2. Egeo hegemónico

22 de mayo de 2007, Selçuk, Mar Egeo, Tuquía


Me pararé en Selçuk unos días para recuperar el aliento y para esperar a los vientos levantinos, a los que he dejado atrás velozmente, cumplida ya una semana desde mi partida.

Transitar por ocho países en autobús hasta llegar a Sofía, 40 horas después de haber salido de Barcelona, fue algo que difícilmente podré olvidar. No es que lo llevara mal físicamente, pero las largas horas de vigilia y la falta de buen ánimo general entre mis compañeros de viaje convirtió el trayecto en una especie de alucinación soporífera y paneuropea. Nada más subir al autobús en la estación de Sants, en el centro de Barcelona, comprobé que era el único pasajero en partir desde allí. Quizás esto explique el mal humor del conductor, que tuvo que atravesar toda la ciudad -en un domingo que coincidía con la celebración del gran premio de fórmula 1 en el circuito de Barcelona, colapsada por el tráfico. Al parecer se tragaron un gran atasco a la entrada en el que perdieron una hora y media con respecto al horario previsto. Así pues, no fui aplaudido por mis companeros de viaje conforme subía al autobús ni cuando acomodaba mi anatomía, encajándola a duras penas, entre mi asiento y la fila de delante.

Algo que comprobé algo más tarde fue que era el único español a bordo. Pero no el único Sergio, pues fui a sentarme justo al lado de un tocayo mío, un joven de quince años, Sergey, que resultó ser mi único aliado en todo el viaje. Además, fue él quien reconoció que la mayoría de los que iban en el autobús regresaban a su país, muy desilusionados, después de no haber conseguido un trabajo digno. También supo distinguir, con una ligereza demasiado indiscreta, cuáles de las mujeres que venían en el autobús eran prostitutas, metiendo en el saco a una que se subió en La Jonquera, la frontera entre España y Francia, tras despedirse con un formal apretón de manos de tres hombres que la acompañaban.

Transcurrieron los minutos, las horas, casi los días... hasta llegar por fin a Sofía, apenas despuntado el alba del martes. Mi estancia en esta ciudad fue breve, sólo dos noches, pero aproveché para descansar del viaje, reordenar mi embutida y mal preparada mochila y para visitar el lugar. Lo más destacable fue mi visita de un día al monasterio de Rila, al sur de Bulgaria, construido en el lugar donde peregrinó San Juan de Rila y donde vivió como un ermitaño dentro de una oscura y húmeda cueva durante 12 años. El monasterio, construido en el siglo XIII ocupa un lugar privilegiado en un pequeño y elevado valle resguardado por las montañas más altas de Bulgaria, peladas y nevadas en su cima.

Durante mi estancia en Sofía conocí a varias personas del albergue, todos ellos agradables y con historias que contar. Personajes efímeros que pretendo perpetuar en mi memoria gracias a textos como este.

Sofía no fue un puerto de término, por lo que al poco de llegar ya tuve que informarme sobre las vías para llegar a Estambul. Una práctica que no he de abandonar en todo el viaje. Tarde o temprano llegará el momento de partir, el momento de continuar, el momento de dejar atrás algo que ya forma parte de mi memoria y, por tanto, de mí.

Estambul me acogió en su noche turbulenta. Llegar tarde a un destino es siempre poco deseable para el viajero. La noche y la oscuridad contribuyen a afirmar el carácter misterioso y descocido de los lugares. Además, minimiza las posibilidades de encontrar un alojamiento deseable desde el que establecer la base de la exploración. Requisitos básicos como un precio asequible, una buena localización y un mínimo de seguridad pueden no ser alcanzados y entonces hay que replantearse algunas cosas.

Precisamente, no es Estambul una ciudad desconocida para mí, pues ya la visité hace siete años, y también en aquel entonces arribé a horas intempestivas, poco antes del amanecer. Recuerdo muy bien que entonces decidí esperar a los primeros rayos del sol en uno de los bancos de Sultanhamet, y estos llegaron siguiendo los pasos de un joven que me ofreció estar en un albergue familiar, Hotel Simbad, en el que acabé disfrutando y sintiéndome como en casa. En esta ocasión decidí ir directamente a la zona donde se agolpan una buena docena de albergues -bastante insípidos y algo caros-, antes que buscar el mismo sitio en el que estuve, pues se hayaba bastante escondido entre las callejuelas a las que hace sombra la grandiosa Mezquita Azul. Sin embargo, al ver hechas realidad mis expectativas sobre el nulo atractivo del albergue en el que acabé registrándome (creo que fue el Hostel İstambul) decidí pasear tranquilamente, ya sin la enorme carga que supone el llevar la mochila a la espalda, e intentar encontrar el acogedor Hotel Simbad. Por suerte lo encontré y, aunque las personas que lo administraban no eran las mismas que siete años antes, sí me parecieron amables. El albergue seguía teniendo el mismo aspecto familiar y sencillo que en el pasado, así que reservé un par de noches a partir del día siguiente.



Mi estancia en Estambul tenía carácter más burocrático que turístico, en esta ocasión, pues tenía un objetivo claro consistente en solicitar el visado para entrar en la república de Uzbekistán, dentro de unos dos meses. A pesar de lo alejado que estaba del centro (unos 25 Km), pude encontrar el consulado uzbeko fácilmente, gracias a las indicaciones que me dieron en el hotel Simbad y pude solicitar, que no conseguir, el visado uzbeko. El pronóstico mas optimista fue que tardaría una semana en estar listo, de manera que estaba condenado a volver a Estambul una semana después.

