5. Welcome to Irak (II)

6 de junio, Suleymaniyah, Irak


Amanece temprano en Erbil, como en todos los países de la zona. El jaleo del bazar ha hecho de despertador y, tras comprobar que de nuevo no hay luz, salgo a dar un paseo. Más tarde voy al Museo de Civilizaciones de Erbil, pero al llegar me dicen que ya está cerrado, pues el museo solo abre hasta las dos de la tarde. Es la una y media de la tarde. Uno de los cuatro conserjes que hay en una salita contigua a la entrada me dice que vuelva mañana antes de la una y media, pero de repente sale uno que ha oído la conversación y dice, dirigiéndose enfadado a su compañero, que el museo en realidad cierra a las doce (!). Les digo que mañana no estaré porque voy a Suleymaniyah, y no se les ocurre otra cosa que decir, a los mantas, que entonces vaya al Museo de Suleymaniyah, que es igual que el de Erbil. Claro, les digo, en España tenemos un Museo del Prado en cada ciudad!

Son ratas de oficina. Acomodados. Probablemente reciben fondos del extranjero para mantener decentemente el museo -además de pagar sus salarios-, por el cual no sienten ningún aprecio ni entienden que alguien quiera desplazarse hasta allí para visitarlo. Algo enfadado, decido visitar la ciudadela, pues al menos -pienso-, ésta no debe de tener horario de cierre. Pero al llegar allí, después de haber escalado la colina en la que se asienta, descubro que no solo no tiene horario de visita sino que, sencillamente, no está abierta al público. Me lo hacen saber por gestos dos guardias que vigilan su puerta principal. No obstante insisto en adentrarme para hacer unas fotos y al final les convenzo para que me dejen atravesar la ciudadela por su calle principal, que divide el complejo en dos partes iguales y une las puertas sur y norte, ambas custodiadas por peshmergas. Me dicen que no me salga de la calle y que vaya en línea recta, de manera que pueda ser controlado por los guardias de ambas puertas. Les hago caso al principio, pero conforme camino, despacio, entreteniéndome en cada muro, en cada farola, lanzo miradas de soslayo a ambas puertas y veo que la vigilancia se ha relajado, por lo que aprovecho una fracción de segundo para hacer una incursión en las calles viejas de la ciudadela, adentrándome en el abandonado y desierto laberinto que forman sus pasadizos.

Erbil es una ciudad antiquísima, cuyo enclave ha estado habitado probablemente durante más de 8.000 años, y su ciudadela es una joya antropológica que, por circunstancias de la guerra, se ha convertido en un espacio restringido. Esto no me sorprende, pues desde allí arriba se tiene una panorámica visión de toda la ciudad y constituye un lugar ideal para perpetrar cualquier acto de guerra contra edificios oficiales o públicos, los cuales, precisamente, están a tiro de piedra de la ciudadela. De igual forma, supone el bastión ideal en caso de que haya que desplegar una fuerza defensiva o de vigilancia para protegerse de un ataque por tierra. Las autoridades de la ciudad están muy sensibilizadas con el tema de la seguridad. No en vano, escasos días antes de que yo llegara, un camión conducido por un terrorista suicida, y cargado con varios kilos de pólvora, hizo explosionar el vehículo en el propio bazar a una hora punta, lo cual dejó al menos 14 víctimas mortales.

