37. El viaje del Céfiro (parte III)



(continuación capítulo anterior)

Tras superar el envite de los rápidos de Pakneun, muchos días pasé remando por el Mekong. Este increíble río me regaló jornadas memorables, llenas de dificultades y situaciones rocambolescas. Pero no todas ellas se daban dentro del agua. En una ocasión, ya en la orilla, fui embestido nada menos que por una manada de búfalos. Ocurrió al finalizar la remada, alrededor de las 17 horas -bastante tarde para lo que venía siendo habitual. Al desembarcar me percaté de la silenciosa presencia de un grupo de los llamados “búfalos de agua”, muy cerca del lugar que había elegido para instalar el campamento, aunque esto no me importó lo más mínimo, pues conocía bien el carácter pacífico de estas criaturas.

El aspecto de estos mamíferos es ciertamente imponente, con tamaños que en el caso de los machos adultos doblan con facilidad al de los toros de lidia, y cuyas cornamentas llegan a alcanzar más de un metro de envergadura. Aun así, la Madre Naturaleza, al crearlos, decidió que su presencia en este planeta se limitara a poco más que alimentarse de hierba y procrear, sin que su lobotomizada conducta originara conflictos con el resto de seres vivos. No obstante, para acrecentar el misterio del Mekong y de la fauna que bebe de sus aguas, esta manada en particular tuvo a bien arremeter contra mí.

En realidad no era yo el objeto de su excitado recibimiento, ni tampoco eran sus planes agresivos desde su vacuno punto de vista. Su embestida fue motivada por el olor que provenía de la bolsa donde guardaba mi comida, a la cual dirigieron sus pesados pasos en cuanto la desembarqué del Céfiro. Se acercaron con mucha lentitud, orientando sus ojos negros hacia la bolsa de colores en la que guardaba -mezclada con el aparellaje y algo de ropa- mi dote alimenticia, la cual no constaba más que de algo de arroz, café, galletas y fideos chinos. Al principio no di mucha importancia al avance de las bestias y pensé que solo sentían curiosidad hacia este falang que tanto contrastaba con el paisaje humano al que estaban acostumbrados. Sin embargo, conforme se acercaban, resoplando sonoramente por el hocico y adquiriendo cada vez más velocidad mientras combatían entre ellos por posicionarse de la manera más favorable, su paso llegó a convertirse en trote, y después, cuando ya estaban a pocos metros de mí, casi en galope. De pronto me vi asediado por decenas de toneladas de hueso, piel y carne que se abalanzaban sobre mí sin remisión. Mi reacción inicial al percatarme de lo que se me venía encima fue de auténtica sorpresa. Me quedé petrificado, temeroso y acartonado. Mi mente se enredó en absurdas visualizaciones de futuros artículos de periódicos de mi tierra en los que se informaba sobre mi fallecimiento... “Turista valenciano encontrado sin vida en una orilla del Mekong a su paso por Laos. Aunque se desconocen las circunstancias de la tragedia y no se entiende qué demonios hacía el sujeto allí, en lugar de estar disfrutando de las Fallas de Valencia, se presume que fue pisoteado por una manada de búfalos que pastaba en la zona. De confirmarse este extremo, sería el primer caso en la Historia en que un turista es repelido violentamente por un grupo de estos pacíficos morlacos.... y bla, bla, bla”.





