34. Fotos de un Viaje a las Antípodas (V)


En el monasterio budista de Sera el debate es algo serio. Los monjes del colegio Sera Je se reunen por la tarde en el patio y debaten, en parejas, aspectos relacionados con las escrituras budistas y con la doctrina de la secta Gelugpa, la misma a la que pertenece el Dalai Lama. El debate suele consistir en turnos de preguntas que los monjes se hacen mutuamente. Las respuestas a estas preguntas vienen acompañadas de espectaculares aspavientos triunfalistas por parte del monje que acierta la respuesta.











Hay pocos monumentos más bellos en el Tíbet que la imponente estupa Kumbum de Gyantse, construida en el siglo XV. Las estupas son las construcciones de culto budistas más antiguas y están cargadas de simbolismo. Representan aspectos centrales del budismo como son el camino hacia el nirvana o incluso la propia figura meditativa del fundador histórico de la religión: Siddhartha Gotama.











El monasterio de Drepung, en las afueras de Lhasa, es uno de los de mayor tamaño de todo el Tibet. Casi una pequeña ciudad monástica por cuyas calles uno se puede perder (literalmente) disfrutando de la arquitectura tibetana y de la espectacular belleza del valle de Lhasa.











Los paisajes salvajes del Tíbet son inolvidables.











El grandioso monasterio de Jokhang ocupa el corazón del centro de Lhasa y el centro de los corazones de cada tibetano. Miles de ellos llegan hasta aquí en peregrinación desde todas las regiones del altiplano y realizan el preceptivo kora (circuito de peregrinación) en torno a él con grandes gestos de devoción. Muchos de ellos se desplazan haciendo postraciones, es decir, arrastrándose como gusanos por el suelo, para mostrar sumisión y sacrificio ante la estampa del sagrado edificio.











La Plaza de Barkhor es la más importante de Lhasa, por varios motivos. Se extiende a la entrada del monasterio de Jokhang y suele congregar a todos los tibeanos que vienen aquí en peregrinación. Permanentemente se puede encontrar en ella, justo a las puertas del monasterio, a decenas de personas (a veces cientos) llevando a cabo postraciones “estáticas” en las que, en lugar de desplazarse arrastrándose por el suelo, lo que hacen es tumbarse boca a bajo con los brazos extendidos y levantarse repetídamente durante horas, sin moverse del lugar. Otro aspecto que hace famosa a la plaza es el hecho de que en ella han comenzado todas las protestas contra el régimen chino que se han desatado en el Tíbet en los últimos años. Por esta razón, estaratégicas cámaras de videovigilancia cubren su perímetro las 24 horas del día.











En las afueras del monasterio de Jokhang, el más venerado en todo el Tíbet, grandes quemadores de incienso son alimentados constantemente por peregrinos que realizan el kora.











Niños en puente sobre el río Indo a su paso por Ali, en Tíbet occidental. El río Indo, al igual que el Sutlej, el Brahmaputra y el Karnali (principal afluente del Ganges) tienen sus fuentes en torno al mítico monte Kailash, lo cual es un motivo más para ensalzar su sacritud entre las gentes de Asia y también es la razón por la que los europeos, en especial los ingleses, comenzaron a interesarse por esta montaña en el siglo XIX. Para ellos era una necesidad estratégica el encontrar las fuentes de los grandes ríos que fluían por su colonia más preciada: el Indostán. Pero encontrar estas fuentes les resultó muy complicado. Quien sabe cómo sería el mapa de Asia en la actualidad si les hubiera resultado más sencillo...











Para hacer un viaje independiente al Monte Kailash desde Lhasa, en febrero, uno tiene que estar preparado para espera largas horas, o días, en lugares ciertamente remotos. Cuando viajé al Kailash en compañia de mi amigo Fredrik, tardamos siete días en llegar hasta el Kailash (siendo relativamente afortunados) y doce días, una vez finalizado el kora, en volver a Lhasa (siendo relativamente desafortunados). Conclusión: todo es relativo..., incluido el frío.











En el monasterio de Thasilhumpo, residencia tradicional del Panchen Lama, en Shigatse, las tardes son muy agetreadas y coloridas. Los jóvenes estudiantes se arremolinan en torno a la sala de oración esperando a que se abran las puertas para comenzar con la lectura de los mantras budistas. Como ocurre en cualquier otra escuela del mundo, los chavales no pierden la oportunidad de bromear entre ellos alborotadamente.











En el centro del Tíbet, una joya tan brillante como el lago Nam-tso estimula la mente y la conduce en línea recta hacia la ensoñación. El Tíbet central, a pesar de las condiciones de desierto que se le atribuyen y que pueden llevar a pensar que se trata de un lugar falto de atractivo, es en realidad todo lo contrario: un continuo acelerador de la capacidad mental para sobrecogerse.











Llegar al Campo Base de la montaña Everest, la más alta de la tierra (8.850 metros sobre el nivel del mar) y disfrutar de unas condiciones climáticas perfetas (aunque la temperatura diurna roze los -20°) difícilmente lo disuaden a uno de hacerse la foto.











Uno puede vivir en Lhasa sin renunciar a sus raices. Eso sí, ha de estar preparado para aceptar que la tienda más cercana en la que comprar arroz valenciano y especias está en Hong Kong; que el tiempo de cocción del arroz en Lhasa (a 3.500 metros de altitud) sobrepasa los 50 minutos y que el vino tinto proviene de la “exótica” región vinícola china de Turpan. Por lo demás, buen provecho.

Continua...

33. Memorias del Tíbet

15 de marzo, Kunming, China



Acomodado en la litera inferior de un compartimento de clase económica, no fui capaz de determinar con exactitud en qué momento el tren había comenzado a rodar. Con la suavidad que caracteriza la puesta en marcha de los trenes modernos, el 6 de marzo de 2008 mi viaje recobraba su esencia vital: el movimiento. Tras más de cuatro meses en el Tíbet me volvía a poner la mochila a cuestas y retomaba este empeño mío de llegar, viajando, descubriendo y aprendiendo, hasta lo más alejado de mi hogar: hasta Nueva Zelanda. Un viaje a las antípodas; Así lo concebí en algún momento, poco antes de comenzarlo, aunque mucho después de haber tomado la decisión de desligarme físicamente de todo lo que me rodeaba para recorrer el mundo, experimentando paulatinamente sus contrastes y matices. Esta Odisea a la inversa, la cual consideré una original idea viajera, volvía a dejarse llevar por los vientos y por los caminos; por las circunstancias y por la casualidad; por el tiempo y por el espacio.

Me despedía de Lhasa, un auténtico hogar para mí, y de nuevo lo hacía en tren, tal y como había hecho diez meses atrás en la estación de Renfe de Sagunto, mi ciudad natal. Entonces era una calurosa tarde de 12 de mayo, y allí estaban mis seres más queridos para decirme adiós, entristecidos, preocupados e intrigados ante la poca información que tenían sobre la naturaleza de mi viaje. Ahora, en cambio, no había nadie interesándose por mí en el andén; de los allegados que me quedaban en Lhasa ya me había despedido la noche anterior, sin grandes ceremonias pero con sinceros, emotivos e inolvidables gestos de amistad y añoranza. Era muy temprano y el frío agudo de la mañana me llevó a tumbarme en la litera y a cubrirme con una manta. Sin embargo, una repentina y fulgurante necesidad de seguir en contacto, aunque solo fuera visual, con la ciudad, hizo que me incorporase para mirar por la ventana. Ni siquiera pude encontrarla a ella en el andén, a la misma que me hizo cambiar mis planes al llegar al Techo del Mundo y que me convenció de que aquellas alturas podían albergar un paraiso. Su presencia se había desvanecido, cinco semanas atrás en la céntrica calle Beijing Lu, dentro de un taxi azul modelo Volkswagen Passat con destino al aeropuerto.

Es posible que hubiera estado en el Paraiso, sí, pero ya estaba de vuelta en la realidad, y cada segundo que pasaba sin encontrar la posibilidad de retornar al pasado ponía más a prueba mi capacidad para nadar sin rumbo en un mar de melancolía. Lhasa había significado mucho para mí. Había llegado allí a principios de noviembre con la urgencia de encontrar la forma de proseguir mi periplo ante la escasa duración del permiso de viaje que tenía -apenas 25 días- para recorrer todo el Tíbet y China. Pero lo inesperado ocurrió cuando fui deslumbrado por los enormes ojos helvéticos de una dama cuya sonrisa acabaría por convertirse en lo más preciado que había encontrado en mi camino. A partir de ese día cesé en mi búsqueda de una vía que me sacara de Lhasa y concentré todos mis esfuerzos en lo contrario: en permanecer en ella.





Manteniendo en secreto la auténtica razón que me había de retener en Tíbet, fui afortunado al encontrar el pretexto oportuno casi al mismo tiempo, el cual consistió en la posibilidad de trabajar como profesor de inglés en una escuela de idiomas tibetana, algo que no había hecho nunca antes y que tampoco me había planteado. La propuesta me la hizo un francés que abandonaba su puesto. Trabajaría unas pocas horas a la semana a cambio de alojamiento en un tranquilo apartamento en la parte tibetana de Lhasa. Y nada más; ni sueldo ni manutención, pero aún así acepté. La parte complicada, para la cual no recibí ningún tipo de ayuda de la escuela (de hecho trabajaría allí como “voluntario” e ilegalmente), fue la manera de extender mi permiso de viaje, algo en teoría imposible. Esto pude hacerlo gracias a dos maratonianos desplazamientos en tren, el primero hasta la ciudad china de Xining, a 24 horas de Lhasa, para extender el permiso por un mes (esperé a llegar allí en el último día de vigencia para forzar una extensión alegando que no había forma de abandonar el país a tiempo; aunque la policía me avisó de que lo que extendían era mi permanencia de manera provisional en China, dejandome claro que en ningún caso se me permitía regresar al Tíbet) y el segundo, una vez vencida la extensión, nada menos que hasta Hong Kong (dos días y medio de duración en cada sentido) para conseguir un nuevo visado turístico de tres meses. En ambos casos tuve que reentrar en el Tíbet de manera ilegal, lo cual llenó sendos viajes de curiosas anécdotas y de grandes dosis de estrés. Especialmente rocambolesca fue la ocasión en que tuve que convencer a una empleada de limpieza del hotel en el que me hospedé en Xining para que me comprase un billete de vuelta a Lhasa, pues a mi me había sido imposible adquirirlo en la ventanilla de la estación al no tener un nuevo permiso especial para visitar el Tíbet. Xining es una fría ciudad del centro de China, en absoluto acostumbrada al turismo o a las necesidades y modos de los extranjeros, así que hacer entender a aquella señora que necesitaba urgentemente su ayuda en este asunto, todo ello mediante gestos y mímica, elevaron mi capacidad de comunicación corporal a extremos que a mí mismo me sorprendieron, en especial porque al final, y después de todo, terminé por subierme en aquel tren. Mi determinación de volver a Lhasa había sido fundamental; sencillamente no consideraba otra opción. No quería seguir viajando hacia el este; no todavía.