Paseando por las enredadas y polvorientas callejuelas de barro, me sumerjo en un mundo de otra época, enteramente a mi disposición y a la de algunos gatos que me observan con curiosidad. Las casas están derruidas, con los ladrillos de barro resquebrajados y esparcidos algunos por el suelo. Son casas muy bajas y llenas de habitáculos en los que la gente estuvo viviendo hasta hace solo unos años. Tomo algunas fotos y exploro el lugar a fondo, regocijándome en mi privilegiada situación ante un verdadero tesoro arqueológico. Pero de pronto, de una de las esquinas aparece un militar kurdo empuñando una metralleta y maldiciendo mi acto de rebeldía. Debe de ser uno de los que me esperaba en la puerta opuesta a la que he usado para entrar, y por sus signos de cansancio debe de llevar un buen rato buscándome. Le hago saber que no entiendo la situación y que solo estoy haciendo algunas fotos, pero me obliga a acompañarle hasta la puerta norte, donde informa a un superior de mi travesura (eso creo entender). Este se interesa por mi nacionalidad y se esfuerza por explicarme que la ciudadela está cerrada al público. Yo me hago el tonto y con un gesto amigable le doy mi cámara fotográfica y le pido que me haga una foto allí mismo. La confraternización parece hacerle olvidar mi díscola actitud y se esfuerza al máximo por sacarme una buena foto, pidiéndome incluso que cambie de posición para salir mejor retratado. Así, después de posar para el militar kurdo, con tejados plagados de parabólicas como fondo, aprovecho un momento de torpeza de los guardias al no saber muy bien qué hacer conmigo y me esfumo todo lo rápido que puedo, antes de que cambien de idea y me sometan a otro tedioso interrogatorio.

Por la noche llego al hotel cansado, pero me encuentro a Ismail, uno de los empleados, un simpático y bonachón muchacho de unos veinte anos. Por supuesto es kurdo, como el 95% de los habitantes de Erbil. Le propongo jugar al Tauli, que es como llaman por aquí al backgammon. Como ya he escrito en otros artículos, éste es el juego de mesa favorito de los kurdos. Cual es mi sorpresa al ganar la primera partida sobre Ismail. Sin embargo, él gana las dos siguientes. En un intento por recuperar mi honra, me centro en la cuarta partida y, gracias a unos dados afortunados, consigo ganarle. Me propone seguir, pero sabedor de que a la larga perdería, prefiero irme a dormir, alegando cansancio extremo, con el buen sabor de boca de la victoria y, sobre todo, con la satisfacción de haber pasado un buen rato con un amigable kurdo.

Al día siguiente de nuevo me despierto con el bullicio, pero en esta ocasión debo desperezarme cuanto antes ya que mi objetivo hoy es llegar a Suleymaniyah, unos 200 km al sureste. Para ello tendré que encontrar un taxi compartido que vaya allí. Afortunadamente, me encuentro con bastantes taxis que van a esa ciudad, por lo que a los pocos minutos estoy en camino, compartiendo vehículo con un matrimonio y su niña y con otro señor. El paisaje es dramático. Atravesamos amplios valles verdes y fértiles, flanqueados por afilados rangos montañosos de color pardo y -aunque desprovistos de árboles- sumamente bellos. Al principio, desde la distancia, estos rangos parecen infranqueables, como grandiosos muros levantados estratégicamente para que nada se escape del valle. Pero conforme nos aproximamos a ellos, las sólidas capas rocosas de sus montañas se desdoblan y nos descubren empinados pasos por los que el taxi trepa como una pulga por el costado de un gigante.

La disposición de los rangos montañosos es noroeste-sureste, lo mismo que la línea imaginaria que une Erbil y Suleymaniyah, por lo que no nos lleva mucho tiempo arribar a nuestro destino. A medio día ya estoy en la ciudad, alojado en el hotel Hiwa, donde las condiciones son bastante peores que en Erbil. Pero no me quejo, pues estimo que pasaré allí dos noches y el precio no es caro, 15.000 dinares iraquíes (unos 9 euros). Mi primer día en Suleymaniyah lo empleo en pasear por sus animadas calles y en descansar en un pequeño y sombreado parque. La gente me mira extrañada y algunos, guiados por su curiosidad ante un extranjero solitario, preguntan por mi nacionalidad y por la cadena de televisión para la que trabajo. Percibo cierto brillo de aprecio en sus rostros al confesarle que soy español, como si mi nacionalidad fuera un atributo que me aportase valor como visitante, pero al decirles que no soy periodista sino turista, fruncen el ceño y sonríen. Acabo por hablar con algunos hombres, pues las mujeres no se dirigirían a mí. Además, es muy difícil encontrar una tienda o local en el que trabajen mujeres, las cuales están confinadas en sus casas o, en algunos casos, desempeñan trabajos en bancos o grandes hoteles. Es sin duda una sociedad machista y conservadora, pero enormemente respetuosa y hospitalaria con el extranjero.



