42. Fotos de un Viaje a las Antípodas (VI)

Dejando el continente euroasiático atrás, es momento para una nueva entrega de la serie Fotos del Viaje -la sexta- de mi Viaje a las Antípodas. En esta ocasión se trata de fotos del este y del sureste de Asia, una región bastante asociada al disfrute vacacional y a sociedades relativamente desarrolladas y acogedoras para el viajero, pero que en mi caso fueron el escenario de algunas de las aventuras más trepidantes de todo mi periplo. Espero que os gusten.



La primera ciudad que visité en China cuando abandoné el Tíbet fue Xian, donde residen los guerreros más famosos del país. El enorme ejército de terracota, que fue construido para proteger a lo largo de la eternidad a Qing Shi Huang, el primer gran emperador de la China unificada, es en la actualidad expuesto al público y, a su vez, custodiado por celosos guardianes de carne y hueso











Hay pocas cosas que definan mejor la grandeza y antigüedad de una civilización que el amor de sus descendientes por sus propios símbolos. Así, la caligrafía china es a la vez herramienta y ornamento











Mi paso por Laos y el Mekong fue aventurado. De esta parte del viaje ya he aportado gran cantidad de textos y fotos. Cada vez que recuerdo aquellos días, suelo trasladarme con la mente a la que fue mi frágil morada, una cabañita de quita y pon en la que pasaba las tardes, los atardeceres, las noches y los amaneceres... recuerdo vivamente cada uno de ellos. A pesar de no ser más que plásticos y cuerdas, tuvo algo de "hogar" para mí











A Tailandia llegué tras un año de viaje por tierra interior sin contacto con mi querido mar. Una vez allí apenas me separé de éste. En la foto, niños en la isla de Koh Phayam











Bangkok, la capital de Tailandia, es una de las ciudades que más visitantes extranjeros recibe de todo el mundo. Uno puede encontrarse de todo en sus congestionadas calles. Entre los turistas extranjeros, ninguna calle es tan famosa como la Khao San Road. Mi llegada a esta ciudad, y a esta calle (que es una ciudad en sí misma) coincidió con el Año Nuevo tailandés, cuya celebración consiste en mojar con agua a todo el que pasa... tal vez fue aquí donde incubé mi dichosa laringitis...











Kuala Lumpur, la capital de Malasia, es una de esas modernas urbes asiáticas donde el cemento, el cristal y la suntuosidad devoran el urbanismo tradicional. Aquí llegué con mi bicicleta, tras mis primeros cuatro días en la carretera con ella, cuando estaba anocheciendo, y la sensación que tuve al llegar por fin al centro, tras discurrir erráticamente por miles de circunvalaciones del extrarradio, fue algo así como lo que debe sentir el espermatozoide que ha logrado fecundar un óvulo tras luchar contra miles de sus semejantes...











Volviendo a Kuala Lumpur, en Malasia, la mezcolanza de culturas e idiomas que prospera en el país da pie, en ocasiones, a coincidencias que a un visitante extranjero, en este caso español, llaman la atención. En este complejo, o "villa", como reza en el cartel de la foto, pasé cuatro noches alojado en casa de dos jóvenes francesas estudiantes de "Hospitalidad". Esto que acabo de escribir es rigurosamente cierto, pero muy probablemente, la realidad no coincida con la idea que más de uno o una se está haciendo en la cabeza











Melaka es una de las ciudades más bellas y coloridas de Malasia. En ella prosperaron, junto a los malayos autóctonos, chinos, holandeses, portugueses, ingleses, y monjes cristianos de todo tipo al asalto del continente asiático. Ningún europeo llegó muy lejos en sus pretensiones, pero la ciudad es, sin duda, una de las que más impronta europea tiene de toda Asia











En mi discurrir en bicicleta del norte al sur de Malasia, las playas del mar de Andamán me ofrecieron idílicos escenarios en los que dormir y descansar











Esta foto es del ferry que une la isla de Penang con la península malaya (al fondo la ciudad de Georgetown). Era mi primer día de pedalada con la bicicleta de segunda mano recién comprada. En ese punto, apenas después de haber recorrido 300 metros, ya estaba cansado... y eso que aún me quedaban seis meses de pedaleo











Este es el "skyline" de Singapur conforme uno se aleja en barco hacia Indonesia. Al atardecer, los ciclópeos rascacielos que el día anterior se cernían sobre mí, se van ahora perdiendo en la distancia, difuminados sobre el horizonte. Siento que pierdo de vista una ciudad, un país, y todo un continente en el que he dejado mi huella... y que ha dejado su huella en mí











La foto no es mía. Es el mundo. Sobre él se aprecia el inmenso contiente euroasiático en su totalidad, escenario de un viaje comenzado en mayo del 2007 en el que, hasta ese punto, había transitado por numerosos países (Bulgaria, Turquía, Irak, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguizistán, China, Pakistán, Afganistán, India, Nepal, Tíbet, Laos, Tailandia, Malasia y Singapur). He querido dibujar la ruta seguida desde Valencia, siempre por tierra, pues creo que ayuda a relacionar los textos que he ido incluyendo a lo largo de los últimos años en este blog con el camino seguido. No ha sido un camino fácil. He evitado rodeos y rutas más directas -como la transiberiana-, pues mi prioridad, irrenunciable, siempre ha sido descubrir cosas nuevas, viajar por lugares remotos y sentir los contrastes conforme el viaje avanza. ¿Lo mejor de todo llegados a este punto? ... tal vez sea que el viaje sigue

Continua...

41. Malasia, pura Asia

10 de junio de 2008, Singapur



Parece como si en todo relato de un gran viaje fuera de obligada costumbre utilizar, al menos en una ocasión, el término “caleidoscópico” para poner de relieve la variedad y diferenciación de culturas que conviven en determinado lugar. Se trata de un imaginativo vocablo, de origen griego, que se ha hecho universal como recurso narrativo y que la inmensa mayoría de la gente comprende con exactitud. Pues bien, en este punto de la narración de mi Viaje a las Antípodas, me toca por fin hacer uso de él, ya que dudo que haya otro adjetivo que sirva mejor para describir el mestizaje de gentes, tradiciones y nacionalidades que uno se encuentra cuando viaja por Malasia.

Desde Langkawi, en el norte, hasta la “porosa” frontera con su vecino rico del sur, Singapur, este país despliega una variedad de contrastes tan fabulosa y colorida, que al viajero que lo transita no le queda más remedio que aceptar como oportuno el popular slogan que las autoridades turísticas malayas eligieron, hace ya varios años, para promocionar su país al mundo entero: Malaysia, truly Asia; en español, “Malasia, verdaderamente Asia”, o como a mí me gusta traducir más libremente: “Malasia, pura Asia”. Se trata de un país que, tal vez por el corte islámico de su gobierno y de su etnia mayoritaria, la etnia malay, atrae muchos menos visitantes extranjeros que sus vecinos del norte, sobre todo Tailandia y Vietnam, pues a pesar de sus innegables encantos (entre los que destaca la que probablemente es la jungla más antigua del planeta), suele se considerado como uno de los países más aburridos del Sureste asiático... y es que la diversión es algo a lo que el visitante tipo de esta región de Asia no está normalmente dispuesto a renunciar.

Mi entrada en este país coincidía más o menos con el primer cumpleaños de mi viaje, pues llegué allí, procedente de Tailandia, el 10 de mayo de 2008, casi un año después del día en que salía por la puerta de casa de mis padres cargado con una mochila y con destino a la estación de RENFE de mi ciudad natal.



Cuando llegué a Malasia (por segunda vez en mi vida, pues ya la visité en el año 2005), la laringitis que fastidió mi paso por Tailandia estaba claramente en receso. Las bacterias que tanto habían prosperado en mi garganta eran ahora pasto fácil de mis recuperados anticuerpos defensivos, con lo que mi voz se empezaba a escuchar con aceptable claridad; siempre y cuando no abusara de ella (y nunca lo hago). Eso sí, necesitaba que mi interlocutor fuera paciente, y también en eso tuve suerte, pues ya en mi primer día en Malasia fui bendecido con la compañía de un entrañable individuo local. Se llamaba Ang y era un chino malayo con quien había estado en contacto mediante internet en los días previos. Las dos primeras noches en Penang, una isla del noroeste de Malasia, fui acogido en su casa, la cual compartía con un hombre hindú a quien mi presencia en su morada no parecía causar excesivo entusiasmo. “No te preocupes, no es algo personal. Sencillamente, solo le caen bien las mujeres”, me decía Ang cada vez que su compañero de casa pasaba por mi lado y me miraba con cara de perro.

Con este energético individuo pasé varios días descubriendo esta vibrante isla, ocupada en su mitad oriental por la ciudad de Georgetown, un antiguo enclave británico que se enriqueció gracias al comercio marítimo entre Europa y las famosas islas indonesias de las Especias. De un lado para otro, fuimos recorriendo sitios con los que sería difícil toparse si uno viajase solo o acompañado de una guía de viajes. Tal vez lo más “pintoresco” era el lugar elegido para nuestro encuentro cada una de las mañanas que pasé en la ciudad. Ang se empeñaba en que fuera a buscarlo al hotel de lujo en el que trabajaba. Se trataba de un hotel perteneciente a un mafioso chino que resultaba ser amigo personal suyo. El lujoso y relajante spa era el lugar donde esperaba a que Ang terminase su jornada laboral a medio día, y siguiendo ordenes suyas, siempre llegaba al menos una hora antes de la cita, para disfrutar así del yakuzi, de la suana, o de la piscina situada en el sexto piso del edificio. De allí partiríamos hacia sitios tan dispares como una sala clandestina de apuestas china, un centro de discapacitados mentales en el que los internos adoraban a mi nuevo amigo, o un comedor hindú en el que se podía jalar todo lo que uno quisiera (siempre comida vegetariana) y pagar solo un donativo voluntario. Mi nuevo compañero parecía tener amigos en los lugares más recónditos de Georgetown, y en todos ellos se me recibía con grandes atenciones, precisamente por ir acompañado de él.

