41. Malasia, pura Asia

10 de junio de 2008, Singapur



Parece como si en todo relato de un gran viaje fuera de obligada costumbre utilizar, al menos en una ocasión, el término “caleidoscópico” para poner de relieve la variedad y diferenciación de culturas que conviven en determinado lugar. Se trata de un imaginativo vocablo, de origen griego, que se ha hecho universal como recurso narrativo y que la inmensa mayoría de la gente comprende con exactitud. Pues bien, en este punto de la narración de mi Viaje a las Antípodas, me toca por fin hacer uso de él, ya que dudo que haya otro adjetivo que sirva mejor para describir el mestizaje de gentes, tradiciones y nacionalidades que uno se encuentra cuando viaja por Malasia.

Desde Langkawi, en el norte, hasta la “porosa” frontera con su vecino rico del sur, Singapur, este país despliega una variedad de contrastes tan fabulosa y colorida, que al viajero que lo transita no le queda más remedio que aceptar como oportuno el popular slogan que las autoridades turísticas malayas eligieron, hace ya varios años, para promocionar su país al mundo entero: Malaysia, truly Asia; en español, “Malasia, verdaderamente Asia”, o como a mí me gusta traducir más libremente: “Malasia, pura Asia”. Se trata de un país que, tal vez por el corte islámico de su gobierno y de su etnia mayoritaria, la etnia malay, atrae muchos menos visitantes extranjeros que sus vecinos del norte, sobre todo Tailandia y Vietnam, pues a pesar de sus innegables encantos (entre los que destaca la que probablemente es la jungla más antigua del planeta), suele se considerado como uno de los países más aburridos del Sureste asiático... y es que la diversión es algo a lo que el visitante tipo de esta región de Asia no está normalmente dispuesto a renunciar.

Mi entrada en este país coincidía más o menos con el primer cumpleaños de mi viaje, pues llegué allí, procedente de Tailandia, el 10 de mayo de 2008, casi un año después del día en que salía por la puerta de casa de mis padres cargado con una mochila y con destino a la estación de RENFE de mi ciudad natal.



Cuando llegué a Malasia (por segunda vez en mi vida, pues ya la visité en el año 2005), la laringitis que fastidió mi paso por Tailandia estaba claramente en receso. Las bacterias que tanto habían prosperado en mi garganta eran ahora pasto fácil de mis recuperados anticuerpos defensivos, con lo que mi voz se empezaba a escuchar con aceptable claridad; siempre y cuando no abusara de ella (y nunca lo hago). Eso sí, necesitaba que mi interlocutor fuera paciente, y también en eso tuve suerte, pues ya en mi primer día en Malasia fui bendecido con la compañía de un entrañable individuo local. Se llamaba Ang y era un chino malayo con quien había estado en contacto mediante internet en los días previos. Las dos primeras noches en Penang, una isla del noroeste de Malasia, fui acogido en su casa, la cual compartía con un hombre hindú a quien mi presencia en su morada no parecía causar excesivo entusiasmo. “No te preocupes, no es algo personal. Sencillamente, solo le caen bien las mujeres”, me decía Ang cada vez que su compañero de casa pasaba por mi lado y me miraba con cara de perro.

Con este energético individuo pasé varios días descubriendo esta vibrante isla, ocupada en su mitad oriental por la ciudad de Georgetown, un antiguo enclave británico que se enriqueció gracias al comercio marítimo entre Europa y las famosas islas indonesias de las Especias. De un lado para otro, fuimos recorriendo sitios con los que sería difícil toparse si uno viajase solo o acompañado de una guía de viajes. Tal vez lo más “pintoresco” era el lugar elegido para nuestro encuentro cada una de las mañanas que pasé en la ciudad. Ang se empeñaba en que fuera a buscarlo al hotel de lujo en el que trabajaba. Se trataba de un hotel perteneciente a un mafioso chino que resultaba ser amigo personal suyo. El lujoso y relajante spa era el lugar donde esperaba a que Ang terminase su jornada laboral a medio día, y siguiendo ordenes suyas, siempre llegaba al menos una hora antes de la cita, para disfrutar así del yakuzi, de la suana, o de la piscina situada en el sexto piso del edificio. De allí partiríamos hacia sitios tan dispares como una sala clandestina de apuestas china, un centro de discapacitados mentales en el que los internos adoraban a mi nuevo amigo, o un comedor hindú en el que se podía jalar todo lo que uno quisiera (siempre comida vegetariana) y pagar solo un donativo voluntario. Mi nuevo compañero parecía tener amigos en los lugares más recónditos de Georgetown, y en todos ellos se me recibía con grandes atenciones, precisamente por ir acompañado de él.