A última hora de la tarde paseo por el bazar y, en uno de los muchos puestos, disfruto de los típicos dulces de pistacho llamados baclava, siendo la especialidad en Suleymaniyah mezclarlos con una especie de crema o natillas cuyo origen debe de ser leche y huevo, o al menos eso quiero pensar. En cualquier caso está delicioso. Las condiciones de higiene es mejor obviarlas para poder disfrutar del capricho. En un momento dado, se escuchan unos disparos en la lejanía. Al principio la gente se sobresalta y el barullo se relaja, pero en cuestión de segundos todo vuelve a ser igual. Conforme el reloj se acerca a las ocho de la tarde, la actividad comercial parece acelerarse, con los comercios repletos de gente y los mercaderes trabajando a destajo. Pero en cuanto el reloj marca las ocho, las aceras se vacían con rapidez y los tenderos se afanan por dejar el puesto limpio y preparado para la mañana siguiente. En pocos minutos, me hayo caminando por calles semidesérticas. Encontrar un puesto en el que comerme un kebab se hace casi imposible, así que me encamino al hotel hambriento y sabedor de que tendré que esperar al día siguiente para llenar el buche, pues en el hotel no venden alimento. Afortunadamente, una luz humeante destaca en la toda la oscuridad de las calles, relativamente cerca de mi hotel. Se trata de un espabilado que vende comida rápida aprovechando la escasez de lugares donde comer. A pesar de que es de noche y no debería estar fuera de mi hotel, me dirijo al garito, guiado por mi estómago. El dueño, un hombre joven y pequeño cuya graciosa voz se asemeja a la bocina de una bicicleta, se sorprende al verme, pero se esfuerza por atenderme lo mejor posible. Pone música kurda en el radiocasete, reconocible por el bello sonido del saz, una especie de guitarra de tres cuerdas. Finalmente, con el gesto de ponerse la mano en el pecho, se empeña en invitarme, algo que me ha de suceder en más ocasiones en mi periplo por el Kurdistán iraquí.

De vuelta al hotel prefiero quedarme un rato a leer en la acogedora recepción pero, de igual forma a como un potente imán atrae a todos los objetos metálicos del área en el que es depositado, empiezan a aparecer personas de las habitaciones contiguas a la recepción que quieren saber cosas sobre mí. Están sorprendidos de tener a un occidental entre ellos y tienen curiosidad, tanta como amabilidad a la hora de dirigirse a mí. Algunos hablan un inglés pasable. Me hablan de su país, de sus ciudades y sus trabajos. Me indican que si quiero puedo visitar Halabja, la ciudad -ahora aldea- que sufrió uno de los ataques más nauseabundos que un ejército haya lanzado nunca contra población civil. Se trata de la famosa operación de limpieza étnica que puso en marcha Sadam Hussein a finales de los 80 y en la que utilizó gas mostaza para liquidar súbitamente la vida de miles de pacíficos civiles. Entre los presentes en la recepción del hotel hay un árabe irakí, Mohamed, que se presenta como ingeniero. Es de Bagdad y dice que en el Kurdistán se necesitan todo tipo de personas cualificadas, así que ha decidido trasladarse aquí. Aprovecho para preguntarle sobre la situación en Bagdad. ¿Es tan mala como parece?, ¿Qué pasaría si decidiera ir como viajero independiente? Me responde que la situación es tan mala como uno pueda llegar a imaginarse. Y añade que, si yo decidiera ir, seguramente no llegaría nunca. Algo me pasaría en el camino. Algo que me haría famoso. Tristemente famoso.

