39. El viaje del Céfiro (última parte)



(continuación artículo anterior)

La posibilidad de ser detenido por la policía era, de hecho, algo que me había inquietado durante los primeros días de remada por el Mekong. Sin embargo, conforme el viaje avanzaba, esta preocupación se fue desvaneciendo al tiempo que las dificultades y peligros inmediatos me acuciaban. Ahora, con mi objetivo de llegar a Vientiane cumplido, el hecho de ser arrestado no era más que una forma más de salvaguardar el espíritu imprevisible de este Viaje a las Antípodas.

Los hombres que me detuvieron en medio del cauce se aseguraron de que no intentaría escapar (no sé cómo demonios hubiera podido hacer esto con el Céfiro) y me ordenaron subir en su lancha motora. Al Céfiro lo amarraron a la parte trasera de ésta y acto seguido emprendieron la marcha, a gran velocidad, en dirección al cuartelillo. No es que fuera maltratado en estos primeros lances de mi detención, pero lo cierto es que me sentía algo acosado, excesivamente custodiado por los gélidos agentes. Mientras era llevado hacia el muelle que daba acceso a la sede de la policía, recuerdo que no pude evitar comparar, en mi mente, la operación de mi arresto con las espectaculares escenas de acción de aquella famosa serie televisiva de los años 80, Miami Vice (“Corrupción en Miami”). Esta comparación imaginaria, acompasada al ritmo de los archiconocidos acordes de guitarreo eléctrico y de los envolventes timbales de acústica sintetizada con los que comenzaba cada capítulo de la serie en la pequeña pantalla, estaba tintada de un íntimo acceso de cachondeo surgido en uno de los momentos más críticos de todo el viaje. Pero fue una reacción inconsciente y, de alguna manera, me ayudó a mantener la compostura y a estar sereno mientras los policías -que no podían ser más distintos de aquellos elegantes y engominados Sonny Crocket y Ricardo Tabs- me llevaban con ellos.

Tanto yo como mis pertenencias fuimos conducidos al pequeño cuartel, en el que un agente vestido de oficial guardaba asiento frente a su mesa de despacho. Era un hombre más joven que los que me trajeron hasta allí, pero sin duda de mayor rango. Al verme entrar, su expresión fue más bien de sorpresa. Creo que esperaba algo diferente. Los avisos recibidos por radio o teléfono le debían haber hecho concebir la idea de que un importante narcotraficante, o tal vez un influyente espía internacional, había caído en sus garras. En lugar de eso, la puerta de la mostosa estación policial dio acceso a un personaje de curioso aspecto; ya no solo por mi desarreglado bigote, por mis chabacanos guantes de remar o por mi hediondo equipaje, sino también por mi piel requemada y, en especial, por lo ridículo que debía parecer andando descalzo pero con calcetines (pues había seguido los sabios consejos del monje Ko, quien me sugirió, esa misma mañana, que me los pusiera para proteger mis heridas en los pies del sol abrasador). La verdad es que hoy por hoy, y escribiendo desde el recuerdo, entiendo que la policía se viera en la necesidad de detenerme, aunque solo fuera como fruto del desconcertante impacto visual que causaba mi presencia remando en el Mekong.

Esa mañana la pasé metido en aquel habitáculo, rodeado de agentes que registraban mi desbaratado equipaje y siendo instigado por el jefe de éstos, el cual, cada vez que aparecía un objeto sospechoso -previamente embalado por mí en Luang Prabang con cinta aislante y plástico para protegerlo del agua- reproducía en inglés, no sin cierto dramatismo interpretativo típico del cine de acción más casposo (seguro que había visto la película Rambo muchas veces), esta misma frase: “Guat is tis…?” (“¿qué es esto…). En cuanto el superior pronunciaba estas palabras, el movimiento en la oficina se congelaba y los policías que registraban mi equipaje detenían su búsqueda con un súbito gesto gatuno que los dejaba petrificados. Toda la atención de la sala, incluida la mía, era entonces atraída por el objeto de turno que había acabado sobre la mesa del oficial. En muchos casos ni siquiera yo mismo sabía que era lo que había dentro de las muchas capas de plástico y cinta aislante, así que allí se desenvolvieron, como si de bombas de relojería siendo manipuladas por especialistas anti-explosivos se tratase, varios de mis bultos. Unas veces se trataba libros, otras de documentos, otras de ropa o incluso de un paquete circular con CDs en los que iba almacenando las fotos del viaje (todos fueron enviados a otro despacho en el que su contenido fue inspeccionado en un ordenador). Pero nada encontraron que pudiera ser considerado ilegal, y menos aún amenazante para la seguridad nacional. Conforme todos estos inofensivos artículos se iban desvelando como únicos componentes de mi equipaje, el rostro del jefe policial se tornó más sombrío, pues la verdad se iba haciendo más evidente y, en lugar de un celebrado ascenso por haber desarticulado una banda internacional de tráfico de drogas e influencias, ahora parecía como si lo único que le pudiera reportar mi presencia en su oficina fuera una humillación cada vez más grande para él. Estaba tratando, al fin y al cabo, con un vagabundo. Al final, el oficial no tuvo más remedio que dejarme marchar. Eso sí, para asegurarse de que sus acciones incluían algún tipo de orden que justificase una operación en la que participaron gran cantidad de policías (me pregunto si esa mañana quedó alguno libre para seguir vigilando las calles de Vientiane), decidió requisarme la barca. “¿Por qué? Pero es mía; la compré en Luang Prabang”, repliqué con moderación. “Es por su seguridad”, fue su contestación, susurrada por una boca arqueada maliciosamente.



