35. El viaje del Céfiro (parte I)

9 de abril, Vientiane, Laos



Las amplias aguas fluían a través de una miriada de islas boscosas. Se podía perder el camino en ese río como en un desierto, hasta que llegabas a sentirte hechizado y desconectado para siempre de todo cuanto habías llegado a conocer... en algún lugar; muy lejos; tal vez en otra existencia


Joseph Conrad
El corazón de las tinieblas



La ruta asiática que mejor conocía estaba destinada a conducirme hacia la mayor locura viajera que mi mente había podido concebir. El cúando se me ocurrió esta idea es un misterio para mí; he de admitir que no recuerdo el momento exacto. Lo que puedo asegurar es que una vez tomada la decisión de llevarla a cabo, apenas pude concentrarme en otra cosa que no fuera su ejecución. Decidí que compraría un pequeño bote en la localidad de Luang Prabang, a orillas del río Mekong, en el norte de Laos, y remaría en él, en solitario, los 500 kilómetros que separan a esta antigua capital del país de la actual sede del gobierno comunista: Vientiane.


Tras mi salida de Tíbet, dos monótonas semanas desplazándome por China reforzaron mi ánimo de enfrentarme a este plan, y una vez hube llegado a Luang Prabang, casi todos mis actos estuvieron encaminados a prepararme para concluirlo con éxito. La primera cosa que hice cuando llegué fue comprar un barca de pescar usada, algo para lo que conté con la inestimable ayuda de un joven laosiano llamado Don, el cual se impregnó de mi entusiasmo al contarle mis intenciones. Don se había dirigido a mí para ofrecerme sus servicios como guía turístico, ignorante de que lo último que me interesaba ese día era unirme a la vorágine de turistas que se mezclan con los hermosos parajes de esta ciudad (yo ya había estado en Luang Prabang tres años antes, en el comienzo de unas vacaciones cuyo objetivo era el resarcirme de otro viaje anterior -comenzado en 2003- que había terminado inesperada y trágicamente para mí cuando me dirigía allí. Aunque eso es otra historia).


Desde el principio Don me pareció un tipo de confianza, justo lo que necesitaba para encontrar lo que buscaba. La verdad es que se sorprendió mucho al principio, pero tras hacerse una idea de cuales eran mis necesidades, me dijo que fuera a verle esa misma tarde, asegurandome que podría encontrar a alguien dispuesto a venderme una barca. Y así fue. A media tarde ambos nos dirigimos a la otra orilla del Mekong, donde residen la mayor parte de pescadores de la localidad. Don me dijo que tenía varias opciones e intentó una vez más persuadirme de que adquiriese también un motor, pues el camino hasta Vientiane era muy largo y él jamás había oido de nadie que lo hubiera hecho remando, pero insistí en mi plan y en la necesidad de elegir la opción más económica. A los pocos minutos, tras presentarme al que había de convertirse en mi proveedor -un pescador de mirada hirsuta y relajada-, me hallaba frente a un objeto flotante amarrado dócilmente a una estaca que sobresalía de la superficie del río. En efecto se trataba de una barca, pero enseguida me di cuenta de que su forma en absoluto correspondía con el estilo predominante en la zona. Era de perfil bajo, con los bordes muy cerca del agua, y aparentaba ser simétrica, con la proa y la popa iguales en forma y tamaño. Además, estaba tan vieja y abandonada que se podía apreciar gran cúmulo de algas en el casco, algo que no había visto en ninguna otra barca en todo el Mekong. Al comprobar mi desilusión, Don me dijo que el pescador haría algunas mejoras antes de entregarmela, como elevar los bordes con tablas adicionales y limpiar las algas del casco. Le pedí efusivamente que así fuera y añadí a mis exigencias una cubierta de mimbre para proteger mi carga de la previsible lluvia, junto con una rebaja del precio inicial propuesto. Al final el acuerdo fue sellado con un apretón de manos y con mi promesa de que pagaría los 500.000 kips (35 euros) cuando la barca fuera entregada en las condiciones acordadas, algo que ocurrió el día de mi marcha, justo una semana después.






El 23 de marzo de 2008, mientras era observado con atención por una espontánea comitiva de despedida laosiana liderada por Mama -la entrañable dueña de la posada en la que me hospedé durante mi estancia en la ciudad-, además de Don y su joven esposa embarazada de seis meses, me ponía en marcha apresuradamente. Por alguna razón, consideré que debía darme mucha prisa en comenzar a remar. Tal vez fue un mecanismo de mi mente para autodistraerse del auténtico pavor que me infundía la empresa que me disponía a acometer. Sin tan siquiera haber probado la barca, sin enfundarme el chaleco salvavidas, sin ponerme los guantes, ni la gorra, ni protección solar, y tras haber cargado toda mi impedimenta a bordo, mis pies descalzos daban un último impulso en el barro de Luang Prabang, saltaba abordo de mi reciente y enmohecida adquisición y dejaba caer el remo en las estuarias aguas del Mekong a su paso por esta antigua capital del reino de Laos.