Las primeras semanas en mi nuevo hogar fueron intensas y muy estimulantes. Cambiar los hábitos del bagaje continuo que caracteriza a un gran viaje por las pequeñas cotidianeidades que contiene una existencia sedentaria fue un interesante proceso personal que recordaré como uno de los periodos más álgidos de mi aventura, particularmente por tratarse de un lugar tan especial y misterioso como es el Tíbet. De repente me vi ocupando mis horas en pequeños quehaceres encaminados a acomodarme y a familiarizarme con mi nuevo entorno. A pesar de que me instalé en Lhasa en los días previos al comienzo del invierno de 2007 y de que permanecí allí hasta la primavera de 2008, el clima, a diferencia de lo que se pueda pensar, no fue un factor especialmente negativo. Al contrario, llegué a alabar sus condiciones, pues aunque es cierto que por lo general hacía mucho frío, los cielos siempre estaban despejados, el sol se dejaba notar en las horas diurnas como un compañero bonachón y el aire era el más puro que jamás haya respirado en una ciudad.

Estaba alojado en un espacioso y luminoso apartamento compartido y podía realizar las compras en los pequeños mercadillos tibetanos que abastecían a mi barrio de alimentos frescos. No obstante, más allá del desayuno -y de alguna ocasión especial en la que tenía invitados (!), apenas solía cocinar en casa, pues como suele ocurrir en toda Asia, comer en pequeños restaurantes resultaba más económico y más entretenido. También me compré una bicicleta de estilo “II Guerra Mundial”, usada, en el Mercado Negro (donde el origen de todo lo que hay en venta es de dudosa procedencia), la cual, por cierto, comenzó a desintegrarse poco a poco cuando llevaba recorrido menos de un kilómetro. Los frenos, los pedales, los guardabarros... todo tuve que cambiarlo varias veces. Pero aún así, este sencillo vehículo me hacía feliz. Me permitía recorrer apaciblemente las bulliciosas calles de la ciudad, cuyo barrio de Barkhor, localizado en torno al histórico monasterio de Jokhang, era uno de mis sitios preferidos. Se trata de uno de los lugares más emblemáticos y encantadores de Lhasa. Es un área tibetana 100 por 100, y allí es donde más disfrutaba mezclandome con mis nuevos conciudadanos. En Barkhor uno podía encontrarse con nómadas tibetanos llegados en peregrinación desde todos los rincones del altiplano, generalmente agrupados en familias y vestidos coloridamente al modo tradicional de cada región, y pasar horas perdiéndose en sus callejuelas envuelto en una nube de esencias tan dispares como el incienso, que era quemado en las cuatro esquinas del monasterio, o el calorífico tufillo de las toneladas de mantequilla de yac que se vendían en los mercadillos aledaños. Así hasta llegar, eventualmente, al barrio musulmán de la ciudad, en el que grasientas barbacoas de cordero apostadas en cada esquina caldeaban el aire a la hora de las comidas.





Cierto es que mi día-a-día también incorporaba alguna responsabilidad que otra. Una de ellas era la preparación de la lección que iba a impartir ante mis nuevos “compañeros de viaje”, que no eran otros que los dos grupos de estudiantes, uno de niños y otro de adultos, que asistían religiosamente a mis clases entusiasmados ante la novedosa presencia de profesores extranjeros que habían comenzado a trabajar hacía relativamente poco tiempo en Lhasa. Honestamente, la preparación de las lecciones, no solo se me daba bastante mal sino que, además, apenas le confería importancia. Y de hecho creo que hacía lo correcto, pues desde el principio percibí la gran acogida de mis alumnos ante mis improvisados temas de conversación y ante los ejercicios que les planteaba para que practicasen sus escasos conocimientos de inglés. Por otro lado, descubrí lo necesitados que estaban de una atmósfera relajada y distendida cuando se trataba de asistir a clase. Es por ello que gran parte del tiempo lo pasaba hablando con todos ellos de manera informal y, de cuando en cuando, desplegando todo un repertorio de payasadas que tanto les hacía reir y que les mantenía atentos a mis explicaciones. En esos días, recuerdo haber sido a menudo asaltado por la reconfortante sensación de verme escuchado por un grupo compuesto, a partes practicamente iguales, por chinos y por tibetanos, asistiendo a mis clases con auténtico espíritu de compañerismo.

Otra de mis tareas diarias consistía en un “servicio profesional” que prestaba intercambiando conversación en inglés con una chica coreana, Young, quien se había instalado en Lhasa con su marido para abrir un café y que tenía la imperiosa necesidad de practicar su pobre inglés. Digo “profesional” porque en esta ocasión recibía por ello la sabrosa cifra de 50 yuanes por hora (4 euros); y considerando que el servicio era de cinco horas semanales -una hora cada día de lunes a viernes, recaudaba cada semana la astronómica cifra de 250 yuanes (¡nada menos que 20 euros!). Esta relación profesional desembocó, inevitablemente, en una gran amistad (aunque por supuesto no dejé de cobrar la minuta a mi amiga), como me ocurrió con mucha otra gente, tibetanos, chinos y extranjeros, muchos de los cuales, al igual que Young y su marido, eran personajes enamorados de esta tierra. Viajeros, alpinistas, profesores, empresarios; personas de muchos ámbitos diferentes pero con una debilidad común: el Tíbet.

Ya he hablado en mis dos artículos anteriores de Fredirk, el sueco “místico” que, inducido por mí, terminó trabajando y viviendo conmigo. Aprovechando la llegada de las fechas navideñas, ambos decidimos organizar una fiesta de Fin de Año en el apartamento, la cual se convirtió en un evento internacional que dudo sea muy habitual en una ciudad tan remota como Lhasa. Nos preocupamos de movilizar a todo nuestro círculo de amistades y de preparar todo tipo de comida y bebida (no faltaron las obligatorias tortillas de patata); aún hoy me emociono al recordar la gran noche que pasamos todos en mi casa. Más de cincuenta personas, la mayoria extranjeros (casi todos los que quedaban en Lhasa), pero también algunos chinos y tibetanos. Las nacionalidades de nuestros invitados eran de lugares tan dispares como Senegal, Tailandia o Suecia; Israel, Italia o Canadá; Estados Unidos, Corea, Suiza o Japón. Pero ante todo, esta curiosa mescolanza guatequera no podía darme mayor satisfacción que la de ver a tibetanos y a chinos divirtiéndose apaciblemente bajo el techo del que se había convertido en mi hogar.





Sin embargo, esa gran noche fue una de las últimas que pasaría en el apartamento, ya que, tras una discusión con el director de la escuela (un tibetano llamado Lobsang a quien yo llamaba “Lobo” y Fredrik “Lobo the Lobster” o Lobo el Langosta), y a pesar del enorme cariño que había tomado a mis alumnos, decidí desligarme de su disciplina. Sencillamente, las muchas reglas que había que observar al ser residente del apartamento eran excesivas para mí. Tal vez estaba demasiado acostumbrado a la libertad absoluta que le confiere a uno el vagar por el mundo ajeno a horarios y responsabilidades accesorias. En ningún caso fue un cambio dramático, no al menos a peor, pues gracias a la ayuda de mi Angel de la Guardia en Lhasa, Kong, el propietario del café que solía frecuentar, encontré una excelente habitación en un céntrico albergue por la que solo debía pagar 500 yuanes al mes (40 euros). Allí permanecí durante todo el mes de enero, disfrutando de uno de los periodos más felices que puedo recordar en toda mi vida. Fue una época en la que mi corazón, el cual no había hecho más que padecer desde que abandoné mi querido país, se reconcilió conmigo y comenzó a experimentar el auténtico placer de viajar.

Pero ese mes de enero, como todos los meses de enero anteriores, también se consumió (¡qué ignorante fui al no pensar que esto ocurriría!), y con su fin llegó el fin de mi adorable compañía. Desde el momento en que sus cobrizos cabellos desaparecieron tras la puerta de aquel taxi comencé a sentirme un extraño en Lhasa. Se había desvanecido la razón de mi permanencia allí y de repente un Gran Viaje a las Antípodas me golpeó frívolamente por la espalda, casi regodeandose ante mis lacrimosos ojos. Lleno de rabia, no se me ocurrió otra cosa que advertirle de que el monte Kailash estaba primero en mi lista de prioridades. Las antípodas debían esperar.





Foto 1: Niñas rezando a la puerta del monasterio de Jokhang, Lhasa
Foto 2: Palacio de Potala y monjes budistas, Lhasa
Foto 3: Yac en los montes de las afueras de Lhasa
Foto 4: Banderas de oración en paraje del Tíbet central
Foto 5: Haciendo auto-stop en la ciudad de Ali, Tíbet Occidental
Foto 6: Kailash... por fin

Continua...

32. Kailash: viaje a la montaña sagrada (parte II)



(continuación del artículo anterior) Sabíamos de antemano que el segundo día de marcha sería el más complicado y peligroso, pues teníamos que ascender hasta el paso de Drolma-La, que con sus 5.650 metros de altitud se me antojaba como el mayor y el más intrépido atrevimiento que había llevado a cabo en toda mi vida. Pero al igual que en ocasiones anteriores, esta afrenta no hacía más que despertar en mí un temerario instinto que casi bloqueaba mi mente y eliminaba de ella cualquier razonamiento mínimamente disuasorio. Siempre terminaba por vencer en mi interior la idea de que, junto con Fredrik, la hazaña podía conseguirse. Así, a pesar de haber pasado casi toda la noche en vela debido a un frío atroz, los dos nos pusimos en marcha con la luz de los primeros rayos del sol.