Me costaba creer que estos animales, rodeados por todas partes de hierba con la que llenar sus cavernarios estómagos, se vieran seducidos por mi irrisoria despensa, pero era consciente de que si llegaban hasta la bolsa y comenzaban a mordisquearla, entonces sería muy difícil recuperarla; mi alimento se agotaría en cuestión de segundos devorado o pisoteado por un grupo de amebas gigantes con cuernos y yo quedaría en medio de la selva, sin nada que llevarme a la boca. Por otro lado, si me quedaba a defender mis posesiones, acabaría convirtiéndome en un guiñapo informe sobre las orillas del Mekong, así que mi única alternativa, pensé, era salir corriendo o incluso tirarme de cabeza al río, que fluía detrás de mí separado de donde estaba por un pequeño y rocoso barranco. Sin embargo, y cuando el búfalo más grande de la manada ya estaba a menos de tres metros de distancia, una chispa de atrevimiento saltó dentro de mí y decidí probar suerte ahuyentando a los animales. En un último intento por cambiar lo que parecía irremediable, espeté un sonoro y pastoril grito acompañado de un amplio aspaviento de repulsa ejecutado con mi brazo derecho, con el cual blandía un oxidado machete que había adquirido en Luang Prabang. El “¡quiaggg!” que salió a discreción de mi garganta llenó el aire y, para mi sorpresa, hizo frenarse en seco a la manada, tan cerca de mí, que incluso pude sentir el pestilente aliento de los búfalos espetado al detenerse. Inmediatamente después, y aprovechando la inercia de la misma carrera que habían iniciado, emprendieron la huida en todas las direcciones, como si fueran un grupo de pollos descabezados de tamaños jurásicos. Por unos instantes pude sentir la tierra moverse bajo mis pies a la vez que experimentaba un reconfortante insuflo de sensación de poder. Con un solo brazo, y sin siquiera llegar a tocarlos, puse en desbandada a un grupo de mastodontes que huyeron despavoridos de igual manera a como una bandada de pájaros levanta el vuelo cuando se ven acechados por el peligro.

Pasados unos minutos, los animales se reagruparon apaciblemente y se sentaron de nuevo a pocos metros del campamento, comportándose como si nada hubiera ocurrido y como si su inesperado comportamiento no fuera con ellos. Antes del anochecer, se alejaron montaña arriba y ya no volví a verlos.

Este es solo un ejemplo de todas las peripecias que tuve que vivir hasta llegar a sentir cierta comunión con el misterio del Mekong. Tras mucho combatir y sobrecogerme con este río, entendí que lo que más falta me hacía para aceptar que una aventura como esta solo podía llevarse a cabo a través de dificultades, peligros e incertidumbre era tiempo. Tiempo para encajar todas y cada una de ellas; tiempo para asimilarlas; tiempo para identificarlas y para reconocer cuanto me estaba enriqueciendo con cada remada, con cada noche velada y con cada pensamiento de añoranza. Tiempo, en definitiva, para llegar a descubrir cuánto estaba disfrutando con esta experiencia.

El duodécimo día fue muy gratificante. Tal vez se trató de la única jornada en la que no hubo ningún momento de dificultad o peligro relevante. Ni siquiera llovió por la tarde, algo que venía siendo la norma durante la semana anterior. La dediqué por entero a remar a lo largo de una zona muy especial en la que el río parece estar adormilado durante un gran trecho que geográficamente se caracteriza por una sucesión de amplios y tranquilos meandros. A medio día, cuando estaba a punto de completar la forma de herradura del más grande de estos meandros, una estatua dorada de imponente tamaño apareció erguida entre los verdes y soleaos montes de la margen derecha. Su brillo y su monumental disposición contrastaban con cualquiera de las construcciones que había visto en las orillas hasta entonces. Se trataba de una estatua de Buda, y marcaba el comienzo del tramo fronterizo que había en mi ruta hasta Vientiane. Por fin me hallaba, remando a bordo del Céfiro, en aguas internacionales; a partir de entonces, en todo momento tendría Laos a mi izquierda y Tailandia a mi derecha.

