3. Anatolia: la Historia del Hombre

2 de junio de 2007, Sirnak, Turquía


A la mañana siguiente de mi regreso a Estambul fui a ver a mis "amigos" del consulado uzbeko, con la esperanza de que habrían hecho sus deberes y tendrían preparado el ansiado visado para entrar en su país. Al llegar, me encontré con la desagradable sorpresa de que no tenían listo el dichoso documento, alegando que no habían recibido la invitación desde el Ministerio del Interior de Uzbekistan, pero sin hacer ningún esfuerzo por disimular que realmente no habían movido un dedo. Con cara de póker, inquirí al señor Johangir (pues así se hacía llamar el fulano que me atendió) por qué motivo no tenían la invitación después de tanto tiempo, pero la explicación consistió en un abrupto conglomerado de vocablos cuyo significado no alcancé a comprender y que me hicieron cambiar de estrategia: no más preguntas. Le dije directamente que necesitaba el visado ese día ya que esa misma noche partía en autobús hacia Cappadocia, así que tenían que hacer algo. Y me quedé impertérrito, ocupando todo el mostrador y mirando a los ojos de aquel descendiente de alguna horda mongola, esperando una reacción. Alguna tecla debí tocar, pues hubo una respuesta esperanzadora. "Pase por aquí a las cinco de la tarde", me dijo mientras tomaba unas notas con su bolígrafo, bajando su mirada y despachándome con un ejemplar alarde de indiferencia.

En el fondo sabía que a las cinco de la tarde tendría el visado, pues el Sr. Johangir no tenía más que reclamar la dichosa invitación a la capital, Tashkent, y a los pocos minutos esta llegaría por fax (después de todo, los 80 dólares que cuesta el puñetero visado exigen un mínimo de eficacia), pero aún quedaba la duda. Permanecí esperando medio día en los alrededores del consulado, situado en el agradable barrio de Istinye, a orillas del Bósforo. Desde la parte europea de Estambul, y de Turquía, aguardé pacientemente contemplando ante mí, a escasos kilómetros, nada menos que el tentáculo más occidental del continente asiático: Anatolia.

Anatolia es la parte asiática de Turquía, y además es uno de los lugares de la tierra con una historia más larga y fructífera. Pueblos, civilizaciones e imperios de todas las épocas han pasado por aquí dejando un patrimonio arqueológico y cultural sin igual en ninguna otra parte del mundo. Este lugar es un gran pastel de historia en el que las distintas edades del hombre se superponen como deliciosas capas de rico pasado.

Al fin llegaron las cinco y pude recibir de manos del funcionario Johangir mi pasaporte con la "licencia" para entrar en Uzbekistan, pero con todo el papeleo y las esperas en el mostrador, se hizo muy tarde como para que pudiera tomar el autobús con destino a Cappadocia esa misma noche, así que no tuve más remedio que pernoctar una vez más en el Hostel Simbad. Esto me dio la oportunidad de hablar amistosamente con el recepcionista del albergue, Ertan, quien me confesó su origen búlgaro. Ertan es uno de los muchos turcos nacidos en países europeos del este, dentro de comunidades turcas que quedaron huérfanas del gran imperio Otomano cuando este quedó reducido a la actual Turquía, en el primer cuarto del siglo XX. Ahora, casualidades del destino, su pasaporte búlgaro le otorga el privilegio de considerarse ciudadano europeo y por tanto emigrar a cualquier país de la Unión Europea. Ertan tiene previsto emigrar a Alemania donde, al igual que otros muchos turcos, tiene familiares.

Al día siguiente, por fin pude tomar el autobús nocturno con destino a Cappadocia, concretamente al pequeño pueblo llamado Goreme. Allí disfruté de tres días de sosiego y diversión. En el albergue donde me hospedé, el Travellers Cave Hotel -literalmente excavado en una de las montañas de Goreme- conocí a varios viajeros, entre ellos Can, un londinense de origen turco-chipriota que se dedica a invertir en bolsa y a esperar que sus dividendos le permitan continuar un día más viajando por el mundo, Mihal, una chica Israelí que había decidido aventurarse en solitario a descubrir toda Turquía y Manuel, un portugués errante de gira por Oriente Próximo. Con estos dos últimos estuve viajando varios días por el este de Turquía.

