4. Welcome to Irak (I)

3 de junio, Erbil, Irak


Esta mañana he sido despertado de un profundo sueño por los ladridos de uno de los dos perros que viven en el apartamento en el que hemos pasado la noche. Hubiera estrangulado lentamente al chucho si no hubiera sido porque, aparte de ser el amo de la casa de facto, es el ojito derecho de Barna, la amable profesora de inglés que nos ha invitado a dormir en su salón, después de que el día anterior hubiéramos estado un buen rato paseando con nuestras mochilas por las calles de Sirnak sin poder encontrar ningún hotel. Sospecho que el perro que me ha despertado es el mismo que anoche, justo antes de echarme a dormir, decidiera que el sofá debía ser perfumado con eau de pis, dejando bien claro quien era el propietario de mi lecho temporal. En ese momento, con el cansancio del largo viaje, poco me importó la incontinencia de la inmunda bestia. Sin embargo, esta mañana, con sus ladridos, reconozco haber sentido odio hacia ese bicho pulgoso.

Es duro despertarse así, pero hay algo en mi ánimo que amplifica cualquier estímulo que recibo. Siento un conato de ansiedad que debo reprimir con suave meditación. De pronto necesito espacio y tiempo, y enseguida compruebo que no dispongo ni de lo uno ni de lo otro. Debo asumir que en breves minutos un taxi vendrá a recogernos. Mihal y Manuel, mis compañeros de viaje en la ultima semana, tomarán un autobús en la plaza del pueblo con destino a Hakkari, en el este de Turquía, y yo tomaré un minibús con destino a Silopi, la pequeña población desde la que todo lo que va hacia el sur va directamente a Irak.

Cruzar la línea que separa Turquía de Irak no ha sido una decisión fácil, y no la he tomado hasta disponer de cierta información relevante. La gente me dice que es relativamente seguro, siempre y cuando no vaya a las ciudades de Mosul y Kirkuk, ni a ninguna otra más al sur de estas dos; en definitiva, que me quede en el Kurdistán Iraquí controlado por los Peshmerga, milicianos kurdos. Aquí es donde se puede disfrutar de cierta sensación de seguridad a pesar de ser extranjero, pues al menos en esta región los occidentales no son objetivo fácil de la resistencia iraquí o de las bandas insurgentes que operan más al sur.

Sin embargo, justo la noche anterior, mientras tomábamos unas cervezas en casa de Barna en compañía de su amigo kurdo Illa, éste me llena de dudas. Cuando yo pensaba que la ciudad de Duhok, en el norte de Irak, es una zona transitable, él me indica que no es recomendable permanecer allí, pues se rumorea que el PKK ha instalado en este lugar su cuartel general temporalmente, desde el que pretende intensificar sus acciones contra el ejército turco, habitualmente hostigado por este grupo armado. Sin embargo, no puedo renunciar a pasar por allí si quiero ir más al sur, a Erbil y a Suleymaniyah. En cualquier caso, la decisión está tomada y la sonrisa de Illa al hablar en estos términos no me provoca mas que deseos de encontrarme pronto allí, para comprobarlo por mí mismo. Después de todo, ¿qué debo de temer del PKK? No forman parte de ninguna cruzada antioccidental y su principal enemigo es el gobierno turco. Con estas elucubraciones mentales me tranquilizo.

La realidad es que en esta región están ocurriendo cosas que pueden centrar la atención del mundo entero dentro de poco tiempo, en mayor medida incluso que la situación global en Irak. Se trata de una zona muy sensible de Oriente Medio, ya que concierne enormemente a otros países como Turquía, Irán o Siria, que hasta ahora han mantenido una posición relativamente discreta (al menos en cuanto acciones emprendidas se trata) con respecto al conflicto iraquí. Sin embargo, el gobierno de Turquía está comenzando a levantar la voz y a hacer recriminaciones a las fuerzas de la coalición por la enorme capacidad de autonomía que están otorgando al Kurdistán irakí, el cual podría convertirse en un estado independiente cuando acabe la intervención, con el beneplácito de los EEUU y del gobierno títere de Irak. Quizás por este motivo se están empezando a ver signos de violencia contra esta región.

Esta visita, más que ninguna otra que he hecho durante este viaje, está impregnada de una fuerte carga de momentum. De hecho, estoy corriendo un grave riesgo de, cuando menos, quedarme bloqueado en el interior de Irak si, como parece que va a suceder, Turquía decidiera cerrar su frontera con Irak. En una situación así, mis posibilidades de abandonar Irak se reducirían mucho y se encarecerían más todavía, pues mi única vía de escape sería tomar un avión desde Erbil o Bagdad, algo que mucha otra gente querría hacer al mismo tiempo.

