40. La voz ahogada de los Moken

9 de mayo de 2008, Songkhla, Tailandia



Mi viaje, esto es, mi manera de viajar, de relacionarme con el medio y de dejarme llevar por mis emociones, alcanzaron su clímax con mi experiencia remando en solitario a lo largo del curso medio del Mekong. Esta etapa de mi singladura culminó todas mis aspiraciones aventureras. Pero al virus de la aventura, que ahora campeaba por mi anatomía con la normalidad con la que lo hace cualquiera de los glóbulos rojos que circulan por mis venas, vino a unirse, en descontrolado asalto, una maligna bacteria que se instaló por la fuerza en mi garganta.

Nada más llegar a Tailandia, procedente de Laos, esa condenada bacteria decidió que mi glotis era la tierra prometida que algún Dios de las cosas pequeñas le anunciase, de modo que fundó allí una numerosa colonia que, a base de millones de microscópicos mordiscos, me dejó impedido del habla. “Tiene Ud. Una laringitis en toda regla”, me comunicó el médico del hospital público que visité en Bangkok cuando vi que el problema se alargaba más de lo esperado. Esto ya lo sospechaba, y por eso estuve varios días automedicándome antes de decidirme por la ayuda de un profesional. Craso error, por supuesto, pues para cuando acudí a las autoridades sanitarias llevaba probados ya varios tipos de antibióticos que, en lugar de neutralizar el ataque de los bacilos, lo que hicieron fue fortalecerlos y hacerlos más resistentes (el viejo dicho de que “lo que no te mata, te hace más fuerte”, lo debió acuñar por vez primera alguna bacteria sensiblona). Dado el estado avanzado de la infección, el médico de apellido innombrable que me atendió, parapetado tras unas aparatosas gafas de culo de vaso, sabía de qué hablaba al pronosticarme un mes de mutismo forzado.

Mes que transcurrió sin pena ni gloria discurriendo por una Tailandia por la que me desplacé más erráticamente que en ningún otro momento de mi viaje. Intenté que la laringitis no fuera impedimento para el disfrute de los encantos del reino Thai (al menos no tenía fiebres y me sentía con fuerzas), pero lo cierto es que fracasé en mi empeño, pues al no poder hablar, y lo que es peor, al sonar como una criatura de ultratumba cada vez que lo hacía, era imposible relacionarme con nadie. Es más, esta condición me reportó una permanente sensación de exclusión social que me llevó de un lado para otro de este estirado país con forma de embudo, dando tumbos y escurriéndome hacia el sur en busca de una voz que no dejaba de jugar al escondite y al despiste conmigo. Cada mañana, lo primero que hacía era recitar algún pensamiento en voz alta, siendo el resultado siempre el mismo. Las primeras palabras abandonaban mi boca con una sonoridad aceptable que me hacía pensar que el problema estaba resuelto, pero unos minutos después, cuando iba a pagar una noche más en el albergue de turno, o cuando salía a comprar comida para el desayuno, mi voz ya no existía. La cara de sorpresa del dependiente me confirmaba, mañana tras mañana, que la exitosa infección estaba ahí para quedarse.



Tuvo que ser Philip Moreno, un comprensivo médico filipino al que me encontré en el embarcadero de la ciudad de Ranong, quien me apuntase en la dirección correcta de la recuperación. “Olvídate de los antibióticos. Estos harán que la bacteria se haga inmune y acabará por aparecer un hongo que causará daños serios en tu garganta. Toma infusiones de jengibre con regularidad y precíntate los labios”, me dijo. Esa mañana diluviaba -como venía haciendo durante los últimos tres días- de manera cataclísmica. En el embarcadero había un cobertizo en el que me refugié con el galeno filipino y también con un ejemplar de una rara especie, nada menos que un ciudadano de Liechtenstein. Los tres fuimos los únicos pasajeros extranjeros de un ronroneante barco que surcó un espesor gris en el que se mezclaban, de forma casi homogénea, el mar, la lluvia y un cielo nebuloso.

Nuestro destino era la isla de Ko Phayam, en pleno mar de Andaman, la cual se hallaba a menos de tres horas de tierra firme. Mi visita a este lugar obedecía a un desganado dejarse llevar que venía poniendo en práctica en las últimas semanas. De hecho, esa misma mañana no tenía muy claro qué es lo que iba a hacer. Si el diluvio que me esperaba al llegar al embarcadero hubiera tenido ese mismo pico de intensidad un poco antes, es decir, cuando aún estaba en un albergue de Ranong, seguramente no habría salido a la calle y me hubiera quedado allí varios días viendo la lluvia caer a través de la ventana (no en vano, estas lluvias eran parte del mismo temporal que, bautizado con el nombre Nargis, estaba asolando Birmania solo unos pocos cientos de kilómetros más al norte).