La principal atracción de Cappadocia son sus maravillosas formaciones rocosas de origen volcánico, simulando millares de chimeneas (así es como ellos las llaman) en las que cualquiera puede perforar su interior y construirse una acogedora morada. Esto es lo que han estado haciendo los habitantes de esta región durante milenios y, a día de hoy, las "chimeneas" habitables siguen siendo transferidas en herencia de generación en generación, tal y como nos contó Ali, el amigable propietario del café Safak, el cual solíamos frecuentar.



Este lugar también es destacable por su valor histórico, pues en esta zona es donde emergieron y prosperaron los Hattis, una gente de la Edad del Bronce que vivió aquí hace más de 4000 años. Construyeron ciudades subterráneas de hasta 8 niveles bajo tierra, como la ciudad de Derinkuyu, la cual tuve la oportunidad de visitar. No recomendaría a nadie que sufra de claustrofobia el adentrarse en las entrañas de la tierra por túneles por los que a duras penas pude escurrirme para pasar de un nivel a otro. Más tarde, estas mismas ciudades subterráneas fueron ocupadas por primitivas comunidades cristianas, que añadieron iglesias excavadas a más de 30 metros de profundidad.

En Goreme también dedicamos largas jornadas a pasear y a montar a caballo por los valles adyacentes, asombrándonos con las imposibles formas y colores que adoptaba el terreno conforme lo atravesábamos. De vuelta en el pueblo, solíamos ir a los cafés, pasando la tarde dialogando con turistas y gente local. Entre otras cosas, en Goreme pude aprender a jugar a la "Tavla" (Backgamon) -que parece ser el juego de mesa más popular en Turquía- instruido por el maestro local, Mehmet.

Al final, la tranquilidad de Goreme, con sus interminables sesiones de "tavla" comenzó a convertirse en una cotidianidad que llegó a hacerse incómoda, por lo que, en compañía de Mihal y Manuel, puse rumbo de nuevo al este. La sagrada ciudad de Urfa (Sanliurfa para los turcos y Edessa para los antiguos romanos y cristianos) sería nuestro siguiente destino.

De nuevo tomamos un autobús nocturno, y al llegar allí por la mañana, supimos de inmediato que estábamos visitando una Turquía diferente, muy alejada de los circuitos turísticos pero, sin embargo, cargada de historia y humanidad. Lo primero que notamos fue un bochornoso calor, provocado por los cálidos vientos provenientes de las planicies de Mesopotamia. Por otra parte, el paisaje humano era completamente diferente a lo que se puede ver en Estambul o en el oeste de Turquía en general. Aquí hay una colorida mescolanza de gentes de oriente medio, sobre todo kurdos y árabes, mezclados con turcos y, en menor medida, armenios. Este pastiche humano se hace notar en cualquier ámbito; en el comercio, en la vestimenta -con los kurdos luciendo turbantes violetas- y sobre todo, en el ritmo de vida, mucho mas relajado.

Si hay una cosa, por encima de todo, que hace famosa a Urfa, es que éste es el lugar donde nació nada menos que el profeta Abraham, el padre de la fe judía, cristiana y musulmana al mismo tiempo. Además, Urfa fue la capital del primer reino cristiano de la Historia, Edessa, convertido por la devoción de su rey a los predicamentos de Jesucristo, con quien llegó a estar en contacto por correspondencia.

Lo primero que visitamos fue el monte donde Abraham fue objeto de un milagro sin precedentes. Cuando iba a ser quemado en una hoguera por mandato del rey Nimrod, Dios obró la providencia de convertir el fuego en agua y las ascuas en peces. Además, propulsó a Abraham por encima de las cabezas de los asombrados lugareños hasta la falda del monte, donde pudo estar a salvo. Hoy, para conmemorar tamaño acto divino, se alzan dos enormes columnas en lo alto del monte, y justo en el lugar donde -según la leyenda- fue a parar Abraham al ser lanzado a modo de hombre bala, hay un delicioso parque con un sereno estanque en el que aún se encuentran los peces en los que se convirtieron las ascuas de la hoguera. Es tradición para los musulmanes de los alrededores venir aquí a dar de comer a los peces, a los que se considera criaturas sagradas (si viniera aquí el Capitán Pescanova con sus redes, acabaría siendo lapidado), con lo que el tamaño de algunos de ellos se asemeja al de un atún de aguas frías. La verdad es que es un poco desagradable observarlos aquí, apelotonándose y arremolinándose unos por encima de los otros en torno a las virutas de alimento que les ofrecen los fieles. Parecen cocodrilos del Nilo disputándose los despojos de una incauta presa.