Desde el principio el camino se complicó alarmantemente. La nieve acumulada era demasiada, por lo que de nuevo tuvimos que saltar de piedra en piedra, aunque en esta ocasión remontando un brutal ascenso. Más que saltar, lo que hacíamos era trepar por los enormes cantos redondeados que pueblan las laderas del desfiladero que se abre frente al monasterio de Dira-Puk en dirección este. No había otra ruta alternativa ni otra forma de transitar por ella, de manera que las primeras horas, hasta alcazar lo alto del desfiladero, batallamos trabajosamente con el desnivel. Eramos conscientes de que nuestras energías estaban mermando rápidamente desde los primeros metros, pero la sensación de euforia todavía nos acompañaba, como si fuera un tercer miembro de la expedicion. Una vez en lo alto del desfiladero el terreno se aplanaba de nuevo, con lo que pudimos descansar unos minutos. En aquel momento recuerdo haber pensado que lo más difícil tal vez ya había pasado, pues me pareció un ascenso durísimo. Sin embargo, una pared de nieve se levantaba en dirección sur-este, de manera que, o bien había un paso accesible más adelante, o bien aquella pared era el famoso Drolma-La. Esto último nos pareció improbable, pues no podíamos creer que fuera posible caminar por una superficie tan empinada y helada, así que comenzamos a andar siguiendo el vallezuelo al que habíamos ascendido hasta que finalmente, tras más de una hora, comprobamos que estábamos en el camino equivocado. Si seguíamos el recorrido del valle con la vista, éste se alargaba por bastantes kilómetros en dirección nor-este, lo cual solo quería decir una cosa: la pared que tanto temor nos había infundido una hora antes era la vía correcta. Se trataba, en efecto, del paso de Drolma-La.

Ya habíamos sobrepasado el medio día cuando retornamos frente a la temible muralla que nos esperaba desafiante, casi chulesca. Fue en ese momento cuando, por primera vez, Fredrik y yo dedicamos unos segundos a replantearnos las posibilidades de éxito que teníamos si seguíamos adelante. Yo particularmente había padecido mucho en la hora anterior, caminando por una nieve traicionera y plagada de fosos escondidos. Debido a que los pantalones prestados que llevaba me venían un poco cortos, cierta cantidad de nieve se había introducido dentro de mis sencillas botas de montaña -en absoluto las más apropiadas para este terreno tan exigente. Aún así, acordamos que todavía teníamos tiempo de intentarlo y de, en caso de que no pudieramos lograrlo, retornar al monasterio de Dira-Puk antes del anochecer.

A partir de ese momento comenzó nuestro auténtico calvario. Las distancias se alargaban ilimitadamente ante nosotros, haciendo que unos pocos metros nos pareciesen inabarcables kilómetros. El terreno era, en esencia, hielo cubierto por una finísima capa de nieve que se desprendía con facilidad. Fue aquí donde el equipamiento de Fredrik le hizo padecer lo indecible. Sus botas eran altas, hasta la rodilla, pero la suela era amplia y lisa, con lo que los resbalones eran inevitables. Se las había dado un viajero francés al que conoció en Mongolia, y si bien le mantenían caliente dentro de ellas, sus suelas hechas a mano por algún zapatero de las planas estepas mongolas se negaban a caminar por aquella rampa de hielo. En un momento dado, justo antes de que nos rindiésemos ante la imposibilidad de seguir adelante, decidimos hacer uso de una desesperada técnica de avance según la cual yo, que podía agarrarme con mis botas precariamente al terreno, hacía de silla con mi espalda bajo el trasero de Fredrik, a quien poco a poco iba impulsando hacia una parte de la pendiente donde había un pequeño rastro de piedras. Por fortuna no había nadie a nuestro alrededor para sentir vergüenza ajena ante el bochornoso espectáculo que estábamos ofreciendo, nada menos que en las laderas de la montaña sagrada más importante de la Tierra. No obstante, esta técnica, por absurda que parezca, fue suficiente para que, horas más tarde, y tras caminar especulativamente siguiendo la zona de piedras clavadas en la pendiente, llegásemos a una nueva superficie, menos empinada, al final de la cual pudimos divisar, por fin, las características banderas de oración coloreadas que decoran todos los pasos montañosos importantes del Tíbet.

Teníamos a la vista el paso de Drolma-La y solo hacía falta caminar hasta él, muy despacio y con gran cuidado. Debían ser apenas trescientos metros, pero en mi mente ese trecho me pareció la distancia más larga que jamás haya tenido ante mí. Podía apreciar las banderas de oración siendo agitadas con violencia por un viento que todavía no me afectaba pero que estaba destinado a conocer. En la distancia, y con un paso tan lento, estos coloridos motivos tibetanos parecían un espejismo olímpico perceptible por la parte externa de mi campo de visión; era como si no se les pudiera mirar fijamente. Recuerdo que en esos desorientados metros finales perdí de vista a Fredrik, al que imaginaba detrás de mí; aunque no quería hacer el esfuerzo de girarme a comprobarlo. Unicamente podía caminar acotando mi atención a los tres o cuatro metros de terreno pedregoso que tenía por delante. Todo lo demás ya no me importaba. El aire era tan fino que parecía no existir; como si no hubiera oxígeno a nuestro alrededor y como si estuvieramos caminando por el iluminado fondo de un frío mar cargando enormes mochilas llenas de plomo. Desde que dejamos el monasterio habíamos ascendido 800 despiadados metros, lo cual, combinado con las horas en las que caminamos perdidos por el valle equivocado, había reducido nuestras fuerzas hasta esos límites de conciencia en los que uno cree que todo lo que sea capaz de dar de sí a partir de ese momento, es pura sorpresa.





Tan solo podía caminar. Caminar en dirección al paso, y nada más. Cualquier distracción de mi mente acarreaba un abrupto descarrilamiento de mi concentración que me hacía plena y dolorosamente consciente de las pocas energías que me quedaban. Se me ocurrió que para poder seguir adelante debía mantener en mi cerebro un constante cálculo de una ecuación cuyas variables no dejaban de ser modificadas o añadidas. Veía las sombras alargarse a mi alrededor, lo que significaba que la tarde avanzaba inexorablemente; el peso de mi mochila no dejaba de poner a prueba mi equilibrio al recorrer aquel irregular terreno; el viento era cada vez más fuerte en mi contra y del oxigeno respirable cada vez había menor rastro. Para añadir disturbios a mi concentración, el hecho de que comenzase a respirar estertorosamente, casi rebuznando con cada secuencia de inhalación-exhalación, contribuía a que me sintiera más vencido por la ecuación; más insignificante ante la naturaleza que me acogía con tanto desprecio. Tener todas estas variables en mi mente se hacía insostenible. Entonces decidí que el sentirme tan abatido debía ser algo normal dadas las circunstancias, así que en lugar de dedicarme a identificar las dificultades para tratar de imponerme a ellas, las acepté con humildad y me desprendí de cualquier muestra de soberbia. Me encomendé a mis piernas, a mi espalda y a mis ojos y dejé que la propia Naturaleza, esa que estaba a la vez dentro y fuera de mí, juzgase de la manera más sabia posible si me estaba permitido alcanzar mi colorido objetivo. Se puede decir que llegué a algún tipo de estado meditativo que congeló la ecuación en mi mente y me permitió avanzar, despacio pero con cierta firmeza, hasta tener las banderas de oración a escasos metros de mi alcance. Conforme fui apreciando cada vez más detalles de los elementos que componían el terreno en la parte más elevada del Drolma-La, me percaté de una silueta recortada contra el cielo que me resultaba familiar. De alguna forma, Fredrik me había sobrepasado y había llegado hasta allí antes que yo.

Estaba sentado, justo al lado del hito del paso, y parecía seguir mis movimientos con su mirada. Cuando me aproximé lo suficiente como para poder mirarle a la cara, comprobé que también él había sido objeto de una metamorfosis anímica. Ya no había rastro de aquel ser desarticulado y reducido a un manojo de aspavientos de impotencia, incapacitado incluso para espetar una sola palabra sin acompañarla de un alarido que terminaría con un escupitajo. Fredrik había sido esto mismo solo unos minutos antes. Ahora, en cambio, sentado noblemente sobre una gran piedra, parecía pertenecer a aquel lugar. En su rostro ya no había lucha y desesperación, sino un enrojecido semblante de ídolo en el que su barba y sus cejas cobrizas flameaban eléctricamente. Su mirada y su sublime sonrisa tenían el mismo signo, el signo del entendimiento; del haber sido consciente de algo que desconocía hasta ese momento pero que ya jamás olvidaría.

Hay una historia en las escrituras épicas hindús que relata otra metamorfosis ocurrida en un ascenso al monte Meru (el mítico centro del universo hindú al que se asocia geográficamente con el Kailash). Esta narra la peregrinación a la cima de la montaña de los cinco hermanos Pandavas, convertidos en ascetas tras haber vencido en la legendaria batalla de Mahabarata a sus primos, los Kauravas. Durante el ascenso, cuatro de ellos sucumben a las dificultades, uno tras otro, hasta que tan solo queda en pie el heróico Yudhistira, acompañado de su fiel perro. Al llegar a la cima las puertas del cielo se abren ante él, pero los dioses le informan de que no puede entrar en compañía de un animal impuro, como es el perro, así que el noble Yudhistira decide renunciar al cielo antes que desprenderse de su fiel compañero. Entonces los dioses, conmovidos ante semejante muestra de humanidad y de honor, convierten al can en la figura de la Justicia, con lo que ambos consiguen, finalmente, acceder al paraiso.

Si esta historia se repitió de alguna forma con nuestra peregrinación, o si se pueden resaltar ciertos paralelismos, lo dejo a la elección del que haya llegado hasta aquí con la lectura de mi experiencia. Yo hoy tengo la certeza de que, en aquellos momentos, me pareció inviable que ambos pudieramos haber terminado con éxito lo que habíamos comenzado sin la ayuda que nos brindamos mutuamente. Y una vez comenzada la aventura, tal era la relación fraternal que se había forjado entre nosotros, que a ninguno nos hubiera reportado satisfacción u orgullo el terminar el kora en solitario si eso quería decir que el otro se había visto impedido de ello.





Lo que sí puedo asegurar es que en ningún momento se nos abrieron las puertas del Cielo. El Drolma-La era el punto más elevado que alcanzaríamos, lo cual está lejos de los 6.714 metros que el Kailash alcanza en su cumbre (de hecho, esta montaña, por respeto a su estatus sagrado, jamás ha visto un ascenso hasta la cima de un ser humano). Podría decirse, en cambio, que lo que se abrió ante nosotros fueron las puertas del Infierno, pues el panorama del descenso que nos aguardaba era espeluznante. Una sucesión de laderas pedregosas y acusadamente empinadas se interponían entre nosotros y el valle que nos debía poner en camino de vuelta a Darchen. Ni siquiera podíamos verlo; tan solo adivinamos su existencia al fondo de los irregulares desfiladeros por los que se revolvían, bacanalmente, inmensas masas de roca, nieve y hielo. El paisaje parecía un helado de straciattela de dimensiones cósmicas, esperando a devorarnos a nosotros en lugar de lo contrario; pero ni siquiera teníamos tiempo para horrorizarnos, y tan solo dos palabras fui capaz de pronunciar ante semejante despliegue de poderío divino: “Let's go”.