Durante el trayecto, Philip se aprovechó de la prohibición de hablar que él mismo me impuso y se dedicó a sermonearme sobre su misión en la isla. Habiendo dejado a su familia en la populosa Bangkok, se dirigía allí con el propósito de prestar asistencia sanitaria -voluntaria y autofinanciada- a una pequeña colonia de Mokens, o lo que es lo mismo, gitanos del mar. “En mi tierra también existen gitanos del mar. Allí los llamamos Bajao. Pero estos que voy a ver se encuentran en circunstancias muy difíciles, pues se llevaron la peor parte de la tragedia provocada por el tsunami de 2004”. Esto es lo que me contaba Philip con parsimonia, sabedor de que no le interrumpiría con docenas de preguntas. No obstante, a su ofrecimiento de ir con él a visitar a los mokens al día siguiente, asentí con la cabeza al tiempo que mis planes de pasar días enteros tirado en la playa se escurrían por el desagüe de este Viaje a las Antípodas.

Acceder al territorio donde moraban los Moken no era tarea sencilla. Era necesario esperar al ciclo de marea baja para poder atravesar una zona de manglares, después de la cual se llegaba a la desembocadura de un pequeño pero profundo río. Desde allí, un sonoro silbido de reclamo hacía que uno de los mokens viniera desde la otra orilla, con una balsa, y nos llevara con ésta al poblado. En realidad, el concepto de “poblado” es algo a lo que los mokens no están acostumbrados, pues desde hace milenios ellos siempre han vivido a bordo de grandes barcazas de madera con las que se desplazan, navegando a la deriva, a lo largo de la costa oriental del mar de Andamán. Desde Birmania hasta Malasia y más allá, poblaciones de gitanos del mar, llámense Moken o Bajao, se dejan llevar por las aguas, agrupadas en clanes familiares, como si fuesen un entramado flotante de sargazos con vida propia.



Se trata de una existencia paralela a la nuestra, pero igualmente real. Y ahora, tras innumerables catástrofes naturales y cientos de años de rigidez y sometimiento por parte de los gobernantes “terrícolas”, una existencia que se ve amenazada. Los Moken de Ko Phayam no sienten especial apego por el trozo de tierra en el que viven, no al menos en el sentido en el que lo sentimos nosotros. La porción de la isla en la que están ubicados en chabolas prefabricadas es, de hecho, una donación de un religioso alemán que compró el terreno al gobierno de Tailandia para que los afectados por el tsunami pudiesen sobrevivir allí. Sus embarcaciones fueron destrozadas por la inmensa ola y la mayoría de los que se encontraban en estas aguas perecieron.

La única edificación sólida del lugar era una iglesia de interior diáfano y multiusos en el que Philip presidió ese día su uso como ambulatorio médico. La mayoría de individuos fue chequeado, sobre todo los niños, muchos de los cuales presentaban infecciones bacterianas o parasitarias. Los más mayores también tenían casi todos alguna tara importante, como artritis, cataratas y otras dolencias oculares que Philip estudiaba con detenimiento antes de ofrecer un tratamiento. Las instrucciones del facultativo eran transmitidas a través de un traductor Tailandés que hablaba el extraño idioma de los gitanos del mar. Al final de la jornada hicimos entrega a la comunidad de medicinas y ropa usada. Antes de marchar, nos deleitamos con la simpatía de los chavales jóvenes, a quienes les gustaba entonar canciones con las que Philip, emocionado, parecía sentirse sobradamente pagado por su ayuda.

Mientras caminábamos de vuelta a la zona de bungalows para turistas en una de las playas de Ko Phayam, Philip y yo sabíamos que estábamos caminando por unos pocos metros de arena húmeda que en este caso servían para separar dos mundos diferentes. Pocas horas después esa arena sería cubierta por el agua del océano en el ciclo de marea alta. Los moken volverían así a estar separados de nuestra realidad por un brazo de mar y la noche caería sobre el poblado, como en el resto de la isla. Los viejos del lugar hablarían a los niños, alrededor del fuego, sobre antiguas historias y leyendas de antepasados que surcaban la brava mar en busca de pesca y de otras familias como las suyas.

Los moken se convirtieron en los principales protagonistas de mi visita a Ko Phayam. Cuando me decidí a visitar esta tranquila isla, ni siquiera sabía de su existencia, pero durante el tiempo que permanecí en ella, tuve a menudo la oportunidad de verlos paseando por la orilla de la playa en la que estaba plantado mi básico bungalow. Solían caminar en grupos familiares, buscando almejas y cangrejos con palos con los que escrutaban el lecho marino dejado al descubierto por la bajada de la marea. Me hizo gracia comprobar que varios de ellos vestían alguna de las camisas que yo mismo les había donado el día de mi visita. La estrecha línea de costa era ahora el terreno donde su nueva existencia se desenvolvía en frágil equilibrio. Perdidas sus embarcaciones por la acción terrorífica del tsunami, su adaptación al mundo parecía seguir un patrón de regresión temporal, eligiendo un estilo de vida más aproximado al de los primeros hombres primitivos que caminaron por la tierra hace decenas de miles de años, cazando y recolectando alimento en las líneas costeras de Africa y Asia.

Tal vez estos antiguos nómadas del mar habían visto el “progreso” seguido por el resto de la Humanidad y habían quedado decepcionados ante el uso que hacemos de la Madre Tierra. No lo sé. No pude hablar directamente con ninguno de ellos. Pero recuerdo muy bien un comentario que me hizo Philip, en alusión a los lamentos de un anciano Moken. “¿Ves esos niños? Ya no son -ni serán- auténticos Moken. Las barcas se han perdido y ya nunca aprenderán a navegar en ellas”.

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