Al día siguiente decido visitar Halabja, a unos 60 kilómetros de Suleymaniyah, muy cerca de la frontera con Irán. El pensar lo ocurrido aquí hace casi dos décadas me ha llenado de tristes pensamientos. De lo cruel que es el mundo y de lo que tienen que sufrir los inocentes y pacíficos para que los poderosos y ambiciosos puedan conseguir sus objetivos. Paradójicamente, lo ocurrido en esta ciudad, el famoso acto de "gasear a los kurdos", como la prensa internacional lo llama, ha sido el único reducto de argumento que las actuales potencias invasoras de Irak, principalmente los EEUU y Gran Bretaña, han acabado por esgrimir para justificar su intervención en Irak y la posterior ejecución de Sadam Hussein en la horca, una vez demostrado que no existían armas de destrucción masiva y de que el régimen de Sadam no tenía lazos con Al-Qaeda. Sin embargo, muy poco se dice sobre el hecho de que este acto vil tuvo lugar en el contexto de la guerra entre Irak e Irán, que fue comenzada por Irak, y en la cual este país contó con el suministro armamentístico de países occidentales, sobre todo EEUU. Me pregunto qué origen tenía el avión desde el que se lanzó el gas. O incluso el propio gas. Cuál era su procedencia. Como yo no me dedico a esto, solo soy un viajero, termino por lamentar la enorme injusticia de la guerra.

Me han dicho en Suleymaniyah que en algún lugar de Halabja hay una exposición con fotos del genocidio, pero no la he podido encontrar. No es necesario. He visto esas fotografías en muchas ocasiones. Gente tirada en el suelo, tendida en las escaleras, apoyados contra vehículos. La muerte les llegó tan súbitamente que sus cuerpos se entregaron a la ley de la gravedad en décimas de segundo. Algunas madres están sentadas con sus bebés en brazos. A primera vista parece que pudieran estar durmiendo, pero una mirada más detenida deja ver sus rostros, completamente desfigurados con la horrible mueca de la muerte caracterizada por la inútil búsqueda de oxígeno.

Lo que queda de Halabja no es un lugar precisamente agradable. Hay tanto polvo como en la creación del cosmos; como si sus habitantes quisieran acostumbrar sus pulmones a aires nocivos en preparación para un posible ataque como el que sufrieron. Finalmente decido volver a Suleymaniyah, donde pasaré mi última noche antes de poner rumbo de nuevo al norte.

Al día siguiente debo encontrar un taxi para ir a Duhok, pero la cosa se complica. Si quiero un taxi que no vaya por Kirkuk debo costeármelo yo solo (me piden 100 dólares). Los esbirros del puesto de taxis solo parecen interesados en que ocupe yo todo el taxi, y nadie más. No me gusta la situación y opongo resistencia. Prefiero quedarme en tierra, esperando a que algún cabo se afloje. Después de unos diez minutos, un taxista que ha estado allí todo el tiempo me ofrece llevarme de nuevo al centro de la ciudad, donde puedo reservar espacio en uno de los coches privados que van hacia el norte. El conoce una agencia que presta este servicio. Efectivamente, existe tal agencia, invisible para alguien como yo, que no conoce ni el idioma ni el lugar. Me dicen que no pueden asegurarme que salga un coche para Duhok ese día. En todo caso, puede que a las cinco de la tarde. Si no es así, tendré que pernoctar de nuevo en Suleymaniyah y esperar a la mañana siguiente. Decido aceptar la propuesta, así que aprovecho el día -hasta las cinco de la tarde- para visitar un poco más la ciudad.

