20. Afganistán: más allá del paso del Khyber

11 de septiembre, Kabul, Afganistán


La "causalidad" ha querido que me encuentre en Kabul cuando se cumple la efemérides de un fatídico suceso que está destinado a permanecer en un lugar privilegiado de los libros de Historia, si conseguimos que ésta consiga extenderse algunos siglos más. No creo que sea el mejor lugar para recordar lo sucedido hace seis años en Nueva York. Sin embargo, desde mi habitación en el céntrico hotel Mustafá de Kabul, iluminada por la blanquecina luz que hace brillar el sempiterno polvo que se pega a la ventana, me pregunto cómo se vivió ese día en la capital afgana. ¿Cuando fueron sus habitantes conscientes de que el ataque contra el World Trade Center iba a suponer una nueva vuelta de tuerca en la sangrienta espiral bélica en la que el país se halla sumido, ininterrumpidamente, desde que la desaparecida Unión Soviética enviara sus tanques al centro de Kabul para certificar la dolorosa, inutil y catastrófica invasión de Afganistán?

Llegué a esta ciudad hace dos días, procedente de Peshawar, en el noroeste de Pakistán. Ese día fue largo, pero conseguí hacer posible lo que parercía únicamente "técnicamente posible", es decir, llegar a Kabul después de atravesar las Areas Tribales de Pakistán, el mítico paso del Khyber, la frontera afgano-pakistaní, la ciudad pastún de Jalalabad y, por último, la negra garganta del río Kabul que, pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad a la que da nombre, estrangula la carretera desplazándola hacia los cielos a modo de montaña rusa.

Ese día, un domingo con cierto holor a otoño, la noche se mezclaba con las primeras luces del Alba en Peshawar, y sus calles, eternamente sucias y enegrecidas por el humo de la miriada de vehículos que abusan de ellas a diario, se inundaban rápidamente de hombres atabiados en el tradicional shalwar. Rostros serios, pobladas barbas y ojos negros salían poco a poco a la superficie de las primeras luces del día y yo, desde la puerta de la recepción del Rose Hotel, donde esperaba al taxi que había solicitado la tarde anterior, observaba esta cotidianidad con una especial sensación de despedida. Peshawar me había tratado bien al fin y al cabo, y abandonarla ahora, para adentrarme en un país como Afganistán, del que dolorosamente no podía hacerme ninguna expectativa, se me antojaba como un obstinado quiebro a la razón, un nuevo giro voluntario a la esencia propia del miedo. Un giro al infierno; un viaje a las antipodas de lo conocido.

Creo recordar que el miedo deboraba mi pasión viajera.

Había dejado mi llamativa mochila moderna, con la mayoría de mis enseres, bajo la custodia del sombrío recepcionista del hotel, y había introducido todo lo que pudiera necesitar para las próximas dos semanas en una austera pero discreta bolsa de viaje comprada el día anterior. Así, vistiendo mi shalwar, con mi rebelde pero bastante larga barba y mi nueva bolsa barata, podría decirse que mi aspecto pasaba desapercibido, condición que me había planteado desde el primer momento en que me propuse viajar a Afganistán.

El taxi llegó a la hora convenida. Agradecí de inmediato que el taxista hablase buen inglés y conociera las circunstancias de mi destino. El primer lugar al que nos dirigimos fue el cuartel de la Autoridad Paksitaní para Asuntos Tribales del Khyber, donde me correspondía la asignación de un escolta que no se despegaría de mí hasta llegar al puesto fronterizo afgano-pakistaní. Este procedimiento, cuya tramitación me había ocupado casi todo el día anterior, es obligatorio -y gratuito- para todas los extranjeros que atraviesan las Areas Tribales de Pakistán con destino a Afganistán, y aunque en principio parece garantizar cierta seguridad para el viajero, lo cierto es que cuando vi aparecer a mi "Angel de la Guardia", en absoluto me sentí más seguro.

Se trataba de un jovencísimo, tímido y más bien torpe soldado. Parecía un niño en su primer día de escuela, con la diferencia de que, en lugar de una mochila llena de libros, portaba un manoseado fusil que ni tan siquiera sabía como colocar en el asiento que ocupaba en la parte delantera del taxi. Creo sinceramente que era su primer servicio de este tipo, lo cual le pregunté de manera educada. Sin embargo, como suele ser habitual con los policías y militares pakistníes, no hablaba ni una palabra de inglés. O tal vez no quería contestarme.