Esta nueva situación ponía de relieve otro de los muchos sellos de impronta mekoniana, es decir, el carácter de frontera del río. A lo largo de toda su andadura hasta el océano, son muchos los kilómetros en los que el Mekong sirve para separar naciones, en lugar de unirlas. No obstante, en tiempos pasados, este fabuloso accidente geográfico dio nacimiento a su propia civilización, de modo similar a como hicieron el Nilo en Egipto, el Yangtse en China, o el Eúfrates en Mesopotamia. En el siglo cinco de nuestra era, el imperio Khemer comenzó su expansión en torno al Mekong desde el sur de Laos, y de allí se extendió por gran parte de lo que hoy día se conoce como Sureste Asiático. Cuando el brillo de esta gran civilización comenzó a apagarse, y su magnífica capital de Angkor fue abandonada y sustituida por Phnom Phen, todavía hoy capital de Camboya, comenzaron a aparecer los primeros europeos -principalmente portugueses y españoles, algunos en busca de riquezas y otros en busca de almas. A mediados del siglo XVI, los correosos misioneros católicos, espoleados por el éxtasis de sus recientes triunfos evangelizadores en América y en las islas Filipinas, desembarcaron aquí decididos a comenzar la conquista religiosa de todo el continente asiático. Pero muy diferente era el panorama teológico que se encontraron a ambas orillas del Mekong. Aquí ya hacía muchos siglos que el Budismo y el Hinduismo (el primero sobre todo entre las gentes sencillas) daban sentido existencial y filosófico a nuestro mundo común, de manera que la Iglesia de Cristo vio en esta región su derrota expansionista más importante en todo el lejano Oriente.

Para cuando llegaron los franceses, que “treparon” por él Mekong a lo largo del siglo XIX para agrandar su colonia asiática más famosa, cambiando así su malsonante nombre de Cochinchina por el de Indochina, el imperio Khemer ya no era más que una marioneta rendida a la intrusión amenazante de los galos. Estos últimos, con buques de guerra amarrados en las propias aguas del río a su paso por Phnom Phen -llenos de cañones apuntando al palacio real de Camboya, obligaron al rey del país a arrodillarse ante los nuevos dictadores de la región llegados desde la lejana Europa. Con el tiempo, también estos estirados caudillos sucumbieron a los designios del poderoso Mekong y tuvieron que abandonar sus colonias en Asia.





Este fue siempre un río difícil de domar por el ser humano, de ahí que haya terminado siendo más frontera que recurso interior de un país o grupo de países. Y de igual forma que el Mekong siempre tuvo la última palabra que decir en el destino de cuantos imperios o naciones pretendieron asimilarlo en su geografía y reclamarlo para sí, también ahora parecía dispuesto a sentenciar mi ambiciosa expedición dándole un final trágico y contundente, tal y como pude comprobar dos días antes de mi llegada a Vientiane.

El día catorce puse fin a la jornada invadido por una ardiente sensación de ansiedad. Instalé el campamento en uno de los lugares más hermosos que había encontrado hasta entonces. Estaba en lo alto de un istmo, al principio de un tramo en el que el río se deshacía en múltiples ramificaciones de aguas turbulentas, delimitadas todas ellas por imponentes paredes rocosas que se extendían hasta perderse en el horizonte. En cualquier caso, aquel derroche de exuberancia natural no hacía más que alimentar el fuego de la preocupación en mi interior. El Mekong se revelaba por enésima vez ante mí en un despliegue de furia que me llenaba de un fuerte desánimo al que, en esta ocasión, se añadía la impotencia que sentía al no poder vislumbrar un camino seguro que me sacase de aquel trance. Me resistía a aceptar que la misión se veía de nuevo ante una situación crítica cuando había llegado tan lejos. Según mis estimaciones, Vientiane debía encontrarse a unos 40 o 50 kilómetros de distancia, lo cual se podía completar en dos días de remada. Por otro lado, los recuerdos de la visita que había hecho a Vientiane tres años atrás, me hablaban de un Mekong silencioso, ancho y prácticamente inmóvil a su paso por esta ciudad y sus inmediaciones. ¿Cómo era posible que ahora, estando tan cerca de mi objetivo, el río todavía se empeñase en mostrarme su cara más diabólica? Estas tribulaciones mentales, junto con el rugido intimidatorio de las aguas a mi alrededor, me mantuvieron despierto casi toda la noche.

