10. Llegada al Turkestán (I)

12 de julio, Ashgabat, Turkmenistán


Dejando atrás Irán, mis derroteros se encaminan hacia el norte, internándome en una de las regiones que, a pesar de su inmensidad, más misterio ofrecen al viajero que atraviesa Eurasia.Asia Central es el término más admitido para definirla geográficamente aunque, quizás más en desuso por la fragmentación política que ha sufrido la región en el siglo XX, a mí aún me gusta referirme a ella como el Turkestán. Si bien, dicho sea de paso, ambas cosas no son exactamente lo mismo.

Por Turkestán me refiero al grupo de países donde se hablan mayoritariamente lenguas turcomanas, de la misma familia que el turco que se habla en Turquía hoy en día. En la actualidad, estos países son Turkmenistán, Kazakhistán, Uzbekistán y Kirguizistán. No son los únicos donde se hablan lenguas turcomanas, pues éstas se hablan, además, en Azerbayan y en grandes áreas de China, Afganistán o Irán (el término Asia Central se refiere sobre todo a los países asiáticos que se independizaron de la Unión Soviética a principios de los 90, entre los que hay que añadir a Tajikistán, donde la lengua que se habla es el Dari, de la familia del persa).

El primero de estos países que visité al abandonar Irán fue la República de Turkmenistán. Ni geográfica, ni política, ni social o culturalmente, se puede decir que sea éste un país ordinario. Y económicamente no es extraordinario, que digamos, a pesar de los enormes recursos naturales que posee (todos ellos bajo tierra, eso sí), principalmente gas y petroleo. De hecho, la gente común es bastante pobre y muchos viven en absoluta miseria. Otros, sobre todo la clase política, ferozmente corrupta y sometida por completo al presidente Niyazov, viven en una absurda opulencia que acaso raya lo paranoico.

Cuando llegué a Ashgabat, la capital, después de atravesar el agreste rango montañoso que separa a este país de Irán a bordo de una camioneta, me encontré de repente transitando por calles desiertas en medio de una gigante broma arquitectónica y urbanística.

La mayor parte del centro de Ashgabat consiste de una serie de edificios y zonas verdes cuya planificación obedeció a los mandatos del presidente Niyazov de convertir a la ciudad en una especie de vanguardia mundial, lo que a la postre se manifestó como un grotesco y erróneo espejo de una sociedad a la que el urbanismo planificado le es totalmente alieno, pues los turcomanos son, en esencia, nómadas. Tal vez sea este el motivo por el cual un proyecto civil de ese calibre (también es verdad que la ciudad necesitaba un "lifting" tras el terremoto que la redujo completamente a escombros hace cincuenta anos), supervisado en última instancia por un megalómano como es Niyazov, cuyos brios culturizadores recuerdan mucho al mismísimo Hitler o incluso a Mao Tse Dong, se haya salido completamente de escala. En la actualidad, esta Disneylandia garrula constituye, en realidad, una monumental verguenza para los turcomanos, los cuales en absoluto disfrutan de este entorno.

Inmensos edificios blancos coronados por deslumbrantes cúpulas doradas, con formas y estilos para cuya catalogación habría que inventarse un nombre, pues parecen ser una mezcla entre arquitectura mughal y estilo plateresco, con fuerte influencia de la línea que caracteriza a los edificios de la saga de la Guerra de las Galaxias y con la simpleza a la hora de hacer los montajes propias de la colección de los Clicks de Playmobil.

El excipiente paisajístico elegido para asentar toda esta colección de maquetas ciclópeas es un entramado verde de parques donde el cesped es atosigado constantemente por el agua que emana de una miriada de fuentes de diversas formas, cuyos chorros se combinan con un estridente y sicodélico programa luminoso.

Pero lo que más llama la atencion al visitante, al menos a mí, no es todo este despliegue de turcomanía sideral; el viajero jamás se ha sentido tan solo caminando por el centro de una capital en plena tarde. La soledad y el silencio de las aceras se refuerzan con el silencioso deambular de un reducido parque automivilístico, la mayoría del cual funciona con gas en lugar de gasolina. Además, el asfalto por el que circulan lentamente estos coches de manufactura rusa es tan liso y brillante, que los neumáticos, al rodar sobre él, emiten un somnoliento murmullo que recuerda al ruido ténue que hacen los carritos de la compra en una supermercado.

