un poco y me dijo que había prestado servicio en Van, en el este de Turquía. Le pregunté si le gustaba aquel lugar y fue tajante. "No, no me parece nada interesante. Hace frío y hay muchos kurdos".

No me hizo cambiar de idea. Al día siguiente el este sería mi destino.

Continua...

1. Seguidme aquí

12 de mayo de 2007, Canet, Valencia, España



Dentro de pocas horas perderé de vista este mar. No volveré a encontrarme con él hasta pasadas muchas lunas, y no dejaré de echarlo de menos. Para aquellos que quieran saber qué es de Sergio a lo largo de su periplo por tierras alejadas de este mar, en definitiva, alejadas de su familia, sus amigos, su entorno, podréis seguirle aquí.

Desde las playas de Valencia hasta los valles y montañas de Australia y Nueva Zelanda, en un viaje por tierra y mar que me ha de llevar por caminos surcados en el suelo desde hace milenios, pero olvidados por los que más se beneficiaron de ellos. Trazos esquilados de la Ruta de la Seda, pasos montañosos a cinco mil metros de altura, ríos que han marcado el curso de civilizaciones y países a los que la paz les es tan esquiva como lo es la llegada del día del juicio final; mares que se asustan y alejan del hombre y otros que no dudan en demostrarle su brutal grandeza.

Unas botas de caminar y una mochila llena de ilusiones, algo de dinero y un pasaporte. Un viaje a las antípodas, una meta que espero alcanzar en algún momento y de la que espero regresar a mis origenes.

La actualización de este cuaderno se llevará a cabo desde lugares remotos, algunos familiares para mí y otros totalmente misteriosos, llenos de incógnitas. A lo largo del tiempo iré familiarizandome más y más con la novedosa práctica de crear y editar blogs personales y espero que el resultado sea un espacio donde todo el que tenga algún interés en esta experiencia pueda disfrutar de ella a través de internet.


Muchas han sido las renuncias a las que he tenido que hacer frente y muchos han sido los trocitos en los que se ha partido mi corazón en el momento de ponerme la mochila a la espalda. Espero poder ofreceros, a través de este cuaderno, una imagen muy personal sobre los lugares que recorro, al mismo tiempo que confío en que sirva de foro donde poder hacer vuestros comentarios. Os espero a todos aquí.

Hasta pronto


Continua...