La única ventaja que concede la vigilia nocturna involuntaria es que el día siguiente comienza temprano. Uno se levanta del suelo dolorido, aturdido y poco entusiasmado; pero eso sí, el día comienza temprano. El decimoquinto día de ruta, comencé la remada con una acumulación de preocupación que llenaba mi pecho por completo, impidiéndome pensar con frialdad ante un panorama que estaba destinado a tintar mi aventura de un dramatismo que no estaba en mis planes. Pero no había vuelta atrás. Al comenzar este viaje por el Mekong me había conjurado para llegar hasta donde me lo permitieran las fuerzas; Y aún me quedaban algunas, así que ahora debía enfrentarme a este infierno con ellas.

En esta ocasión los tramos críticos estaban justo al principio de la jornada, a escasos metros de donde había acampado. De todas las ramificaciones que seguían río abajo, decidí seguir aquella que mejor había explorado a pie la tarde anterior. En particular se trataba de una sección muy estrecha entre rocas -unos tres metros- seguida de una curva donde las aguas se embravecían considerablemente a lo largo de unos cien metros, aunque por fortuna, y gracias a la pericia que había adquirido desde que había comenzado la aventura, tanto el Céfiro como yo superamos la prueba y atravesamos este traicionero trecho con gran velocidad, como no podía ser de otra forma dada la intensidad de la corriente. Recuerdo incluso haber dejado escapar un eufórico grito victorioso por ello ..., ¡pero cuan ignorante era todavía de la catástrofe que me aguardaba a tan solo unos metros de allí!

Al completar la rápida curva del cauce, y tras un tramo en el que el Mekong se ensanchaba y ralentizaba de nuevo, apareció ante mí un paso rocoso, de no más de quince metros de anchura, que concentraba todo el caudal del río. Toda el agua de las ramificaciones que había divisado la tarde anterior, se unía de nuevo en un solo punto a través del cual se precipitaba, revuelta y efervescente, hacia un nuevo corredor rocoso, algo más ancho que el propio paso -aunque no mucho más. Era, de hecho, una mini-cascada, como pude comprobar una vez estaba tan cerca de ella que me era imposible detenerme o retroceder. Desde el momento en que entré en el área de influencia de la cascada, fui plenamente consciente de que mi grito de euforia de unos segundos antes había sido infundado, pues me disponía a atravesar el punto más peligroso que había encontrado hasta entonces en toda mi ruta.

Mi respuesta al embravecido río conforme llegaba a las aguas blancas fue una denodada y rápida batida de remadas a ambos lados del bote, para mantener así el curso del Céfiro solidario al de la corriente. Esto fue casi instintivo, y a priori efectivo, pues logré atravesar los rápidos manteniendo el bote a flote y siguiendo la línea de la corriente, aunque no fue suficiente para salir del amplio remolino que esperaba al final de la pequeña catarata. Aquí el Céfiro se quedó clavado, impedido por el efecto de corriente inversa que caracteriza el fin de los rápidos cuando baja mucha agua por el cauce. En ese momento tan crítico, aún tuve tiempo para percatarme de la presencia de un gran número de pescadores, sobre todo en las rocas del lado tailandés, los cuales dejaron salir de sus bocas un unánime y sonoro murmullo de sorpresa cuando me vieron aparecer luchando contra la corriente. Imagino que lo último que esperaban esa mañana era que de repente apareciese un blanco, remando a bordo de un corroído botezucho, en un lugar en el que ni siquiera ellos se aventuraban con sus barcas motoras.



Para mí, al fin y al cabo, se trataba de personas aparecidas en un momento en el que tanto mi expedición como mi integridad se veían amenazadas, así que cuando sentí que el remolino, no solo había detenido el avance del Céfiro, sino que además estaba haciéndolo retroceder hacia la catarata, noté que brotaba del centro de mi espalda un duro escalofrío que inundó mi pecho en décimas de segundo. Supongo que cada ser humano reacciona de manera diferente ante situaciones de pánico y percepción del peligro. En mi caso, viéndome perdido, y siendo objeto de atención de un numeroso grupo de gente, mi reacción consistió en exclamar un agónico grito de auxilio que se perdió entre los rápidos sin ser atendido. El help que recorrió primero mi espalda, luego mi pecho y por último salió de mi boca como un relámpago, ni siquiera fue concebido en mi cerebro. Fue un acto reflejo motivado por una súbita percepción de la muerte rodeándome con su negro manto. En ese momento, me di cuenta de que la proa del Céfiro estaba más elevada de lo habitual, como si quisiera salir volando del río. Al mirar hacia abajo, comprobé que la popa, donde yo iba sentado, estaba totalmente sumergida en el agua y mi propio cuerpo, de cintura para abajo, se hallaba también bajo la superficie.