De nuevo, cada uno elegimos el camino que nos parecía más favorable para el descenso, pues aunque sabíamos que debía haber un sendero grabado en el suelo, éste era invisible debido a la nieve. Nos dejábamos caer de roca en roca, con sumo cuidado pero con cierto apresuramiento, pues se estaba haciendo tarde y la luminosidad del día disminuía en la misma proporción en que aumentaba el frío. En algunas secciones recorríamos trechos enteramente cubiertos por una tenebrosa sombra. Por otro lado, en esta fase fui asaltado por una incómoda sensación en mi pie derecho, cuyo tobillo era incapaz de articular. Sentí que de rodilla hacia abajo estaba arrastrando una masa entumecida y pesada que tan solo podía utilizar como punto de apoyo. Pero no podía detenerme a lamentarme por ello y lo único que hice fue comenzar a albergar una preocupación que acabaría por atormentarme en lo que quedaba de día.

De igual manera a como ocurrió en el ascenso, Fredrik y yo apenas conversamos durante el descenso; la concentración resultaba vital. Esto sirvió para que recorriésemos la parte más inclinada y peligrosa de manera relativamente rápida (tomando muchos riesgos al saltar entre las rocas). No obstante, de nuevo ante nosotros se extendia un mar de complicaciones; en este caso, una gran superficie cubierta de nieve cuya corteza estaba algo endurecida. Aquí las botas de Fredrik le permitieron avanzar muy lenta y trabajosamente, pero en mi caso me vi rodeado de una extensa y vertiginosa trampa blanca en la que no conseguía dar más de un paso sin caer en uno de los millones de huecos invisibles que había bajo la superficie. Con suerte tan solo me introduciría en ellos hasta la rodilla, pero en muchas ocasiones mi pelvis y mi cintura se veían sumergidas en este cenagal de nieve impía. En algún caso incluso mis hombros se vieron de repente inmersos en la nieve. Estaba desesperado, abatido, asustado y, en cierta manera, arrepentido. Tan solo conseguía avanzar si me arrastraba por la nieve, casi nadando, y olvidándome del hecho de que gran cantidad de ella se estaba introduciendo entre mis ropajes, sobre todo en mis botas. Para entonces, la situación en mi pie derecho era pésima. Sentía que tenía una piedra de granito en lugar de un pie, y esto me preocupaba muchísimo, pues no había forma de revertir lo que parecía, a todas luces, un principio de congelación.

Llamé a Fredrik con un gran alarido y éste se detuvo a esperarme en un lugar al que todavía iluminaban los esquivos rayos del sol. Sin embargo, cuando llegué hasta él, las sombras ya lo habían inhundado todo, como si éstas fueran mis lamentables embajadoras. Al informar a mi amigo sueco sobre las sensacines que tenía, su rostro se endureció. También él estaba preocupado. Como hombre acostumbrado a la climatología polar, sabía cuan peligrosa puede ser ésta cuando las circunstancias son tan adversas. Le llegué a proponer que plantásemos la tienda allí mismo y que nos preparásemos para la peor noche de nuestra vida. Sin embrago, me respondió al punto que aquello no era posible. ¡Y cuanta razón tenía! No había un solo metro cuadrado de tierra en el que montarla. Todo era nieve y rocas puntiagudas. Además, todavía debíamos estar a más de 5.000 metros de altura, lo cual, dado nuestro estado de fatiga, era peligroso en sí mismo. Al menos, el fondo del valle que debíamos seguir se había hecho visible, pero todavía estaba muy lejos, y sin un camino que recorrer, la acusada pendiente en la que estábamos nos resultaba el equivalente a un peligroso precipicio.

Por unos segundos nos detuvimos a observar a nuestro alrededor. Entendimos perfectamente por qué en esa época nadie hacía el kora, ni siquiera los más devotos peregrinos. Lo que en otras estaciones debía ser un verde valle surcado por numerosos senderos bien definidos en la tierra y llenos de gente transitando por ellos, ahora no era más que una inmensa superficie inconcreta y desierta en la que nosotros éramos dos pequeños puntos atrapados, cada vez más insignificantes.

La búsqueda de alguna señal que nos ayudase a encontrar un camino viable fue nuestra principal preocupación en aquel momento, y tras escrutar minuciosamente nuestras inmediaciones, divisamos unas pequeñas piedras que parecían estar dispuestas formando columnas. Tras aproximarnos a ellas con mucho esfuerzo, comprobamos con alegría que, en efecto, se trataba de pequeños hitos para delimitar el camino que sobresalían mínimamente por encima de la nieve. Fue un momento clave, pues gracias a este tipo de señalizadores pudimos seguir una ruta de descenso aceptáblemente transitable. De nuevo fueron momentos de elevado ritmo, pues no había un segundo que perder.





Una vez alcanzada la parte más profunda del valle nos dispusimos a montar la tienda de campaña, con gran celeridad, en el primer espacio de tamaño suficiente que encontramos, pero el viento reinante era exagerado; parecía haberse levantado repentinamente como respuesta de la Naturaleza a nuestra pequeña concesión a algo parecido a la alegría. Este viento inmisericorde acabó conmigo. Sin poder evitarlo, me desplomé de rodillas y le hice saber a Fredrik que mi ayuda solo podía consistir en lo que pudiera hacer en esa posición y sin desplazarme más de un metro. Esto, que puede parecer muy poco, fue suficiente para que me dedicase a apuntalar el interior de la tienda con piedras que Fredik me iba dando mientras él ataba las cuerdas del exterior a piedras más grandes. Clavar las piquetas en aquel suelo helado era imposible. En pocos minutos -que se hicieron eternos ante el dolor que ambos experirmentábamos con cada movimiento y con cada violento azote del viento- montamos la tienda, de manera muy precaria pero suficientemente bien como para comenzar los preparativos de la “operación” que debíamos llevar a cabo: devolver la vida a mi pie derecho.

Siempre recordaré la determinación con la que Fredrik se entregó a este propósito. Sin necesidad de que le recordase lo mal que me sentía, él mismo tomó el mando de la situación y me ordenó que me tumbase y que le permitiese quitarme la bota. Lo hice con algo de temor -y también de temblor- pues no sabía muy bien lo que me iba a encontrar, pero presentía que iba a ser muy doloroso. Y así fue. A pesar de la delicadeza con la que Fredrik aplicó las pocas fuerzas que le quedaban, la sensación fue la misma que si me hubiera arrancado el pie de cuajo, poco a poco. La bota salió finalmente, acompañada del calcetín, que estaba pegado a ella por medio del hielo que se había solidificado en el interior. Mi pie apareció luminoso, como si fuera una bombilla de mármol encendida tenuemente en medio de aquellas tinieblas que nos rodeaban. Acto seguido Fredrik comenzó a calentar agua con su hornillo, dentro de la tienda, y llenó una botella de plástico con ella. Me dijo que la introdujera en el fondo de mi saco de dormir y que tratase de abrigarme todo lo posible. Yo seguía siendo presa de fuertes temblores; y con las severas sacudidas que el viento infligía a nuestra nímia morada, cada segundo que pasaba constituía una pequeña eterna condena revivida una y otra vez; cíclicamente. Aquellos momentos han pasado a mi memoria como los de mayor derrotismo y angustia que puedo recordar en mi viaje.

Tras calentar agua para mí, Fredrik cocinó unos noodles instantáneos que sirvieron para caldear nuestros estómagos y, a partir de ahí, el resto de nuestra anatomía. Aún no sé muy bien cómo, tras estos agetreados compases de la velada, conseguí conciliar el sueño por unas horas. Solo puedo encontrar una explicación en el hecho de que ni siquiera tenía fuerzas para mantener los ojos abiertos y la mente funcionando conscientemente. En cambio, las últimas horas de la noche, antes del amanecer, fueron una continua alternancia entre el sopor y un hiriente estado de vigilia del que solo quería escapar volviendo a dormir. Pero esto era cada vez más difícil, y cuando la Aurora tuvo a bien iluminar la lona de la tienda suavemente, me desperecé por completo. La primera parte de mi cuerpo donde deposité la atención fue mi maltrecho pie, y con una gratificante sensación de sorpresa pude comprobar que era capaz de moverlo, tanto por el tobillo como por los dedos. Mantenía un extraño entumecimiento a nivel de la piel, pero la temperatura parecía correcta y el dolor había remitido (semanas más tarde, cuando ya estaba incluso fuera del Tíbet, toda la piel del pie mudó y me la arranqué casi de una pieza, como si fuera un calcetín). Esta nueva sensación me causó gran alegría, y recuerdo muy bien cómo mi ánimo se embriagó con la expectativa de terminar el kora felizmente.

Ese día fue el más largo, pues recorrimos unos 23 kilómetros en total, pero nuestra decisión de utilizar el río Dzong-chu, que estaba congelado, como calzada por la que caminar, nos facilitó mucho las cosas. Aún así, tuvimos que tener cuidado cuando el río se ensanchaba, pues eran habituales las grietas, pero comparado con el día anterior, cualquier cosa nos parecía fácil. La comida se nos había terminado con el desayuno, así que ambos hicimos muchas y animosas conjeturas sobre lo que comeríamos en el desabastecido restaurante de la hermana de Nyma cuando llegásemos triunfales a Darchen, como nos correspondía por el hecho de ser los primeros peregrinos en realizar el kora en este año tibetano que acababa de comenzar.





Fue un trekking moderado, aunque complicado por el hecho de que nuestras energías estaban en su nivel mínimo. Necesitábamos descansar muy a menudo y trabajar psicológicamente para apaciguar nuestras ansias de volver a Darchen; de volver a encontrarnos con otros seres humanos. Dejarse llevar por la euforia de haber sobrepasado con éxito los lances más críticos del recorrido hubiera sido un error, pues podríamos habernos desfondado completamente. Hubo dos momentos especialmente memorables ese día. El primero fue cuando, tras caminar durante algunos kilómetros dejándonos llevar por el curso del río helado a través de imponentes gargantas negras y reviradas, la formidable silueta redondeada de la montaña Gurla Mandata, de 7.728 metros de altura, se nos presentó en su totalidad al otro lado del amplio valle el río Sutlej. Fue como caminar por el catálogo de presentación de un milagro recien creado por la Naturaleza. La belleza de nuestro entorno era estremecedora. El otro momento inolvidable fue cuando, una vez en ese valle, concentramos nuestra vista en el horizonte, en dirección oeste, y tras un achinado escrutinio encontramos en él lo que estábamos buscando. En la lejanía, como si fuera un cúmulo de maleza seca agarrado al terreno por unas raices profundas, el afeado perfil de Darchen se alzaba insinuante a unos cinco kilómetros de distancia. Habíamos llegado. Fredrik y yo nos fundimos en un abrazo al presenciar esta imagen. A pesar de su poco atractivo, Darchen nos pareció la maravilla más grande que jamás había surgido como fruto de la civilización humana.