Eran las nueve de la mañana y las altas temperaturas imperaban sobre el ancho cauce. El cielo parecía no existir, como si el éter que separa al astro rey de la tierra hubiera sido consumido por los rabiosos rayos solares y éstos constituyesen una invisible lluvia de fuego; tal es el calor que asola las mañanas de Luang Prabang en temporada seca. El remo del que hacía uso era de madera, simple y viejo, y con la pesada carga que había embutido en mi resquebrajada embarcación, tenía la sensación de que las remadas apenas causaban efecto en su parsimonioso avance.


En anteriores viajes por Asia mi camino se había cruzado con el del Mekong en varias ocasiones. En estos encuentros había contemplado la grandiosidad con la que su delta reina en tierras del sur de Vietnam; la temible mansedad con la que su vasto caudal custodia las ciudades de Phnom Penh -capital de Camboya- y Vientiane; la serena belleza con la que se pasea por los aledaños de Luang Prabang y Pakse, ambas históricas ciudades laosianas. También había sido testigo de su aspecto más salvaje, en especial de la retorcida furia con la que serpentea en su precipitado descenso por las montañas del Himalaya oriental, en la provincia china de Yunnan, y de su fortuita transformación, al llegar a la frontera entre Laos y Camboya, en un festival de cascadas encadenadas transversalmente, conjunto que es conocido como Cataratas Khone y que representa el principal obstáculo para la navegabilidad a gran escala del Mekong entre China y su desembocadura en el Oceano Pacífico (para mayor desgracia de los franceses en tiempos coloniales de Indochina, que sobrevalorizaron sus conquistas asiáticas bajo el convencimiento de que el río les abriría las puertas de China y de sus riquezas).


Si había un gran río del que me podía considerar conocedor antes de comenzar la experiencia que relato en este artículo, ése era, sin duda, el Mekong. Aún así, nada me preparaba para lo que tuve que experimentar cada uno de los diecisiete días que duró esta gesta: Aguas en constante lucha consigo mismas, descuartizadas una y otra vez por miles de cortantes islas de negro granito que emergían a la superficie como cuchillas y que hacían sangrar al río con estiradas proyecciones de aguas blancas y espumosos rápidos. Los remolinos creados como consecuencia del irregular y pedregoso fondo del cauce convertían el flujo del Mekong en un mar de dudas; como si las aguas, en lugar de fluir borreguilmente hacia el océano avocadas a un encuentro inevitable con su inmensidad, se replanteasen esta ley de la Naturaleza y la pusieran a prueba permaneciendo enredadas en sí mismas, sin avanzar. Cuando me encontré con los primeros remolinos en mi camino, éstos no fueron muy problemáticos. Eran pequeños y mi barca pasaba por encima de ellos sin dificultad. Pero poco a poco su diámetro fue incrementándose, hasta que llegaron a convertirse en auténticas trampas hídricas en las que el bote se precipitaba sin remisión y que cambiaban el rumbo de éste de manera fortuita, sin que nada pudiera hacer.






En el primer día, nada menos que tres veces fui a chocar contra las rocas del río al ser descontrolado por los remolinos. En uno de estos incidentes choqué con tal brusquedad contra las negras paredes de la orilla, que algunos trozos de madera de la proa saltaron por el aire, haciendome pensar que era el fin y que la barca terminaría por hundirse. Pero nada de esto ocurrió; no todavía. En otra ocasión, en cambio, la panza del bote encalló en unas rocas protuberantes en el centro del cauce, allí donde la corriente es más fuerte, y de milagro pude mantenerlo a flote llevando a cabo un instintivo ejercicio de equilibrio mientras éste rotaba sobre sí mismo 180 grados antes de ser liberado de nuevo. La voracidad del Mekong en esta zona se me presentó como una sorpresa; como un desalentador mensaje de que lo que estaba haciendo era una peligrosa afrenta contra la Naturaleza. No solo estaba discurriendo por uno de los accidentes geográficos más fabulosos de Asia. Más importante aún, lo estaba haciendo sin experiencia relevante en este tipo de actividades. En el pasado apenas había cogido un remo; tan solo en un par de ocasiones, la más notable de las cuales había consistido en mi decisión de remar en solitario durante dos días en el también grandioso río Amazonas, a su paso entre Perú y Colombia; pero aquello fue mucho más fácil, pues sabía muy bien a donde me dirigía y, además, las aguas eran verdaderamente mansas. Por otro lado, la embarcación en la que viajaba ahora no era ningún juguete fácil de manejar. Se trataba de un auténtico cayuco de más de cinco metros de longitud, con cubierta de mimbre incluida y con entablados en el fondo para depositar la carga. En otra época -ciertamente en otro siglo- había dispuesto incluso de un motor, tal y como lo evidenciaba el hecho de que en la parte trasera, justo donde yo ocupaba mi lugar, había una ranura de unos 30 cms. de longitud por 5 cms. de anchura -presumo que para dejar pasar el eje que une el propulsor con la hélice- taponada de manera precaria con goma de neumático en medio de lo que parecía un antiguo soporte para el motor.