En el curso de unos pocos días, tuve la sensación de estar tan familiarizado con esta dinámica ciudad, que era casi como si viviera en ella. Pronto me acostumbré a la variedad del paisaje humano, caracterizado por una mezcla de chinos, malayos, árabes, hindúes de todas las denominaciones y también una importante e influyente comunidad de europeos. Pero de todas las personas a quien conocí allí, la que más determinaría el resto de mi paso por Malasia sería Tim, un inglés semi-residente en Georgetown a quien nos encontramos Ang y yo mientras paseábamos por los graciosos recovecos del Jardín Botánico de la ciudad. Ellos dos ya se conocían bien. Recuerdo perfectamente cómo la mirada fría que Tim me brindó sirvió mucho mejor, como carta de presentación, que la introducción formal que de él me hizo Ang. Era un tipo de unos cincuenta años, menudo y fibroso. Hombre de pocas palabras, pero también de pocos rodeos.



Al parecer su principal interés era disfrutar en Asia de los ahorros reunidos en Europa, y su mayor entretenimiento era la bicicleta. No había carretera del sureste asiático que no hubiera recorrido con ella en los últimos quince años. Ahora, en cambio, estaba a punto de volver a la fría campiña inglesa para vestirse de nuevo el mono de trabajo y reunir unas cuantas libras más. Debido a que estaba pasando por una etapa de renovación en su vida, pretendía desembarazarse de golpe, antes de partir para su patria, de todo su material usado de ciclista, y en vista del interés que yo mostraba a sus parcas explicaciones, sus ojos del color del plomo se abrillantaron al tiempo que se clavaban en mis pupilas. Tras un breve silencio que se apoderó de los tres, el pequeño inglés se apresuró a verter el comentario que acababa de ser ideado en su mente. “Lo tengo todo en venta. Si lo quieres es tuyo”.

Pocos días después de ese encuentro, me encontraba a mí mismo viajando por las carreteras de Malasia, embutido en unas horrendas mayas deportivas que me venían muy justas, protegido con un casco lleno de raspaduras y cargando mi mochila, junto con una nueva aportación de equipaje y herramientas, a bordo de una bicicleta de montaña fabricada en los lejanos años noventa.

Una nueva revolución se había producido en los planteamientos de mi viaje. El “aquí te pillo, aquí te mato” se manifestaba de nuevo con una fuerza arrolladora hasta el punto de que un “sí” al ofrecimiento de un extraño, estaba reformulando por completo mi situación en el mundo. No más abarrotadas estaciones de autobuses, no más esperas al borde de la carretera haciendo auto-stop, no más paisajes disfrutados fugazmente a través de la ventanilla de un tren, un coche o una camioneta. Todo eso ya lo había experimentado –y disfrutado- bastantes veces, así que era el mejor momento para aventurarse al cambio. Ante mí tenía un país bien organizado, comparado con sus vecinos, y hacer más de cien kilómetros al día por carreteras aceptables, bien señalizadas y transitadas por vehículos guiados por ciudadanos prudentes no era especialmente aventurado -si exceptuamos mi temeraria irrupción, al anochecer, en el centro de la megalómana Kuala Lumpur, la capital malaya, esquivando millones de coches en los scalextrix del extrarradio.

Pero... ¿y después, qué? ¿Cómo iba a seguir mi viaje hasta las antípodas desplazándome a lomos de una bici chirriante? Agrestes archipiélagos de miles de kilómetros de extensión, mares infinitos, países primitivos, océanos y continentes enteros se oponían entre mí y mi destino.

¿Se oponían...? No, tan solo estaban esperando a recibirme.



Foto 1: ciclo-taxi en calles del centro de Melala
Foto 2: avenida bordeando parque central de la ciudad de Ipoh
Foto 3: mi primer día de pedalada, Georgetown, isla de Penang
Foto 4: frente a las torres de Petronas, centro de Kuala Lumpur (cap.)

Continua...

40. La voz ahogada de los Moken

9 de mayo de 2008, Songkhla, Tailandia



Mi viaje, esto es, mi manera de viajar, de relacionarme con el medio y de dejarme llevar por mis emociones, alcanzaron su clímax con mi experiencia remando en solitario a lo largo del curso medio del Mekong. Esta etapa de mi singladura culminó todas mis aspiraciones aventureras. Pero al virus de la aventura, que ahora campeaba por mi anatomía con la normalidad con la que lo hace cualquiera de los glóbulos rojos que circulan por mis venas, vino a unirse, en descontrolado asalto, una maligna bacteria que se instaló por la fuerza en mi garganta.

Nada más llegar a Tailandia, procedente de Laos, esa condenada bacteria decidió que mi glotis era la tierra prometida que algún Dios de las cosas pequeñas le anunciase, de modo que fundó allí una numerosa colonia que, a base de millones de microscópicos mordiscos, me dejó impedido del habla. “Tiene Ud. Una laringitis en toda regla”, me comunicó el médico del hospital público que visité en Bangkok cuando vi que el problema se alargaba más de lo esperado. Esto ya lo sospechaba, y por eso estuve varios días automedicándome antes de decidirme por la ayuda de un profesional. Craso error, por supuesto, pues para cuando acudí a las autoridades sanitarias llevaba probados ya varios tipos de antibióticos que, en lugar de neutralizar el ataque de los bacilos, lo que hicieron fue fortalecerlos y hacerlos más resistentes (el viejo dicho de que “lo que no te mata, te hace más fuerte”, lo debió acuñar por vez primera alguna bacteria sensiblona). Dado el estado avanzado de la infección, el médico de apellido innombrable que me atendió, parapetado tras unas aparatosas gafas de culo de vaso, sabía de qué hablaba al pronosticarme un mes de mutismo forzado.

Mes que transcurrió sin pena ni gloria discurriendo por una Tailandia por la que me desplacé más erráticamente que en ningún otro momento de mi viaje. Intenté que la laringitis no fuera impedimento para el disfrute de los encantos del reino Thai (al menos no tenía fiebres y me sentía con fuerzas), pero lo cierto es que fracasé en mi empeño, pues al no poder hablar, y lo que es peor, al sonar como una criatura de ultratumba cada vez que lo hacía, era imposible relacionarme con nadie. Es más, esta condición me reportó una permanente sensación de exclusión social que me llevó de un lado para otro de este estirado país con forma de embudo, dando tumbos y escurriéndome hacia el sur en busca de una voz que no dejaba de jugar al escondite y al despiste conmigo. Cada mañana, lo primero que hacía era recitar algún pensamiento en voz alta, siendo el resultado siempre el mismo. Las primeras palabras abandonaban mi boca con una sonoridad aceptable que me hacía pensar que el problema estaba resuelto, pero unos minutos después, cuando iba a pagar una noche más en el albergue de turno, o cuando salía a comprar comida para el desayuno, mi voz ya no existía. La cara de sorpresa del dependiente me confirmaba, mañana tras mañana, que la exitosa infección estaba ahí para quedarse.



Tuvo que ser Philip Moreno, un comprensivo médico filipino al que me encontré en el embarcadero de la ciudad de Ranong, quien me apuntase en la dirección correcta de la recuperación. “Olvídate de los antibióticos. Estos harán que la bacteria se haga inmune y acabará por aparecer un hongo que causará daños serios en tu garganta. Toma infusiones de jengibre con regularidad y precíntate los labios”, me dijo. Esa mañana diluviaba -como venía haciendo durante los últimos tres días- de manera cataclísmica. En el embarcadero había un cobertizo en el que me refugié con el galeno filipino y también con un ejemplar de una rara especie, nada menos que un ciudadano de Liechtenstein. Los tres fuimos los únicos pasajeros extranjeros de un ronroneante barco que surcó un espesor gris en el que se mezclaban, de forma casi homogénea, el mar, la lluvia y un cielo nebuloso.

Nuestro destino era la isla de Ko Phayam, en pleno mar de Andaman, la cual se hallaba a menos de tres horas de tierra firme. Mi visita a este lugar obedecía a un desganado dejarse llevar que venía poniendo en práctica en las últimas semanas. De hecho, esa misma mañana no tenía muy claro qué es lo que iba a hacer. Si el diluvio que me esperaba al llegar al embarcadero hubiera tenido ese mismo pico de intensidad un poco antes, es decir, cuando aún estaba en un albergue de Ranong, seguramente no habría salido a la calle y me hubiera quedado allí varios días viendo la lluvia caer a través de la ventana (no en vano, estas lluvias eran parte del mismo temporal que, bautizado con el nombre Nargis, estaba asolando Birmania solo unos pocos cientos de kilómetros más al norte).

Durante el trayecto, Philip se aprovechó de la prohibición de hablar que él mismo me impuso y se dedicó a sermonearme sobre su misión en la isla. Habiendo dejado a su familia en la populosa Bangkok, se dirigía allí con el propósito de prestar asistencia sanitaria -voluntaria y autofinanciada- a una pequeña colonia de Mokens, o lo que es lo mismo, gitanos del mar. “En mi tierra también existen gitanos del mar. Allí los llamamos Bajao. Pero estos que voy a ver se encuentran en circunstancias muy difíciles, pues se llevaron la peor parte de la tragedia provocada por el tsunami de 2004”. Esto es lo que me contaba Philip con parsimonia, sabedor de que no le interrumpiría con docenas de preguntas. No obstante, a su ofrecimiento de ir con él a visitar a los mokens al día siguiente, asentí con la cabeza al tiempo que mis planes de pasar días enteros tirado en la playa se escurrían por el desagüe de este Viaje a las Antípodas.