Más tarde fuimos a visitar el lugar exacto en el que el Profeta fue traído al mundo. Se trata de una pequeña y oscura cueva, mas pequeña incluso que el pesebre en el que debió nacer Jesucristo, pues en este al menos cabían, además de María y José, un burro y una vaca. Para visitarla, algo que hacen cientos de peregrinos a diario, hay que descalzarse e improvisar un respetuoso rictus de transcendencia en el rostro. Se debe acceder a la pequeña oquedad de frente y salir de espaldas y agachado, para no desnucarse con el umbral de la morada, y de paso, para forzar un gesto de sumisión a la santidad de Abraham. Dentro no hay espacio mas que para tres o cuatro almas, de manera que la visita ha de ser veloz.


El resto del día lo dedicamos a pasear por el enorme y laberíntico bazar y, cómo no, a jugar al tavla mientras bebíamos té. Por la tarde decidimos acudir a un "hamam", o baño turco, en el que fuimos atendidos estupendamente y donde pudimos aliviar nuestros cansados músculos. Sorprendentemente, Mihal, la chica israelí -que por supuesto no desvelaba su nacionalidad y, si era preguntada, decía que era francesa- recibió el masaje por un hombre y, además, en la misma sala destinada a los baños para hombres. Esto fue tan anecdótico que cuando lo contábamos después a los turcos o kurdos, estos no podían creérselo.

Por la noche buscamos con éxito un bar donde vendían cerveza que nos había sido comentado por nuestro amigo turco-chipriota Can, de quien nos habíamos separado en Goreme y que había estado en Urfa con anterioridad. Una vez allí descubrimos que el propietario era un amable kurdo, Hakki, con quien seguimos perfeccionando nuestra maestría en el juego del tavla, hasta tal punto que Manuel, el portugués, llegó a ganar una partida al señor Hakki.

Pero no hay descanso. Al día siguiente, temprano, fuimos a la estación de autobuses con el objetivo de tomar uno con destino a Mardin que, como no podía ser de otra forma, se encuentra más al este, a unos 200 Km. Esta pequeña ciudad también nos fue recomendada por nuestro amigo chino-andorrano... perdón, turco-chipriota Can. Y resultó ser una gran sorpresa, una auténtica joya de ciudad.

Por otro lado, esta sería probablemente la ciudad en la que me separaría de mis efímeros compañeros de viaje, pues mi camino había de tomar un repentino giro hacia el sur, mientras que ellos dos seguirían viajando unos días más hacia el este. Pero eso es otra historia.

Una vez en Mardin nos encontramos con el problema de que no había prácticamente hoteles, sólo un par de ellos, muy caros, y una cloaca que descartamos al ver su lamentable estado. Con las mochilas a la espalda, salimos a buscar aposento donde dormir, pero nos fue imposible así que decidimos preguntar en la policía, con la esperanza de que ellos conocieran algún lugar aceptable. Por "suerte" nos topamos con Suleyman, un policía que se presentó como "tourist police", sencillamente porque chapurreaba inglés y porque estaba decidido a rescatarnos de nuestro mendizaje. Sin embargo, lo único que comprobamos era que su estado mental distaba mucho de lo que se entiende por cordura. Nos enseñó su flamante navaja automática y bromeó con cortarnos a trocitos y cocinarnos a fuego lento si éramos malos. También sacó su pistola y nos apuntó mientras espetaba sonoras risillas infantiles, poniendo cara de niño travieso y adquiriendo un semblante rojizo y maligno, con unas gotas de sudor campeando por su frente. Mihal y yo -pues Manuel se había quedado en una tetería cuidando las mochilas- nos mirábamos estupefactos, pero siguiéndole el juego al trastornado con el que estábamos hablando pues, al fin y al cabo, era nuestra única ayuda. Sin embargo, después de varias llamadas, lo único que pudo encontrar Suleyman fue un hotel más bien caro y muy alejado del centro, por lo que no tuvimos más remedio que ir a la cloaca que habíamos descartado solo una hora antes, el Hotel Bashak, y rogarles que nos dejaran dormir allí. Afortunadamente, pusieron a un lado su herido orgullo y nos aceptaron como clientes.