Tras finalizar el kora, aún pasarían doce largos días antes de que llegásemos a Lhasa, todos ellos llenos de anécdotas y dificultades (la princial fue cuando quedamos atrapados durante seis días y seis noches en el famoso paso de Mayum-La, incapaces de encontrar transporte). Pero el 23 de febrero, a la una de la madrugada, nuestro último medio de transporte, un autobús que habíamos tomado en Shigatse, nos dejaba en una de las calles de Lhasa. Había nevado recientemente y todo parecía diferente a cómo estaba antes de dejarla para ir en busca del Kailash.

En mi corazón, Lhasa había cambiado para siempre. De nuevo sentía que estaba allí de paso. De nuevo estaba viajando.





Foto 1: paisaje desde Darchen al anochecer (Gurla Mandata, 7.725 m.al fondo)

Foto 2: caminando hacia un valle equivocado. Kailash al fondo

Foto 3: Panorama de descenso tras Drolma-La (se puede apreciar a Fredrik en el margen izquierdo comenzando el descenso)

Foto 4: Fredrik sobre río Dzong-chu (último día de kora)

Foto 5: día de relax y de celebración en Darchen tras la realización del kora (Cima del Kailash al fondo)

Foto 6: retornando a Lhasa. Parte del trayecto fue en el remolque de camiones

Continua...

31. Kailash: viaje a la montaña sagrada (parte I)

5 de marzo, Lhasa, Tíbet



Hay una montaña, en un lugar remoto del Tíbet, alrededor de la cual circula un áurea de santidad cuyo tamaño es superior al del de cualquier otro punto geográfico de este pequeño planeta nuestro. El nombre más extendido con el que se la conoce es Kailash, que en sánscrito significa “cristal”, mientras que los tibetanos se refieren a ella como Kang-rinpoche, o “Joya de nieve”. Según los hindús, en su cima viven el dios Shiva y su esposa Parvati, lo que la convierte en el lugar más importante de la Tierra para ellos. Para los budistas tibetanos, en cambio, la montaña es el lugar en el que su héroe histórico, el asceta Milarepa, venció en un combate de magia a su oponente Naro-Bon, el principal valedor de la ancestral religión animista tibetana llamada Bon (anterior a la llegada del budismo).

Es posible encontrar en el mundo montañas más altas, de eso no hay duda, pero no hay ninguna otra que sea tan importante para un mayor número de personas como lo es el Kailash. Con mi estancia en el Tíbet alargándose más de lo previsto, la posibilidad de llegar hasta este Olimpo Hindú fue consolidándose poco a poco hasta convertirse, finalmente, en una realidad que está destinada a permanecer en mi memoria mientras me quede una sola neurona en funcionamiento.

Si en mi último artículo narré mi experiencia visitando el Campo Base del monte Everest, la cual describí como algo inesperado e impactante, en este caso, mi viaje hasta las mismas faldas del monte Kailash y el circuito de peregrinación -kora- que completé en torno a él, debe ser considerado -o al menos así lo consideré yo- como la peripecia más emocionante, más arriesgada y más desafiante que había realizado hasta entonces, no solo en este viaje a las antípodas, sino en cualquiera de mis anteriores andanzas por el mundo. Estos calificativos tienen su razón de ser, no en el hecho de que todo viaje a este lugar sea una auténtica aventura garantizada de por sí, pues lo realizan miles de personas al año (la mayoría en peregrinación aunque también algunos en visita turística por medio de agencias especializadas con sede en Lhasa), sino en la circunstancia de que cuando la llevé a cabo el calendario se hallaba en pleno mes de febrero, acaso el más frío del año en el Tíbet. En esa época, la sola mención de esta expedición a cualquier tibetano arrancaba una incrédula sonrisa de escepticismo de su broncínea tez.

Pero el secreto de mi decisión de acometer esta empresa -y de su eventual éxito- radicaba, una vez más, en una notable alianza viajera. Llevaba todavía poco tiempo en Lhasa cuando conocí a Fredrik, un sueco que por entonces se hallaba pululando por esa parte de Asia en busca de la iluminación personal. Lo conocí en el pequeño café que solía frecuentar en la capital tibetana, el Spinn, y por arte de esa caprichosa ninfa que es la Casualidad, ambos terminamos viviendo juntos en un apartamento que ponía a nuestra disposición la escuela de idiomas para la que ambos trabajábamos como profesores de inglés temporal e ilegalmente. Más adelante, en otros posts, explicaré los detalles que convirtieron mi viaje en una pequeña y estimulante etapa sedentaria en el Techo del Mundo. Baste ahora con aclarar que, cuando dejé Lhasa para visitar el Kailash, llevaba ya tres meses viviendo en el Tíbet.

Este vikingo noble y dicharachero que era Fredrik irradiaba un magnetismo que me resultaba irresistible. Hacía mucho tiempo que no encontraba en una persona cualidades que tanto valoro y que él desplegaba inconscientemente una vez tras otra. Su sola presencia era sinónimo de buenas vibraciones y parecía inmune al tedio y al mal humor, con lo que las carcajadas y amplias sonrisas eran habituales cuando ambos nos reuníamos. Era directo y espontaneo. En ocasiones se expresaba con el deje concienzudo de un anciano avispado, mientras que en otras se dejaba engatusar por las historias de otros como lo hacen los niños que no tienen sueño cuando les ha llegado la hora de ir a dormir. Pero por encima de todo, si apreciaba su amistad y compañía de manera especial era porque podía confiar ciegamente en él... y también porque estaba lo suficientemente loco como para enfrentarse sin contemplaciones a la aventura que nos aguardaba.



El 1 de febrero, un viernes de madrugada que todavía no se había quitado completamente el traje del jueves, nos veía a Fredrik y a mí tomando el primer autobús que abandonaba Lhasa con destino a Shigatse, 200 kilómetros hacia el oeste y única parte del recorrido de un total de 2.000 kilómetros hasta llegar a Darchen -pueblo en las laderas del Kailash- que podíamos hacer en autobús. Nos habíamos provisto de comida en abundancia y de ropa de abrigo en la medida de lo posible. Fredrik tenía una tienda de campaña y bastante material propio, incluido un pequeño hornillo de gas, pero yo tuve que alquilar un saco de dormir para bajas temperaturas y confiar en mi chaqueta tradicional tibetana con forro interior de piel de cordero para enfrentarme a un frío y a un viento que jamás antes había conocido.

La narración de nuestras peripecias atravesando todo el Tíbet occidental hasta llegar a los remotos parajes que albergan el Kailash bien podría llenar muchas páginas con sabrosos párrafos cargados de anécdotas viajeras. Hacer esto sin ningún tipo de transporte organizado supuso largos momentos de espera, ya fuera caminando durante monótonos kilómetros siguiendo helados caminos sin asfaltar, ya fuera sentados -o tumbados- esperando a que algún vehículo apareciese en la lejanía, lo cual nos haría utilizar todas nuestras armas de persuasión para que el conductor se decidiera a acercarnos un poco más a nuestro destino final.

Buscar transporte y alojamiento, a la vez que avanzábamos, llenaba nuestro cupo de preocupaciones diarias, y a tal efecto nuestra energía, nuestro ingenio, nuestra sabiduría y nuestra ignorancia, eran una y otra vez removidas por la fuerza de la necesidad. Eramos como dos quijotes, o como dos sancho panzas, caminando en compañía el uno del otro, recorriendo distancias y espacios que parecían la materialización criogenizada de un paisaje daliniano. Unas veces como Quijote y Sancho; otras como Sancho y Quijote, alternándonos en nuestra percepción de la aventura, bien como algo que provenía de un absurdo plan deficientemente sopesado, bien como una gesta épica que encumbraría nuestras ambiciones viajeras de ser lograda con éxito. Cada paso que dábamos sin que ocurriese nada parecía confirmar lo primero; sin embargo, cada vez que acabábamos siendo transportados varios kilometros en algún vehículo, o que conseguíamos pasar un control militar sin ser identificados, crecían nuestras esperanzas de que lo segundo era posible. En cualquier caso, antes de comenzar habíamos blindado nuestra determinación con la consigna de que, a pesar de todos estos altibajos en nuestro ánimo y en nuestro optimismo, nada nos haría retroceder en nuestro empeño mientras nos lo permitiesen las fuerzas. La lealtad a este -aparentemente- sencillo compromiso fue lo que nos recompensó con el éxito final.

Llegamos a Darchen el 7 de febrero de 2008, coincidiendo con el Año Nuevo Tibetano (y en este caso, aunque no siempre es así, también con el Año Nuevo Chino). La noche anterior había sido una de las peores desde que nuestra expedición había dejado Lhasa siete días atrás. La pasamos dentro de un todo-terreno atascado en la nieve, en compañía de sus cuatro ocupantes, todos ellos tibetanos y trabajadores de la compañía nacional de telecomunicaciones China Telecom. Nos habían hecho el enorme favor de recogernos cuando ya estaba anocheciendo y teníamos incluso montada la tienda de campaña, preparados mentalmente para pasar en ella una gélida noche tras un día en el que habíamos caminado más de 25 kilómetros sin haber visto un solo vehículo. Pero por desgracia, tan solo unos metros después de haber sido recogidos, el flamante Toyota 4x4 no pudo atravesar una gran bañera de nieve y se quedó literalmente clavado en ella. Nuestros esfuerzos por hacerlo salir de allí fueron en vano y solo contribuyeron a que las pocas energías que nos quedaban se agotasen y nos fuera más difícil entrar en calor dentro del coche. Encajados lamentablemente en su interior tuvimos que esperar hasta la mañana siguiente, en la que un viejo camión de manufactura china que provenía de Darchen remolcó al moderno vehículo japonés y lo sacó de su humillante postramiento, tras lo cual pudimos seguir adelante.



