18. Mi encuentro con los Kalasha

1 de septiembre, Chitral, Pakistán


Pocas veces tiene uno la oportunidad de establecer contacto con gentes que han escapado a la arrolladora maquinaria que impulsa la Historia. Difícil, muy difícil es estudiar los procesos históricos por los que las comunidades humanas adquieren los ritos y costumbres que conforman lo que conocemos por Cultura. Sin embargo, y a pesar de la fuerza con la que algunas ideas, religiones o imperios han inundado el mundo, ahogando en sus briosas aguas culturas primigenias, aún queda margen, milagrosamente, para que unas pocas personas preserven la suya propia. Un ejemplo de estas gentes, tal vez el que mejor sirve para reflejar la impermeabilidad humana contra imposiciones foráneas, es la tribu de los Kalasha.

Esta tribu, escondida en una pequeña región -una isla- en el arrugado corazón de las montañas del Hindu Kush, ha sobrevivido culturalmente a grandes imperios como el de Alejandro Magno, el de Jingis Khan o el Raj Británico. No se han arrodillado ante dios alguno anunciado desde Oriente u Occidente; Allah, Shiva, el Dios de cristiano o Buda han pasado de largo sin importunarlos. Y para comunicarse, siguen hablando su propia lengua ancestral, pues ni el persa, ni el hindú, ni el turco, suenan bien en sus labios. Los Kalasha son, y espero que sigan siéndolo, un auténtico fósil viviente de la raza aria, y mi encuentro con ellos, una página dorada de este viaje a las antípodas.

Mis primeros días en Pakistán los pasé en las montañas del paradisiaco valle de Hunza, donde su estimulante naturaleza y sus animosos habitantes (seguidores de la secta islámica de los Ismaelitas) constituyeron el entorno ideal para tomar importantes decisiones con respecto a mi viaje. Por primera vez en bastante tiempo no tenía planes concretos sobre cómo continuar con mi aventura. Únicamente sabía que mi ruta natural hacia el este debía llevarse a cabo a pesar de todo, pero la zona en la que estaba ahora me ofrecía innumeables posibilidades de visitar lugares misteriosos y de reconciliarme con viejos anhelos de viajero. La región en la que el genial Rudyard Kipling se inspiró para urdir su Gran Juego literario (ese juego de espionaje con el que se entretuvieron los imperios Ruso y Británico en el siglo XIX y que terminó dibujando el mapa polítido de esta región) o en la que el naturalista George Schaller se convirtió en el primer occidental en avistar y estudiar al esquivo leopardo de las nieves, merecía mucho más que una simple pasada en autobús.

Así pues, decidí que los Kalasha, de quien supe por primera vez hace unos años gracias al buen libro de la antropóloga Sheila Pain titulado "The Afghan amulet", también ellos sabrían de mi existencia.

Para llegar hasta sus dominios, tuve que desplazarme a Chitral, "ciudad" del noroeste de Pakistán a los pies de las montañas del Hindu Kush. Llegar allí desde Gilgit fue toda una aventura; el primer día viajé en un autobús público que sucumbió en las primeras cuestas de las montañas. El segundo día, en cambio, tan grotesco era el camino que había que seguir, que la única manera de desplazase era en 4x4.

En este viaje me he desplazado, menos en avión, en todo tipo de vehículos -incluso de tracción animal-, pero hasta ese momento no lo había hecho de manera que me hiciera sentir más ridículo. El lugar del 4x4 en el acabé fue de pie en el centro de la parte trasera descapotable, sobre unos sacos de grano amontonados de mala manera y -lo más gracioso- encajado en medio de un chasis de un gran vehículo que el 4x4 transportaba en lo alto, amarrado precariamente. En cada curva, o con cada bache (de ambos había miles en el camino), parecía que el chasis iba a salir despedido violentamente, llevándoseme con él, o peor aún, seccionando mi cuerpo limpiamente en dos mitades. Para colmo, tenía que soportar las risas de cientos de niños y no tan niños que se sorprendían alborotadamente al verme pasar. "Ingrisi, ingrisi" (término derivado de la palabra english que utilizan los pakistaníes para referirse a los extranjeros) gritaban jocosamente al verme. Me sentía como la Reina del Carnaval, solo que en lugar de una bella carroza multicolor, yo me sostenía sobre un oxidado chasis que amenazaba con destronarme de un momento a otro.