La distancia que separa Peshawar de la frontera con Afganistán no es larga, tan solo unos cincuenta kilómetros, pero abundan las curiosidades y referencias históricas notables. Para muchos historiadores, este trayecto, coronado en su parte más alta por el Paso del Khyber, era el centro de una de las principales preocupaciones que atormentaron a los defensores del Raj Británico que colonizó todo el subcontinente indio. Es aquí donde se decidó el destino de las llamadas Guerras Afganas, que enfrentaron al Imperio Británico con los ejércitos musulmanes de los emires afganos durante el siglo XIX. Y también fue este territorio el centro de la discreta pero transcendente lucha que mantenían, como si de una auténtica Guerra Fría se tratase, los imperios británico y ruso.

Mucho antes el Khyber ya había visto, desde sus altas cumbres, el paso de ilustres personajes abriéndose camino entre las rocosas paredes del Hindu Kush. Nombres como Dario el Grande, Aljandro Magno o Timur, utilizaron este paso estratégicamente para conquistar partes de la India, siendo la joya más codiciada la fértil y rica región del Punjab.

Pero no solo hombres y ejércitos. El Khyber fue la puerta a través de la que se expandieron grandes religiones. Fue por aquí por donde el imperio Mughal accedió a la India e instauró el Islam como religión de estado, y también fue a través del Khyber por donde habían pasado los monjes que llevaron el budismo a territorios tan occidentales como la región de Bamiyan, en el centro de Afganistán, antes incluso de que existiese el cristianismo. Por su parte, el Zoroastrismo, la primera religión monoteista, dependió de la porosidad que el Khyber ofrece al Hindu Kush para llevar la nueva creencia a tierras del sur de lo que es hoy Pakistán, donde se encuentra la mayor comunidad de zoroastras que aún hoy practican este antiguo culto.

No obstante, conforme atravesaba las Areas Tribales con el taxi, poco de esto se hacía evidente. El terreno era abrupto y correoso, aunque no especialmente elevado. A pesar del vacío legal que caracteriza a esta región, la vida parecía tan cotidiana y trivial como en cualquier otra parte de Pakistán, con pequeñas aldeas aquí y allí, todas ellas llenas de vida; sin embargo, de vez en cuando nos cruzábamos, o éramos adelantados, por pick-ups cargados de hombres armados con kalashnikovs y vestidos de civil. Al preguntar por ellos al taxista, lo primero que me dijo, como si estuviera adivinando mis intenciones, fue que no hiciera fotos. Luego me explicó que estos hombres formaban comandos de defensa de los distintos Jefes tribales que había en la región. Eran ellos los encargados de mantener el orden dentro de cada señorío, y eran pagados por los jefes de cada zona. Estaba viajando, a bordo de un destartalado taxi, por medio de una sociedad enteramente feudal.

También fui testigo, desde la misma carretera, de la magnificencia con la que cada señor feudal destacaba dentro de esta arcaica sociedad. Sin necesidad de esconderse de nadie, sus imponentes mansiones llegaban al mismo margen de la carretera. Aunque los recintos de cada una de estas mansiones estaban rodeados de afeados y bastos muros de barro, a plena luz del día los portones de los muros permanecían abiertos, con lo que se podía otear rápidamente en su interior. Allí se veían blancas y bien adornadas casas de varias plantas, con hermosos jardines y porches sombreados. Le pregunté al taxista si esta gente era en realidad tan rica y poderosa. "¿Ricos? Ahí dentro hay máquinas en las que si aprietas un botón te sale coca-cola, le das a otro y te llena el baso de wishki, y si quieres, pulsas otro y a los pocos minutos aparece una hermosa mujer que hará todo lo que le pidas. Hay más oro y diamantes que madera o hierro; sería muy dificil incendiar una de estas chozas..."

Poco antes de llegar a la frontera, el taxista me señaló una pequeña protuberancia rocosa en lo alto de una colina al lado de la carretera. "¿Ves aquello? Es una estupa budista". Efectivamente, en medio de este mar musulmán, aquello era un derruido y descuidado vestigio de una época, hace unos dos mil años, en la que la religión que florecía en esta región era el budismo.

Finalmente llegamos a Torkham, donde se haya el único puesto fronterizo abierto a extranjeros entre Pakistán y Afganistán. El escolta, del cual casi me había olvidado, salió inmediatamente del coche con la intención de dirigirse al cuartel aduanero, pero le detuve con un gesto del brazo para darle una pequeña propina. Fue entonces cuando vislumbré la primera sonrisa en su morena tez y cuando recibí la primera mirada de sus negros ojos. Era un niño.

Pagué al taxista lo convenido, al tiempo que aceptaba su tarjeta con su número de teléfono por si necesitaba sus servicios en el futuro. No en vano, si todo me iba bien, debería regresar a Pakistán por el mismo camino unas dos semanas más tarde.