Media hora más tarde, tras ser transportado en un moto-taxi que el jefe de la policía consiguió para mí desde el cuartel, me hallaba en el centro de Vientiane, cansado y desganado. Verme de nuevo en medio de una ciudad, cargando penosamente todos mis trastos y casi sin poder andar por el dolor de mis heridas, me sumió de repente en una especie de depresión viajera. Tras haber vivido una de las mayores y más emocionantes aventuras de mi vida, y tras muchos meses de viaje por lugares misteriosos y hechizantes, ahora me hallaba en una de las capitales de los países que forman la región conocida como Sureste Asiático, esa región de la tierra donde el turismo internacional ha impuesto sus propios modelos de desarrollo, y donde el viajar libremente va perdiendo, cada vez más, su esencia aventurera. Esa noche apenas dormí. La pasé tumbado en el suelo, sobre la misma esterilla y cubierto por la misma mosquitera que había estado utilizando durante el recorrido en barca. No hice esto por añoranza hacia una forma de viajar a la que se acababa de poner fin, sino porque el mugriento colchón de la habitación que ocupaba -en uno de los hoteles más baratos de Vientiane- estaba poblado por una vampiresca comunidad de ácaros de cama. Así que allí, echado en el frío suelo, rendido a los insectos de la capital, y cegado por la oscuridad húmeda de un cuarto sin ventanas, me acordé del Céfiro. Y del Mekong.

El día siguiente desperté imbuido de un firme e ilusionante propósito: volver a hacerme con el control de mi barca. Durante la noche velada, esta opción había ido tomando cada vez más fuerza. Al principio me la tomé a broma, pero poco a poco fui dándome cuenta de que la posibilidad de arrebatarle a la policía lo que me habían quitado, sin una razón justificada, era lo único que me ayudaría a conciliar el sueño, así que al despertar lo tenía muy claro. Esa mañana la pasé en el hotel, descansando y planeando los detalles de la operación que iba a ponerme de nuevo en contacto con mi querido Céfiro. Por la tarde alquilé una bicicleta y paseé con ella por el centro de Vientiane, como haría cualquier otro turista, pero cuando el sol comenzaba su descenso de lo alto de los cielos, regresé al hotel. Allí me vestí con ropas oscuras, me calcé unas zapatillas deportivas, introduje mi cuchillo de caza y una linterna frontal en una pequeña riñonera, y acto seguido me encaminé, pedaleando, hasta las inmediaciones del cuartelillo en el que había sido ultrajado por la policía. Me aseguré de llegar hasta el muelle del cuartel cuando el sol se hubiera ocultado por completo, de manera que la presencia de un falang, merodeando tan alejado del centro de la ciudad, no levantase sospechas entre la gente local (aunque estaba en las afueras de Vientiane, la zona era muy bulliciosa).