Es casi medio día y estoy en Silopi. Intento ver el lado positivo de mi situación en cada instante, y ahora me congratulo por no haber perdido mucho tiempo al abandonar Sirnak. Despedirse de mis compañeros de viaje ha sido triste pero me ha dejado un saco lleno de buenos recuerdos. Hace un calor sofocante, pero me he provisto de agua en abundancia. La última etapa en Turquía consiste en desplazarse en otro pequeño minibús desde Silopi hasta el puesto fronterizo, que en el lado turco se llama Habur. Y ahí llego finalmente, después de media hora de lento recorrido.

La hilera de camiones apostados en uno de los carriles de entrada es kilométrica y la mayoría habrán de pasar la noche esperando para llegar al otro lado. Sin embargo, no hay ningún coche, y por desgracia, los guardias turcos me dicen que si quiero salir de Turquía y entrar en Irak tiene que ser a bordo de un coche. Me sugieren que espere, ya que debe de aparecer un taxi en algún momento, pues hay un cártel de taxistas especializados en atravesar la frontera, así que decido quedarme a esperar a que aparezca uno. El sol está en su punto más alto y las rejas del complejo fronterizo no me proveen mas que de unos palmos de sombra, por lo que debo pegarme a ellas para no ser abrasado por el astro rey, a quien mi situación poco parece importar. Finalmente, los aburridos guardias, tras preguntar mi nacionalidad (como es habitual por estas tierras antes de que alguien tenga una iniciativa hacia ti), me invitan a sentarme con ellos a la sombra y me ofrecen agua fresca. Después de todo, soy su único entretenimiento. Por supuesto, nuestra devaluada conversación gira en torno a los equipos de futbol españoles, sobre todo al Real Madrid.

Finalmente aparece un taxi, pero éste va cargado ya con cuatro personas. Maldición! tal vez haya sido un error no buscar taxi en Silopi, en lugar de tomar el minibús, el cual, después de todo, no tiene como objetivo llevar a nadie a la frontera, sino transportar a la gente que trabaja dando avituallamiento a los pacientes camioneros. Esto explica porqué he sido el único en bajarme al final del trayecto. Pero soy afortunado. Mi confraternización con los acartonados guardias unos minutos antes les ha puesto de mi lado y, en un acceso de autoritarismo, obligan al taxista a que me embuta en su crujiente taxi, un Renault 12. Y comienza el baile.

El taxista me pide el pasaporte y 20 liras turcas (unos 12 euros). Con esto tendrá suficiente para cobrarse mi trayecto y para "recompensar" la agilidad de los funcionarios fronterizos. De hecho, sabe lo que hace, pues al principio parece ir todo muy rápido y obtengo el sello de salida de Turquía con gran facilidad. Pero la cosa se complica cuando en el último puesto turco, desplegado por militares, requieren mi pasaporte. El soldado raso que lo recibe lo ojea detenidamente y lo hace llegar a un superior. Este, indignado por mi decisión de cruzar a Irak, donde tendré toda libertad para mezclarme con sus enemigos kurdos, me interroga a fondo. Finalmente, me pregunta cual es el motivo que me lleva a Irak y no se me ocurre otra expresión más inocente que "turista". "¡¡¿Qué?!!, ¡¡¿Turista?!!" "¡¡¿Qué vas a ver allí?!!" me pregunta gritando a viva voz. "Pues viejas ciudades, montañas y algún río" le contesto en tono conciliador. "¡¡¿Y no hay nada de esto en Turquía?!!" me replica haciendo de la coherencia su caballo de batalla. Entonces, le doy más detalles de mi viaje y le digo que intento visitar todo tipo de lugares y que en Irak me gustaría conocer algunos sitios concretos, como Erbil. En todo momento tengo la delicadeza de no mencionar la palabra kurdo o Kurdistán, lo cual comprometería demasiado mi viaje. Finalmente, no tiene más remedio que devolverme el pasaporte y dejarme pasar. Mis compañeros de taxi, que han sido testigos del interrogatorio, me miran con gestos de apoyo y de comprensión al retornar al interior del vehículo. De alguna forma, pienso que me he ganado su respeto.