Horas más tarde, los simpáticos empleados de China Telecom nos dejaban en el borde de la carretera, indicándonos que ya habíamos llegado y que ellos debían proseguir su marcha. Nos costó unos segundos encontrar en la lejanía el pueblo de Darchen, y una vez divisado -unos dos kilómetros al norte- nuestra mirada voló velozmente sobre sus tejados y se fijó en la cumbre de la Gran Montaña que habíamos venido a encontrar, la cual destacaba reinante entre el grupo de montes bajos y redondeados sobre cuyas laderas se extendía el diminuto pueblo tibetano. Por fin, mis ojos percibían la luz de esta creación de la naturaleza que jamás dejó indiferente a nadie. Hasta entonces, tan solo en fotos -en cientos de ellas- había tenido la oportunidad de deleitarme con su belleza, pero ahora, todas esas fotos quedaban reducidas a cenizas que eran fruto del fuego de las sensaciones que experimentaba al ser azotado por el viento que bajaba de la mismísima cumbre de la montaña sagrada.

Al entrar en el pueblo, una rabiosa comitiva perruna nos salió al paso y nos dio la bienvenida con ladridos avasalladores, pero eso no nos hizo flojear, pues ya estábamos acostumbrados al carácter arisco y desconfiado, aunque más bien acobardado, de los mastines tibetanos que suelen merodean salvajemente en torno a las aldeas y pueblos del altiplano. El viejo refrán “perro ladrador, poco mordedor” bien podría haber sido inspirado en la actitud de estos peludos canes, cuya apariencia es mucho más temible -y en verdad que lo es- que su reputación. A parte de los perros, apenas había rastro de vida en aquella especie de cuartel disperso que era Darchen. Tan solo alguna chimenea de hojalata por la que se escapaba un hilillo de humo negruzco (proveniente de la combustión de boñiga de yak) nos delataba la presencia humana. A la más cercana de las chozas donde había una de estas chimeneas nos dirigimos, y casi sin avisar, abrimos la portezuela para descubrir quién había en su interior. Allí se encontraban tres jóvenes sentados en torno a una oxidada estufa al lado de la cual se apiñaban, desordenadamente, docenas de boñigas secas de yak. Decir que se sorprendieron ante nuestra injerencia sería exagerar, pues tan solo detuvieron su susurrante conversación y se limitaron a observarnos, sin más expresividad en sus barrosos rostros que un prologado gesto de circunspección. Pronuncié el nombre de Nyma, un contacto que me había sido dado en Lhasa por un viajero alemán que había visitado Darchen en otoño, y uno de los jóvenes se levantó y salió de la chabola, haciéndome indicaciones de que iba a buscarlo. Yo esperaba que fuera uno de ellos, pues no imaginaba que en un pueblo así pudiera haber, en aquella época, más de tres jóvenes (¡había, al menos, un cuarto!). A los pocos minutos Nyma, un joven de tan solo veintidos años, apareció por la puerta sonriendo gentilmente.

Encontrarnos con él fue un bálsamo para nuestro cansado ánimo. Enseguida nos hizo un hueco en la morada que habitaba con su esposa y nos atendió como si fueramos amigos de toda la vida. Sin duda, el hecho de que le hiciera entrega de unas fotografías del Dalai Lama -prohibidas en el Tíbet- y de un ejemplar del libro Siddhartha -del escritor Hermann Hesse- que el viajero alemán me había encomendado para que se los entregrase, ayudó a establecer un vínculo de confianza entre nosotros. Nos hospedó en su propia casa (apenas un cuartucho de unos quince metros cuadrados), la cual pone al servicio de turistas y peregrinos en época estival, y allí pasamos una cálida noche, conversando alrededor del fuego de una estufa sobre nuestro viaje y sobre el Tíbet. De nuevo, tres jóvenes mantenían una conversación susurrante en torno a una fuente de calor.

Al despuntar el alba del día siguiente nos poníamos en marcha para ejecutar el famoso kora, el cual debería llevarnos tres días en los que rodearíamos al monte Kailash siguiendo un circuito cuasi-circular de unos cincuenta kilómetros en sentido horario -como manda la tradición budista y la hinduista. Nyma nos hizo entrega de la docena de huevos cocidos que le habíamos pedido, para añadir así proteinas a la monótona dieta de noodles instantaneos, cereales y miel que veníamos siguiendo desde que abandonamos Lhasa. También nos quiso acompañar durante la primera media hora para indicarnos el camino a seguir una vez nos desviásemos del amplio valle que separa el rango Gandise, en el cual se halla el Kailash, de su cordillera madre, el Himalaya. Antes de despedirse nos recordó que en esa época nadie hacía la peregrinación, por lo que nos encontraríamos solos. Si algo nos ocurriese, o si no pudiesemos continuar debido al frío, a la nieve o al cansancio, deberíamos rehacer nuestros pasos siguiendo el mismo camino para volver a Darchen, sin intentar encontrar un atajo, lo cual podría hacer que nos perdiesemos y, por lo tanto, que estuviesemos realmente perdidos.



Conservo un vivo recuerdo de aquella mañana. Un precioso cielo de aire fino y libre de nubes nos permitía otear, en dirección sur, las afiladas cumbres del Himalaya occidental que separan el Tíbet de la India, agolpandose violentamente entre ellas y constituyendo una de las fronteras naturales más formidables que existen en la Tierra. A nuestra derecha, el Kailash nos mostraba su cara sur, tal vez la más característica de todas gracias a las marcadas estrías rocosas que la atraviesan de arriba a abajo y de izquierda a derecha y que se cruzan justo en el centro. En los extremos de estas estrias lineales, otras más pequeñas confieren al entramado una forma muy peculiar que se asemeja bastante a una esvástica (símbolo ancestral que algunas culturas, entre ellas la hindú y la tibetana, han asociado tradicionalmente con la eternidad o equilibrio natural). Nuestro paso era ligero, más por la ilusión que teníamos de hacer algo así que por la facilidad que nos brindaba el terreno. A diferencia de partes más centrales del Tíbet, las cuales se encuentran incluso a mayor altitud pero que apenas están cubiertas de hielo y nieve debido a la escasez de precipitaciones, en la región donde nos encontrábamos nieva con más frecuencia, por lo que encontrar un sendero o camino grabado en la tierra no era posible. Debíamos caminar por la nieve o saltar de piedra en piedra. Aún así, el primer día hubiera sido difícil perderse, pues a pesar de no tener ningún camino a seguir, el valle por el que discurríamos era muy cerrado -casi acogedor- y estaba atravesado longitudinalmente por un riachuelo congelado, de manera que solo teníamos que remontar el valle río arriba hasta llegar al monasterio budista de Dira-Puk, donde una docena de monjes budistas que residen allí permanentemente nos acogerían esa noche, según nos había prometido Nyma.

Casi todo el día fue muy tranquilo, y de alguna forma, tanto Fredrik como yo experimentamos un sublime proceso de descompresión mental tras una semana en la que todo había sido difícil, incómodo e incierto. Ahora todo era distinto. Por el hecho de haber comenzado el kora, teníamos la sensación triunfal de que una parte importante de nuestra misión había sido exitosa, y guiadas por esta euforia, nuestras mentes, que habían llegado a comportarse como hermanas gemelas después de tantos trasiegos, concibieron el resto de nuestro viaje como un camino despejado cuyos derroteros debían hacer de esta aventura una experiencia irrepetible.

A media tarde, tras unas largas y monótonas horas en las que habíamos caminado en silencio y con un constante ritmo robótico, el monasterio budista de Dira-Puk se nos presentó tras un recodo del valle. Llegar hasta él fue la parte más agotadora de la jornada debido a que casi toda la ganancia de altitud del trayecto (tan solo unos 200 metros con respecto a Darchen, el cual se encuentra a 4.600 metros aproximadamente) se concentraba en el último kilómetro, así que en cuestión de minutos nuestro ritmo pasó de una briosa marcha a un lamentable estado de extenuación que nos obligaba a detenernos cada diez metros para recuperar el aliento. En estos momentos de agotamiento absoluto y falta de concentración era cuando el frío, de igual manera a como un tigre espera en la maleza el paso de un despistado cervatillo para saltar salvajemente sobre él, aprovechaba para penetrar inmisericordemente en nuestra piel y mordisquear rabiosamente nuestros huesos.

Los monjes del monasterio de Dira Puk se encontraban en la cocina, único lugar relativamente cálido en todo el edificio, y hasta allí fuimos guiados por uno de ellos, el cual nos había visto llegar arrastrandonos -literalmente- por los escalones que conducen a la puerta principal. En la cavernaria cocina se respiraba cierta atmósfera festiva, con las celebraciones del año nuevo tibetano como principal motivo, si bien, con la inesperada llegada de estos dos extraños vagabundos, los monjes -muchos de los cuales no eran más que adolescentes- se vieron ciertamente impactados por nuestro atrevimiento de realizar el kora en esa época y pronto fuimos los protagonistas de una velada en la que no dejamos de ser alimentados con champa (harina de cebada mezclada con agua y azucar), thugpa (sopa de pasta con verduras) y dulces. Por nuestra parte, estábamos demasiado cansados como para disfrutar de aquellos honores, de manera que en cuanto la oscuridad de la noche comenzó sigilosamente a impregnar la algarabía en el monasterio de un halo de psicodelia tántrica, con los monjes riendo y rezando los mantras budistas al mismo tiempo, le pedimos a uno de ellos que nos dijese donde podíamos dormir.

Tal y como nos había dicho Nyma, en el monasterio contaban con una cámara, situada fuera del edificio principal, donde podríamos pernoctar a cambio tan solo de un donativo. Antes de introducirnos en ella nos detuvimos unos instantes para contemplar de nuevo al Kailash, el cual nos mostraba su vertical cara norte flanqueada por unas tempraneras estrellas que delimitaban vagamente su monstruoso contorno. Era una imagen tan bella como temible, y de ambas cosas sentí que jamás las había vivido de aquella manera. Creo que fue el último momento de sobrecogimiento emocional para mí en todo el kora. A partir de entonces, el dolor y el sufrimiento ocuparían todos mis sentidos.




Foto 1: caminando por el Tíbet central
Foto 2: cara norte del monte Kailash vista desde el monasterio de Dira-Puk
Foto 3: todoterreno de China Telecom en el cual pasamos una noche
Foto 4: un momento de espera. Cima del Kailash al fondo
Foto 5: entrando en calor en una posada en Raga (Tíbet central)

Continua...

30. A la sombra del Everest

22 de noviembre, Lhasa, Tíbet



Durante muchos meses había estado revoloteando en torno a las majestuosas montañas de Asia. Cuando llegué a los pies del "Techo del Mundo" -refiriéndome de esta forma al conjunto de rangos montañosos que empieza a destacar en Uzbekistán por el oeste y se extiende hasta la región China de Yunnan en el este- hacía relativamente poco tiempo que había comenzado mi viaje, apenas tres meses. Sin embargo, fue tal el magnetismo de estos colosos, que desde que llegué a sus faldas siempre quise mantenerme a su vera, como si fuera un niño bueno al que le gusta complacer a su madre no alejándose demasiado de sus dominios.

Desde entonces caminé por los verdes valles del Tien Shan, bordeé las cristalinas cumbres del Pamir, atravesé las negras gargantas del Karakorum y exploré las atormentadas laderas del Hindu-Kush, todas ellas imponentes cordilleras sin parangón en ninguna otra parte del mundo. Más tarde, en mi discurrir por el norte de la India y por Nepal, apenas perdí de vista las montañas del Himalaya; tan solo cuando me alejé unos kilómetros de su órbita para conocer las históricas ciudades de la cuenca del Ganges; pero eso fue solo un de-tour, pues en mi ánimo siempre estuvo el volver a ellas e ir incluso más allá: al Tíbet.

El día que entré en el Tibet lo recuerdo muy bien. Había estado las dos semanas previas disfrutando de unas vacaciones viajeras en Nepal, haciendo trekking, bañándome en el lago Pokhara y recorriendo las pintorescas calles de Kathmandú. En esta última ciudad había contratado un paquete turístico para desplazarme, en un recorrido de siete días de duración con visitas guiadas a varios puntos del sur del Tíbet, hasta Lhasa. Este tour era la única vía de entrada por tierra al Tíbet desde Nepal, sin posibilidad alguna de hacer el trayecto de manera independiente. Me desplacé con el resto del grupo hasta la frontera, la cual cruzamos andando. Una vez en la parte china, un conjunto de jeeps y un minibús nos esperaban para hacerse cargo de nosotros. A ninguno nos gustaba el formato del tour, pero lo asumíamos con el consuelo de que solo duraba siete días; después, cada uno era libre de emplear el resto de la duración de su permiso de viaje como más le placiera (mi permiso de viaje era de solo 25 días, en los cuales debía atravesar Tíbet y China..., aunque al final, como se verá en sucesivos artículos, para mí todo quedó en papel mojado).

Nada más introducirme en el minibús que había de convertirse en mi "vehículo oficial" durante la siguiente semana, me encontré a bordo con un personaje con quien terminaría por entablar una gran amistad. Allí estaba, en el fondo del minibús, discutiendo -casi peleándose- con el chófer por la poca delicadeza con la que éste último estaba tratando a su querida Txapaleta -así es como él llamaba a su bicicleta. Su semblante era leonino, con largos cabellos rizados y una salvaje barba; su mirada ciertamente pétrea, aunque desdramatizada por unas insignificantes gafas que daban un aire intelectual a su noble condición de vagabundo, y su aspecto general bufonesco, tocado con un sempiterno gorro de nieve que alargaba su figura y le daba una curiosa apariencia de invencibilidad. Se llamaba Patrik, era de Barcelona y viajaba en bicicleta, medio por el que se había propuesto dar la vuelta al mundo. Bastaron unos compases iniciales de conversación superficial para que, a las pocas horas, conforme el viaje había comenzado a desarrollarse, Patrik y yo estuvieramos hablando compulsivamente sobre cualquier aspecto de la vida. Habíamos empezado el contacto de la manera en la que lo hacen los personajes acostumbrados a la soledad, esbozando cortas y significativas aseveraciones que nos dirigíamos mutuamente y que en nuestras respectivas mentes eran desmenuzadas cautelosamente conforme nos ibamos haciendo un juicio lo más ecuánime posible el uno sobre el otro, asistidos por un desarrollado hábito de escuchar.



Así, tras el primer día de viaje, ambos formábamos ya un pequeño equipo. Patrik no estaba nada contento (al igual que el resto) con la necesidad impuesta de ligarse al tour y de renunciar a su querida bicicleta hasta llegar a Lhasa, de manera que resolvió dejar ésta en el hotel donde pasamos la primera noche, a escasos kilómetros de la frontera con Nepal, para así regresar una vez terminado el tour y rehacer todo el camino hasta Lhasa por medio de esforzadas pedaladas. Durante el trayecto por carretera visitamos las históricas ciudades de Gyantse y Shigatse, ambas dotadas de colosales monasterios budistas de la secta de los Gelugpa, o "sombreros amarillos", la misma a la que pertenecen las figuras del Dalai lama o del Panchen lama. Durante todo el recorrido, el paisaje a nuestro alrededor era extremadamente árido, desprovisto de vegetación arborea casi en su totalidad (pues a estas altitudes pocos árboles son capaces de crecer). Debido al frío propio de noviembre, las praderas de los montes habían perdido el lustroso y efímero color verde que las decora en épocas más estivales, así que, en sentido estricto, se puede decir que estábamos discurriendo por un desierto; por el desierto más elevado del mundo: la meseta tibetana.

Finalmente, en el quinto día de viaje, arribábamos a la mítica capital del Tíbet: Lhasa. En épocas anteriores a la explosión demográfica que vive en la actualidad la ciudad -como consecuencia del continuo flujo de inmigrantes de étnia Han (chinos) y de tibetanos de áreas rurales que vienen a buscar algún tipo de sustento, cualquier aproximación a Lhasa era alumbrada desde la distancia por la bella estampa del palacio de Potala, desde el cual gobernaban los Dalai lamas antes de que el Ejército Popular Chino, a las órdenes de Mao Tzedong, tomase el control sobre el Tíbet en el año 1950. Sin embargo, debido a la actual fiebre urbanizadora que sufre la ciudad, a mí me costó bastante tiempo avistar la monumental construcción, y cuando lo hice, tan solo pude tener un fugaz encuentro visual desde la distancia adivinando escasamente su piramidal estructura entre dos feos bloques de viviendas, pues el autobús eligió una de las calles de la periferia para dejar al grupo en el hotel de las afueras en el que pasamos los dos últimos días del tour.

Muchas cosas podría contar sobre Lhasa. De hecho, así espero hacer en sucesivos artículos. Sin embargo, este primero sobre el Tíbet debe ser dedicado a la anécdota viajera más destacable de mis primeros días en ese apasionante país: mi inesperada visita al Campo Base del monte Qomolangma, conocido en occidente como Everest.

Efectivamente, fue una visita inesperada, como casi todo lo que me ocurrió en el Tíbet. En absoluto había planeado con anterioridad ir al famoso Campo Base del Everest. Antes de mi entrada en el Tíbet lo consideraba una alternativa que requeriría mucho tiempo y seguramente un gran desembolso económico. Sin embargo, estos planteamientos de paja -como han de serlo todos en un gran viaje- fueron rápidamente envueltos en un poderoso ciclón de entusiasmo y llevados my lejos, a un oscuro lugar llamado olvido. Cuando llegamos a Lhasa, tras cinco días en la carretera, ya había decidido que visitaría, junto a Patrik, las faldas de la montaña más alta del mundo. La idea surgió más o menos a mitad del recorrido del tour, cuando en uno de los controles de carretera desplegados por el ejército chino, Patrik y yo nos percatamos de la insinuante presencia de un letrero en el borde de la carretera que indicaba la dirección al Campo Base. Si el camino estaba indicado... entonces tal vez podríamos hacerlo por nosotros mismos, sin necesidad de obligatorias agencias y permisos. Así, por fuerza de este ingenuo razonamiento, y una vez finalizado el tour, Patrick y yo, junto a Ippei, un misterioso y entrañable japonés que venía en el mismo autobús del tour y que se contagió de nuestro entusiasmo ante semejante plan, poníamos rumbo al Qomolangma (pronunciado "Chomolagma").



Al final del primer día de aventura ya habíamos conseguido llegar a Shekar, un pequeño pueblo al borde de la carretera que lleva desde Lhasa hasta la frontera nepalí y que sirve como punto de partida hacia el Everest. Precisamente fue en el control militar apostado en las afueras de este pueblo donde días atrás habíamos visto la indicación hacia la mítica montaña. Llegar hasta Shekar no nos resultó tan difícil como habíamos temido. Primero tomamos un autobús público desde Lhasa hasta Shigatse (segunda ciudad más importante del Tíbet). Debido a que no disponíamos de los permisos obligatorios para visitar esta zona, no nos fue posible comprar los billetes directamente en ventanilla, así que tuvimos que recurrir a la mediación de un tibetano que se ofreció a comprarlos por nosotros a cambio de una pequeña comisión. Una vez en Shigatse, a medio camino, tuvimos que preguntar mucho hasta que, finalmente, un hombre de rasgos chinos nos propuso llevarnos en su coche particular hasta Shekar (a unos 200 kms de allí) por una elevada cantidad de dinero (50 euros por llevarnos a los tres), lo cual era, de hecho, la mejor opción, pues ocultos tras los cristales tintados del vehículo pudimos atravesar sin incidencias uno de los controles policiales más infranqueables del Tíbet, a saber, el que se haya en la localidad de Lhatse.

La noche en Shekar la pasamos en una posada tibetana en la que tuvimos que cubrirnos con todo retazo de materia textil de que disponíamos, pues la habitación carecía de cualquier tipo de aislamiento contra el frío, así que las temperaturas bajaron -en el interior de la misma estancia- hasta unos 10 grados bajo cero. Pero fue a la mañana siguiente cuando realmente comenzaron a presentarse las primeras complicaciones. En Shekar estábamos relativamente cerca del Campo Base, si bien todavía teníamos que recorrer unos 90 kilómetros de carretera sin asfaltar y con un acusado desnivel hasta llegar a él, algo para lo que necesitábamos un medio de transporte. Los tres salimos a la gélida calle y preguntamos en todas las casas o tiendas a cuyas puertas veíamos algún vehículo aparcado, pero pasaba el tiempo y nuestro plan no funcionaba. En un par de ocasiones hubo disposición a ayudarnos por parte de algún tibetano, pero siempre a cambio de sumas de dinero desorbitadas. Transportarnos al Campo Base era, de hecho, un riesgo para cualquier persona que lo intentase, pues de ser detenidos por la policía se exponían a severas sanciones por ayudar a extranjeros sin permiso.

