19. El salvaje oeste pakistaní

7 de septiembre, Peshawar, Pakistán


Tras despedirme de los Kalasha, tuve que regresar de nuevo a la civilización. No obstante, podría argumentarse que el lugar en el que me adentraba está muy lejos de ser considerado como "territorio civilizado". Este viaje a las antípodas se metía de nuevo en una zona caliente. Una zona con nombre propio: North West Frontier Province (Provincia de la Frontera Noroeste). Así decidió el joven gobierno de Pakistán llamar a esta región cuando se conformó el país, tras la separación de la India Británica en 1947. Y en verdad, que tratar de elegir un nombre más acorde con su tradición histórica sería complicado, pues aquí se dan una serie de circunstancias sociales, culturales e históricas, que difícilmente encuentran parangón en ninguna otra parte del mundo.

Sus gentes, mayoritariamente de etnia Pastún, son en sí mismos una tribu aparte (según ciertos antropólogos, la mayor tribu del planeta) cuyo código de conducta social no tiene en cuenta las leyes del estado pakistaní. Ellos únicamente observan lo que se conoce como Pastunwali, un rígido código moral basado en la lealtad más férrea, en la hospitalidad más abrumadora, y también, en la venganza más contundente. A esto hay que añadir un fundamentalismo religioso que ha creado su propio sello dentro del mundo islámico y que, llevado a un extremo radical por algunos, ha dado origen a uno de los fenómenos sociales que más impacto han tenido en todo el mundo en los últimos años: los Talibanes.


Por otra parte, dentro de la propia NWFP se encuentra otra región llamada Tribal Areas (Areas tribales) -que linda con el vecino Afganistán-, donde los Señores tribales pastunes tienen tanto poder que el propio gobierno pakistaní reconoce su nula influencia política sobre la zona. Drogas, armas, oro, diamantes, dinero falso, alcohol... toda esta mercancía, en partidas que superan los cientos de millones de euros al día, circula líbremente por las Areas Tribales -por carreteras que están incluso construidas por los propios señores tribales- desde donde es distribuida clandestinamente por todo el territorio afgano y pakistaní; y de ahí, al resto del mundo..Pero no solamente es la mercancía ilegal la que fluye líbremente por las Areas Tribales; también es éste el mejor lugar de la tierra para esconderse, como lo prueba el hecho admitido por mucha gente de que el hombre más buscado de la tierra, el islamista Bin Laden, dirige desde aquí las operaciones de la conocida organización AL-Qaeda (La Base).

Con este panorama, si había algo que no iba a hacer en la NWFP era aburrirme. Mi primer destino -al que solamente deseaba llegar con el fin de descansar y escribir durante unos días- fue una pequeña población llamada Madyan, en pleno valle de Swat.

De este sitio, he de reconocer que no tenía la más mínima idea sobre cuál era su situación actual antes de dejarme caer por allí. Unicamente sabía que en otros tiempos, hace unos treinta años, era un lugar de renombre para los cientos de hippies que viajaban por todo el continente asiático. Además, en un tiempo todavía más remoto, había sido la cuna de la avanzada civilización budista de Ghandara y también había sido ocupada por Alejandro Magno. Pero, como decía, eso eran otros tiempos. Ahora, para mi sorpresa, este lugar tenía la fama de ser uno de los más peligrosos de Pakistán.

Esto último lo supe nada más llegar allí gracias a Fida, un tendero-hostelero que se sorprendió mucho al verme aparecer en su tienda, acompañado de un vecino del pueblo que me guió hasta ella. Fida también regentaba un albergue -el primero que se abrió en Madyan para acoger a los hippies- y le pedí que me permitiera alojarme en él por unos días. Sin embargo, su sorpresa inicial -lo pude ver en sus ojos- se tornó en preocupación. Me dijo que la situación en la zona era sumamente peligrosa, con los talibanes cometiendo actos de violencia y con amenazas constantes a los mercaderes y gentes sencillas. Habían amenazado a tenderos que vendían sus productos a mujeres y también a la cadena de radio local por emitir programas que contenían música.

Mi presencia allí no era en absoluto segura para mi integridad. No obstante, el buen Fida me condujo hasta el albergue. En realidad no me hospedó en el albergue propiamente dicho -pues éste estaba cerrado debido al inexistente flujo de turistas y se alojaba en él una un grupo de familiares de Fida- sino en un porche cubierto al lado de éste que, según él, fue realmente el sitio donde comenzó a hospedar a los hippies de los 70, siendo solo un niño. Un niño con mucho olfato y un gran corazón.

Su preocupación por mí fue más allá de la información acerca de la situación actual. Me aconsejó que cambiase mis atuendos occidentales por el tradicional shalwar (traje tradicional pakistaní) para no llamar la atención durante mi estancia en la zona, y él mismo me ayudó a encontrar uno que se ajustase bien a mi anatomía. Con esto, y con la poblada barba que me había dejado crecer en las últimas semanas, podría pasar perfectamente por un pakistaní más..., siempre y cuando no abriese la boca más de la cuenta.




Pasados dos días, decidí que debía continuar con mi viaje, pues mi permanencia en Maydan se hacía cada vez más incómoda. La tarde antes de mi marcha, sin ir más lejos, cuando fui al barbero a que me cortase el pelo y me arreglase la barba, mi identidad foránea se hizo evidente, cosa que no desaprovechó un joven de aspecto fundamentalista que esperaba su turno para sermonearme excitadamente. Mientras el barbero hacía su trabajo conmigo, el "misionero" se sentó a mi lado y me mencionó las ventajas del Islam y, en última instancia, amenazó sobre mi segura marcha al infierno y mi renuncia al paraíso -y a las 72 mujeres de las que allí disfrutaría- si no abrazaba la fe musulmana. El joven estaba impregnado de cierto éxtasis al ver la atención que le brindaba. Pero no le dije que lo hacía por mera educación, pues mis planes no eran convertirme a ninguna de las muchas religiones que estoy destinado a conocer durante mi viaje a las antípodas.

Así, mi siguiente destino fue la capital de la NWFP, Peshawar, a la que llegué en un autobús en el que las medidas de seguridad se habían extremado hasta el punto que, antes de partir, cada pasajero fue filmado con una cámara de video, para poder hacer una identificación visual en caso de que el vehículo fuese objeto -o herramienta- de un ataque terrorista. Por suerte no volé por los aires, con lo que a media tarde llegué a esta salvaje ciudad.


Peshawar es otro de esos sitios que desde hace mucho tiempo han resonado con un fuerte eco en mi cavernaria sala de los sueños. Desde aquí es desde donde partió el avión en el que Mr. Conway, el protagonista de la novela Horizonte perdido (escrita por James Hilton y ambientada a principios del siglo XX), fue llevado al misterioso reino de Shangri-La y fue acogido por el monje Perrault en su monasterio. Pero yo no iba a tomar ningún avión en Peshawar, si bien es cierto que desde allí me adentraría en un lugar misterioso. Aunque eso es otra historia.
Pasé cuatro días en Peshawar, en los que tuve tiempo para muchas cosas. Entre ellas, la más importante era conseguir un permiso de reentrada al país, pues en breve abandonaría Pakistán. Esto tuve que hacerlo en la oficina de inmigración pakistaní, para lo cual conté con la inestimable ayuda de Sahai.

Sahai es una de esas muchas personas que me han ayudado durante mis andanzas por Pakistán. Casi siempre que tomaba un autobús o que llegaba como forastero a una nueva ciudad, se presentaba ante mí algún hombre que, por pura hospitalidad, me ofrecía su ayuda en todo lo que necesitara. A mí me gusta referirme a ellos como "padrinos", pues una vez conocidos, se convertían en auténticos protectores de mi persona y añadían un valor incalculable a mis experiencias. Este es, sin duda, el sello que ha dejado Pakistán en mi memoria, algo que me ha hecho reconocer que este país en absoluto tiene la fama que se merece.

A Sahai lo conocí mientras cenaba en un restaurante afgano, pues Peshawar está reconocida como la ciudad del mundo con mayor número de refugiados de Afganistán. Sin embargo él no era afgano, aunque sí pastún. Al comentarle mis planes durante mi estancia en Peshawar, se ofreció a ayudarme en lo que necesitara, por lo que al día siguiente nos dirigimos ambos en su motocicleta -la cual incluso me permitió conducir- a la oficina de inmigración a tramitar mi visado de reentrada..Pero sin duda, lo mejor que hizo Sahai por mí fue el llevarme a visitar el famoso mercado de traficantes de armas de Pakistán. Fue toda una sorpresa, pues aunque yo conocía su existencia, sabía que era un lugar vetado para los extranjeros. Pero Sahai me dijo que si iba con él y hacía todo lo que me dijera no habría ningún problema. Resulta que él mismo tiene familiares en las Areas Tribales, donde se encuentra el mercado de armas. Su madre es oriunda de allí, y algunos de los grandes traficantes son amigos o familiares suyos.

Cuando salimos de la oficina de inmigración, con mi visado de reentrada en el pasaporte, nos dirigimos directamente a la frontera de las Areas Tribales. A partir de allí, como me reconoció Sahai, la policía de Pakistán no tenía autoridad y dependía de él por completo para garantizar mi seguridad. Mi padrino era mi guía, mi protector y, en este caso, mi mejor amigo.

Es difícil describir el lugar al que fui con mi amigo. Las expectativas que uno se pueda hacer sobre un mercado internacional de armas y droga no son fáciles de confeccionar en la mente, sobre todo si se quiere evitar el llevarse grandes sorpresas. Por eso yo preferí no hacerme expectativas. El mercado en sí, para empezar, era además un pueblo con vida propia. Los mercaderes tenían su mercancía expuesta en escaparates de pequeñas casa bajas. No obstante, al igual que ocurre con otros muchos centros comerciales más ortodoxos, los tenderos eran gente contratada únicamente para atender a los clientes. Visitamos varias de estas tiendas, en las que se me ofrecieron mercancías tan variadas como kalashnikovs, bolígrafos-pistola (los cuales incluso tuve la oportunidad de probar impunemente en la misma calle), capullos desecados de opio, dólares falsos de una calidad increíble o hachís afgano. Cuando los tenderos me veían aparecer con Sahai se sorprendían notablemente, pero mi padrino se encargaba enseguida de hacerles ver que solo era un amigo. Después de un rato de conversación éramos invitados a entrar en la salita de reuniones -donde se realizan las operaciones comerciales más serias- que tenían algunas tiendas, donde me ofrecían té y se interesaban por mi presencia en Pakistán, con una naturalidad tal que me hacía creer que en realidad nos encontrábamos en una terraza de un paseo marítimo de la costa levantina.

Sahai también me mostró uno de los aspectos más desagradables del mercado: los fumaderos de opio en los que jóvenes pakistaníes y refugiados afganos se convertían en zombis al fumar la droga. No eran más que pequeños habitáculos dentro de las propias tiendas, en los que podrían reunirse fácilmente entre diez y quince hombres. Las comodidades no eran requeridas. Simplemente se tumbaban en el suelo y dejaban que sus vidas se escaparan con cada inhalación de la terrible substancia. Llegué a introducirme en uno de los cuartos, para ver cual era la reacción de los fumantes. Pero apenas notaban mi presencia; habían comenzado a viajar lejos de aquel abominable lugar, al que estaban condenados a volver.

Mis días después de la visita al mercado de traficantes fueron más tranquilos, e inesperadamente agradables, pues Peshawar se me presentó como una ciudad repleta de gente amable hacia el extranjero. Su fama de ciudad sin ley no le hacía justicia, y su especial encanto de ciudad antigua y disputada por importantes imperios a lo largo de la historia se reflejaban en cada rincón de sus mundanas calles.

Sin embargo, en mi último día allí, ocurrió algo que me hizo sentir sacudido. Como si la realidad destapara repentinamente un tupido velo delante de mí, me encontré yo mismo en medio de una situación a la que se ven enfrentados millones de pakistaníes todos los días. Mientras caminaba por una calle principal con destino a un cibercafé para -entre otras cosas- actualizar este blog, me adentré en medio de una muchedumbre agitada que se agolpaba en torno a una parte de la calle acordonada por la policía. Hacía unos cinco minutos que un coche bomba había estallado y los bomberos aún apagaban algunas llamas..Milagrosamente, y en contra de lo que es habitual en Pakistán, esta explosión no causó ninguna muerte, aunque sí muchos heridos. Pero lo que más consternación me causó fue el hecho de que el coche estalló justo en la puerta del banco en el que el día anterior había hecho el depósito para pagar el coste administrativo del visado para viajar a Afganistán.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Puedes enviarme fotos del mercado ilegal de armas de Darra Pakistan, pudiste hacer algunas fotos de los boligrafos pistola, o de los dolares falsos, mi email es diedurder@yahoo.es