Acceder al territorio donde moraban los Moken no era tarea sencilla. Era necesario esperar al ciclo de marea baja para poder atravesar una zona de manglares, después de la cual se llegaba a la desembocadura de un pequeño pero profundo río. Desde allí, un sonoro silbido de reclamo hacía que uno de los mokens viniera desde la otra orilla, con una balsa, y nos llevara con ésta al poblado. En realidad, el concepto de “poblado” es algo a lo que los mokens no están acostumbrados, pues desde hace milenios ellos siempre han vivido a bordo de grandes barcazas de madera con las que se desplazan, navegando a la deriva, a lo largo de la costa oriental del mar de Andamán. Desde Birmania hasta Malasia y más allá, poblaciones de gitanos del mar, llámense Moken o Bajao, se dejan llevar por las aguas, agrupadas en clanes familiares, como si fuesen un entramado flotante de sargazos con vida propia.



Se trata de una existencia paralela a la nuestra, pero igualmente real. Y ahora, tras innumerables catástrofes naturales y cientos de años de rigidez y sometimiento por parte de los gobernantes “terrícolas”, una existencia que se ve amenazada. Los Moken de Ko Phayam no sienten especial apego por el trozo de tierra en el que viven, no al menos en el sentido en el que lo sentimos nosotros. La porción de la isla en la que están ubicados en chabolas prefabricadas es, de hecho, una donación de un religioso alemán que compró el terreno al gobierno de Tailandia para que los afectados por el tsunami pudiesen sobrevivir allí. Sus embarcaciones fueron destrozadas por la inmensa ola y la mayoría de los que se encontraban en estas aguas perecieron.

La única edificación sólida del lugar era una iglesia de interior diáfano y multiusos en el que Philip presidió ese día su uso como ambulatorio médico. La mayoría de individuos fue chequeado, sobre todo los niños, muchos de los cuales presentaban infecciones bacterianas o parasitarias. Los más mayores también tenían casi todos alguna tara importante, como artritis, cataratas y otras dolencias oculares que Philip estudiaba con detenimiento antes de ofrecer un tratamiento. Las instrucciones del facultativo eran transmitidas a través de un traductor Tailandés que hablaba el extraño idioma de los gitanos del mar. Al final de la jornada hicimos entrega a la comunidad de medicinas y ropa usada. Antes de marchar, nos deleitamos con la simpatía de los chavales jóvenes, a quienes les gustaba entonar canciones con las que Philip, emocionado, parecía sentirse sobradamente pagado por su ayuda.

Mientras caminábamos de vuelta a la zona de bungalows para turistas en una de las playas de Ko Phayam, Philip y yo sabíamos que estábamos caminando por unos pocos metros de arena húmeda que en este caso servían para separar dos mundos diferentes. Pocas horas después esa arena sería cubierta por el agua del océano en el ciclo de marea alta. Los moken volverían así a estar separados de nuestra realidad por un brazo de mar y la noche caería sobre el poblado, como en el resto de la isla. Los viejos del lugar hablarían a los niños, alrededor del fuego, sobre antiguas historias y leyendas de antepasados que surcaban la brava mar en busca de pesca y de otras familias como las suyas.

Los moken se convirtieron en los principales protagonistas de mi visita a Ko Phayam. Cuando me decidí a visitar esta tranquila isla, ni siquiera sabía de su existencia, pero durante el tiempo que permanecí en ella, tuve a menudo la oportunidad de verlos paseando por la orilla de la playa en la que estaba plantado mi básico bungalow. Solían caminar en grupos familiares, buscando almejas y cangrejos con palos con los que escrutaban el lecho marino dejado al descubierto por la bajada de la marea. Me hizo gracia comprobar que varios de ellos vestían alguna de las camisas que yo mismo les había donado el día de mi visita. La estrecha línea de costa era ahora el terreno donde su nueva existencia se desenvolvía en frágil equilibrio. Perdidas sus embarcaciones por la acción terrorífica del tsunami, su adaptación al mundo parecía seguir un patrón de regresión temporal, eligiendo un estilo de vida más aproximado al de los primeros hombres primitivos que caminaron por la tierra hace decenas de miles de años, cazando y recolectando alimento en las líneas costeras de Africa y Asia.

Tal vez estos antiguos nómadas del mar habían visto el “progreso” seguido por el resto de la Humanidad y habían quedado decepcionados ante el uso que hacemos de la Madre Tierra. No lo sé. No pude hablar directamente con ninguno de ellos. Pero recuerdo muy bien un comentario que me hizo Philip, en alusión a los lamentos de un anciano Moken. “¿Ves esos niños? Ya no son -ni serán- auténticos Moken. Las barcas se han perdido y ya nunca aprenderán a navegar en ellas”.


Continua...

39. El viaje del Céfiro (última parte)



(continuación artículo anterior)

La posibilidad de ser detenido por la policía era, de hecho, algo que me había inquietado durante los primeros días de remada por el Mekong. Sin embargo, conforme el viaje avanzaba, esta preocupación se fue desvaneciendo al tiempo que las dificultades y peligros inmediatos me acuciaban. Ahora, con mi objetivo de llegar a Vientiane cumplido, el hecho de ser arrestado no era más que una forma más de salvaguardar el espíritu imprevisible de este Viaje a las Antípodas.

Los hombres que me detuvieron en medio del cauce se aseguraron de que no intentaría escapar (no sé cómo demonios hubiera podido hacer esto con el Céfiro) y me ordenaron subir en su lancha motora. Al Céfiro lo amarraron a la parte trasera de ésta y acto seguido emprendieron la marcha, a gran velocidad, en dirección al cuartelillo. No es que fuera maltratado en estos primeros lances de mi detención, pero lo cierto es que me sentía algo acosado, excesivamente custodiado por los gélidos agentes. Mientras era llevado hacia el muelle que daba acceso a la sede de la policía, recuerdo que no pude evitar comparar, en mi mente, la operación de mi arresto con las espectaculares escenas de acción de aquella famosa serie televisiva de los años 80, Miami Vice (“Corrupción en Miami”). Esta comparación imaginaria, acompasada al ritmo de los archiconocidos acordes de guitarreo eléctrico y de los envolventes timbales de acústica sintetizada con los que comenzaba cada capítulo de la serie en la pequeña pantalla, estaba tintada de un íntimo acceso de cachondeo surgido en uno de los momentos más críticos de todo el viaje. Pero fue una reacción inconsciente y, de alguna manera, me ayudó a mantener la compostura y a estar sereno mientras los policías -que no podían ser más distintos de aquellos elegantes y engominados Sonny Crocket y Ricardo Tabs- me llevaban con ellos.

Tanto yo como mis pertenencias fuimos conducidos al pequeño cuartel, en el que un agente vestido de oficial guardaba asiento frente a su mesa de despacho. Era un hombre más joven que los que me trajeron hasta allí, pero sin duda de mayor rango. Al verme entrar, su expresión fue más bien de sorpresa. Creo que esperaba algo diferente. Los avisos recibidos por radio o teléfono le debían haber hecho concebir la idea de que un importante narcotraficante, o tal vez un influyente espía internacional, había caído en sus garras. En lugar de eso, la puerta de la mostosa estación policial dio acceso a un personaje de curioso aspecto; ya no solo por mi desarreglado bigote, por mis chabacanos guantes de remar o por mi hediondo equipaje, sino también por mi piel requemada y, en especial, por lo ridículo que debía parecer andando descalzo pero con calcetines (pues había seguido los sabios consejos del monje Ko, quien me sugirió, esa misma mañana, que me los pusiera para proteger mis heridas en los pies del sol abrasador). La verdad es que hoy por hoy, y escribiendo desde el recuerdo, entiendo que la policía se viera en la necesidad de detenerme, aunque solo fuera como fruto del desconcertante impacto visual que causaba mi presencia remando en el Mekong.

Esa mañana la pasé metido en aquel habitáculo, rodeado de agentes que registraban mi desbaratado equipaje y siendo instigado por el jefe de éstos, el cual, cada vez que aparecía un objeto sospechoso -previamente embalado por mí en Luang Prabang con cinta aislante y plástico para protegerlo del agua- reproducía en inglés, no sin cierto dramatismo interpretativo típico del cine de acción más casposo (seguro que había visto la película Rambo muchas veces), esta misma frase: “Guat is tis…?” (“¿qué es esto…). En cuanto el superior pronunciaba estas palabras, el movimiento en la oficina se congelaba y los policías que registraban mi equipaje detenían su búsqueda con un súbito gesto gatuno que los dejaba petrificados. Toda la atención de la sala, incluida la mía, era entonces atraída por el objeto de turno que había acabado sobre la mesa del oficial. En muchos casos ni siquiera yo mismo sabía que era lo que había dentro de las muchas capas de plástico y cinta aislante, así que allí se desenvolvieron, como si de bombas de relojería siendo manipuladas por especialistas anti-explosivos se tratase, varios de mis bultos. Unas veces se trataba libros, otras de documentos, otras de ropa o incluso de un paquete circular con CDs en los que iba almacenando las fotos del viaje (todos fueron enviados a otro despacho en el que su contenido fue inspeccionado en un ordenador). Pero nada encontraron que pudiera ser considerado ilegal, y menos aún amenazante para la seguridad nacional. Conforme todos estos inofensivos artículos se iban desvelando como únicos componentes de mi equipaje, el rostro del jefe policial se tornó más sombrío, pues la verdad se iba haciendo más evidente y, en lugar de un celebrado ascenso por haber desarticulado una banda internacional de tráfico de drogas e influencias, ahora parecía como si lo único que le pudiera reportar mi presencia en su oficina fuera una humillación cada vez más grande para él. Estaba tratando, al fin y al cabo, con un vagabundo. Al final, el oficial no tuvo más remedio que dejarme marchar. Eso sí, para asegurarse de que sus acciones incluían algún tipo de orden que justificase una operación en la que participaron gran cantidad de policías (me pregunto si esa mañana quedó alguno libre para seguir vigilando las calles de Vientiane), decidió requisarme la barca. “¿Por qué? Pero es mía; la compré en Luang Prabang”, repliqué con moderación. “Es por su seguridad”, fue su contestación, susurrada por una boca arqueada maliciosamente.



Media hora más tarde, tras ser transportado en un moto-taxi que el jefe de la policía consiguió para mí desde el cuartel, me hallaba en el centro de Vientiane, cansado y desganado. Verme de nuevo en medio de una ciudad, cargando penosamente todos mis trastos y casi sin poder andar por el dolor de mis heridas, me sumió de repente en una especie de depresión viajera. Tras haber vivido una de las mayores y más emocionantes aventuras de mi vida, y tras muchos meses de viaje por lugares misteriosos y hechizantes, ahora me hallaba en una de las capitales de los países que forman la región conocida como Sureste Asiático, esa región de la tierra donde el turismo internacional ha impuesto sus propios modelos de desarrollo, y donde el viajar libremente va perdiendo, cada vez más, su esencia aventurera. Esa noche apenas dormí. La pasé tumbado en el suelo, sobre la misma esterilla y cubierto por la misma mosquitera que había estado utilizando durante el recorrido en barca. No hice esto por añoranza hacia una forma de viajar a la que se acababa de poner fin, sino porque el mugriento colchón de la habitación que ocupaba -en uno de los hoteles más baratos de Vientiane- estaba poblado por una vampiresca comunidad de ácaros de cama. Así que allí, echado en el frío suelo, rendido a los insectos de la capital, y cegado por la oscuridad húmeda de un cuarto sin ventanas, me acordé del Céfiro. Y del Mekong.

El día siguiente desperté imbuido de un firme e ilusionante propósito: volver a hacerme con el control de mi barca. Durante la noche velada, esta opción había ido tomando cada vez más fuerza. Al principio me la tomé a broma, pero poco a poco fui dándome cuenta de que la posibilidad de arrebatarle a la policía lo que me habían quitado, sin una razón justificada, era lo único que me ayudaría a conciliar el sueño, así que al despertar lo tenía muy claro. Esa mañana la pasé en el hotel, descansando y planeando los detalles de la operación que iba a ponerme de nuevo en contacto con mi querido Céfiro. Por la tarde alquilé una bicicleta y paseé con ella por el centro de Vientiane, como haría cualquier otro turista, pero cuando el sol comenzaba su descenso de lo alto de los cielos, regresé al hotel. Allí me vestí con ropas oscuras, me calcé unas zapatillas deportivas, introduje mi cuchillo de caza y una linterna frontal en una pequeña riñonera, y acto seguido me encaminé, pedaleando, hasta las inmediaciones del cuartelillo en el que había sido ultrajado por la policía. Me aseguré de llegar hasta el muelle del cuartel cuando el sol se hubiera ocultado por completo, de manera que la presencia de un falang, merodeando tan alejado del centro de la ciudad, no levantase sospechas entre la gente local (aunque estaba en las afueras de Vientiane, la zona era muy bulliciosa).

Al llegar, la penumbra del comienzo de la noche todavía ofrecía algo de visibilidad a mi alrededor, lo cual me bastó para distinguir al Céfiro flotando sobre la aceitosa superficie del Mekong. Estaba mal amarrado y separado unos metros de la orilla, encajado entre dos hileras formadas por una veintena de lanchas rápidas bien ordenadas. Estas hileras estaban dispuestas perpendiculares al curso del río, y muy cercanas las unas a las otras, así que el Céfiro se hallaba en muy malas condiciones para ser liberado limpiamente. No obstante, más difícil que hacer esto último, era el hacerlo sin ser descubierto. El cuartel de la policía estaba a unos treinta metros río abajo, pero sus luces estaban apagadas, así que, si había alguien dentro, con toda seguridad estaba durmiendo. En cambio, no ocurría lo mismo en una caseta de madera situada en lo alto del terraplén en que consistía la orilla del río en este tramo. En ella vivía una numerosa y ruidosa familia que en aquel momento se hallaba en el exterior, disfrutando del frescor de la noche, cuyos miembros estaban situados justo encima de donde estaba amarrado el Céfiro, así que descender hasta el agua desde allí no era posible. Con la poca visibilidad y con la acusada pendiente del terraplén, hubiera sido imposible avanzar sin hacer ruido y, por tanto, sin ser descubierto. Dado lo complejo de la situación, tuve que alejarme unos cien metros del lugar hasta que encontré una rampa de pendiente moderada que bajaba hasta el río. Entonces retorné en dirección a mi barca, andando ya con los pies dentro del agua, muy despacio y con gran precaución para no pisar algún objeto punzante (pues también evité utilizar mi linterna). Cuando llegué donde se encontraba el Céfiro, la noche era ya cerrada. Mi figura no era más que una sombra que se mezclaba con la oscuridad de igual forma a como las nubes se vuelven una en un día lluvioso. Tan solo debía tener cuidado con no hacer ruido, pues la familia que había visto antes estaba a solo unos metros de distancia. Podía escuchar sus voces a pocos metros sobre mí, hablando animadamente como si nada pasara.



En aquella situación, y debido al enorme sigilo con el que actuaba, me sentía pesado y torpe. Para tener acceso al Céfiro, tuve que sumergirme en el Mekong casi hasta los hombros, pues la profundidad en ese lugar era algo mayor de lo que es habitual a lo largo de la orilla. Cuando llegué hasta él, lo agarré con mis manos y lo acerqué hasta mí despacito; desaté el amarre y entonces saqué mi puñal de la riñonera que portaba. A continuación me dispuse a acometer el plan que había maquinado la noche anterior. Al principio de este capítulo comenté que en el fondo de la parte trasera del Céfiro había una ranura taponada con goma de neumático. Creo que en el pasado la barca había contado con un motor, de modo que la caña de la hélice debía pasar por esta ranura. Era el único “punto débil” del casco, así que allí clavé mi puñal y rajé la goma, hecho lo cual, el agua comenzó a introducirse en el Céfiro.

En pocos minutos el agua sería demasiada y mi barca se hundiría por completo, pero aún había tiempo para una cosa más. En mi riñonera traía conmigo un trozo de tela blanco y alargado que en el Tíbet llaman jada y que sus habitantes tienen por costumbre poner en torno al cuello de sus seres queridos cuando éstos emprenden un viaje, o también para honrarlos en todo tipo de ceremonias. A mí me pusieron muchas durante mi reciente estancia en ese hermoso país, pero solo conservaba las tres últimas; aquellas que me habían endosado, para despedirse de mí, las tres jóvenes camareras tibetanas que tantos cafés y sopas me sirvieron en mi bar preferido de Lhasa. Cuando el Céfiro comenzaba a hundirse, enredé una de estas jadas en la madera de la proa, le di un último adiós y acto seguido lo impulsé con todas mis fuerzas a través del estrecho canalillo que había entre las demás embarcaciones. El impulso fue suficiente para que el Céfiro accediese, por sí solo y lentamente, al amplio cauce del Mekong. Allí se unió a la tímida corriente –casi inexistente en temporada seca a su paso por Vientiane- y avanzó unos metros río abajo. El agua seguía entrando en su casco sin remisión y cada vez la barca era más pesada. Enseguida lo perdí de vista, así que rehice el camino hasta lo alto del terraplén y lo busqué de nuevo asistido por la tenue luz de una luna creciente. Me costó divisarlo, pero lo localicé, ya casi detenido en el medio del cauce, a mucha distancia de donde yo estaba. Después vi, con mucha dificultad –como si fuera en una oscura ensoñación, cómo torcía un poco su rumbo y avanzaba de nuevo en dirección a la orilla, ahora muy despacio y casi lleno de agua. Pocos segundos más tarde se detuvo un instante, como si tuviese vida propia y como si estuviera replanteándose su regreso a tierra firme. Entonces su figura comenzó a menguar hasta que al final, desde mi posición, tan solo podía apreciar una raya negra pintada sobre el río en la distancia. Y después nada.

El Céfiro desapareció bajo las aguas del Mekong cubierto por un extraño reflejo blanquecino de luz de luna. Su viaje había terminado.

En los minutos posteriores permanecí sentado en un banco de cemento situado en el borde de la elevada orilla, justo delante del cuartel de la policía. No había nadie a mi alrededor, aunque eso ya no me inquietaba. Había llevado a cabo mis intenciones, y ahora ya no hacía falta preocuparse por lo que pudiera ocurrir. Me apetecía pensar con relajación y comenzar a disfrutar de la sensación que produce un final feliz y justo. Y sobre todo, memorable. Cuando la policía me requisó la barca, pensé que estaban emborronando una bonita memoria y que yo estaba siendo objeto de una injusticia. Ahora comprendía que el llegar remando hasta Vientiane no había sido suficiente para mí; no si no podía despedirme del Céfiro como le correspondía. Con todos los honores.