El único componente humano que abunda en este solar moquetado es la sempiterna presencia de la policía turcomana (uno de cada cuatro turcomanos es policía), siempre dispuesta a desarmar intentos de conspiración contra su amada patria. Yo mismo fui ocasional sospechoso de actividades irregulares contra el estado turcomano cuando relicé una rafaga de inocentes disparos con mi camara fotografica contra la engalanada ciudad, con tan mala suerte que uno de los policías que se hayaba al otro lado de la avenida pensó que realmente lo estaba fotografiando a él, algo que odian los policías de este país. La verdad es que cuando hizo que la ciudad entera se detuviera con su silbato, me disponía a fotografiar al sujeto, pues su silueta, recortada contra el verde cesped y encajada entre dos enormes edificios en la lejania, me resultó sujerente, con un sombrero de enorme boladizo aplastando un enclenque cuerpecillo al lado del cual giroteaba una colorida porra que destacaba sobre el gris oscuro y sin vida del uniforme.

El policía montó en cólera como un resorte al advertirme con la cámara. El estridente silbido de su silbato y sus aspavientos reclamando mi presencia inmediata en su posicion hicieron que el tráfico se detuviera en seco, con los conductores mirando expectantes para ver cuál era el desenlace de esta incursión invasora extranjera ante la que un pequeño héroe local había intervenido por el bien de la nación. No tuve mas remedio que obedecer al agente y dirigirme a su posición en el otro lado de la calle, que crucé sin problemas ante el inmovilismo que se había producido de repente. Tuve la sensación de que, en lugar de estar en medio de una enorme ciudad, me hayaba dentro de una habitación de altos techos y bien iluminada, donde todos los objetos que me rodeaban no eran más que grandes juguetes inhertes.

Pero el muñeco de peluche que me esperaba agitando su porra no tenía nada de parecido con el osito Winny de Poo. Su rostro resplandecía con ira y malébola satisfacción, con su faz mongoloide circunspecta y algunas fundas de oro en su dentadura (¡Estoy en Asia!). Tuve que pensar muy rápido cómo iba a salir de aquella situación sin grandes pérdidas. Opté por el respeto a la autoridad combinado con una defensa ferrea de mis pertenencias, las cuales no cedería. No obstante, tan pronto como llegué a donde me esperaba el policia, éste agarró mi cámara con un repentino gesto de rapiña y me hizo indicaciones de que quedaba requisada. No tenía más remedio que actuar, y lo hice acaloradamente, protestando en voz alta con la intención de que la autoridad del agente no fuera tan grande como para reducirme sin más.

Traté de llamar la atención de más policías con mis replicas pues, ante un agente corrupto, no hay mejor medicina que la exposición de sus intenciones ante semejantes, entre los que tarde o temprano aparece un superior que no está dispuesto a que un subordinado se lleve un botín desproporcionado. A los pocos minutos se acercó lentamente un policía que solo por su mirada serena ya evidenciaba un rango mucho mayor que el del desagradable muchacho que me había puesto en aquella situación. Así, al ver que éste se cuadraba ante el superior, ni corto ni perezoso, le quité la cámara de las manos. Sin embargo, éste se repuso y me pidió que se la devolviera. Yo no le hice caso y me dirigí al superior explicándole que podría mostrarles las fotos que había realizado para que vieran que no había nada particular o amenazante para la integridad del país. Se las hice ver una por una, pero aún así, el pequeño policía se empeñó en que las borrara todas, sabedor de que podía exigirme tal cosa ante un superior. Me volvió a quitar la camara de las manos y me esforcé en explicarle cómo tenía que realizar la operacion de borrado, pues consideré que mi mejor opcion era que perdería sólo las fotos que acababa de realizar. El policía las revisó una por una y las borró de la memoria digital, pero quiso verlas todas, iuncluso las que había realizado en otros países, así que, en un esfuerzo por mostrarme diplomático, se las hice ver todas (Bulgaria, Turquía, Irak, Irán...). Por suerte pude convencerle de que solo borrase las de la ciudad de Ashgabat.

Pero aún tuve más suerte cuando el héroe local ignoró la primera foto de Turkmenistán que aparecía en la memoria de mi cámara: una foto de la fachada del puesto fronterizo que había realizado clandestinamente al pasar a pie desde Irán a Turkmenistán. Si hubiera advertido esta imagen, en la que se puede ver incluso un cartel con la foto del presidente Niyazov, mi suerte habría sido muy distinta y hubiera perdido mucho más que quinde angustiosos minutos y unas cuantas fotos que podría repetir más tarde.

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