En el curso de unos pocos días, tuve la sensación de estar tan familiarizado con esta dinámica ciudad, que era casi como si viviera en ella. Pronto me acostumbré a la variedad del paisaje humano, caracterizado por una mezcla de chinos, malayos, árabes, hindúes de todas las denominaciones y también una importante e influyente comunidad de europeos. Pero de todas las personas a quien conocí allí, la que más determinaría el resto de mi paso por Malasia sería Tim, un inglés semi-residente en Georgetown a quien nos encontramos Ang y yo mientras paseábamos por los graciosos recovecos del Jardín Botánico de la ciudad. Ellos dos ya se conocían bien. Recuerdo perfectamente cómo la mirada fría que Tim me brindó sirvió mucho mejor, como carta de presentación, que la introducción formal que de él me hizo Ang. Era un tipo de unos cincuenta años, menudo y fibroso. Hombre de pocas palabras, pero también de pocos rodeos.



Al parecer su principal interés era disfrutar en Asia de los ahorros reunidos en Europa, y su mayor entretenimiento era la bicicleta. No había carretera del sureste asiático que no hubiera recorrido con ella en los últimos quince años. Ahora, en cambio, estaba a punto de volver a la fría campiña inglesa para vestirse de nuevo el mono de trabajo y reunir unas cuantas libras más. Debido a que estaba pasando por una etapa de renovación en su vida, pretendía desembarazarse de golpe, antes de partir para su patria, de todo su material usado de ciclista, y en vista del interés que yo mostraba a sus parcas explicaciones, sus ojos del color del plomo se abrillantaron al tiempo que se clavaban en mis pupilas. Tras un breve silencio que se apoderó de los tres, el pequeño inglés se apresuró a verter el comentario que acababa de ser ideado en su mente. “Lo tengo todo en venta. Si lo quieres es tuyo”.

Pocos días después de ese encuentro, me encontraba a mí mismo viajando por las carreteras de Malasia, embutido en unas horrendas mayas deportivas que me venían muy justas, protegido con un casco lleno de raspaduras y cargando mi mochila, junto con una nueva aportación de equipaje y herramientas, a bordo de una bicicleta de montaña fabricada en los lejanos años noventa.

Una nueva revolución se había producido en los planteamientos de mi viaje. El “aquí te pillo, aquí te mato” se manifestaba de nuevo con una fuerza arrolladora hasta el punto de que un “sí” al ofrecimiento de un extraño, estaba reformulando por completo mi situación en el mundo. No más abarrotadas estaciones de autobuses, no más esperas al borde de la carretera haciendo auto-stop, no más paisajes disfrutados fugazmente a través de la ventanilla de un tren, un coche o una camioneta. Todo eso ya lo había experimentado –y disfrutado- bastantes veces, así que era el mejor momento para aventurarse al cambio. Ante mí tenía un país bien organizado, comparado con sus vecinos, y hacer más de cien kilómetros al día por carreteras aceptables, bien señalizadas y transitadas por vehículos guiados por ciudadanos prudentes no era especialmente aventurado -si exceptuamos mi temeraria irrupción, al anochecer, en el centro de la megalómana Kuala Lumpur, la capital malaya, esquivando millones de coches en los scalextrix del extrarradio.

Pero... ¿y después, qué? ¿Cómo iba a seguir mi viaje hasta las antípodas desplazándome a lomos de una bici chirriante? Agrestes archipiélagos de miles de kilómetros de extensión, mares infinitos, países primitivos, océanos y continentes enteros se oponían entre mí y mi destino.

¿Se oponían...? No, tan solo estaban esperando a recibirme.



Foto 1: ciclo-taxi en calles del centro de Melala
Foto 2: avenida bordeando parque central de la ciudad de Ipoh
Foto 3: mi primer día de pedalada, Georgetown, isla de Penang
Foto 4: frente a las torres de Petronas, centro de Kuala Lumpur (cap.)

No hay comentarios: