24. Fotos de un Viaje a las Antípodas (II)

Hola de nuevo. En esta segunda entrega de fotos, os muestro algunas de las imágenes que mejores recuerdos me traen de mi paso por las repúblicas de Asia Central.

Un fuerte abrazo.




Desierto de Karakum (arenas negras), Turkmenistán











Arco de la Neutralidad, Ashgabat (cap.), Turkmenistán











Familia turcomana, Konya-Urgench, Turkmenistán











Mujeres turcomanas, Konya-Urgench, Turkmenistán











Bote barado en arenas del extinto Mar Aral, Moynaq, Uzbekistán











Bote barado (mi dormitorio) en arenas del extinto Mar Aral, Moynaq, Uzbekistán











Pastoreando en arenas del extinto Mar Aral (barco enterrado al fondo), Moynaq, Uzbekistán











Mausoleo en Khiva, Uzbekistán











Murallas de la ciudad de Khiva, Uzbekistán











Calles de Khiva, Uzbekistán










Mercader en Khiva, Uzbekistán











Estatua de Timur (Tamerlane), Tashkent (cap.), Uzbekistán











Hito del paso sobre lago Ala-kol (3.800 m.), región del Tien Shan, Kirguizistán











Niños de Sary Tash, norte de Kirguizistán











Edificio con cartel del rostro de Lenin, Kirguizistán











Grupo de ancianos kirguices, bar de carretera, Kirguizistán











Valle de Karakol, región del Tien Shan, Kirguizistán











Estatua de Mao, Kashgar (cap.), Xinjiang (China)











Silueta de un kirguiz contra montañas Lago Karakul, Xinjiang (China)











Anochecer en lago Karakul, Xinjiang (China)











Praderas rodeando al lago Karakul, Xinjiang, (China)











Familia Kirguiz (nómadas), lago Karakul, Xinjiang (China)

Continua...

23. ¡¿Donde están los Budas?!

19 de septiembre, Bamiyán, Afganistán



No los veo, pero durante diecisiete siglos han estado ahí. Ya solo los puedo imaginar; recordar. Y durante mi visita a la remota población de Bamiyán, en el centro de Afganistán, lo único que pude hacer fue echarlos de menos y dolerme de su falta. A su memoria -a la memoria de dos majestuosas creaciones humanas- está dedicado este artículo; R.I.P. Estatuas de Bamiyán.

La trajedia ocurrió en marzo de 2001. Fue una tragedia, en efecto; pero ante todo se trató de uno de los mayores crímenes que pueda llevar a cabo el ser humano: la aniquilación del pasado. Un mes antes, el líder del movimiento Talibán -y en la práctica gobernante de la mayor parte de Afganistán por aquel entonces-, el Mullah Mohammed Omar (el cual hoy permanece escondido en algún villorrio en el que probablemente pase el resto de su vida lamentando la sinrazón a la que su liderazgo ha arrastrado a su país), había decretado la demolición y eliminación de todas las representaciones artísticas ofensivas al Islam, y en especial la de los "falsos ídolos de Bamiyán".

Lo que el mullah Omar calificaba como falsos ídolos eran, en realidad, un auténtico nexo entre Oriente y Occidente. Cuando las enormes esculturas fueron construidas, probablemente durante el siglo tercero D.C., las representaciones de personajes religiosos en forma de estatua eran una novedad en Oriente, en especial entre los seguidores de la nueva religión que triunfaba en su expansión por Asia: el Budismo. Sin embargo, cuando los religiosos de la nueva fe llegaron hasta lo que es hoy Afganistán y norte de Pakistán, fueron seducidos por la nueva dimensión cultural que se encontraron en esta región y que provenía -ni más ni menos- de la mediterranea cultura griega que había sido traida y establecida aquí por medio de las conquistas del célebre Alejandro Magno. Así pues, estatuas de Siddharta Gautama, o Sakyamuni (en alusión al clan del que provenía el maestro que alcanzó la iluminación y que pasó a la Historia como el primer Buda), comenzaron a proliferar a lo largo y ancho de la geografía asiática, alcanzando su máxima expresión con la construcción de los Budas de Bamiyán.

En este viaje a las antípodas ya había sido testigo de otro magnicrimen contra el entorno, en concreto contra el entorno natural. Se trató de mi encuentro con el agonizante mar Aral, en el oeste de Uzbekistán, el cual se consume poco a poco debido a una decisión política de los dirigentes de la igualmente extinta Unión Soviética. "El mar Aral debe morir como un soldado en el frente", esta era la consigna oficial del Partido Comunista de la URSS para justificar la construcción de un canal artificial que atravesaría Turkmenistán y Uzbekistán y que se alimentaría del agua que fluye por el rio Amu Darya, privando así al mar Aral de su principal abastecimiento hidraúlico (paradójicamente, este río tiene sus fuentes en Afganistán). Todo ello se hizo para regar los sedientos campos de algodón de Asia Central, los cuales, a la postre, no fueron rentabilizados y no crearon la riqueza esperada, no al menos para los campesinos, que eran la mayoría. Lo documenté como bien pude en mi artículo "Aral: asesinato de un mar", y ese fue el principio de una nueva concepción de mi propio viaje, una concepción que pretendía dotar a mi experiencia de un contexto más crítico, más inquietado por las circunstancias históricas y sociales de los lugares por los que iba pasando.

Llegar a Bamiyán, que es la capital del Hazarato -o región hazara de Afganistán-, en el centro del país, fue una experiencia dura. El trayecto desde Kabul tan solo cubre unos 180 km de distancia, sin embargo, son necesarias unas ocho horas de correoso y, en este caso, temeroso viaje.

La jornada comenzó en un mercadillo de barrio al que fuí transportado, mientras el Alba todavía calentaba sus músculos para poder levantar el sol en el horizonte, por Farid, un taxista medio pastún medio tajiko que había conocido el día anterior, cuando había regresado de Mazar-I-Sharif y había montado en su taxi para ser conducido al Hotel Mustafá. Farid resultó ser una agradable sorpresa y un motivo para considerarme afortunado, pues era un hombre que conocía muy bien la situación general en el país y que además había trabajado con anterioridad para periodistas extranjeros. En estos trabajos, Farid llegó a hacerse bastante conocido entre la comunidad de reporteros internacionales, lo que incluso le valió el apodo de "BBC" (Bi-bi-si), cosa esta que me contaba orgulloso. Pero también le costó grandes sacrificios, pues durante una expedición en la que transportaba a unos periodistas extranjeros fue herido por una bala perdida. Desde entonces, Farid es más reacio a trabajar con reporteros, pues su familia es más importante para él que los cien euros al día que puede ganar arriesgando la vida.

De hecho, el conocer a Farid fue un acicate para decidirme finalmente por viajar a Bamiyan, algo que hasta ese momento todavía no tenía ni mucho menos decidido por desconocer la forma de hacerlo y por la desconfianza que me provocaba la volatil situación actual en Afganistán. Sin embargo, este arguellado y barbudo hombre de ojos risueños, me mostró el camino a seguir.

En el mercadillo al que me llevó había una hilera de camionetas cuyos conductores intentaban atraer la atención de los viajeros a modo de lonja de pescado, es decir, anunciando a viva voz el destino que tenían fijado y tratando de convencer a los futuros pasajeros de que utilizasen sus vehículos. Por lo general, ninguno de estos castigados minibuses partiría hasta que no estuvieran llenos de pasajeros.

Una de las imágenes que mayor impacto me causó conforme el taxi de Farid aparcaba frente a la hilera de minibuses fue una enorme cabeza de buey que llacía tirada en el arcén, a la espera de ser encontrada por alguna de las numerosas bandas de perros callejeros que moran las calles de Kabul. Lo tuve difícil para no enredarme en elucubraciones mentales que me llevasen a considerar esta imagen como un mal presagio.

Muchos de los minibuses que había dispuestos en la calle tenían como destino Bamiyán. Sin embargo, había una gran incógnita que despejar, y aquí es donde la pericia de Farid debería serme favorable. Resulta que para llegar a Bamiyán desde Kabul existen dos posibles rutas directas, una que es conocida como "ruta norte" y otra, que discurre por el sur, y que es conocida como "ruta pastún" o "ruta talibán". El por qué de estos nombres es obvio; mientras que la ruta norte atraviesa terreno relativamente salvaje o poblado por pequeñas comunidades tajikas y hazaras septentrionales, la ruta "pastún" se adentra en territorio poblado por pueblos y aldeas pastunes, en los cuales la milicia talibán tiene gran presencia. Esto ya me lo había revelado un antropólogo noruego al que conocí en Kirguizistán. Recuerdo muy bien que me dijo: "vayas donde vayas en el centro de Afganistán, toma la ruta norte. Ni se te ocurra viajar por el sur".



Pero al viajar sólo, mi poder de decisión estaba demasiado mermado. Mi suerte dependería de que hubiera algún minibús que tuviese planeado viajar por la ruta norte, algo que, finalmente, no fue posible. A pesar de la insitencia de Farid al negociar con alguno de los chóferes, todos ellos mantuvieron su intención de viajar por la ruta sur, que es, en efecto, la más cómoda y directa para los pasajeros afganos.

Farid me informó de la situación al retornar a su taxi, en el cual le había esperado mientras él se encargaba de las negociaciónes. El optimismo inicial que había mostrado al recogerme en el Hotel Mustafá se tornó en un apagado gesto de derrotismo seguido de una mueca facial con la que me apremiaba a que tomase una decisión sobre mis intenciones, una vez conocido el escenario. Advertí que mi tardanza en decidirme y mi reticencia a rendirme ante la difícil situación se presentaron a Farid como una gran sorpresa, pues seguramente el hombre esperaba que, dadas las circunstancias, le ordenaría que me llevase de vuelta a mi hotel kabulense.

Sin embargo, la posibilidad de conocer Bamiyán se había consolidado en un deseo para mí; un deseo que había medrando mi conciencia durante toda la noche anterior, infectado mi mente de manera irreversible. Bamiyán era, por muchas razones -incluida la de su belleza natural-, uno de mis destinos más anhelados dentro de Afganistán.

Como si me estuviera leyendo la mente, Farid cambió la expresión de su cara y su entusiasta sonrisa se instaló de nuevo en sus labios. Dándose por convencido de que no le pediría que me llevase de vuelta al hotel, recobró su característico ánimo cooperativo y caviló unos segundos al tiempo que me escrutaba con la mirada. Finalmente dijo: "la verdad es que pareces afgano... Aunque debes mantener la boca cerrada. Además, los talibanes suelen patrullar por la tarde; y el minibús debería llegar a Bamiyán pasado medio día".

No hizo falta hablar mucho más. Salí del taxi y Farid me guió al minibús que mejor impresiónes le había dado. Sin intercambiar palabra con ningún pasajero ni con el conductor, me acomodé en uno de los asientos traseros y aparenté total normalidad. Observé a Farid mientras anotaba el número de la matrícula de la camioneta en un papel y también cuando intercambiaba su número de teléfono con el chófer. Finalmente, acercándose a mí desde fuera, tuvo un último gesto conmigo al decirme a través de la ventanilla: "he dado al chófer el número de teléfono de un comandante muyaheddin de mi confianza, aunque no hará falta; todo irá bien. Llámame al regresar. Buena suerte"

Segundos después, antes incluso de que Farid hubiese reemprendido la marcha en su taxi hacia las populosas calles del Kabul mañanero, el minibús -con ocho pasajeros incluyendome a mí- hacía girar sus ruedas, encaminandose rápidamente hacia las afueras de la capital. En pocos minutos, las fachadas de afeados edificios del centro kabulense, chapadas de ladrillo resquebrajado y ensuciado, daban paso a casas bajas con muros de barro y techumbres empobrecidas y semidescubiertas. Las calles se hacían amplias, inconcretas y polvorientas en grado sumo. Grandes explanadas aparecían aquí y allí, algunas de ellas comenzando a llenarse de un gentío alborotador, conformando precarios e improvisados mercadillos de todo tipo de objetos y animales. Y finalmente, la carretera. Los límites de la civilización. El desierto y el polvo. Lo desconocido.

Mi mutismo en el interior del minibús parecía ser contagioso, pues el resto de los pasajeros apenas daban muestras de estar siquiera vivos. Parecían mullidas estatuas de barro vestidas con ropajes claros. Me sentía invisible; casi cómodo, enlatado anónimamente en la parte trasera de un garboso monovolumen de manufactura japonesa. A mi derecha tenía la ventanilla trasera, contra la que mi brazo, mi hombro, y casi mi cara, se aplastaban ligeramente, sin causarme molestias, y a mi izquierda, un huesudo afgano contra el que mi costado sellaba el espacio entre ambos, encajándome literalmente y ayudándome a soportar mejor los traqueteos que la carretera inflijá al vehículo.