Sin más remedio que la espera, pues intentar ablandar las exigencias de un funcionario uzbeko puede ser misión imposible, decidí que viajaría unos días por el mar Egeo y que volvería a Estambul únicamente para hacerme con el visado y nada más.

Mi primer destino fue Izmir (Smirna), no precisamente por el interés que pueda tener esta ciudad sino porque se encuentra muy cerca de la pequeña población de Selçuk, donde empecé a escribir este artículo (... hace ya varios días, pues me toca escribir en retrospectiva). Por cierto, tuve que pernoctar en la propia Izmir, en un tugurio de hotel que me sirvió de entrenamiento para cuando tenga que descansar eternamente mis despojos en un nicho de algún cementerio. Eso sí, en mi lápida no llamará nadie para ver si deseo contratar los servicios de alguna prostituta o los remedios de algún "farmaceútico" ambulante. Al menos entraba algo de luz de la farola que había justo en el exterior de la pequena ventana de mi habitáculo, lo cual me permitió usar el remedio de la lectura como sofnífero para conciliar el sueño.

Antes de dormir salí a dar un paseo por las calles viejas de Izmir. Me sorprendió lo animadas que estaban, con la mayoría de comercios todavía abiertos a pesar de que eran más de las 12 de la noche. Y también pude apreciar la gran cantidad de negros que había por las calles, casi más que turcos. Más tarde supe que casi todos son nigerianos que vienen con un visado de estudios del que no hacen uso mas que para justificar su estancia en el país. La realidad es que la mayoría acaban dedicandose al tráfico de drogas o a la prostitución.

Al día seguiente llegué por fin a Selçuk, donde se encuentra uno de los principales tesoros de Turquía: Efeso. Se trata de una ciudad de origen griego que prosperó bajo el dominio del Imperio Romano sobre la provincia de Asia (la actual Turquía). Un ejemplo de la relevancia que evoca este lugar para la nación turca es el hecho de que de nombre a la principal (y única?) marca de cerveza turca: Efes Pilsen.

En Efeso, situado a unos dos km de Selcuk, pasé la tarde paseando por sus desgastadas pero firmes calles, oteando el lugar por encima de las cabezas de decenas de turistas asiáticos que acrivillaban las nobles ruinas de la ciudad con sus cámaras fotográficas de última generación. Es curioso observarlos aquí, posando para la foto de manera aleatoria, sin ningún criterio de encuadre fotográfico que produzca un recuerdo inequívoco del lugar en el que están. Al ver sus fotos, uno podría decir que están sacadas en Efeso, en el castillo de Sagunto o, al caso, en Port Aventura.



Finalmente, el mejor recuerdo que me llevo de mi visita a Selcuk es la paz y el sosiego que encontré en esta pequeña ciudad. Gracias a que era temporada baja, pude disfrutar de la conversación con los camareros mientras saboreaba deliciosos iskander kababs y musakas. Además, la pensión en la que me hospedé, Barum Pansiyon, es una de esas casitas acogedoras y familiares en las que el tiempo pasa despacio, muy despacio.

Antes de volver a Estambul, decidí probar suerte en otro enclave costeño, en este caso la pequeña población de Ayvalik, con fuerte impronta griega y cuya vecina aldea de la isla de Cunda no puede ser más pintoresca. Aquí hice mi primer ensayo de baño en la playa, aunque se me quitaron las ganas al recibir la inesperada compañía de un gato muerto flotando silenciolsamente en las aguas ribereñas del mar Egeo.

Al día siguiente tomé el autobús a Estambul y, en el largo recorrido, me sorprendí por la algarabía y la fiesta que se organizaba en cada una de las estaciones de autobús por las que pasábamos. Se trataba del día en que los nuevos reclutas del ejército abandonaban sus hogares para unirse a las filas del ejercito nacional y todos ellos recibían el último adios de cada uno de sus conocidos y familiares, en medio de un enorme extasis colectivo y de un tremendo fervor patriótico, con banderas turcas ondeando por todos los sitios y bengalas encendidas a modo de hinchada radical de un equipo de futbol.

Esto por supuesto ralentizó mucho mi acercamiento a la vieja Constantinopla, pero sin duda, lo que más retraso me ocasionó fue el abandono del que fui objeto por parte del chófer de mi autobús, aprovechando una escapada que hice para orinar en los modernos servicios de la estación de autobuses de Bursa. Aun recuerdo la figura del autobús poniendo rumbo a Estambul mientras yo corría tanto como podía para llamar la atención de sus ocupantes. No sirvió de nada. Acabe siendo abandonado y desposeido de mi apreciada mochila, mi hatillo particular que ha de proveerme de todo cuanto necesite en este divagar por el mundo.

Tuve que montar un gran escándalo en la estación de autobuses de Bursa para que me metieran en otro autobús con destino a Estambul y para que se asegurasen de que mi mochila sería guardada bajo llave hasta que yo llegara. Esto, claro esta, con gestos y señas, porque los turcos con los que traté no sabían ni contar hasta cinco en inglés.

Estambul me recibió de nuevo... y de nuevo me recibió con su vestido de noche. Por suerte, al llegar a la estación de autobuses, mi mochila estaba esperandome en una oscura habitación a la que fui guiado por un ex-sargento del ejército al que di las gracias. Hablamos un poco y me dijo que había prestado servicio en Van, en el este de Turquía. Le pregunté si le gustaba aquel lugar y fue tajante. "No, no me parece nada interesante. Hace frío y hay muchos kurdos".

No me hizo cambiar de idea. Al día siguiente el este sería mi destino.

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