Si en algo tuvimos suerte con nuestra visita a Mardin fue que coincidió con la celebración del festival de cine de la ciudad, el SineMardin Filmi Festival, una especie de experimento romántico puesto en marcha por las autoridades locales con el objetivo de promocionar la ciudad y sus alrededores. No en vano, Mardin ofrece una escenario de valor incalculable por sus edificios históricos, su posición elevada sobre la planicie mesopotámica de Siria y una gente realmente cálida y hospitalaria.

Mardin ocupa un posición en la montaña que la convierte en un privilegiado balcón en el que la mirada se pierde en un infinito trigal plano como el océano. A medio camino entre las confluencias del Tigris y el Eúfrates, la ciudad se alza exultante, adquiriendo una nobleza cargada de una intensa atmósfera épica. A unos pocos kilómetros, se pueden divisar pequeños pueblos kurdos de Siria, que por la noche se iluminan como barcos en el mar, inmóviles en una inmensidad de polvo y de historia. Desde Mardin se puede contemplar, como desde ningún otro sitio, Mesopotamia, el trozo de tierra en el que el Hombre decidió quedarse a vivir, hace más de 10.000 años.

Al ver que el festival de cine se inauguraba el mismo día que llegamos, el 1 de junio, pensamos que tal vez podríamos ser invitados al "cocktail" de bienvenida, así que, sin nada que perder (salvo la vida, si éramos malos) le preguntamos a Suleyman, el poli, si podría colarnos en el acto. Enseguida se puso manos a la obra, y haciendo uso de su estatus de autoridad local, nos guió al edificio donde se preparaban para el evento. Tras unas cuantas sesudas preguntas, consiguió conocer quiénes eran los organizadores. Nos atendió una estirada mujer de Estambul que estaba acompañada de una traductora. En principio nos dijo que el cocktail era un evento privado y que las invitaciones ya estaban dadas, así que no podía hacer nada. Pero entonces Suleyman empezó a hablarles en turco de una manera bastante efusiva y pudimos apreciar cómo sus rostros empezaban a palidecer y sus mandíbulas a descolgarse. En cualquier caso, mientras esto ocurría, entró en la sala una joven francesa, Mitre, que vivía en Mardin desde hacía un año y estaba casada con un kurdo local. Nos dijo que de momento trabajaba para el Ministerio de Cultura de manera ilegal (!!!) y que tenía cierta responsabilidad en la organización del festival, en lo referente a publicidad y promoción. Nada más decirle que nos gustaría asistir al cocktail, sacó de su bolso una enorme invitación que nos entregó encantada. Nos dijo que nos veríamos por la tarde y que estaríamos con ella y con su marido, en un lugar de honor.

Dejamos a Suleyman hablando con las dos brujas y nos fuimos a ver la ciudad y después a descansar. Tras acicalarnos como buenamente pudimos (pues en una mochila no suele haber sitio para un smocking), intentando no tocar las mohosas paredes del cuarto de baño comunal del Hotel Bashak, acudimos a nuestra cita con la élite cinematográfica de Mardin.

La apertura del evento corrió a cargo de autoridades locales, que pronunciaron efusivos discursos y alabanzas a la ciudad, todo ello en turco, claro está. Pero allí estaba el marido de Mitre para traducirnos los pasajes más importantes. El ágape consistió en raciones de comida tradicional kurda -principalmente fritanga picante- y pepsicolas y fantas de buena cosecha como refrigerio. El colofón a los actos de inauguración lo puso un grupo de cantantes traídos de Estambul para la ocasión, cuya especialidad era el cante a viva voz, sin instrumento musical alguno; una especie de doo-up a lo otomano.