Entonces ocurrió lo que tanto había temido hasta ese momento. En un abrir y cerrar de ojos, mi barca desapareció sumergida en el río y yo quedé flotando en él, agarrándome en un último y descomunal esfuerzo a mi mochila, la cual estaba unida a una cámara neumática de autobús que me había acompañado durante todo el viaje. Dado que aún estaba en contacto con el Céfiro, y a pesar de que éste estaba ya bajo el agua, pude utilizarlo para impulsarme con mis piernas y salir así del centro del remolino. Por fortuna, este último impulso me ayudó a acceder a un remanso que se formaba milagrosamente en una mini bahía que quedaba a resguardo de la catarata. Era como una piscinita turbia en la que la corriente se neutralizaba y donde pude dar unas cuantas brazadas hasta llegar a agarrarme con mis manos a las rocas.

Muchos pensamientos recorrieron mi mente en esos frenéticos instantes. El más poderoso de todos era el que me decía que estaba vivo. Después fui consciente de que mi expedición había terminado, al menos en la forma que yo la había concebido. Sin embargo, muy poco después, todas mis preocupaciones se centraron el Céfiro. Ya no estaba conmigo. Y lo que es más; sentía que ese objeto moribundo se había sacrificado en última instancia para que yo pudiera escapar con vida de semejante situación. Allí, agarrado a una piedra y sumergido hasta el pecho, aún podía escuchar los estridentes ruidos que emitía el Céfiro bajo el agua mientras se desintegraba por la acción de las poderosas turbulencias. Incluso en un momento dado, como por arte de magia, su casco emergió a la superficie, en su totalidad, justo en el centro del remolino, donde fue zarandeado vilmente por el Mekong y exhibido ante el público antes de ser engullido de nuevo en medio de un gran estruendo. Fue un espectáculo dantesco que me paralizó y que amplificó la percepción de la fortuna que me acompañaba por haber salido ileso de aquella pesadilla.

Mi estúpida ambición de llegar a orillas de Vientiane remando por mi cuenta desde Luang Prabang, en una embarcación tradicional, parecía ahora sentenciada. Todo indicaba que la mano invisible que movía los hilos de este Viaje a las Antípodas había decidido que, en esta ocasión, debía resignarme a aceptar que no siempre triunfa la máxima según la cual, cuando uno se propone algo y se empeña en luchar hasta las últimas consecuencias para conseguirlo, entonces ha de conseguirlo. Nada parecía más lógico que esto en esos momentos. Pero un nuevo acontecimiento estaba a punto de mostrarme que estaba equivocado por haber aceptado el fin de mi aventura, ¡Y cuanto!

A los pocos segundos de mi llegada a la orilla, un nuevo murmullo altisonante se extendió como un reguero de pólvora entre los pescadores del lado tailandés del cauce. Cuando volví mi mirada para ver que es lo que llamaba la atención de estas gentes, no podía dar crédito a lo que vieron mis ojos. A tan solo unos cincuenta metros río abajo, la proa del Céfiro asomaba por la superficie del agua, muy cerca de la margen laosiana, mientras dos muchachos se apresuraban a agarrarla... ¡con la intención de reflotarlo!

Tal vez el Céfiro todavía tenía algo que demostrarle al Mekong.

.....

Fotos 1 y 2: Búfalos de agua junto a mi campamento

Foto 3: Campamento instalado en paradisiaca playa tailandesa en elmekong

Foto 4: Campamento noche antes del naufragio

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Sergio, lo que no sabian esas "vacas" con cuernos es que tu has corrido en San Fermines, asi es que algo de experiencia con mulacos tienes, aunque el paraje del Mekong poco o nada tenga que ver con la calle Estafeta.
El rio que describes tiene que ser impreisionante y la experiencia que has vivido es increible. Cuidate mucho.
Elena

Anónimo dijo...