Al llegar, la penumbra del comienzo de la noche todavía ofrecía algo de visibilidad a mi alrededor, lo cual me bastó para distinguir al Céfiro flotando sobre la aceitosa superficie del Mekong. Estaba mal amarrado y separado unos metros de la orilla, encajado entre dos hileras formadas por una veintena de lanchas rápidas bien ordenadas. Estas hileras estaban dispuestas perpendiculares al curso del río, y muy cercanas las unas a las otras, así que el Céfiro se hallaba en muy malas condiciones para ser liberado limpiamente. No obstante, más difícil que hacer esto último, era el hacerlo sin ser descubierto. El cuartel de la policía estaba a unos treinta metros río abajo, pero sus luces estaban apagadas, así que, si había alguien dentro, con toda seguridad estaba durmiendo. En cambio, no ocurría lo mismo en una caseta de madera situada en lo alto del terraplén en que consistía la orilla del río en este tramo. En ella vivía una numerosa y ruidosa familia que en aquel momento se hallaba en el exterior, disfrutando del frescor de la noche, cuyos miembros estaban situados justo encima de donde estaba amarrado el Céfiro, así que descender hasta el agua desde allí no era posible. Con la poca visibilidad y con la acusada pendiente del terraplén, hubiera sido imposible avanzar sin hacer ruido y, por tanto, sin ser descubierto. Dado lo complejo de la situación, tuve que alejarme unos cien metros del lugar hasta que encontré una rampa de pendiente moderada que bajaba hasta el río. Entonces retorné en dirección a mi barca, andando ya con los pies dentro del agua, muy despacio y con gran precaución para no pisar algún objeto punzante (pues también evité utilizar mi linterna). Cuando llegué donde se encontraba el Céfiro, la noche era ya cerrada. Mi figura no era más que una sombra que se mezclaba con la oscuridad de igual forma a como las nubes se vuelven una en un día lluvioso. Tan solo debía tener cuidado con no hacer ruido, pues la familia que había visto antes estaba a solo unos metros de distancia. Podía escuchar sus voces a pocos metros sobre mí, hablando animadamente como si nada pasara.



En aquella situación, y debido al enorme sigilo con el que actuaba, me sentía pesado y torpe. Para tener acceso al Céfiro, tuve que sumergirme en el Mekong casi hasta los hombros, pues la profundidad en ese lugar era algo mayor de lo que es habitual a lo largo de la orilla. Cuando llegué hasta él, lo agarré con mis manos y lo acerqué hasta mí despacito; desaté el amarre y entonces saqué mi puñal de la riñonera que portaba. A continuación me dispuse a acometer el plan que había maquinado la noche anterior. Al principio de este capítulo comenté que en el fondo de la parte trasera del Céfiro había una ranura taponada con goma de neumático. Creo que en el pasado la barca había contado con un motor, de modo que la caña de la hélice debía pasar por esta ranura. Era el único “punto débil” del casco, así que allí clavé mi puñal y rajé la goma, hecho lo cual, el agua comenzó a introducirse en el Céfiro.

En pocos minutos el agua sería demasiada y mi barca se hundiría por completo, pero aún había tiempo para una cosa más. En mi riñonera traía conmigo un trozo de tela blanco y alargado que en el Tíbet llaman jada y que sus habitantes tienen por costumbre poner en torno al cuello de sus seres queridos cuando éstos emprenden un viaje, o también para honrarlos en todo tipo de ceremonias. A mí me pusieron muchas durante mi reciente estancia en ese hermoso país, pero solo conservaba las tres últimas; aquellas que me habían endosado, para despedirse de mí, las tres jóvenes camareras tibetanas que tantos cafés y sopas me sirvieron en mi bar preferido de Lhasa. Cuando el Céfiro comenzaba a hundirse, enredé una de estas jadas en la madera de la proa, le di un último adiós y acto seguido lo impulsé con todas mis fuerzas a través del estrecho canalillo que había entre las demás embarcaciones. El impulso fue suficiente para que el Céfiro accediese, por sí solo y lentamente, al amplio cauce del Mekong. Allí se unió a la tímida corriente –casi inexistente en temporada seca a su paso por Vientiane- y avanzó unos metros río abajo. El agua seguía entrando en su casco sin remisión y cada vez la barca era más pesada. Enseguida lo perdí de vista, así que rehice el camino hasta lo alto del terraplén y lo busqué de nuevo asistido por la tenue luz de una luna creciente. Me costó divisarlo, pero lo localicé, ya casi detenido en el medio del cauce, a mucha distancia de donde yo estaba. Después vi, con mucha dificultad –como si fuera en una oscura ensoñación, cómo torcía un poco su rumbo y avanzaba de nuevo en dirección a la orilla, ahora muy despacio y casi lleno de agua. Pocos segundos más tarde se detuvo un instante, como si tuviese vida propia y como si estuviera replanteándose su regreso a tierra firme. Entonces su figura comenzó a menguar hasta que al final, desde mi posición, tan solo podía apreciar una raya negra pintada sobre el río en la distancia. Y después nada.

El Céfiro desapareció bajo las aguas del Mekong cubierto por un extraño reflejo blanquecino de luz de luna. Su viaje había terminado.

