36. El viaje del Céfiro (parte II)



(continuación capítulo anterior)

El nuevo día amaneció apacible. Como de costumbre, desmantelé el campamento y organicé la carga dentro del Céfiro. Antes tuve que achicar gran cantidad de agua de su panza, pues debido a las filtraciones y al diluvio de la noche pasada, debía haber más de 100 litros acumulados en ella.

Conforme empecé a remar, el río se mostraba anormalmente calmado (lo que yo había esperado que fuera habitual antes de comenzar la expedición, me parecía ahora anormal) y el paisaje requemado por el sol se hacía incómodo a mi alrededor. Aunque la remada me resultaba fácil, estaba acumulando cada vez más tensión al recordar las advertencias que me había hecho el pescador la tarde anterior acerca de las convulsas aguas, así que decidí actuar con mucha cautela para poder detenerme a tiempo tan pronto como apareciesen los rápidos. Mi plan una vez detectados éstos era detenerme y explorar la zona a pie, y mi mejor opción entonces sería esperar a que pasara algún pescador con una barca grande propulsada a motor y pedirle que me remolcase a través de las turbulencias. Esto mismo había hecho en una ocasión durante el segundo día, aunque ahora temía que los rápidos serían mucho mayores. Un encuentro inesperado elevó este temor hasta las estrellas.

En una zona donde el río se ensanchaba y la corriente disminuía su velocidad, el ensordecedor rugido de una barca motora -uno de los llamados “speedboats”- delató la inminente aparición de uno de estos vehículos (se trata de afiladas lanchas de fibra de vidrio a las que se ha acoplado un motor diesel de coche). El ruido era tan desorientador que ni siquiera sabía en qué sentido se desplazaba. Finalmente un punto apareció en el horizonte frente a mí y a los pocos segundos la barca, con su solitario piloto en posición erguida, se hizo visible en su totalidad. El hombre se percató de mi presencia bastante antes de cruzarse conmigo, y a buen seguro que adivinó mis intenciones, pues conforme pasaba de largo en sentido contrario a pocos metros de mí, su macabro saludo consistió en el desalentador gesto de recorrer su garganta con el dedo índice a la vez que adoptaba una maligna sonrisa.

Su estilo de advertirme el peligroso estado de las aguas río abajo -o tal vez algo peor- fue diferente al del pescador del día anterior, y por desgracia mucho más convincente, así que de nuevo el miedo se instaló en mi frágil bote. Durante varias horas remé con ritmo vacilante, sin apenas avanzar, hasta que poco a poco el agua me trajo a una zona donde el cauce se estrechaba. Este cambio en las condiciones del Mekong vino parejo con una repentina presencia de nubarrones en el cielo y a los pocos minutos la superficie del río se llenó de molestos chispoteos producidos por una pesada lluvia. En cuestión de segundos la corriente se fortaleció y las orillas se cerraron en forma de oscura garganta, de manera que mis posibilidades de detener el bote se redujeron justo en el momento en que más dificultades estaba teniendo para gobernarlo. Me sorprendió la facilidad con la que se pasó de una situación de calma total a un peligroso lance de la jornada en el que mis esfuerzos, en lugar de limitarse a avanzar a lo largo del cauce, estuvieron encaminados a evitar el choque con sus límites.

Algunos pescadores aparecieron encaramados estratégicamente en aquellos lugares donde la corriente era más fuerte, ya que es aquí donde los peces lo tienen más difícil para escapar de sus redes, las cuales consisten en grandes salabres soportados por simples ramas de árbol unidas con cuerdas. Esta escena, contemplada desde una estable barcaza motora, o mejor aún, a través de una moderna pantalla de plasma mientras se disfruta de las comodidades del hogar, resultaría muy evocadora y pintoresca, con pequeños grupos de pescadores colgados de las rocas igual que cangrejos ávidos de apoderarse de sus presas. Sin embargo, desde el Céfiro la situación era más bien percibida como un patíbulo en el que el río se reía de mí y me zarandeaba de una orilla a otra igual que un toro de lidia voltea al incauto torero que ha errado la estocada en el momento de entrar a matar.