Pero también tuve otra reflexión que jamás olvidaré. Me di cuenta de que el Viaje del Céfiro había sido una metáfora de mi propio Viaje, de esta experiencia que estaba transformando mi vida y que había decidido emprender cuando más acomodado y asentado me encontraba, viviendo como uno más, sin hacer ruido y destinado a prolongar un estado de anhelo que iba a durar hasta el fin de mis días si no ponía remedio desligándome de todo y llevando a cabo este maravilloso viaje. Cuando vi al Céfiro por primera vez, casi tres semanas antes, amarrado en un remanso embarrado del Mekong en Luang Prabang, apenas era poco más que un objeto insignificante, uno más de entre los muchos barquichuelos cuya función es, como mucho, ser utilizados para cruzar de una orilla a la otra del río. Tal vez llevaba a cabo, de vez en cuando, alguna aventurada escapada en compañía de su dueño para pescar unos pocos peces, o incluso para servir como puesto de mercado flotante en una mañana en la que su dueño hubiera recolectado gran cantidad de cebollas -de esas que crecen en las empinadas orillas de la vertiente pobre de Luang Prabang. Pero eso es todo. No servía para mucho más. Y tal vez, nunca más. Los mejores días del Céfiro ya habían pasado cuando lo conocí. Creo que su final estaba cerca. Creo que a su existencia solo le restaba el tiempo que otros le quisieran dar, antes de convertirlo en leña, en un macetero grande para cultivar tomates, o en algo parecido. Sin embargo, nuestros caminos se cruzaron y su futuro se transformó por completo.

Cierto es que su vida se acortó aún más de lo esperado; ¡pero cuan emocionantes fueron sus últimos días! En el tiempo que pasamos juntos, el Céfiro conoció nuevos rincones del vasto Mekong, acaso los más exuberantes y espectaculares de todo su curso; se encontró con nuevas gentes; pasó por innumerables peligros; surcó valientemente aguas revueltas y traicioneras; visitó otros países; ¡incluso sobrevivió a un naufragio! Al final de su viaje fue apresado y después liberado. Y por último fue libre de verdad; libre también de su utilización por los seres humanos. Él solito recorrió sus últimos metros en una hermosa noche, llevado por la corriente, hasta desaparecer bajo las aguas del mismo río al cual había dedicado su existencia. La vida del Céfiro fue plena. Y su viaje, la perfecta culminación de ésta.

Continua...

38. El viaje del Céfiro (parte IV)



(continuación artículo anterior)

El naufragio en aguas del Mekong, después de todo, no tenía por qué significar el fin de la expedición. Me costó algún tiempo convencerme de esto, pero al ver con mis propios ojos al Céfiro siendo traído hasta la orilla por los dos jóvenes laosianos, la pegadiza melodía de la Esperanza se sincronizó con los latidos de mi corazón.Corrí de inmediato a la zona del rescate, y al llegar comprobé que el casco del Céfiro aún estaba sumergido, aunque bien agarrado por uno de los muchachos. Los dos habían acudido allí para hacer la colada, así que traían con ellos un cubo para lavar la ropa que no dudaron en ofrecerme para realizar la ardua tarea de achique de toda el agua que contenía la barca, que en este caso coincidía con el volumen total del bote. Fue un proceso lento y agotador, pero tras más de media hora de intenso trabajo, conseguimos que el Céfiro volviese a flotar sobre el mismo río que unos instantes antes lo había devorado salvajemente.

Una vez a flote, la dura realidad comenzó su trabajo de rebajar las expectativas que me había hecho concebir el rebrote de esperanza. Allí estaba el Céfiro, sí, pero todos los entablados de su fondo, además de la banqueta en la que yo solía sentarme a remar y de la cubierta de caña trenzada -la cual me había servido de refugio en las últimas noches- habían desaparecido. El Céfiro se limitaba ahora a su carcasa exterior, la cual incluso había adquirido cierta curvatura asimétrica, como si hubiera sido estrujada por una mano gigante de fuerza descomunal. Esto me hizo albergar muchas dudas acerca de su correcta navegabilidad. Por otro lado, algunas de mis pertenencias e instrumentos más importantes, como el remo del que hacía uso o la bolsa de plástico en la que guardaba mi comida y algo de ropa, se habían ido con la corriente. También se habían perdido para siempre las dos grandes garrafas de agua, así como mi hornillo con su bombonita de gas. En cuanto a otros objetos personales de valor, como mi cámara fotográfica o mi teléfono móvil (el cual me resultaba inútil en cualquier caso), ambos resultaron dañados por completo. Lo cierto es que la cámara llevaba ya muchos meses dándome problemas (desde que visité Irán, casi un año atrás), así que éste fue el toque de gracia. Las fotos sacadas la tarde antes del naufragio fueron las últimas que pude hacer en toda la expedición.

Por fortuna, la famosa bolsa que contenía mi comida, mi ropa y el campamento, apareció unos metros río abajo y fue rescatada por otro joven, el cual la trajo hasta donde yo estaba en medio de una especie de furor público que empezaba a cocinarse en ambas orillas del Mekong. Resultaba paradójico que mi rocambolesca situación estuviera centrando la atención de un gran número de personas pertenecientes a dos países diferentes. La estrechez del cauce, unida a la idoneidad del lugar para atrapar peces debido a la fuerte corriente, habían hecho de aquella zona un lugar muy concurrido, tanto a un lado como al otro del río. Ahora, con todo el personal pendiente de mis acciones, el paisaje parecía limitarse a un ámbito mucho más reducido, como si se tratase de un pequeño barrio internacional. Pescadores tailandeses intercambiaban observaciones, entre risas y gestos de asombro, con sus semejantes laosianos, los cuales les replicaban enérgicamente, con gran entusiasmo. De alguna forma, mi percance los había unido un poquito más. Después de todo, étnicamente hablando, los laosianos y los tailandeses son muy parecidos (aunque en el aspecto económico se trate de mundos distintos...).



En medio de esta algarabía transfronteriza, mis ánimos se renovaron y me dispuse a retomar lo que hacía solo unos minutos me parecía inconcebible: seguir remando hasta Vientiane. El problema del remo perdido tuvo fácil solución. Tenía uno de repuesto, aunque más pequeño que el anterior, el cual había estado utilizando para unir mi mochila al neumático de autobús (atravesándolo entre los tirantes de la mochila). En cuanto a la banqueta para sentarme a remar, no me quedó otra opción que buscar una piedra lo suficientemente grande. La encontré con ayuda de unos niños que se habían acercado a ver quién era ese tipo tan especial, ese falang vagabundo del que tanto hablaba la gente esa mañana.

Durante los últimos segundos antes de ponerme de nuevo en marcha, ya sentado dentro del Céfiro, eché una mirada a los temerarios rápidos que presidían el paisaje mekoniano en el que estaba a punto de adentrarme. Tenía la plomiza sensación de que, si aún estaba en condiciones de volver a remar tras haber naufragado en el río, era porque estaba destinado a alcanzar mi objetivo. No obstante, la rutilante presencia del remolino, a escasos metros de mí, me intimidaba hipnóticamente. En esos momentos de semi-trance recuerdo haber desviado la memoria hacia mi infancia, en la que una vez leí el cuento Descenso al Maelström, de Poe. En este relato, el protagonista narra su experiencia escapando, gracias a su ingenio, de una muerte segura al encontrarse en medio de un remolino de dimensiones bíblicas en aguas del Mar del Norte, en Noruega. En aquel entonces, desde mi tierno asombro infantil -y no sin cierta melancolía-, pensé que yo jamás me vería inmerso en una manifestación tan fabulosa y destructiva de la Naturaleza. Ahora, en mi arriesgada situación, la inocencia pretérita de aquel niño adquiría cierto carácter profético. Sin duda, el remolino que me hipnotizaba en esta ocasión no era el Maelström.... pero era real.

Sin otra alternativa que la autoimpuesta necesidad de seguir adelante, di una profunda inhalación y me impulsé con todas mis fuerzas en una de las rocas para salir con rapidez del remansillo en el que me hallaba refugiado. Mi prioridad era alejarme lo más posible de las proximidades del remolino, lo cual conseguí de sobra al elegir un área del cauce en el que la corriente corría veloz río abajo. Fueron unos segundos críticos en los que me encontré de nuevo en medio de aguas muy turbulentas, con muchas dificultades para gobernar el maltrecho Céfiro. Pero poco a poco fueron tranquilizándose conforme el rugido del abismo que había intentado dar fin a mi experiencia se apagaba tras de mí. A partir de ese momento, y hasta el fin de mi aventura, ya no encontraría resistencia significativa por parte del Mekong.

No quiere esto decir que no fueran difíciles o duros los últimos días. Al contrario, se trató de jornadas en las que acusé los excesos físicos de la expedición, así como la deficiente alimentación y falta de planificación general. En la penúltima jornada, a medio día, fui objeto de un súbito ataque de deshidratación al que no pude responder bebiendo agua, ya que ésta se me había terminado. Por suerte, un lugareño que pasaba con su pequeña barca motora atendió mis gritos de auxilio. “¡Nam, nam!” (¡agua, agua!), le inquirí desde el centro del cauce. Cuando el hombre llegó hasta mí se percató de mi estado de aturdimiento bajo un sol abrasador y me remolcó directamente hasta su villorrio, en el que no solo fui ofrecido agua fresca, sino también unos reconstituyentes huevos revueltos con arroz que me ayudaron a recuperar las fuerzas justas para continuar unos kilómetros más.

Esa tarde, una refrescante sensación de logro cubrió mis hombros. Por algún motivo, y aunque el paisaje a mi alrededor seguía siendo salvaje y misterioso, supe que nada podría impedirme alcanzar mi objetivo de llegar a Vientiane. Tal vez por eso, mis ansias concebidas durante los días previos fueron apaciguadas y mis exacerbados sentidos, los cuales habían estado vigilantes en busca de signos que indicaran mi aproximación a la capital laosiana -como el avistamiento de grandes edificios, el ruido de carreteras congestionadas o la presencia de aviones volando bajo- retornaron a su estado contemplativo. La relajación y el placer ácido que confiere la noción de aventura se instalaron de nuevo en el Céfiro.