En los minutos posteriores permanecí sentado en un banco de cemento situado en el borde de la elevada orilla, justo delante del cuartel de la policía. No había nadie a mi alrededor, aunque eso ya no me inquietaba. Había llevado a cabo mis intenciones, y ahora ya no hacía falta preocuparse por lo que pudiera ocurrir. Me apetecía pensar con relajación y comenzar a disfrutar de la sensación que produce un final feliz y justo. Y sobre todo, memorable. Cuando la policía me requisó la barca, pensé que estaban emborronando una bonita memoria y que yo estaba siendo objeto de una injusticia. Ahora comprendía que el llegar remando hasta Vientiane no había sido suficiente para mí; no si no podía despedirme del Céfiro como le correspondía. Con todos los honores.

Pero también tuve otra reflexión que jamás olvidaré. Me di cuenta de que el Viaje del Céfiro había sido una metáfora de mi propio Viaje, de esta experiencia que estaba transformando mi vida y que había decidido emprender cuando más acomodado y asentado me encontraba, viviendo como uno más, sin hacer ruido y destinado a prolongar un estado de anhelo que iba a durar hasta el fin de mis días si no ponía remedio desligándome de todo y llevando a cabo este maravilloso viaje. Cuando vi al Céfiro por primera vez, casi tres semanas antes, amarrado en un remanso embarrado del Mekong en Luang Prabang, apenas era poco más que un objeto insignificante, uno más de entre los muchos barquichuelos cuya función es, como mucho, ser utilizados para cruzar de una orilla a la otra del río. Tal vez llevaba a cabo, de vez en cuando, alguna aventurada escapada en compañía de su dueño para pescar unos pocos peces, o incluso para servir como puesto de mercado flotante en una mañana en la que su dueño hubiera recolectado gran cantidad de cebollas -de esas que crecen en las empinadas orillas de la vertiente pobre de Luang Prabang. Pero eso es todo. No servía para mucho más. Y tal vez, nunca más. Los mejores días del Céfiro ya habían pasado cuando lo conocí. Creo que su final estaba cerca. Creo que a su existencia solo le restaba el tiempo que otros le quisieran dar, antes de convertirlo en leña, en un macetero grande para cultivar tomates, o en algo parecido. Sin embargo, nuestros caminos se cruzaron y su futuro se transformó por completo.

Cierto es que su vida se acortó aún más de lo esperado; ¡pero cuan emocionantes fueron sus últimos días! En el tiempo que pasamos juntos, el Céfiro conoció nuevos rincones del vasto Mekong, acaso los más exuberantes y espectaculares de todo su curso; se encontró con nuevas gentes; pasó por innumerables peligros; surcó valientemente aguas revueltas y traicioneras; visitó otros países; ¡incluso sobrevivió a un naufragio! Al final de su viaje fue apresado y después liberado. Y por último fue libre de verdad; libre también de su utilización por los seres humanos. Él solito recorrió sus últimos metros en una hermosa noche, llevado por la corriente, hasta desaparecer bajo las aguas del mismo río al cual había dedicado su existencia. La vida del Céfiro fue plena. Y su viaje, la perfecta culminación de ésta.

5 comentarios:

mario dijo...

Ya era hora de que terminaras este culebron. Me has tenido en vilo mucho tiempo, siempre esperando al siguiente capitulo. Toda una aventura!
REcuerdos

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
Que esperado ha sido el final de este articulo y cuanto ha merecido la pena esperar por él. Como siempre, tus articulos no defraudan ni un ápice. Una vez más, GRACIAS por compartir con nosotros esta aventura tan visceral.
Besos. Elena.

Anónimo dijo...

cautivados hasta el final nos has tenido cual Karen en Memorias de África, Sherezade en Las mil y una noches, o experimentado encantador de serpientes de La Plaza de Marrakech.. un placer


besote enorme*

inma

sergio dijo...

hola amigos,

gracias por los comentarios. Esto de volver a casa lo estoy digiriendo poco a poco y con alguna dificultad, pero nada que se compare a las que tuve que enfrentarme en el mekong. Ya os aviso aquí que seguiré escribiendo sobre mi viaje... ahora desde mi casita en puerto de sagunto (no suena tan exótico, eh?).

UN saludo,

sergio

Antonio Giménez dijo...

Hola Sergio,

Realmente me ha impresionado tu aventura.

Vivo en Puerto de Sagunto y soy compañero de tu hermana Luisa, la cual me ha hablado de ti. Mi nombre es Toni y presento la sección de literatura en Tele7 :-)

A ver si un día de estos tenemos la oportunidad de compartir con un te en la mano alguna de esas historias.

Enhorabuena. Un fuerte abrazo.
Namasté.