Finalmente llegué a Chitral, desde donde me dirigí, al día siguiente, al valle Kalasha de Bumburet, a pocos kilómetros de distancia pero a muchas horas de viaje en otro 4x4. Allí, por supuesto, tuve mi primer contacto con los Kalasha. Sin embargo, y a pesar de que pude cerciorarme de que era el único visitante extranjero en todo el valle, estos me recibieron con cierto desinterés o indiferencia. No en vano, esta tribu, que es de por sí notoriamente orgullosa, está relativamente acostumbrada a los extranjeros, sobre todo a antropólogos, periodistas o indefinidos como yo. Por otro lado, el valle de Bumburet, el más grande de los valles Kalasha, está bastante islamizado, bien debido a la inmigración de musulmanes de Chitral, bien a la propia conversión a la que tradicionalmente se han visto inducidas (aunque no forzadas en Pakistán) estas gentes.

En cualquier caso, el paisaje humano había cambiado por completo en comparación con Chitral, pues enseguida pude percatarme del elevado estatus social del que disfrutan las mujeres kalasha en contraposición a la ocultación indiscriminada de la que son objeto las mujeres de Chitral (más tarde, un hombre kalasha me transmitiría un dicho popular de su tribu según el cual "los hombres de Chitral guardan a sus mujeres como si fueran oro de Badakhsan").

En Bumburet me hospedé durante dos días en el Ishpata Inn, una posada kalasha. Compartí el musgoso edificio de madera con el durmiente posadero, un hombre que por su aspecto bien podría pasar por alemán o danés, con su piel pálida, frente amplia y cuadrada, ojos grises azulados y un cabello lacio y claro. Fue él quien me indicó, mientras degustábamos un baso de taara -licor que fabrican los kalasha, para quienes el alcohol no está prohibido, a partir de moras silvestres-, que si deseaba ver a gente Kalasha viviendo en estado puro, lo mejor sería ir caminando al valle de Acholga, donde aún viven unas pocas familias en plena naturaleza, sin ningún tipo de signos de la civilización.


Efectivamente, en el valle de Acholga, la civilización es un término difícil de pronunciar. Solo el hecho de llegar allí caminando ya le ocupa a uno todo el día, sobre todo si -como me sucedió a mí- te pierdes descendiendo las laderas de las montañas que se ciernen sobre el valle, encerrándolo en un abismo verde del que manan las aguas del embravecido río Acholga. Tan cerrado es el valle, que el mismo río no se hace visible hasta que uno está a unos cincuenta metros de distancia de él.

A última hora de la tarde, cuando mi preocupación por la posibilidad de no llegar nunca a la aldea acrecentaba mi cansancio, encontré una "senda" que descendía abruptamente por una ladera montañosa virtualmente vertical, la cual me llevó, por fin, a orillas del río.

Los primeros seres humanos que encontré fueron dos niñas kalasha que se asustaron tanto al verme, que corrieron despavoridas y desaparecieron entre los campos de maíz. Pensé que no era un buen comienzo para conocer mejor a los Kalasha, pero al mismo tiempo, tuve la gratificante sensación de haber hecho realidad una expectativa excepcionalmente optimista en su concepción: que las personas que iba a encontrar sentirían, al menos, tanto asombro al verme como yo mismo.

Por suerte para mis cansados huesos, no toda la gente reaccionó igual que las niñas. De las cinco casas habitadas que pude contar en toda la zona, pregunté en una de ellas si podrían alojarme, por supuesto con gestos y dirigiéndome al cabeza de familia. El hombre, un campesino vestido al modo tradicional pakistaní, con un sucio shalwar (traje compuesto por camisón hasta las rodillas y pantalón del mismo color) y tocado con un pakol (boina típica del norte de Pakistán y Afganistán), espetó una media sonrisa que acompañó con un ligero ladeo de la cabeza, indicando que en su casa no podía permanecer. Mientras dialogaba con el hombre, pude sentir cómo era escrutado por su mujer, que trabajaba dentro de la casa-choza, y por las dos niñas a las que había asustado hace unos minutos, las cuales resultaron ser sus hijas. Sin embargo, me pidió que lo siguiera y me condujo a la casa de sus vecinos, a escasos treinta metros río arriba. Allí me hizo indicaciones, contando con el beneplácito de los sonrientes vecinos, de que podría dormir, para mi sorpresa. Y desapareció en el espesor del campo de maíz, como habían hecho sus hijas minutos antes, al verme llegar.