Entonces, mientras remaba muy despacio, vacilante y sin prisa (creo que no quería llegar a Vientiane todavía), una extraña estructura de cemento apareció en la margen laosiana del cauce, a mi izquierda. Se trataba de unas escaleras que bajaban hasta el río a lo largo de una acusada pendiente cubierta de árboles. Debían tener unos quince metros de longitud, pero lo más llamativo eran los vastos pasamanos, fabricados con escayola coloreada y moldeados con forma de alargado dragón. El conjunto en sí era bastante burdo, y además parecía inacabado; no obstante resultaba llamativo, con las cabezas de los dragones al final de las escalinatas, casi en el mismo agua. Mi curiosidad resultó azuzada, así que, en lugar de pasar de largo, desvié mi rumbo y me acerqué hasta la orilla.

Al llegar allí, mis oídos captaron el chispeante tono de una musiquilla que debía provenir de unos altavoces situados en el otro extremo de las escaleras. Amarré el Céfiro a unos arbustos y ascendí por los escalones de cemento sin lucir, descalzo y dolorido debido a los incómodos quemazones que el sol me había producido en los espacios interdigitales de los pies. Al llegar a lo alto, me encontré con varias personas que me miraron circunspectas. Entre ellos había un joven monje que se encontraba agachado en cuclillas (la típica manera de reposar de las gentes sencillas de Asia), el cual se alzó como un resorte al verme. Acto seguido, se precipitó en alocada carrera hacia otro grupo de monjes más alejado y a los pocos segundos uno de aquellos comenzó a caminar hacia mí con paso firme y ufano. Conforme lo vi venir, con el rostro serio y la barbilla bien alta, pensé que iba a reprenderme por haber irrumpido sin permiso en un recinto privado. No obstante, sus palabras fueron de bienvenida, y además en un aceptable inglés; “soy el monje Ko, y este es el monasterio Wat Thampha. Gracias por venir”. Estas fueron sus palabras de recibimiento. Después nos enfrascamos en una amigable conversación que incluyó una invitación a que pasase la noche en el monasterio. En vista de que la tarde estaba avanzada y de que no deseaba llegar a Vientiane acuciado por la oscuridad, me pareció una buena idea. Por otro lado, el lugar y la situación me resultaban muy sugerentes.

Lo primero que hizo Ko tras proponerme pernoctar en el monasterio fue pedirle permiso al abad, a cuya presencia fui conducido. El abad, un hombre esquelético que aparentaba ser más viejo que el propio monasterio, estaba sentado en el suelo, en silencio, y cubierto únicamente por una túnica naranja. Apenas me prestó atención conforme Ko le hablaba; de hecho tampoco pareció prestarle mucha atención a él, pero el caso es que dio su visto bueno. Una vez aceptado en la comunidad, Ko me instó a que me diese una ducha con el resto de los monjes, algo que en todo monasterio budista es más un rito que una cuestión de higiene. Antes de ir a dormir, cada uno enrolla su cuerpo desnudo en un pareo rojo y, junto con el resto de internos, toma agua con un jarro de un grifo comunal y la vierte sobre sí. En esta ocasión, con mi sorpresiva presencia, enrollado igual que ellos en un pareo que me facilitó Ko, los monjes no paraban de reír inocentemente y de hacer alegres comentarios entre ellos. Esa noche la pasé bajo el techo de la pagoda principal del templo, protegido por una mosquitera que mis nuevos compañeros habían dispuesto para mí, justo al lado de la gran estatua dorada de Buda que ocupaba su centro. A los pies de la representación de este viejo maestro que alcanzó la Iluminación hace 2.500 años, y que después no hizo otra cosa que sermonear por toda la India acerca de lo que había descubierto, fui acomodado en el suelo. Tumbado sobre una manta que hacía de colchón, reflexioné sobre mi situación. Me pregunté qué es lo que el Buda en persona me hubiera respondido de haberle preguntado cuál era, en realidad, el auténtico motivo que me había llevado a emprender este largo viaje en el medio de mi vida, algo que yo mismo todavía no había conseguido esclarecer. Me auto-complací con el repentino convencimiento de que, de las muchas cosas que me habría dicho, tal vez lo principal habría sido que llegar a Vientiane, o a las antípodas, no era lo más importante.

Por la mañana, una mini-agenda protocolaria me aguardaba. Los monjes del pequeño monasterio Thamphan conocían ya la naturaleza de mi expedición, y todos ellos, en especial los más jóvenes -que eran la mayoría-, querían despedirse de mí. Cuando hube preparado mi impedimenta (ahora ya reducida a poco más que un trapero grupúsculo de bolsas de plástico), fui invitado por Ko a desayunar con él y con el abad, quien esta vez parecía más interesado en conocerme. El hombre permanecía sentado en la posición de loto, en el mismo lugar en el que lo había visto la tarde anterior -me pregunté si habría pasado la noche allí, meditando. El desayuno consistió en verduras, huevos revueltos y té, todo ello en dosis minúsculas dispuestas en el suelo, frente al abad. El anciano tampoco se dirigió a mí en esta ocasión, aunque tuve la impresión de que su esquiva conducta, así como el estado de alerta de los monjes que había alrededor, eran el reflejo de un contenido entusiasmo infantil ante la visita de un foráneo occidental.

Para confirmar esto, poco después del desayuno, el abad pronunció unas escasas palabras dirigidas a Ko, en voz queda y severa, al mismo tiempo que observaba con gesto preocupado mis maltrechos pies. El joven monje se levantó inmediatamente y a los pocos minutos apareció de nuevo trayendo con él un bien surtido botiquín de primeros auxilios. En vista de que las quemaduras del sol habían dejado los espacios entre los dedos de mis pies en carne viva, Ko decidió que lo mejor era tratarlos con Betadine (antiséptico), así que allí mismo, ante la presencia de la efigie en la que se había convertido el abad, llevamos a la práctica la cura de mis heridas.

Una vez realizada la operación, me despedí de mis azafranados anfitriones, especialmente de Ko y del abad, a quien, de manera casi inconsciente, ofrecí una reverencia -arqueando mi cuello y juntando mis manos por las palmas a la altura del pecho- que fue correspondida con una réplica por su parte acompañada de una extraña y sugerente sonrisa. Por unos segundos, tuve la sensación de que mi visita le había causado una gran impresión; el hombre parecía contento, aunque tal vez no sabía cómo reaccionar ante este hecho.



Tan solo unos minutos más tarde me hallaba remando a bordo del Céfiro, de nuevo ensimismado con mi entorno y vigilante ante cualquier evidencia que delatase mi aproximación definitiva a Vientiane. No pasó mucho tiempo antes de que el paisaje a mi alrededor se transformase en este sentido. A medida que el cauce se ensanchaba y las orillas se desnudaban de geografía, aplanadas cada vez con más fuerza por un cielo omnipotente, barcos de gran tamaño aparecieron fondeados a cada lado del río. El horizonte se hizo paulatinamente más amplio y algunas edificaciones sólidas se dejaron ver muy cerca de las aguas del Mekong; y cada vez más y más gente en torno a éstas. El sonido de vehículos recorriendo congestionadas carreteras llegó a mis oídos y por fin, en la lejanía, uno de los signos que había estado esperando desde que comencé esta quijotada, apareció brillando como una estrella en medio de la noche. Se trataba del Don Chan Palace Hotel, tal vez el edificio más alto de Vientiane y de todo el país. Sus más de diez plantas, construidas en la orilla del Mekong a su paso por la capital de Laos, fueron el indicativo inequívoco de que había llegado a mi destino.

Diecisiete días después de haberme precipitado a las aguas de este increíble río, invadido de tantas dudas sobre el desenlace de la expedición como de ilusión por llevarla a cabo, mis cansadas remadas me traían por fin a Vientiane. No hubo gritos de celebración ni euforia desenfrenada a bordo de mi barca. Al contrario, como si de un robot programado para no hacer otra cosa que remar parsimoniosamente se tratase, allí estaba yo, impasible en medio de un océano entre dos países remotos, sin nada más que esperar ni nadie que me esperase; tan desligado de mi mundo como jamás pueda llegar a estar. Una espontánea lágrima recorrió mis mejillas en línea recta, inalterada por el férreo andamiaje de mi faz, hasta perderse disuelta en el sudor en mi cuello. Por unos minutos ni siquiera pude armar una leve sonrisa... El éxtasis no me permitía gesticular.

A pesar de todo, las buenas noticias estaban a punto de ser convertidas en una mayor ración de aventura. Mientras me hallaba envuelto en una nube de pensamientos glorificantes, el rugido de una lancha motora me devolvió a la realidad. El aparato se aproximó por detrás de mí a gran velocidad y en pocos segundos me dio alcance, realizando a continuación un hollywoodiano rodeo en torno al Céfiro. A bordo había cuatro hombres vestidos de la misma manera, aunque con diferentes tonos de color, y luciendo todos ellos un semblante serio e intimidatorio dirigido hacia mí. Tras el rodeo de exploración, se acercaron y, sin saludo previo, agarraron mi barca sujetándola con sus manos, frenando así mi avance. Traté de mantener la compostura y de no liarme a remazos con ellos, pues poco tenía que ganar, pero lo cierto es que mostré algo de resistencia, intentando en vano liberarme de su agarre. Pronto me hicieron gestos de que no ofreciera resistencia al tiempo que uno de ellos me hacía entrega de un misterioso teléfono móvil, indicándome que debía atender una llamada. Al acercarme el móvil al oído, una vocecilla dubitante me hablo en inglés y me dijo que estos hombres eran de la policía, que estaba detenido y que debía ir con ellos al cuartel.

Continua...