A los pocos kilómetros, la carretera desapareció bajo las ruedas de la camioneta, como si de un espejismo del que la mente hubiera sido víctima en los minutos previos se tratase. Para entonces, yo ya había hecho de la ventanilla mis ojos, y a través de ella había comenzado a evadirme de mi situación, observando el exterior con mirada inquieta. El paisaje era tan árido y polvoriento que lo que se veía a través del cristal parecía, a primera vista, un infinito cargado de interferencias. Sin embargo, de vez en cuando, el polvo se habría ante mí y podía visionar escenas bizarras propias de un país sumido en el cáos absoluto. Unos perros enzarzados en sanguinaria reyerta, restos descuartizados de vetustos carros de combate, personajes itinerantes cargando mercancías absurdas.

Más adelante, el camino empeoraba su estado dramáticamente, obligando al minibús a reducir su velocidad hasta el punto que se podría avanzar más rápido caminando a paso ligero. La orografía se volvía más abrupta y algunos árboles comenzaban a verdisquear el secarral a ambos lados del camino. Aparecían, de cuando en cuando, precarios villorrios al margen de la carretera y gentes de étnia pastún detenían sus escasos quehaceres para prestar atención al vehículo que agitaba el polvo a su paso.

Durante los siguientes kilómetros, la ruta me desveló imágenes de otro tipo de gente con quien no esperaba encontrarme, pero que supusieron un deleite para mí. Como salidas de un mundo de misterio encapsulado en otra dimensión, segmentadas caravanas nómadas de kochis comenzaron a deambular en sentido contrario al del minibús, en dirección a las planicies circundantes de Kabul. Los kochis son los gitanos de Afganistán, y probablemente, se trata de auténticos antepasados de los mismos gitanos que se han ido instalado desde hace siglos a lo largo y ancho del continente euroasiático, muchos de ellos renunciando al nomadeo que tan famosos los hizo desde que, a principios del segundo milenio después de Cristo, comenzara su particular diáspora.

Existen teorías bien avaladas de que el origen de tal diáspora fue, primero la represión y luego la descomposición del imperio Gazniano, cuya capital era la población de Ghazni, situada en el sureste de Afganistán, a medio camino entre su capital actual, Kabul, y la histórica ciudad de Kandahar. Los gitanos, o Roman -como se los conoce etnológicamente de manera global- eran gentes tribales que habitaban lugares de un área geográfica que se extiende desde el este de Afganistán hasta el norte y centro de la India, y muchas de ellas fueron convertidas a la esclavitud, principalmente con propósitos bélicos por parte del nuevo y poderoso imperio de Mahmud Ghazni, quien hizo uso de los roman para extender las fronteras de su imperio. Una vez consumido éste, los gitanos se encontraron en una situación de desarraigo -provocada por la pérdida de sus tierras y por el rechazo de las gentes indígenas de la India con las que anteriormente habían convivido- que les obligó a buscar nuevos horizontes, llevándolos hasta la remota Europa occidental en el siglo XV.



Observando a los kochi, mi mente se olvidaba de épocas, de siglos o de imperios. Ante mí desfilaban decenas de personas agrupadas en clanes familiares, guiando enhiestos y peludos camellos de bactriana cargados de voluminosos bultos envueltos en telas de vivos colores. La imagen era a la vez majestuosa y precaria, con gentes envueltas en coloridos ropajes, en especial las mujeres, adornadas con plateados colgantes y ribetes que contrastaban con los burkas de las féminas sedentarias ante las que desfilaban con paso firme. Los Kochi parecían salidos de la tierra misma, una tierra en constante movimiento y sujeta a las mayores fricciones que la historia pueda deparar a una nación.

En los kilómetros sucesivos, el paisaje se volvía más salvaje y menos humano. Apenas aparecían aldeas en el camino. Sin embargo, en una de éstas, pasé por el momento más crítico y preocupante de mi recorrido. Creo que en todo mi viaje, hasta ese momento, no había sido poseido por un temor tan grande. En uno de los pueblitos a medio camino entre Kabul y Bamiyán, el minibús se detuvo para hacer un descanso y para que aquel que quisiera desobedecer las normas del ramazán -que imperaban en todo el mundo musulmán por entonces- pudiera llevarse algo a la boca, en acostumbrada complicidad con el posadero del pueblo, quien no tendría reparos en cocinar algo de comida para aquel que lo solicitase. Yo decidí tomar una posición más discreta y permanecí junto al vehículo, manteniendo mi postizo voto de ayuno y estirando las piernas. Todavía no había intercambiado palabra con ningún pasajero, pero cuando estos comenzaron a retornar al minibús, sus miradas y comentarios se centraron en mí.

Al parecer, debían haber estado hablando acerca de mí, llegando a la nada clarividente conclusión de que yo era, no solo un extranjero, sino también un ¨infiel¨, como muchos musulmanes conservadores de este país llaman a los no musulmanes (aunque no lo hagan necesariamente de manera beligerante o siquiera despectiva).

Sin embargo, el que hubieran descubierto mi identidad no fue lo que me preocupó, pues estas eran gentes sencillas y pacíficas. No obstante, un par de ellos se dirigieron a mí, con medias sonrisas en su cara a la vez que hacían gestos con sus manos, mesándose imaginarias barbas y pronunciando de manera persuasiva la temida palabra: ¨talib, talib¨, me decían.

En seguida me di cuenta de que lo que realmente pretendían era alertarme de que aquel no era lugar para mí. De hecho mostraron cierta preocupación al constatar que yo era, en efecto, extranjero en tierra hostil. La decisión sobre qué hacer al respecto pareció caer sobre los hombros del chófer, quien se mostró muy dubitativo y aparentemente preocupado. Fue esto lo que me produjo más preocupación, pero era demasiado tarde para hacer otra cosa que salir de allí rápidamente y no hacer más paradas hasta llegar a Bamiyán, donde el cerco que el ejército afgano tiene en torno a todo el valle hace de éste un lugar relativamente seguro. Decidí tomar la iniciativa y mostré al conductor que mi intención no era otra que llegar a Bamiyán, así que le insté con gestos, y con una sonrisa con la que forcé una seguridad precaria, que reemprendiese la marcha. El silencio se hizo en torno a él y a los pocos segundos, sin pronunciar palabra alguna, puso rumbo al oeste.

Las horas pasaron lentas, casi eternas. En mi mente había comenzado a realizar inquietantes cálculos sobre los kilómetros que llevábamos realizados, haciendo estimaciones sobre la velocidad a la que la camioneta avanzaba por una carretera casi inexistente. Nos moviamos muy lentamente, pero con el paso del tiempo, llegamos a un paisaje más cerrado y montañoso, y para mi tranquilidad, comenzamos a encontrarnos con pequeñas aldeas habitadas por gentes de ojos rasgados. Por fin nos encontrábamos en territorio Hazara, alejados de terreno Pastún. A media tarde el minibús llegaba a Bamiyán.

Una vez más había llegado al lugar que me había fijado como destino objetivo. Ahora solo tenía que encontrar un lugar en el que instalarme para los tres días que me había propuesto para visitar el lugar. Deambulé unos minutos por la carretera principal del pequeño municipio hasta que di con el hotel Zuhak, en el que fui sorprendido por el buen inglés que el posadero era capaz de desplegar. Negocié el precio de la habitación, que solo pude establecer en unos desorbitantes quince dólares (diez euros) por noche. Viajar en Afganistán no es económico, no si quieres visitar y recorrer aceptablemente el país. Las pocas oportunidades que tienen los hoteleros de recibir extranjeros son aprovechadas ávidamente.

Parlamenté unos minutos con el dueño del hotel, quien se interesó por las circunstancias de mi viaje, dando poca credibilidad a mi versión de que solo era era un turista. Al decirle que venía de Kabul y de que había llegado hasta Bamiyán por la ruta sur, el hombre se mostró tan asombrado que incluso se llevó las manos a la cabeza, indicando que lo que había hecho era una temeridad mayúscula. ¨Ten cuidado en este país. ¿No has oido acerca de los coreanos y alemanes secuestrados?” Me dijo paternalmente. Después añadió, en tono algo jocoso: ¨Pero no es tan malo. Unicamente debes de pagar un millón de dólares y entonces te liberan, sin quitarte la preciosa vida. ¿Tienes un millón de dólares en el bolsillo?¨



Esa misma tarde paseé hasta las afueras del pueblo, donde se hallan los gigantescos nichos en los que hasta hace seis años se encontraban dos majestuosas representaciones de Sakyamuni, el Buda histórico, cuyos predicamentos habían llegado en forma de fe religiosa hasta esta parte del mundo hace aproximadamente 1.700 años.

Allí me encontré con la realidad, con el vacio dejado por el fanatismo y el rencor con el que había predicado el régimen talibán. Una de las excusas que Mohammed Omar dió para llevar a cabo esta masacre histórica, arqueológica y cultural, fue, en respuesta a una pregunta de un periodista pakistaní, que el Profeta Mahoma se le había revelado en un sueño advirtiéndole de que los falsos ídolos de Bamiyán eran una ofensa a los ojos de Alá. De nuevo mis pasos por Afganistán pivotaban en torno a un viejo sueño.

De nada sirvió la presión internacional o los intentos de agrupaciones musulmanas internacionales. En marzo de 2001, un auténtico espectáculo de pirotecnia, con dinamita, fuego de morteros y de cañones antiaéreos (probablemente suministrados por los mismos que entonces intentaron persuadir al mullah de que renunciara a tal acto) aterrorizaba los ojos del mundo entero, pues los talibanes, a pesar de que prohiben la representación o grabación de imágenes, querían dar muestras a la comunidad internacional de su poderío, así que se cuidaron de grabar el evento en cámaras de video (o de permitir a algún periodista que lo registrase; de esto no tengo certeza). En pocos minutos, los inocentes gigantes fueron ejecutados en el paredón, cayendo a los pies de sus vitoreantes verdugos en forma de escombros y de polvo.

Cuando llegué a la escena del crimen, me encontré rodeado de soledad, de indiferencia y de tristeza. Allí, frente al más grande de los nichos, apenas había concurrencia humana, más allá de algún pastor o de algún lugareño que se acercase a tomar algo de agua de la fuente que hay en la explanada que se extiende a los pies del barranco donde se encontraban los budas. El lugar había sido relegado al olvido. En un país en el que las prioridades se centran en proteger a la población civil, en suministrar alimento, medicina e infraestructura, el debate sobre una hipotética reconstrucción de las estatuas ha sido relegado a un futuro en el que el inmenso coste al que habría que hacer frente no resulte tan endemoniadamente obsceno. Las heridas deberán, pues, esperar a ser curadas, si es que alguna vez llegan a serlo.

Durante mis días en Bamiyán me dediqué a recorrer los recovecos del valle, visitando lugares donde el tiempo parecía haberse detenido en plena edad media. Pueblecitos que apenas pasaban de unas pocas casa agrupadas salpicaban el valle dotándolo de una atmósfera que irradiaba tranquilidad. Sin embargo, este lugar está maldito. Más allá de los estrechos senderos grabados en el suelo, millares de minas antipersona esperan su turno para hacer evidente el dramatismo al que hacen frente millones de afganos cada día. Las posibilidades de que alguno de estos villorrios pasara a engrosar la larga lista de víctimas de ¨daños colaterales¨ como consecuencia de la operación Libertad Duradera (este es el irónico nombre que el ejército estadounidense eligió para denominar la operación militar en este país después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York) convertían al lugar en cualquier cosa menos en un paraiso terrenal.

Al final de la tarde de mi último día en la región, mis pasos me guiaron hasta un fragmento del valle en el que se extendían luminosos campos de trigo y cebada en torno a una ínfima aldea. Me senté en la ladera de una de las colinas que cerraban el vallezuelo y me dediqué a contemplar la cotidianeidad desplegada ante mí, no muy diferente a la de otras muchas zonas rurales en cualquier otra parte del planeta. La orografía aquí hacía de éste lugar una pequeña ¨cazoleta¨ de unos tres kilómetros de diámetro, delimitada por montañas bajas. Un puchero en el que la vida se cocía a fuego lento. Me sentía como el único espectador de un espacioso estadio deportivo cuyas butacas permanecían vacías.

Allí sentado pensé sobre los próximos días. Pagaría lo que fuera necesario para volver a Kabul por la ruta norte. Después seguiría visitando la capital de Afganistán unos días más, para retornar posteriormente al ¨apacible¨ Pakistán.

El balido de los borricos y el mugido de las vacas resonaban en todo el valle, también en mis oidos, pues yo ya formaba parte de aquel lugar. Los hombres y mujeres venteaban el trigo segado mientras los niños revoloteaban, medio jugando medio laborando, en torno a éstos. Recuerdo paz en ese momento. No había guerra en ningún resquicio de mi bombardeada mente. Entonces medité sobre lo que había leído recientemente en un libro que recogía las palabras de un sabio oriental que dijo una vez que ¨probablemte, la aldea sea el único ámbito en el que la felicidad del hombre es posible¨.

Tal vez fuera cierto, y las personas que agotaban su vida ante mí fueran realmente felices.


Continua...