La familia que decidió darme cobijo era el arquetipo de familia tradicional tribal, y su forma de vida, todo un despliegue de costumbres cotidianas "profesionalmente" llevadas a cabo. Estaba compuesta, por lo que pude adivinar, por dos parejas, de las cuales una tenía dos hijos, un niño y una joven adolescente -de nombre Yinara-, y la otra un solo hijo barón. Ambas parejas estaban emparentadas por las dos mujeres, que eran hermanas y que, además, eran las que se ocupaban de cualquier tarea doméstica: hacer el fuego, preparar la comida y tejer. Los hombres eran los encargados de mantener las cosechas de grano que rodeaban la casa y de pastorear a las pocas cabras de que disponían. La casa en sí, construida con troncos de madera de cedro y barro, era un elaborado ejemplo de autosuficiencia. Estaba compuesta de un habitáculo principal, con techo plano, que servía de almacén y también para cobijarse del frío en invierno. Adyacente a éste se encontraba el porche en el que dormían las cabras y la propia familia en verano. Frente a él se hallaba una superficie de unos veinte metros cuadrados que pertenecía a otra estancia situada en un nivel inferior -aprovechando el acusado desnivel del suelo- en la cual se ponía a secar al sol el forraje para la única vaca que tenían y que guardaban en un pequeño corral situado también en el nivel inferior y con el que había que tener cuidado para no caer dentro.

Al llegar la noche, con sus luminosas estrellas, las mujeres se afanaron en preparar la cena, consistente en tortas fritas de maíz y queso fresco (desmigado) de cabra. De postre, trozos de manzana secados al sol y té con leche. Nada más, ni nada menos. A día de hoy, y considerando el estado de agotamiento en el que me encontraba, esta simple pitanza constituye uno de los más sabrosos manjares que mi humilde paladar jamás haya disfrutado.

Más tarde, después de una animada velada frente al fuego riendo y bromeando con los niños, la mujer más mayor ordenó algo a su marido. Este, levantándose al punto sin hacer observación alguna (!qué diferente era este Pakistán del que había conocido hasta ese momento!), preparó un camastro de patas de madera y somier cordado y lo dispuso en medio de la explanada que usaban para secar el forraje, haciéndome indicaciones de que esa sería mi cama.

Allí, a la intemperie, en una suave noche de verano, en lo más hondo de un abismo, pasé la noche en vela, descansando sin dormir, pues mis ojos no necesitaban descanso, solo mis huesos lo anhelaban. Contemplaba reconfortado las estrellas y la luna, que parecían pertenecer al mismo valle, y dejaba llevarme de mi imaginación.

¿Quienes eran los Kalasha? ¿Serían realmente descendientes de las huestes de Alejandro Magno? ¿O tal vez descendientes de los precursores de la gran Persia? ¿O de aquellos Vedas que invadieron la India hace más de tres mil años, dejando sus épicas historias grabadas con el ancestral idioma sánscrito? Tal vez eran una mezcla de todo, pero, sin embargo, sus enraizadas y rigurosas costumbres, como el bashali, esa práctica de apartar a la mujer de la comunidad cuando ésta atraviesa un periodo de menstruación o de parto, así como su extraño idioma, no parecían convertirlos en derivados de algún imperio o colonia histórica. Debían de ser algo más puro, tal vez algo muy anterior a todo lo demás.

Tal vez fueran, no solo la "última tribu blanca", como mucha gente los llama, sino sencillamente, la primera, o una de las primeras tribus arias.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Una persona que le envidia te escribio este mensaje.saludos