Por fortuna, en uno de estos encuentros con las rocas de la orilla pude detener el bote en un pequeño remanso con aguas tranquilas que algunos pescadores utilizaban para amarrar sus barcas y le pedí a gritos a un grupo de éstos que me ayudasen a salir de aquel tramo traicionero. Al principio parecían dudar y no entendían muy bien lo que pasaba (¡y no los podía culpar por ello!), pero después de unos segundos uno de ellos, el cual se había percatado de mi estado de extenuación, se decidió a actuar y saltó a bordo del Céfiro, desde cuya popa comenzó a remar mientras yo agarraba con mis manos su diminuta canoa para que el hombre pudiera regresar a su puesto (remando río arriba...) una vez me hubiera sacado de aquel infierno. Ver a este pequeño laosiano de avanzada edad remar trabajosamente, con su mirada canina descansando en un horizonte cubierto de lluvia y aplicando cada concienzuda remada con extrema pericia, me sumió en un estado hipnótico que me abstrajo por unos segundos. Sus fibrosos músculos se mantenían siempre en estado de flexión, y el remo parecía una prolongación de sus brazos. Sabía como batallar con la corriente, retorciendo el remo dentro del agua para neutralizar su fuerte empuje y evitar así que la barca adquiriese excesiva velocidad. No me cabía duda de que había estado haciendo esto toda su vida; una vida surgida en las orillas de este río y destinada a irse con él. Ni imperios, ni colonias, ni reinos gobernados desde capitales en tierras remotas habrían cambiado esta relación vital, pensé. Estas gentes sencillas tan solo rendían lealtad al Mekong, el río de sus vidas.

Llovía con intensidad. El hombre tardó un buen rato en sacarme de aquel trance, y una vez hecho esto me dejó en las manos de otra barca que se disponía a sobrepasarnos, ésta propulsada por un pequeño motor y ocupada por tres adolescentes. Los jóvenes me remolcaron durante unos diez minutos, tras lo cual detuvieron su barca y la mía en la orilla. Debido a que la tarde ya estaba madura, me invitaron con gestos a que fuese con ellos al lugar donde vivían, lo que acepté con cierta resignación, aunque sabedor de que era lo mejor que me podía pasar en un día en el que de nuevo me sentía derrotado por el río.

Sus nombres era Phan, Than y Khon, y su poblado, al cual se referían como “Talan”, se encontraba a unos 200 metros de la orilla, encaramado en lo alto de una tupida loma. Para acceder a él se debía escalar por un irregular sendero atravesado en varios puntos por arroyuelos oscuros. Mientras ascendíamos descalzos por la embarrada pendiente, repartiéndonos la carga de mi impedimenta, noté que se desataba una animosa excitación entre mis compañeros. Hablaban alteradamente entre ellos y su actitud era cada vez más festiva. Y sabía muy bien por qué. Sin lugar a dudas, hoy estaban trayendo al pueblo algo más que peces y leña, su habitual mercancía. Ese día iban a causar el mayor impacto que Talan había vivido en mucho tiempo. Habían salido temprano por la mañana, con sus hachas y redes hechas a mano, para seguir con la rutina de abastecer sus moradas de alimento y calor. En cambio ahora retornaban -con los cielos despejándose para facilitar su encumbramiento popular- guiando a un genuino falang (el origen de esta palabra, si uno tiene que creerse todo lo que le dicen, viene de una corrupción del término “francaise”, es decir, francés, en alusión a los primeros europeos que viajaron por el Mekong y que ha pasado a convertirse en el calificativo aplicado por los laosianos a todo extranjero occidental).





Esta misma palabra, falang, corrió de boca en boca como un brioso rumor entre las gentes del poblado conforme nos adentrábamos en él; saltó de un tejado a otro y circuló por el aire a través de las puertas y ventanas de sus casuchas de madera, apagándose en la distancia con una característica resonancia metálica y desapareciendo ahogada por la frondosidad de la jungla. En pocos segundos, todos los habitantes de Talan sabían que un falang estaba entre ellos. Y todos querían comprobarlo por sí mismos.

Lo cierto es que mi aspecto dejaba mucho que desear teniendo en cuenta la importancia del momento y las expectativas que mi presencia generaron entre los lugareños. Estaba empapado y lleno de barro, además de derrotado físicamente y preocupado por el carácter indómito del Mekong en esta zona. Aún así, el jolgorio y la emoción de las gentes iba in crescendo. Los niños eran los más fascinados. Entre continuas risas me rodeaban e intentaban acercarse a mí tanto como podían, hasta que cualquier gesto o movimiento mío les hacía retroceder enloquecidos, como diablillos tras haber cometido alguna inocente fechoría. Las mujeres del lugar fueron las encargadas de decidir acerca de mi alojamiento, dejando patente el carácter matriarcal de estas sociedades tribales. Una de ellas, una anciana de mirada penetrante, me guió hasta su casa, la cual estaba situada en medio del pueblo y era la más grande de las que pude identificar. Se trataba de un sencillo caserón de madera soportado por travesaños cuyo rincón más apacible era un amplio porche con vistas al Mekong. Allí fui instalado sobre un colchón que la señora preparó para mí, y tan pronto como estuve sentado, la gente comenzó a congregarse a mi alrededor de igual manera a como devotos seguidores de un gurú se arremolinan en torno a éste prestos a escuchar sus enseñanzas.

Fue una tarde con muchos altibajos anímicos. La comunicación con mis nuevos compañeros era cualquier cosa menos fluida, pues el más dotado de todos ellos para hablar la lengua de Shakespeare no era capaz de articular más allá del clásico “one, two, three...” o del poco útil “I love you”. Pero los gestos y expresiones estaban cargados de significado. Mi aventura les impresionaba bastante, y de hecho no le daban mucho crédito. Me indicaban entre risas que las aguas estaban muy revueltas río a bajo y mencionaban muy a menudo la palabra “Pakneun”, que al parecer se trataba de una aldea situada a poca distancia de allí y que, efectivamente, aparecía reflejada en mi mapa de Laos. Por lo visto Pakneun era una barrera natural para ellos debido a los rápidos, y por extensión la aplicaban también a mi quijotesca expedición, seguros de que no la podría atravesar con el vetusto Céfiro. Aún así insistí en que deseaba intentarlo y les pedí que me ayudasen, ofreciéndoles dinero por ser remolcado con una barca motora a través de los rápidos al día siguiente.

El tema pasó a convertirse en un asunto de estado para los hombres de Talan, con lo que la negociación económica de semejante empresa ocupó gran parte de la velada. Mi libreta se llenó de cifras, en kips (la moneda de Laos), que los cabecillas del pueblo escribían anárquicamente, sin prestar atención a la cantidad de ceros que debían anotar. El primer número que uno de ellos escribió fue “30000000”, es decir, unos 2.000 euros. Otro de ellos, al percibir mi cara de póker, quitó varios ceros a la cifra, pero aún así el precio era exagerado. Aducían con gestos que el combustible era muy caro en el Mekong -lo cual era cierto- pero en realidad, su percepción de los falang como personas de sobrada riqueza -con independencia de los medios con los que viajasen- era lo que les guiaba a pedir cantidades tan elevadas. La negociación degeneró hacia derroteros cómicos, en especial tras añadir a mi mejor oferta una olla a presión que había comprado en Luang Prabang antes de partir y que se había revelado como un utensilio inútil a bordo del Céfiro. Al parecer los lugareños atribuyeron al artilugio la misma inutilidad en sus inexistentes cocinas.





En vista de que la negociación no llevaba a ningún sitio, decidí zanjarla cerrando mi libreta y pretendiendo aparentar que me bastaba por mí mismo para cruzar los rápidos de Pakneun, aunque sabía que si no se aflojaba algún cabo en sus férreas condiciones, mi expedición había llegado a su fin. Mis muestras de cansancio restaron interés a la presencia del falang entre los habitantes de Talan y poco a poco el evento fue perdiendo auge. El porche de la casa donde me hallaba se fue vaciando y mi figura echada en el colchón se fue apagando con la llegada de la noche. Entonces, un niño que había estado ahí desde el principio, y que por su rostro encandilado debía ser el más entusiasmado de todos con mi inesperada visita, se acercó y comenzó a tocar mis piernas. Mi reacción fue de sorpresa y algo de sobresalto, pero enseguida comprobé que lo que se disponía a hacer era una de las máximas muestras de hospitalidad que un laosiano puede esgrimir ante un visitante: un masaje corporal.

Las manos el niño fueron recorriendo mi cuerpo con gran maestría. Me pidió que me tumbase y que relajase todos mis músculos, tras lo cual comencé a notar los soporíferos efectos de este viejo arte del combate de la fatiga. Tumbado boca abajo me dejé llevar por la placentera sensación de distanciamiento que me traía el masaje laosiano y miré embriagado a mi alrededor. Ya no quedaba nadie en el porche salvo Than, uno de los jóvenes que me había traído a Talan, y la anciana que me hospedaba, la cual fijaba su brillante mirada en las acciones del niño, complacida ante la espontánea benevolencia con la que uno de su clan estaba tratando a un extranjero. Su rostro estaba iluminado por una solitaria vela cuya tenue luz resaltaba sus nobles arrugas y le confería una enigmático semblante de tótem. El Mekong había desaparecido de mis pensamientos mientras el niño terminaba de aplicar un suave masaje en mi cuello con sus diminutas manos, trabajando a continuación la parte trasera de mi cabeza con sublimes caricias hasta que caí presa de un profundo sueño.

A la mañana siguiente, nada más despertar me cercioré de la presencia junto a mi lecho de una figura humana sentada en el suelo. Me observaba con una sonrisa medio pintada medio borrada en su cara. Parecía como si los dos acabásemos de despertar, yo de mi sueño y él de una profunda meditación. Se trataba del padre de Than y del marido de la señora que me hospedaba (aunque como ésta no era su esposa preferida -de las dos que tenía-, el hombre no solía dormir allí). Nada más saludarnos me pidió mi libreta y un bolígrafo, garabateó con éste unos números en una hoja en blanco y me la entregó para que leyese lo que acababa de escribir. Allí se podía leer esta intrigante cifra: “12.0000”. El hombre se había tomado su tiempo para escribirla, concentrándose mucho a la hora de elegir el número exacto de ceros que debían seguir al “2” -sabedor de las molestias que me había causado el baile de ceros de la tarde anterior. En mi mente el número mutó para convertirse en un ortodoxo 120.000, y entonces supe que ésta era la mejor oferta que iba a recibir (unos 8 euros), pero aún así traté de no mostrar ningún tipo de satisfacción y decidí mostrarme escéptico. Pasados unos segundos en los que me tomé mi tiempo para desperezarme, decidí cerrar el trato poniendo el dinero en el suelo delante del hombre, haciéndole ver que eso era todo lo que le iba a ofrecer por ser llevado a salvo al otro lado de los rápidos de Pakneun. Su sonrisa resplandeció al aceptar el dinero, el cual entregó a su hijo para que fuera a comprar gasolina, acaso el bien más preciado en la actualidad entre las gentes del Mekong.

Tres cuartos de hora más tarde estaba de nuevo en el río, a bordo del Céfiro y siendo remolcado de nuevo por Phan, Than y Khom en dirección a Pakneun y sus rápidos. Un buen rato después de haber partido todavía navegábamos por aguas tranquilas, lo cual comenzó a agitar una ligera impaciencia en mi interior. Hasta ese momento todos los mensajes que había recibido me habían hecho concebir la idea de que los famosos rápidos estaban muy cerca, acechándome tras cada recodo del río, de manera que esta perseverante quietud contrastaba con mis expectativas. Pero ¡hay, cuan grande y misterioso es el Mekong! ¡Cuantas caras tiene este río!





De repente, y a pesar del sonoro ronroneo del motor de la barca que me remolcaba, un murmullo quedo pero persistente se instaló en mis oídos. Mi instinto me llevó a fijar la mirada en el horizonte, escrutándolo al milímetro para intentar descubrir en él el misterio del rumor que se había apoderado del aire. En ese momento los tres jóvenes comenzaron a hablar con cierta excitación, lo cual me confirmó que estábamos aproximándonos a los famosos rápidos. Todavía no podía verlos, pero un grupo de tejados en torno a un gracioso templo budista en la margen izquierda del río me informaba que habíamos llegado a Pakneun. En cuestión de segundos, una negra sucesión de rocas estiradas apareció en medio de un vaporoso cauce al tiempo que el rumor del agua se acrecentaba.

Habíamos llegado a la zona de influencia de los rápidos. Sin embargo, para mi sorpresa, en lugar de aventurarse a cruzarlos, los jóvenes guiaron las embarcaciones hacia la orilla. Al principio no entendía muy bien por qué y temí que estuvieran urdiendo un chantaje según el cual me pedirían más dinero por el servicio. Pero estaba equivocado. Tras amarrar su barca, ataron sendas cuerdas a la proa y a la popa de la mía y me indicaron que siguiera a uno de ellos caminando río abajo. Los otros dos se disponían a arrastrar al Céfiro a través de los rápidos desde las rocas. Desde mi posición no entendía muy bien el por qué de tantos cuidados y lo aduje al hecho de que se trataba de adolescentes inexpertos, pero enseguida salí de dudas al ascender yo mismo entre el cortante y ardiente granito hasta un punto elevado del cauce. A lo largo de unos doscientos metros, el Mekong se tornaba en caos.