Concluido el cocktail de bienvenida, se dio por inaugurado el festival y se anunció la proyección de una película en la plaza del pueblo, donde se había dispuesto una gran pantalla de unos ocho metros cuadrados, apuntada desde unos treinta metros por un vetusto proyector de cine. En medio se habían colocado varias filas de sillas de plástico para que las ocuparan los habitantes de la ciudad, que en su parte vieja ofrece todo el aspecto de un pintoresco pueblecito medieval. Las dos primeras filas, sin embargo, fueron reservadas para los organizadores, invitados, periodistas, etc. Por supuesto nosotros nos sentamos allí, justo en el centro, en compañía de Mitre y su esposo. Detrás, una muchedumbre de lugareños curiosos e ilusionados iban ocupando todas las plazas, que resultaron insuficientes para acoger a toda la concurrencia, por lo que la gente empezó a buscarse la vida como podía, colgándose de los ventanales de edificios contiguos hasta llenar el lugar a rebosar. Al final, la plaza no podía parecerse más a las imágenes de la entrañable película Cinema Paradiso, en la que de alguna forma estaba inspirado el SineMardin Filmi Festival.

Tres, Dos, Uno... Y empezó la película. Nuestras esperanzas de disfrutar de un interesante largometraje quedaron aniquiladas al comprovar que se trataba de una cinta croata subtitulada en turco, pero insistí en que intentáramos seguir el argumento, aunque fuera durante un rato, pues no podíamos dejar el lugar nada más comenzada la película. En realidad parecía una historia interesante, construida alrededor de la vida de una mujer de hoy en día que perdió a su marido en la guerra de los Balcanes. Era, de hecho, fácil de seguir el argumento. La pobre mujer, sumida en un mar de tristeza, con una hija que no ha conocido a su padre, a la que oculta que en realidad fue violada, y sin dinero para seguir adelante. Al final se ve forzada a pedir trabajo en un local de alterne, donde acaba empleada como camarera.

En ese momento se dio una situación realmente cómica, pues en un lance de la película en el que la protagonista está hablando con una compañera del local que trabaja como prostituta, esta última se desabrocha la camisa repentinamente y se ofrece un primerísimo plano de dos enormes pechos femeninos que ocupan toda la pantalla, cada uno del tamaño de un Seat Ibiza, y tan blancos y luminosos que proyectaron una avalancha de luz sobre la audiencia. Parecía que una Vía Láctea en miniatura había pasado fugazmente por la plaza donde se agolpaba la multidud. El gesto de consternación de las veladas ancianas de Mardin al presenciar semejante exhibición de libertinaje fue algo difícil de olvidar... Tras una sonora exhalación de sorpresa, espetada al unísono por todos los espectadores locales, se produjo un silencio general, reforzado por un momento de muda interpretación en la pantalla, que para los organizadores debió parecer una eternidad, pues pude apreciar cómo se encojían en sus sillas y se lanzaban tímidas miradas de complicidad.

Después de todo, por mucha ilusión que traiga un evento popular como este, la gente de la calle sigue haciendo uso de unas costumbres extremadamente conservadoras, y aunque en esta parte de Turquía se pueden ver mujeres en manga corta y con el cabello suelto, la mayoría sigue haciendo uso de hábitos ancestrales y no toleran la exhibición de ciertas partes del cuerpo femenino... y menos aún de dos enormes tetas!

Aprovechando la algarabía en la que se convirtieron los minutos que siguieron a esta escena, nos despedimos de Mitre y de su marido y nos fuimos a una terraza a tomar unas cervezas y a preparar nuestro último día viajando juntos. Por cierto, a los pocos minutos de abandonar el improvisado cine empezó a llover con insistencia, con lo que nos reímos pensando en qué habría sido de la proyección de la película. Tal vez la lluvia llegó como fruto de las plegarias de las ancianas de Mardin, ante semejante muestra de libertinaje.

Entre risas, cerveza y tavla, decidimos que a la mañana siguiente partiríamos hacia Sirnak, un pequeño pueblo a unos 200 km más al este, donde nos separaríamos, ellos con destino al extremo este de Turquía y yo, hacia el sur. Hacia Irak.

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