37. El viaje del Céfiro (parte III)



(continuación capítulo anterior)

Tras superar el envite de los rápidos de Pakneun, muchos días pasé remando por el Mekong. Este increíble río me regaló jornadas memorables, llenas de dificultades y situaciones rocambolescas. Pero no todas ellas se daban dentro del agua. En una ocasión, ya en la orilla, fui embestido nada menos que por una manada de búfalos. Ocurrió al finalizar la remada, alrededor de las 17 horas -bastante tarde para lo que venía siendo habitual. Al desembarcar me percaté de la silenciosa presencia de un grupo de los llamados “búfalos de agua”, muy cerca del lugar que había elegido para instalar el campamento, aunque esto no me importó lo más mínimo, pues conocía bien el carácter pacífico de estas criaturas.

El aspecto de estos mamíferos es ciertamente imponente, con tamaños que en el caso de los machos adultos doblan con facilidad al de los toros de lidia, y cuyas cornamentas llegan a alcanzar más de un metro de envergadura. Aun así, la Madre Naturaleza, al crearlos, decidió que su presencia en este planeta se limitara a poco más que alimentarse de hierba y procrear, sin que su lobotomizada conducta originara conflictos con el resto de seres vivos. No obstante, para acrecentar el misterio del Mekong y de la fauna que bebe de sus aguas, esta manada en particular tuvo a bien arremeter contra mí.

En realidad no era yo el objeto de su excitado recibimiento, ni tampoco eran sus planes agresivos desde su vacuno punto de vista. Su embestida fue motivada por el olor que provenía de la bolsa donde guardaba mi comida, a la cual dirigieron sus pesados pasos en cuanto la desembarqué del Céfiro. Se acercaron con mucha lentitud, orientando sus ojos negros hacia la bolsa de colores en la que guardaba -mezclada con el aparellaje y algo de ropa- mi dote alimenticia, la cual no constaba más que de algo de arroz, café, galletas y fideos chinos. Al principio no di mucha importancia al avance de las bestias y pensé que solo sentían curiosidad hacia este falang que tanto contrastaba con el paisaje humano al que estaban acostumbrados. Sin embargo, conforme se acercaban, resoplando sonoramente por el hocico y adquiriendo cada vez más velocidad mientras combatían entre ellos por posicionarse de la manera más favorable, su paso llegó a convertirse en trote, y después, cuando ya estaban a pocos metros de mí, casi en galope. De pronto me vi asediado por decenas de toneladas de hueso, piel y carne que se abalanzaban sobre mí sin remisión. Mi reacción inicial al percatarme de lo que se me venía encima fue de auténtica sorpresa. Me quedé petrificado, temeroso y acartonado. Mi mente se enredó en absurdas visualizaciones de futuros artículos de periódicos de mi tierra en los que se informaba sobre mi fallecimiento... “Turista valenciano encontrado sin vida en una orilla del Mekong a su paso por Laos. Aunque se desconocen las circunstancias de la tragedia y no se entiende qué demonios hacía el sujeto allí, en lugar de estar disfrutando de las Fallas de Valencia, se presume que fue pisoteado por una manada de búfalos que pastaba en la zona. De confirmarse este extremo, sería el primer caso en la Historia en que un turista es repelido violentamente por un grupo de estos pacíficos morlacos.... y bla, bla, bla”.





Me costaba creer que estos animales, rodeados por todas partes de hierba con la que llenar sus cavernarios estómagos, se vieran seducidos por mi irrisoria despensa, pero era consciente de que si llegaban hasta la bolsa y comenzaban a mordisquearla, entonces sería muy difícil recuperarla; mi alimento se agotaría en cuestión de segundos devorado o pisoteado por un grupo de amebas gigantes con cuernos y yo quedaría en medio de la selva, sin nada que llevarme a la boca. Por otro lado, si me quedaba a defender mis posesiones, acabaría convirtiéndome en un guiñapo informe sobre las orillas del Mekong, así que mi única alternativa, pensé, era salir corriendo o incluso tirarme de cabeza al río, que fluía detrás de mí separado de donde estaba por un pequeño y rocoso barranco. Sin embargo, y cuando el búfalo más grande de la manada ya estaba a menos de tres metros de distancia, una chispa de atrevimiento saltó dentro de mí y decidí probar suerte ahuyentando a los animales. En un último intento por cambiar lo que parecía irremediable, espeté un sonoro y pastoril grito acompañado de un amplio aspaviento de repulsa ejecutado con mi brazo derecho, con el cual blandía un oxidado machete que había adquirido en Luang Prabang. El “¡quiaggg!” que salió a discreción de mi garganta llenó el aire y, para mi sorpresa, hizo frenarse en seco a la manada, tan cerca de mí, que incluso pude sentir el pestilente aliento de los búfalos espetado al detenerse. Inmediatamente después, y aprovechando la inercia de la misma carrera que habían iniciado, emprendieron la huida en todas las direcciones, como si fueran un grupo de pollos descabezados de tamaños jurásicos. Por unos instantes pude sentir la tierra moverse bajo mis pies a la vez que experimentaba un reconfortante insuflo de sensación de poder. Con un solo brazo, y sin siquiera llegar a tocarlos, puse en desbandada a un grupo de mastodontes que huyeron despavoridos de igual manera a como una bandada de pájaros levanta el vuelo cuando se ven acechados por el peligro.

Pasados unos minutos, los animales se reagruparon apaciblemente y se sentaron de nuevo a pocos metros del campamento, comportándose como si nada hubiera ocurrido y como si su inesperado comportamiento no fuera con ellos. Antes del anochecer, se alejaron montaña arriba y ya no volví a verlos.

Este es solo un ejemplo de todas las peripecias que tuve que vivir hasta llegar a sentir cierta comunión con el misterio del Mekong. Tras mucho combatir y sobrecogerme con este río, entendí que lo que más falta me hacía para aceptar que una aventura como esta solo podía llevarse a cabo a través de dificultades, peligros e incertidumbre era tiempo. Tiempo para encajar todas y cada una de ellas; tiempo para asimilarlas; tiempo para identificarlas y para reconocer cuanto me estaba enriqueciendo con cada remada, con cada noche velada y con cada pensamiento de añoranza. Tiempo, en definitiva, para llegar a descubrir cuánto estaba disfrutando con esta experiencia.

El duodécimo día fue muy gratificante. Tal vez se trató de la única jornada en la que no hubo ningún momento de dificultad o peligro relevante. Ni siquiera llovió por la tarde, algo que venía siendo la norma durante la semana anterior. La dediqué por entero a remar a lo largo de una zona muy especial en la que el río parece estar adormilado durante un gran trecho que geográficamente se caracteriza por una sucesión de amplios y tranquilos meandros. A medio día, cuando estaba a punto de completar la forma de herradura del más grande de estos meandros, una estatua dorada de imponente tamaño apareció erguida entre los verdes y soleaos montes de la margen derecha. Su brillo y su monumental disposición contrastaban con cualquiera de las construcciones que había visto en las orillas hasta entonces. Se trataba de una estatua de Buda, y marcaba el comienzo del tramo fronterizo que había en mi ruta hasta Vientiane. Por fin me hallaba, remando a bordo del Céfiro, en aguas internacionales; a partir de entonces, en todo momento tendría Laos a mi izquierda y Tailandia a mi derecha.

Esta nueva situación ponía de relieve otro de los muchos sellos de impronta mekoniana, es decir, el carácter de frontera del río. A lo largo de toda su andadura hasta el océano, son muchos los kilómetros en los que el Mekong sirve para separar naciones, en lugar de unirlas. No obstante, en tiempos pasados, este fabuloso accidente geográfico dio nacimiento a su propia civilización, de modo similar a como hicieron el Nilo en Egipto, el Yangtse en China, o el Eúfrates en Mesopotamia. En el siglo cinco de nuestra era, el imperio Khemer comenzó su expansión en torno al Mekong desde el sur de Laos, y de allí se extendió por gran parte de lo que hoy día se conoce como Sureste Asiático. Cuando el brillo de esta gran civilización comenzó a apagarse, y su magnífica capital de Angkor fue abandonada y sustituida por Phnom Phen, todavía hoy capital de Camboya, comenzaron a aparecer los primeros europeos -principalmente portugueses y españoles, algunos en busca de riquezas y otros en busca de almas. A mediados del siglo XVI, los correosos misioneros católicos, espoleados por el éxtasis de sus recientes triunfos evangelizadores en América y en las islas Filipinas, desembarcaron aquí decididos a comenzar la conquista religiosa de todo el continente asiático. Pero muy diferente era el panorama teológico que se encontraron a ambas orillas del Mekong. Aquí ya hacía muchos siglos que el Budismo y el Hinduismo (el primero sobre todo entre las gentes sencillas) daban sentido existencial y filosófico a nuestro mundo común, de manera que la Iglesia de Cristo vio en esta región su derrota expansionista más importante en todo el lejano Oriente.

Para cuando llegaron los franceses, que “treparon” por él Mekong a lo largo del siglo XIX para agrandar su colonia asiática más famosa, cambiando así su malsonante nombre de Cochinchina por el de Indochina, el imperio Khemer ya no era más que una marioneta rendida a la intrusión amenazante de los galos. Estos últimos, con buques de guerra amarrados en las propias aguas del río a su paso por Phnom Phen -llenos de cañones apuntando al palacio real de Camboya, obligaron al rey del país a arrodillarse ante los nuevos dictadores de la región llegados desde la lejana Europa. Con el tiempo, también estos estirados caudillos sucumbieron a los designios del poderoso Mekong y tuvieron que abandonar sus colonias en Asia.





Este fue siempre un río difícil de domar por el ser humano, de ahí que haya terminado siendo más frontera que recurso interior de un país o grupo de países. Y de igual forma que el Mekong siempre tuvo la última palabra que decir en el destino de cuantos imperios o naciones pretendieron asimilarlo en su geografía y reclamarlo para sí, también ahora parecía dispuesto a sentenciar mi ambiciosa expedición dándole un final trágico y contundente, tal y como pude comprobar dos días antes de mi llegada a Vientiane.