Como si se tratara de una batalla perdida en la guerra de amor que este grandioso río declaró a la Tierra, ésta lo devoraba aquí estoicamente, desgarrándolo con decenas de negras islas que sobresalían de la superficie como cíclopes en un cuento épico. El agua corría entre ellas presurosa, revuelta y escocida, lanzando al aire alaridos vaporosos conforme escapaba de aquel acoso. En la distancia, río abajo, se apreciaba otra vez la calma que había precedido los kilómetros previos, y hasta allí me dirigí caminando descalzo, con sumo cuidado y cargando mi mochila para evitar decir adiós a mis pertenencias más preciadas en caso de que los jóvenes perdieran el control del Céfiro.

La operación duró cerca de una hora, tras la cual los dos muchachos aparecieron victoriosos, ahora remando, a lo largo de las ultimas estrías de rápidos en la parte final de este peligroso tramo del Mekong. Desde la orilla los atraje con gestos de euforia y hasta mí llegaron riendo alborotados, convencidos de que su valeroso acto no pasaría desapercibido en los anales de la historia que relato. Después me ayudaron a reorganizar la carga en el bote y me indicaron con señas que las aguas, a partir de allí, serían tranquilas.

Conforme me alejaba remando, los tres chavales se sentaron en una roca protuberante y me observaron marchar embobados en un infantil silencio. Les dediqué varias miradas y gestos de aprecio hasta que desparecieron en la distancia tras de mí y me encontré de nuevo a solas con el Mekong. Ni siquiera había completado una cuarta parte del recorrido total hasta a Vientiane, pero en ese momento fui plenamente consciente, por primera vez, de que esta aventura podía concluir con éxito. Podía llegar a Vientiane remando a bordo del Céfiro.

6 comentarios:

Begoña dijo...

Me estoy empezando a creer que lo que cuentas es de verdad, que son realmente tus aventuras y vivencias. Dime si es así, o no es más que ficción.
Sea lo que sea, está claro eres bueno con "la pluma".
Cuídate mucho
Besos
Begoña

auteur dijo...

Hola Begoña!!

me alegra mucho que sigas mi blog y que te guste tanto. Me anima mucho a seguir escribiendolo (muy detalladamente, cmo a mí me gusta... aunque sea demasiado largo).

A tu pregunta puedo responder fácilmente de manera que me entiendas... Tú crees que iba yo a cambiar la playita de canet, donde podría escribir cientos de cuentos de ficción, para embarcarme en un viaje como el que estoy haciendo sin contar la verdad de mis experiencias? Todo lo que cuento es verdad, escrupulosa, pero toda la verdad no la puedo contar... ojalá algun día encuentre tiempo para ello... tal vez en la playita de canet.

Muchas gracias por tus comentarios y hasta pronto.

Sergio

Anónimo dijo...

Hermano lo único que me consuela cuando leo tus historias es que ya han pasado y las puedes contar. aunque no puedo parar de leerlas.
Cuidate mucho.
Luisa.

Begoña dijo...

Hola Sergio!!

He publicado un enlace en mi facebook.com de tu blog. Así que ahora te leerá más gente aún. Creo que debería haberte pedido permiso antes, perdona. Si no estás de acuerdo me lo dices y lo quito en un segundo.
Si quieres verlo: www.facebook.com, te inscribes y solicitas mi amistad: Begoña Tovar Morales.
Cuídate
Besos

Iker Arrizabalaga dijo...

Bueno Sergio,

Saludos desde Donosti,.... Linköping connection,.... y yo que pensaba que aquello eran "aventuras".

Miguel me ha "conectado" con tu blog

Suerte con tu sueño,


Iker

auteur dijo...

Hola Iker!

hace mas de 10 años que no estamos en contacto y de repente mi blog obra el milagro... Encantado estoy. A ver si nos vemos todos cuando vuelva. Eskerikasco por tu lectura.

Begoña, cuanta más gente lea el blog, mejor. Gracias por enlazarme a tu página de facebook. Yo de momento no tengo perfil. Ya veremos a la vuelta

Un beso grande

Sergio