He cruzado muchas fronteras a pie en mi vida, aunque pocas tan multitudinarias como esta. Para empezar, la entrada en Afganistán fue sumamente sencilla. Resulta curioso que dos de los países a los que la lógica invita menos a viajar, como son Irak y Afganistán, pongan tan pocas trabas para hacerlo. En el caso de Irak te dan el visado -gratuito- en la propia frontera con Turquía, mientras que en el caso de Afganistán, el amable y paternal consul afgano en Peshawar se encarga de facilitarte un visado para treinta días de manera rápida y sencilla

Una vez en el lado afgano, comencé a caminar hacia el interior, rodeado de una multitud compuesta por todo tipo de personajes: refugiados de guerra transportando todos sus bienes, niños ofreciendo portear los equipajes, mercaderes de hielo fabricado en Landi Kotal -el último pueblo pakistaní antes de llegar a la frontera-, mendigos pidiendo limosna, y también, vendedores de todo tipo de artículos cuyas provisiones escasean en Afganistán.

Cuando llevaba pocos metros recorridos sin un rumbo fijo me percaté de que tenía a mi lado a un señor cuya cara me resultaba familiar. Efectivamente, se trataba de una de las personas que había visto haciendo cola unos minutos atrás en el puesto pakistaní para obterner el sello de salida. Recordé que me había sonreido cortesmente al verme incorporándome a la cola. Ahora caminaba a mi lado, pretendiendo aparentar que ambos formábamos un pequeño grupo de viaje. Y en realidad, el Sr. Younos Tahawad, que además ostentaba el título de Haji (musulmán que ha hecho la peregrinación a la ciudad de Mecca), quería caminar conmigo para ayudarme en lo que necesitara. De igual manera a como me solía ocurrir en Pakistán, también aquí había quien se preocupaba de un extranjero viajando solo. Sin pretenderlo, estaba de nuevo bajo la protección de un padrino. Pregunté a Younos cual era la mejor manera de llegar a Kabul y me replicó que la mejor, y la única que debería considerar, era tomar un taxi compartido con más gente, pues los autobuses de línea eran demasiado lentos, irregulares y, además, peligrosos. Él mismo se ocupó de encontrarme uno con destino directo a Kabul, el cual partió a los pocos minutos, tan pronto como se hubo llenado con cuatro pasageros.

El viaje fue tranquilo y la carretera bastante buena durante todo el recorrido. En ocasiones el taxi se cruzaba con carros acorazados de la OTAN -principalmente Hammers americanos con armamento pesado en sus cuatro costados- los cuales ocupaban casi toda la carretera y obligaban a los coches a salirse de ésta y a circular por el estrecho arcén. También pude divisar algunos modernos helicópteros de asalto en el cielo y varias bases militares a lo largo del trayecto. A última hora de la tarde el taxi llegaba a Kabul, el objetivo que me había propuesto al comenzar el día.

La ciudad que fuera capital del imperio Mughal, antes que la propia Delhi, se extiende a lo largo de un espacioso valle que me recordaba mucho a los paisajes contemplados en Irán. No en vano, Afganistán está emparentado historica y culturalmente con la vieja persia. El idioma oficial de la capital y del gobierno de Afganistán, por ejemplo, es el dari, muy similar al farsi (persa); y en tiempos remotos, a esta región se la conocía bajo el término Ariana, tierra de ários. Antes de que los soviéticos invadieran el país, Irán -entonces el reino del Sha de Persia- era el espejo en el que se miraban los habitantes de Kabul.

Así es, una gran capital del pasado, pero con una terrible enfermedad terminal que se hace visible nada más atravesar las primeras "avenidas" de la periferia. El polvo es la principal materia prima de que disponen los kabulenses. Lástima que no se pueda comer, o que no cure enfermedades, o que no sirva para comprar vestimenta, pues de ser así, sería ésta la capital más rica del mundo.


El sol enrojecía y me brindaba su mirada conforme me adentraba en este cementerio de edificios. Me señalaba el oeste y me invitaba a que le prestase atención, como si deseara que distrajera mis sentidos ante el melancólico espectáculo del que estaba siendo mudo expectador. Por un momento no pude respetar sus ruegos y centré mi mirada en un recien pintado letrero dispuesto sobre el muro de una base militar.

En este se leía: "Unity starts here" (la Unidad comienza aquí).


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Foto 1: refugiados afganos volviendo a su país, paso del Khyber
Foto 2: mercader artesano de cometas, Kabul
Foto 3: calle-bazar del barrio viejo de Kabul
Foto 4: niños sacando agua en una fuente de Kabul

1 comentario:

Josep Queralt i Grimau dijo...

Molt be Sergio!
Ahora podemos ver mas fotos y espero que escribas mas. Me quede con las ganas de ver que te pasa en kabul.

Petons i abraçades.
Pep