Llegamos al lado irakí, a escasos 500 metros del confín turco. La situación se vuelve sorprendentemente relajada. Soy cuestionado amablemente por los motivos de mi viaje y por mi situación laboral, etc. Naturalmente les digo que sigo trabajando pero que he tomado unas semanas de vacaciones para viajar por oriente medio. Decirles que actualmente no trabajo para ninguna empresa también me haría sospechoso. El oficial que me atiende, como no podía ser de otra forma, se interesa por mi equipo de futbol favorito, y aunque el futbol de hoy en día me interesa tanto como las casas de muñecas, le digo que yo soy seguidor del equipo de mi ciudad, del Valencia. Se lo digo para que vea que puedo aportar novedades a sus conocimientos futbolísticos, pues aunque por aquí todos se consideran muy aficionados al futbol español, raro es aquel que conoce otro equipo que no sea el Madrid o el Barcelona. Esto le parece interesante y acabamos hablando de grandes jugadores, así que acabo por decirle que kempes fue el mejor. Mejor incluso que Maradona. Inmediatamente estampa el visado en mi pasaporte y me da la bienvenida a su país.

De nuevo todos al coche, como en el juego de la silla, solo que por respeto a mis compañeros, que tanto han tenido que esperar por mi culpa, decido sentarme compartiendo asiento con el copiloto. Queda un último trance y de nuevo soy yo el que debo separarme del grupo. El jefe de la oficina fronteriza de la Agencia de Seguridad de la Región del Kurdistán quiere hablar conmigo. Soy invitado a sentarme en un sala en la que se encuentran el oficial jefe, un militar con un uniforme réplica de los que utiliza el ejército americano y en cuyo hombro se lee "special forces" y otro vestido de paisano que habla buen inglés. Me ofrecen té y me piden que me acomode y que no me preocupe por mis compañeros, pues ellos ya se están buscando su propio transporte a sus destinos. El interrogatorio se repite, de nuevo con sencillez y amabilidad, pero en este caso tomando muchas notas, transcribiendo todo lo que digo, como en una declaración ante un juez. Es importante no contradecirse, así que soy franco. Finalmente, me piden que tenga cuidado y me dan un número de teléfono por si necesito ayuda. Su verdadero interés es que no me ocurra nada malo en su país.


Al salir de allí ya estoy en territorio irakí y tengo que buscarme la vida. Aún no es tarde y eso me da tranquilidad, pero he de encontrar la forma de ir a Duhok, a unos 60 kilómetros. Ya estaba advertido de que estos trayectos entre ciudades se deben hacer en taxi, pues no hay autobuses de larga distancia, pero de nuevo debo pensar como viajero roñoso y encontrar la forma de que esto me cueste lo menos posible, que en cualquier caso será bastante dinero. Lo ideal es encontrar un taxi compartido con más pasajeros, pero al llegar al puesto de los taxis, la única persona que hay esperando a ser transportado es Erkan, un turco que precisamente venía conmigo en el taxi transfronterizo. El va directamente a Erbil, a unas cuatro horas de camino y me sugiere, con gestos, que vaya yo también y así podemos compartir gastos, nada menos que 45 dólares por persona. El taxista nos convence de que no está dispuesto a bajar el precio un solo céntimo, pero aún así, acepto la propuesta. De todas formas, como tengo que volver a Turquía, siempre puedo visitar Duhok a la vuelta.

El taxi, un moderno toyota, se incorpora a la carretera y a los pocos segundos la quinta marcha hace coger gran velocidad al vehículo. La carretera no está en muy mal estado, pero la aguja del velocímetro no deja de moverse de izquierda a derecha con firmeza y cuando quiero darme cuenta nos desplazamos vertiginosamente a 180 Km/h por un paisaje plano y árido. Todo lo que se pone en medio de nuestra trayectoria es esquivado con pericia por nuestro taxista, quien no deja de hablar tranquilamente por su teléfono móvil. Desde mi asiento de copiloto lanzo una mirada de sobresalto al otro pasajero, el turco, pero éste parece demasiado acostumbrado y se limita a perder su mirada en el infinito. A medio camino hacemos una parada en un chiringuito en medio de la nada. Al bajar del coche el aire caliente se abalanza sobre mí como una ardiente jauría de pirañas. El bochorno es impresionante, mucho peor que el calor experimentado en Turquía, así que corro a refugiarme en la sombra y allí tomo un té, acompañado de Erkan. El hombre se esfuerza en hacerme conocer su oficio y acabo por entender que se dedica a poner baldosas en el suelo del aeropuerto de Erbil; Aunque lo mismo me ha dicho que da cursos de tricotaje, pero qué importa. Lo bueno es que tratamos de comunicarnos.

Cuando nos disponemos a volver a la carretera, una figura humana se materializa al lado del coche repentinamente. No tengo la menor idea de donde ha salido, pero el taxista lo presenta como su hermano y nos indica que será él quien nos lleve hasta Erbil. Al observar al sujeto me alegro de juzgarlo más responsable que su hermano, pues parece más mayor, mejor vestido y tiene una mirada serena que me hace pensar que su forma de conducir será mucho más relajada. Sin embargo, un minuto después, el destino -o la voluntad de Alá, como se suele decir por aquí-, me sorprende en medio de tres enormes camiones que circulan en direcciones opuestas haciendo rugir sus bocinas. El único gesto del conductor es una ligera mueca de apuro, pero no levanta el pie del acelerador.