El día catorce puse fin a la jornada invadido por una ardiente sensación de ansiedad. Instalé el campamento en uno de los lugares más hermosos que había encontrado hasta entonces. Estaba en lo alto de un istmo, al principio de un tramo en el que el río se deshacía en múltiples ramificaciones de aguas turbulentas, delimitadas todas ellas por imponentes paredes rocosas que se extendían hasta perderse en el horizonte. En cualquier caso, aquel derroche de exuberancia natural no hacía más que alimentar el fuego de la preocupación en mi interior. El Mekong se revelaba por enésima vez ante mí en un despliegue de furia que me llenaba de un fuerte desánimo al que, en esta ocasión, se añadía la impotencia que sentía al no poder vislumbrar un camino seguro que me sacase de aquel trance. Me resistía a aceptar que la misión se veía de nuevo ante una situación crítica cuando había llegado tan lejos. Según mis estimaciones, Vientiane debía encontrarse a unos 40 o 50 kilómetros de distancia, lo cual se podía completar en dos días de remada. Por otro lado, los recuerdos de la visita que había hecho a Vientiane tres años atrás, me hablaban de un Mekong silencioso, ancho y prácticamente inmóvil a su paso por esta ciudad y sus inmediaciones. ¿Cómo era posible que ahora, estando tan cerca de mi objetivo, el río todavía se empeñase en mostrarme su cara más diabólica? Estas tribulaciones mentales, junto con el rugido intimidatorio de las aguas a mi alrededor, me mantuvieron despierto casi toda la noche.

La única ventaja que concede la vigilia nocturna involuntaria es que el día siguiente comienza temprano. Uno se levanta del suelo dolorido, aturdido y poco entusiasmado; pero eso sí, el día comienza temprano. El decimoquinto día de ruta, comencé la remada con una acumulación de preocupación que llenaba mi pecho por completo, impidiéndome pensar con frialdad ante un panorama que estaba destinado a tintar mi aventura de un dramatismo que no estaba en mis planes. Pero no había vuelta atrás. Al comenzar este viaje por el Mekong me había conjurado para llegar hasta donde me lo permitieran las fuerzas; Y aún me quedaban algunas, así que ahora debía enfrentarme a este infierno con ellas.

En esta ocasión los tramos críticos estaban justo al principio de la jornada, a escasos metros de donde había acampado. De todas las ramificaciones que seguían río abajo, decidí seguir aquella que mejor había explorado a pie la tarde anterior. En particular se trataba de una sección muy estrecha entre rocas -unos tres metros- seguida de una curva donde las aguas se embravecían considerablemente a lo largo de unos cien metros, aunque por fortuna, y gracias a la pericia que había adquirido desde que había comenzado la aventura, tanto el Céfiro como yo superamos la prueba y atravesamos este traicionero trecho con gran velocidad, como no podía ser de otra forma dada la intensidad de la corriente. Recuerdo incluso haber dejado escapar un eufórico grito victorioso por ello ..., ¡pero cuan ignorante era todavía de la catástrofe que me aguardaba a tan solo unos metros de allí!

Al completar la rápida curva del cauce, y tras un tramo en el que el Mekong se ensanchaba y ralentizaba de nuevo, apareció ante mí un paso rocoso, de no más de quince metros de anchura, que concentraba todo el caudal del río. Toda el agua de las ramificaciones que había divisado la tarde anterior, se unía de nuevo en un solo punto a través del cual se precipitaba, revuelta y efervescente, hacia un nuevo corredor rocoso, algo más ancho que el propio paso -aunque no mucho más. Era, de hecho, una mini-cascada, como pude comprobar una vez estaba tan cerca de ella que me era imposible detenerme o retroceder. Desde el momento en que entré en el área de influencia de la cascada, fui plenamente consciente de que mi grito de euforia de unos segundos antes había sido infundado, pues me disponía a atravesar el punto más peligroso que había encontrado hasta entonces en toda mi ruta.

Mi respuesta al embravecido río conforme llegaba a las aguas blancas fue una denodada y rápida batida de remadas a ambos lados del bote, para mantener así el curso del Céfiro solidario al de la corriente. Esto fue casi instintivo, y a priori efectivo, pues logré atravesar los rápidos manteniendo el bote a flote y siguiendo la línea de la corriente, aunque no fue suficiente para salir del amplio remolino que esperaba al final de la pequeña catarata. Aquí el Céfiro se quedó clavado, impedido por el efecto de corriente inversa que caracteriza el fin de los rápidos cuando baja mucha agua por el cauce. En ese momento tan crítico, aún tuve tiempo para percatarme de la presencia de un gran número de pescadores, sobre todo en las rocas del lado tailandés, los cuales dejaron salir de sus bocas un unánime y sonoro murmullo de sorpresa cuando me vieron aparecer luchando contra la corriente. Imagino que lo último que esperaban esa mañana era que de repente apareciese un blanco, remando a bordo de un corroído botezucho, en un lugar en el que ni siquiera ellos se aventuraban con sus barcas motoras.



Para mí, al fin y al cabo, se trataba de personas aparecidas en un momento en el que tanto mi expedición como mi integridad se veían amenazadas, así que cuando sentí que el remolino, no solo había detenido el avance del Céfiro, sino que además estaba haciéndolo retroceder hacia la catarata, noté que brotaba del centro de mi espalda un duro escalofrío que inundó mi pecho en décimas de segundo. Supongo que cada ser humano reacciona de manera diferente ante situaciones de pánico y percepción del peligro. En mi caso, viéndome perdido, y siendo objeto de atención de un numeroso grupo de gente, mi reacción consistió en exclamar un agónico grito de auxilio que se perdió entre los rápidos sin ser atendido. El help que recorrió primero mi espalda, luego mi pecho y por último salió de mi boca como un relámpago, ni siquiera fue concebido en mi cerebro. Fue un acto reflejo motivado por una súbita percepción de la muerte rodeándome con su negro manto. En ese momento, me di cuenta de que la proa del Céfiro estaba más elevada de lo habitual, como si quisiera salir volando del río. Al mirar hacia abajo, comprobé que la popa, donde yo iba sentado, estaba totalmente sumergida en el agua y mi propio cuerpo, de cintura para abajo, se hallaba también bajo la superficie.

Entonces ocurrió lo que tanto había temido hasta ese momento. En un abrir y cerrar de ojos, mi barca desapareció sumergida en el río y yo quedé flotando en él, agarrándome en un último y descomunal esfuerzo a mi mochila, la cual estaba unida a una cámara neumática de autobús que me había acompañado durante todo el viaje. Dado que aún estaba en contacto con el Céfiro, y a pesar de que éste estaba ya bajo el agua, pude utilizarlo para impulsarme con mis piernas y salir así del centro del remolino. Por fortuna, este último impulso me ayudó a acceder a un remanso que se formaba milagrosamente en una mini bahía que quedaba a resguardo de la catarata. Era como una piscinita turbia en la que la corriente se neutralizaba y donde pude dar unas cuantas brazadas hasta llegar a agarrarme con mis manos a las rocas.

Muchos pensamientos recorrieron mi mente en esos frenéticos instantes. El más poderoso de todos era el que me decía que estaba vivo. Después fui consciente de que mi expedición había terminado, al menos en la forma que yo la había concebido. Sin embargo, muy poco después, todas mis preocupaciones se centraron el Céfiro. Ya no estaba conmigo. Y lo que es más; sentía que ese objeto moribundo se había sacrificado en última instancia para que yo pudiera escapar con vida de semejante situación. Allí, agarrado a una piedra y sumergido hasta el pecho, aún podía escuchar los estridentes ruidos que emitía el Céfiro bajo el agua mientras se desintegraba por la acción de las poderosas turbulencias. Incluso en un momento dado, como por arte de magia, su casco emergió a la superficie, en su totalidad, justo en el centro del remolino, donde fue zarandeado vilmente por el Mekong y exhibido ante el público antes de ser engullido de nuevo en medio de un gran estruendo. Fue un espectáculo dantesco que me paralizó y que amplificó la percepción de la fortuna que me acompañaba por haber salido ileso de aquella pesadilla.

Mi estúpida ambición de llegar a orillas de Vientiane remando por mi cuenta desde Luang Prabang, en una embarcación tradicional, parecía ahora sentenciada. Todo indicaba que la mano invisible que movía los hilos de este Viaje a las Antípodas había decidido que, en esta ocasión, debía resignarme a aceptar que no siempre triunfa la máxima según la cual, cuando uno se propone algo y se empeña en luchar hasta las últimas consecuencias para conseguirlo, entonces ha de conseguirlo. Nada parecía más lógico que esto en esos momentos. Pero un nuevo acontecimiento estaba a punto de mostrarme que estaba equivocado por haber aceptado el fin de mi aventura, ¡Y cuanto!

A los pocos segundos de mi llegada a la orilla, un nuevo murmullo altisonante se extendió como un reguero de pólvora entre los pescadores del lado tailandés del cauce. Cuando volví mi mirada para ver que es lo que llamaba la atención de estas gentes, no podía dar crédito a lo que vieron mis ojos. A tan solo unos cincuenta metros río abajo, la proa del Céfiro asomaba por la superficie del agua, muy cerca de la margen laosiana, mientras dos muchachos se apresuraban a agarrarla... ¡con la intención de reflotarlo!

Tal vez el Céfiro todavía tenía algo que demostrarle al Mekong.

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Fotos 1 y 2: Búfalos de agua junto a mi campamento

Foto 3: Campamento instalado en paradisiaca playa tailandesa en elmekong

Foto 4: Campamento noche antes del naufragio

Continua...