Pregunto por el museo de Suleymaniyah, que según lo que me dijeron los ocupados celadores del museo de Erbil, es idéntico al de aquella ciudad, con lo que podría matar dos pájaros de un tiro. Al llegar allí, me topo con otro manta que me dice que hoy no pueden mostrar el museo porque tienen una reunión y nadie puede hacerse cargo de mi visita, como si ver el museo aquí fuera como ir al médico. Entiendo que lo que es igual en ambos museos no es su contenido, sino sus administradores. Le pregunto al desaborido dónde puedo ir y me habla del Amna Suraka, el "museo" de la liberación de Suleymaniyah. Se encuentra cerca del sitio donde estoy, así que voy en su búsqueda, confiando en que mis últimas horas en Suleymaniyah serán provechosas. Al principio, siguiendo las indicaciones que me han dado, me adentro en un barrio residencial y desierto, así que empiezo a pensar que me he perdido, pero al doblar una esquina aparece ante mí una mole de color marrón, corroída a balazos en todos sus muros. Se trata de un edificio de cuatro plantas rodeado de un muro exterior con alambradas. No puede ser otro. Me dirijo a él y, efectivamente, hay una puerta de entrada. En ella hay dos jóvenes vestidos de peshmerga que se sobresaltan al verme cruzar el umbral, pero enseguida se me pegan y me inquieren, en kurdo, sobre mis intenciones, como si visitar el museo fuera algo irregular. Les enseño mi libreta en la que tengo anotado el nombre de "Amna Suraka", con caracteres latinos, los cuales no saben leer. Se lo pronuncio detenidamente: A-M-N-A S-U-R-A-K-A mientras indico con mi dedo índice apuntando a mi ojo que quiero verlo (lenguaje universal), y entonces parecen comprenderme. Además, parecen alegrarse repentinamente y me conducen a una sala interior del edificio donde se exhiben fotografías y documentos del levantamiento kurdo en Irak (1961-1991).

Por fortuna, un hombre que habla buen inglés, quien se presenta como Ako Wabi, se ofrece a hablarme del protagonista de las fotografías. Se trata de Qder Khabat, un líder guerrillero fundador de la milicia Peshmerga en el 61. Me habla de su relación con el actual presidente de Irak, Jalal Talabani (quien también es kurdo), y de su liderazgo durante la batalla que tuvo lugar el 7 de marzo de 1991, en la que los militares del ejército de Sadam que custodiaban la ciudad fueron derrotados por la milicia y el pueblo kurdo, precisamente en este edificio, el cual ha quedado levantado y convertido en museo para rememorar esa importante batalla. Este fue el primer triunfo de los kurdos tras la horrenda campaña de limpieza étnica que el ejército irakí venía llevando a cabo. Además, fue la piedra angular de la construcción de la nación kurda con estado propio, algo que podría ocurrir en un futuro próximo. Ako Wabi, empresario que colabora con la exposición, se emociona al recordar los hechos. Desde la terraza del edificio, a la que hemos ascendido para tener una mejor perspectiva de la batalla, me narra efusivamente cómo toda la gente de Suleymaniyah se unió bajo el mando de Qder Khabat para reducir a los amotinados irakíes, la mayoría de los cuales murieron defendiendo el fuerte. Sólo sobrevivieron los que se rindieron. Desde la terraza es desde donde mejor se aprecia la brutalidad de semejante combate. La presión de los kurdos fue tan grande, que los comandantes irakíes decidieron replegarse al interior del cuartel por completo, incluso con los carros de combate, confiando en que recibirían ayuda del resto del ejército. Pero esta no llegó a tiempo y, con los tanques replegados, poco pudieron hacer para mantenerse en pie ante semejante adversario. Hoy los oxidados tanques siguen en el patio del edificio, inmóviles como esqueletos de elefantes, y exponentes, como ningún otro objeto, de la impotencia de Sadam Hussein para someter al pueblo kurdo.

Antes de irme, Ako me invita a que firme el libro de visitas. Allí deposito unos sinceros comentarios hacia el carácter del pueblo kurdo y su derecho a vivir en paz, después de tanto sufrimiento. Ako traduce estas palabras a los dos peshmergas que no se han separado de mí durante toda la visita. Se miran y le dicen algo a Ako. Entonces éste me dice que los dos jóvenes son Seamand y Dara, el hijo y el sobrino de Qder Khabat. Quieren invitarme a comer en su casa.