En vista de que la estrategia del puerta-a-puerta no llevaba a ningún sitio y además comenzaba a llamar demasiado la atención sobre nuestra presencia irregular en esta parte del Tíbet, decidimos esperar a que pasase algún vehículo en dirección al Campo Base -algo muy improbable- con la esperanza de que aceptasen llevarnos en él y de que hubiera espacio para los tres. Fue entonces cuando nuestro denodado esfuerzo y nuestra coordinada perseverancia obtuvieron recompensa. De hecho nos costó trabajo convencernos de que el desenlace de nuestra búsqueda había sido tan generoso para nuestros objetivos. Nos habíamos apostado en la gasolinera que había justo antes del desvío hacia el Campo Base y allí preguntado a los conductores de los escasos vehículos que circulaban a esas horas tempraneras, hasta que uno de ellos -uno al que no hubieramos preguntado de conocer su profesión- aceptó el llevarnos por la razonable cantidad de 200 yuanes cada uno (unos 18 euros). Se trataba de una mini-camioneta ("mini" en grado sumo) ocupada por dos hombres y una mujer chinos. El que fueran chinos ya nos resultó algo sospechoso, pero igualmente aceptamos el trato entusiasmados. La gran sorpresa nos la llevamos al averiguar que los tres eran policías y que, por lo visto (pues no hablaban nada de inglés), se disponían a pasar un día de asueto aprovechando que no estaban de servicio. A la fortuna que tuvimos de que nos quisieran llevar sin importarles que no tuviéramos permiso se añadió el impagable hecho de que con ellos -gracias al compadreo que surge misteriosamente entre policías y militares chinos en estas tierras remotas- pudimos atravesar el control militar que hay en la intersección de la carretera principal con el camino que va hasta los pies del Everest. Fueron unos momentos especiales y cargados de impaciencia por nuestra parte, pero cuando estábamos remontando las primeras cuestas del camino, los tres estallamos de júbilo y de alivio por lo bien que nos estaban saliendo las cosas. Apenas 24 horas después de haber salido de Lhasa, estábamos en la senda que lleva al Campo Base, algo que en nuestros planteamientos más optimistas estaba fuera de lugar.

La carretera ascendía vertiginosamente pero de forma constante y sin plantear serios apuros al vehículo de juguete en el que viajábamos. Había algo en ella que en mi mente no dejaba de evocar a la pericia y obstinación con la que los chinos ejecutan obras de ingeniería que desafían a los obstáculos más dramáticos impuestos por la Naturaleza. No era más que un camino sin asfaltar, pero estaba tan bien ejecutado y tan perfectamente dispuesto -con una pendiente y anchura constantes- sobre las laderas de las empinadas montañas, que podía ser utilizado casi por cualquier tipo de vehículo. Visto desde su parte más elevada constituía una ordenada madeja de curvas bien definidas que se perdían en el fondo de un profundo valle eternamente ocre, sin vegetación y abruptamente en contraste con un cielo duro y de color azul estratosférico. El camino, tortuoso y estilizado a la vez, parecía una firma refinada sobre un papel raro, como un intento formal por dar legitimidad de soberanía sobre un entorno que no entiende de ese tipo de conceptos.



Al llegar al primer paso montañoso, el llamado Pang La -nada menos que a 5.120 metros de altura, nos detuvimos para contemplar un paisaje sublime. En el horizonte, en dirección sur, aparecía, como en una ensoñación que reclamaba para sí todo el poder luminoso del sol, una muralla cristalina que se erguía sobre unos cimientos helados de imponencia surrealista. Era difícil no sucumbir al vértigo visual que sobreviene a la pérdida sensorial de escala producida al enfrentarse a semejantes accidentes geográficos. El monte Everest, con sus 8.850 metros de altura, se presentaba ante nosotros custodiado por el macizo del Cho Oyu (8.153 m.) a su izquierda y por el monte Makalu (8.481 m.) a su derecha. Mirarlos desde la distancía distraía todos los sentidos y producía en la mente una supresión del posicionamiento espacial. Le hacían sentirse a uno como un ínfimo átomo orbitando descontroladamente en torno al centro de un Universo ocupado de manera inamovible por los tres colosos. Fue un primer alto en el camino que más tarde nos acercaría hasta los mismos pies del Everest, pero en ese momento ya fuimos sacudidos por su tremendo influjo.

En este viaje a las antípodas, a lo más alejado del hogar, ya no iba a encontrarme con montañas de este calibre, por lo que en aquel momento tuve la extraña sensación de que una parte del viaje había concluido. En mi persecución terráquea de máximos de todo tipo, ya fueran culturales, naturales, geográficos o históricos, me había topado finalmente con uno que desde hace mucho tiempo ha fascinado a hombres y mujeres de toda condición; la montaña más alta del mundo, el lugar más cercano del cielo y, también, uno de los más inaccesibles del planeta (apenas unas 1.000 personas han coronado su cima desde que en 1953 lo hicieran por primera vez el nepalí Tenzin Norgay y el neozelandés Edmun Hillary).

Pasado medio día, tras un descenso hasta el fondo del valle de Zombuk al que siguió un nuevo y maratoniano ascenso (esta vez por un caminejo precario), la camioneta llegaba, orgullosa, al Campo Base. Resultaba curioso que un vehículo tan ínfimo hubiera llegado hasta allí con toda la carga que contenía, pero como suele ocurrir en China, toda fe depositada en una máquina es más productiva que la fe depositada en un altar. En los últimos kilómetros habíamos perdido de vista a la Gran Montaña debido a la profundidad del valle de Zombuk, pero justo antes de llegar a nuestro destino, ésta volvió a presentarse ante nosotros, ahora en solitario y desasistida de sus dos gigantescas cohortes. El camino había ascendido por una especie de desfiladero -que en tiempos antediluvianos seguramente había albergado un musculoso glaciar- cuya amplitud había ido menguando hasta quedar, en su parte más alta, bloqueado perfectamente por el monte Everest. De esta forma, la montaña se hacía visible en su totalidad y se podía seguir visualmente una imaginaria ruta ascendente desde el Campo Base hasta la propia cima, la cual, a esa hora, se apreciaba limpia y claramente. Parecía incluso fácil el llegar hasta ella, algo que por motivos obvios no intentamos. Tan solo nos dedicamos a observar al rey de los montes, impregnados de una satisfacción que, por unos minutos, hizo que nos olvidáramos del cortante frío que gobernaba a esas alturas -exactamente 5.200 metros sobre el nivel del mar.

Antes de llegar hasta allí no me había hecho una expectativa clara de cual era el aspecto que iba a ofrecer el famoso monte Everest; de hecho había conservado en mi mente un ligero esbozo de escepticismo ante la idea de visitar esta montaña por tratarse, únicamente, de la más alta de mundo. Al fin y al cabo, ¿qué significaba para mí el hecho de que fuera la más alta? ¿acaso iba a ser posible el medir visualmente toda esa altura? ¿no quedaría defraudado al ver, sencillamente, una montaña más, caracterizada por una variable que ni mis sentidos, ni los de cualquier otro ser humano, eran capaces de calcular con exactitud? No obstante, estas deliberaciones internas se escurrieron por el mismo desfiladero cuando mis ojos fijaron su atención en la mole de roca y hielo eterno. Enseguida me di cuenta de que el Everest no solo era la montaña más alta del mundo, sino también una de las más bellas que se puedan ver sobre la corteza terrestre.



El Campo Base en sí no constaba más que de un pequeño puesto militar adjunto a una especie de tienda de campaña bastante grande en la que en aquel momento había una expedición china cuyas intenciones, a juzgar por el aspecto más burócrata que deportivo de sus integrantes, no podían ser el intentar un nuevo ascenso hasta la cima.

Unos pocos kilómetros más abajo se hallaba el pequeño monasterio budista de Rongphu, desde el cual se gestionaba la rancia posada en la que dormimos esa noche. No fue una noche fácil, pues las temperaturas bajaron hasta los 15 grados bajo cero dentro de la habitación (por debajo de los -30 en el exterior), pero sin duda la peor parte se la llevó nuestro amigo nipón, Ippei, quien fue atacado por un acceso de mal de altura que nos hizo temer seriamente por su salud. El hombre se pasó la noche en vela, vomitando y perdiendo cada vez más y más fuerza. Era un personaje de apariencia habitual extremadamente frágil, de corta estatura, muy delgado y de cabellos lácios y largos hasta la espalda, pero con este revés su aspecto empeoró sensiblemente y parecía como si en cualquier momento fuera a desmaterializarse ante nuestros ojos. Por otro lado, debido a su timidez y a su escaso dominio del inglés, apenas podía comunicarse con nosotros. Su estado de salud centró nuestras preocupaciones y temores durante todo el día siguiente, el cual pasamos forzosamente en la posada debido a que no había forma de conseguir un vehículo que nos llevase de nuevo a Shekar. Durante el día visitaron el lugar unos cuantos grupos de turistas, pero sus conductores se negaban a ayudarnos por miedo a asumir responsabilidades. Conforme avanzaba la jornada llegó un momento en el que la situación era alarmante, pues Ippei se desvanecía poco a poco. Necesitaba urgentemente bajar hasta una altura inferior a 4.500 metros, algo que tampoco podíamos hacer caminando ya que el pobre ni siquiera se tenía en pie.

Finalmente, obedeciendo a mis ruegos, el jefe militar del Campo Base, un chino llamado Wang Zi Liang a quien estaré eternamente agradecido por su gesto, llamó personalmente por teléfono a un conocido que vivía en Shekar para que éste subiese a recogernos con su todoterreno (el hombre llegó pasada la una de la madrugada con serios problemas mecánicos que nos hicieron temer un fracaso de la operación).

A la mañana siguiente, tras unas pocas horas de sueño en Shekar que hicieron retornar la vida a las mejillas de Ippei, los tres amigos nos separamos. Patrick e Ippei tomaron un autobús que se dirigía a Zhangmu, en la frontera nepalí. Allí Patrick volvería a encontrarse con su querida bicicleta e Ippei pasaría de nuevo a Nepal. Yo esperé unas horas hasta que pasó un minibús cuyo conductor estaba dispuesto a llevarme a Shigatse, de camino a Lhasa. El hombre me instó, eso sí, a que me pusiera las gafas de sol y a que hiciera uso de mi sombrero de estilo tibetano, para evitar así ser reconocido por la policía.

Había concluido nuestra aventura y, una vez más, estaba viajando solo. Con esta recuperada condición me dirigía a Lhasa, ciudad en la que, aunque todavía no lo sabía, estaba destinado a pasar el invierno.


Foto 1: Monte Everest desde monasterio de Rongphu al atardecer

Foto 2: Calles de Shigatse

Foto 3: Palacio de Potala, Lhasa

Foto 4: Patrik

Foto 5: Frente al monte Everest

Continua...