A lo largo de todo el trayecto los controles de los peshmerga kurdos han sido continuos, cada 20 kilómetros más o menos, pero al llegar a las inmediaciones de Mosul, el panorama cambia y puedo apreciar con claridad que los militares del puesto de control en el que somos detenidos son árabes iraquíes. Sus banderas nacionales así lo indican. Su aspecto es mucho más desaliñado y descuidado, mezclando ropa militar con ropa vieja o deportiva. Además, llevan las armas desenfundadas y balancean los kalashnikov con descuido y ligereza. Incluso los lugareños que viven al lado del puesto de control van armados con rifles de asalto. La tensión crece en el interior del taxi y deseo con todas mis fuerzas que mi pasaporte no sea requerido esta vez, como viene ocurriendo el 50% de las ocasiones a lo largo del recorrido. Por suerte, mi aspecto y mi rostro, en el que fuerzo un semblante de paleto hirsuto mientras el agente husmea en el interior del vehículo, no le han debido de parecer occidentales o sospechosos, por lo que nos permite continuar la marcha. En adelante, de nuevo los controles son llevados a cabo por peshmerga, los cuales en una ocasión me hacen vaciar por completo mi mochila. Pero no me preocupa demasiado. Estos agentes no representan peligro para mí, más bien todo lo contrario.

Por fin llegamos a Erbil y nuestro primer destino es un descampado a las afueras en el que se están construyendo unas enormes trincheras para proteger el aeropuerto. Es un lugar ideal para una emboscada, así que mi tranquilidad vuelve a ser azuzada. Sin embargo, sólo hemos venido aquí para esperar a que los amigos o compañeros de Erkan, el turco, vengan a recogerlo, lo cual ocurre después de un par de llamadas telefónicas. Finalmente, éste se despide y el taxista me conduce al centro de la ciudad, donde me ayuda a encontrar un taxi local que me lleve a un hotel.
En medio del barullo de una ciudad que vive en la calle soy conducido al hotel Qandeel. Al llegar a la recepción, lo primero que llama mi atención es un grotesco colage fotográfico colgado de la pared que ilustra los sonrientes rostros del presidente iraquí, Jalal Talabani, el presidente del kurdistán, Barzani, y en la parte inferior las famosas caras de George Bush y Tony Blair. En medio de los cuatro, un afinado reloj marca las horas de estos nuevos tiempos. Por desgracia, me indican que no tienen habitaciones disponibles, algo que no me extraña, pues al estar justo en medio del bazar de la ciudad, el hotel debe de ser muy popular con los mercaderes. La situación no me gusta mucho, ya que ahora tendré que buscar otro hotel, no sé muy bien donde, y con el sol ocultándose en el horizonte, desentendiéndose de mí una vez más. En el hotel Qandeel me hacen indicaciones de que hay más hoteles alrededor, así que les suplico que me permitan dejar la mochila a su cuidado durante el tiempo que dure mi búsqueda. Finalmente doy con el Hotel Ali, en un extremo del bazar, en el cual tienen habitaciones disponibles, así que reservo una, vuelvo a por mi mochila al hotel Qandeel y paseo ésta por todo el hervidero humano del centro de la ciudad hasta que, finalmente, llego de nuevo al hotel Ali, donde soy conducido a una celda con aire acondicionado y televisión.


Antes de que se apague el sol doy un paseo por el centro de la ciudad, coronado majestuosamente por una compacta ciudadela que se alza en lo alto de una colina tan perfectamente circular que parece artificial. Es como un gran flan plantado en el epicentro de una urbe plana. Sin embargo, decido que no es momento para visitarla y lo dejo para el día siguiente. Cuando regreso al hotel no hay luz. El recepcionista me hace gestos de que no puede hacer nada ya que es un corte general, haciéndome entender que es mejor que me vaya acostumbrando. Cuando finalmente vuelve el suministro eléctrico, me sorprendo al comprobar que en el hotel disponen de canal satélite y aprovecho para ver si hay alguna novedad con respecto a la tensa situación que se vive en este momento. La BBC muestra unas imágenes de ese mismo día en el que unos tanques turcos descargan un arsenal contra una colina fronteriza, con el objeto de intimidar a la milicia kurda. Mis temores sobre el posible cierre de la frontera se acrecientan, así que decido dormir para olvidar y espero a que el nuevo día en Erbil me llene de energía.

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