A pesar de que mi tiempo es limitado, no puedo rechazar un ofrecimiento tan emotivo y anecdótico, así que acepto encantado. A los dos minutos nos montamos en un pick-up en el que suben otros dos hombres, también familiares de Qder Khabat y armados hasta los dientes. Ninguno habla inglés, pero nos comunicamos por señas fácilmente. Son encantadores, a pesar de todo su armamento. La casa se encuentra bastante a las afueras, y sin duda es la casa de alguien importante, pues es grande, con balcones, un pequeño jardín y en su interior está bien amueblada, algo raro en el resto de hogares. Soy conducido al salón, una apacible y amplia estancia forrada con delicadas alfombras kurdas. Apenas hay muebles, pero los que hay parecen de gran calidad y buen estilo, mas bien clásicos. Casi todo el perímetro de la sala está provisto de sillones a juego con los muebles, y en uno de ellos se sienta, solitario y meditabundo, un anciano elegantemente vestido de gris con el traje tradicional kurdo, caracterizado por pantalones bombachos y chaqueta con el pecho descubierto.

El anciano es el mismo hombre que minutos antes he conocido a través de las fotografías del Amna Suraka, el héroe de Suleymaniyah: Qder Khabat. Su pelo y sus bigote se han teñido de blanco y sus ojos muestran cansancio y paz. Se levanta para saludarme, estrechando mi mano firmemente y después, con un gesto que empieza a ser familiar para mí, se lleva la mano al pecho en señal de hospitalidad. Le devuelvo el gesto torpemente y hago caso a su invitación de sentarme en el sillón, frente a él. Nuestra comunicación está muy limitada, pues no habla nada de inglés, sin embargo, gracias a un sobrino que está en la casa y que chapurrea el idioma de Shakespeare, podemos hacer un ensayo de conversación. Yo le transmito mi agradecimiento por la invitación y destaco su labor como defensor del pueblo kurdo, lo cual me agradece con los ojos. Habla mucho, y al parecer me dice muchas cosas, pero el interlocutor sólo me puede transmitir escuetos mensajes. Aprecia mucho a España, país que de hecho visitó hace pocos años. Me pregunto si con motivo de encuentros diplomáticos o de vacaciones, pero el traductor no me sabe precisar. Entiendo que lo que más destaca de España es su democracia, algo históricamente anhelado por las gentes pacíficas de Oriente Medio. Finalmente, me indica que la comida está lista. En el suelo de una sencilla sala contigua se ha dispuesto un apetitoso manjar al más puro estilo kurdo. Mi día ha sido pleno.


La propia familia de Qder Khabat se ha ocupado de que esa tarde haya un coche que vaya a Duhok, y ellos mismos me llevan a la oficina de coche privados, desde donde a las cinco de la tarde parto hacia esa ciudad. Es un viaje largo, por estrechas carreteras del interior del Kurdistán, considerablemente más seguro. Eso es lo que me explica Haller, un simpático mercader que viaja en el mismo coche y con quien hago buenas tablas durante el sinuoso y espectacular recorrido. Llegamos a Duhok bien entrada la noche, y el propio Haller se encarga de que el coche me deje en la puerta del hotel Perleman, un buen sitio por solo 10 dólares al día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
Soy una admiradora tuya y he de confesar que cada vez que leo tu prosa, cada vez que tus palabras atraviesan mi pupila, mis piernas flaquean y mi bulba se humedece. cuanto desearia que me llevases en tu viaje, que me hicieras el amor en Kirguizistán o tomases mi cuerpo en Srinagar.
Quizas nuestro karma se cruce en algun momento, en algun lugar. Hasta entonces, seguiré soñando que yaces sobre mi mientras me susurras un nuevo capitulo de tu aventura. Fdo: Una admiradora.