Este relato me va a traer pesadillas!!! Deja esas vaquitas tan lindas y descansa en alguna playa paradisíaca de por allí.

Cuídate mucho
Besos
Begoña

Anónimo dijo...

Bueno Sergetto, por fin!! jeje.. jop.. en serio, no imaginas que bienvenidas son tus aventuras.

Oye, te confieso que lo que más me llama la atención de todo esto es lo que no se ve, lo que no se palpa, ni se huele, ni se puede saborear.. el motivo, lo que te mueve, lo que te impulsa a seguir, esa bravura... pues bravo Sergio, bravo!!, por todo, por este viaje, porque como ya has dicho anteriormente renunciaste a mucho para esto, y bueno.. es algo realmente digno y honorable tener el valor de coger las verdaderas inquietudes y anhelos de uno y hacer algo con ellos.. cueste lo que cueste... ains.. que me pongo sentimental.. será la primavera jeje..

bueno loco, te aclaro un poco: sigo en Madrid, aunque la verdad, no tengo claro por cuanto tiempo. No puedo decir que todo esté llendo de rositas, pero teniendo en cuenta como anda el mundo me considero afortunada de tener un trabajo y estar sana cual manzana (o eso creo).. y eso me basta por ahora..

Pero bueno, te voy dejando ya que como podrás observar tiendo a enrollarme despiadadamente cada vez que pillo el teclado.. mil perdones, no puedo evitarlo!! (cada vez que digo esto tampoco puedo evitar visualizar alguna escena de "Las amistades peligrosas", es decir, "Dangerous Liasons".. ves?? me dieron cuerda..)

Y resumiendo.. disfruté mucho con tu relato y espero que, aunque te tomes tu tiempo para contarlo a pleno gusto, sigas ofreciendonos un poquito más de tu memorias de esta aventura.. solo un poquito más anda.. y luego otro poquito, sin prisas..


Ciao bambino, que las estrellas te acompañen.

*:)==((===8

Inma

Espero que estes bien no, de lujo!!

Anónimo dijo...

Sergio, aunque sólo sea por tener amigas como Inma, bien vale la pena ese viaje.

Un beso para ti, y otro para Inma.

Anónimo dijo...

´Se me olvidó firmar... soy Begoña

Anónimo dijo...

Feliz cumple, Sergetto!!!
Cuándo vienes?
Un abrazo hermano
Cris

Anónimo dijo...

Las vacas del pueblo ya se han "escapau" riau riau...

Sabes que tienes una base en San Sebastian para poder encarar morlacos en Pamplona no? Pues eso, a ver si para entonces estamos de vuelta y nos vamos para las tierras navarras. Una horita nos separan... No hay excusas.

Un abrazo

Iker y Silvina

Anónimo dijo...

Hola Sergio!!

Acabé en tu blog investigando sobre el monte Kailash y llevo todo el día enganchado a tu blog. Leí primero con detenimiento las dos partes sobre el "viaje a la montaña sagrada" y quedé sobrecogido tanto por la MAGNIFICA AVENTURA en sí, como por la gran habilidad que tienes para escribir.
De verdad que me ha gustado un montón!!!
Anduve después picando aquí y allá, viendo fotos, leyendo algún que otro fragmento, y al final he decidido que me lo imprimo todo y me lo leo desde el principio porque estoy seguro de que va a merecer la pena!!


Por otra parte, tengo intención de viajar algún día al monte kailash y me gustaría pedirte algún que otro consejo.

¿ te puedo escribir a alguna dirección de correo electrónico?

Mi más sincera enhorabuena, y te seguiré desde hoy en el blog(bueno, cuando me haya leído tó!!)

Un saludo
Roberto

Anónimo dijo...

Hola otra vez!!

Soy Roberto( el de arriba)

Puedes escribirme a la dirección de correo

rob_emigrante@hotmail.com

Otro saludo
Roberto