A pesar de todas estas contrariedades, el paisaje a mi alrededor iba cambiando, muy poco a poco, pero lo suficiente como para asentar en mi mente la idea de que, en efecto, me estaba desplazando. Era un desplazamiento lento, esforzado y temeroso. Debía poner toda mi atención, no solo en sacar el máximo partido de cada remada, sino también en el largo trecho de río que tenía por delante en cada momento. Debía estar preparado para reaccionar ante las irregularidades del cauce, por lo que era necesario detectar éstas con mucha antelación, ya fueran rocas emergentes, remolinos o pequeñas islas. Esta tensión fue la tónica de los primeros días. Tan agotador fue completar los primeros kilómetros, que al final del tercer día de remada (habiendo recorrido unos 75 kilómetros desde que abandoné Luang Prabang) decidí tomarme una jornada de descanso para recuperar fuerzas y para dedicar unas horas a replantearme las posibilidades que tenía de concluir esta prueba con éxito. Di por finalizada la remada a las tres y media de la tarde, tras completar ocho horas de extenuante ejercicio, físico y mental. Como cada uno de los días previos, no me fue complicado encontrar un lugar adecuado en el que instalar el campamento, el cual consistía en un gran rectángulo de plástico de colores (como los que se utilizan en las paradas de los mercados) que pendía de una cuerda amarrada a un árbol o a una roca y que disponía sobre una pequeña mosquitera que colgaba de la misma cuerda. Para fijar la mosquitera y el plástico al suelo -y dar así la característica forma de tienda canadiense a mi morada- me servía de grandes clavos de hierro que hundía fácilmente en la tierna y dorada arena que decora gran parte del curso del Mekong a su paso por Laos en temporada seca.


Esa tarde fue muy especial; y también muy dura. Pasados los minutos iniciales, en los que me empleé a fondo en la instalación del campamento, calenté algo de agua y me preparé un café instantaneo -con la ayuda de mi pequeño hornillo de gas- para entrar en calor tras la zambullida accidental con la que me empapé por completo al desembarcar en la orilla. Tomé asiento en la arena para dar descanso a mis músculos y con el reposo llegaron los fantasmas. Como si viajasen alborotados en un segundo bote que me perseguía con sigilo por el río, pensamientos insoportables arribaron a la misma orilla en la que había depositado mi mirada conforme el café se enfriaba en mis manos. Desde que empecé la excursión había intentado enterrarlos con cada esforzada remada, pero ahora, con el descanso y la quietud de la tarde, éstos se me presentaban de nuevo con una fuerza avasalladora. Había intentado desprenderme de la nostalgia, de lo mucho que echaba de menos las cosas que me habían rodeado en el pasado; las personas que me importaban, lo importante que realmente eran para mí, y sobre todo, de la sensación de traición que me invadía por llevar a cabo una estupidez tan grande como esta sin haberles siquiera informado acerca de mis planes. Nadie, ni siquiera aquellas pocas personas a las que había dado algo de información acerca de éstos, sabía con certeza lo que me estaba sucediendo esos días; nadie sabía que estaba arriesgando mi vida dejándome llevar por un río enorme en una tierra misteriosa.





Sentado en la arena, de nuevo la sombra gélida de la soledad vino a encontrarse conmigo, pero justo unos pasos antes de alcanzarme, se detuvo y se alzó ante mí como un oso que se prepara para asestar el zarpazo definitivo a su presa. El oso de la Soledad me observó con desprecio, hinchó su negro pecho aspirando el aire a su alrededor y lanzó toda su furia sobre mi con un rugido que me hizo estremecer. No recuerdo haberme sentido tan impotente en toda mi vida, tan menguado ante el paisaje que me rodeaba; tan desligado y tan lejos de todo cuanto más quiero en este mundo. Con mi nueva experiencia me estaba alejando, además, de los mejores momentos que este viaje me había deparado, allá en las montañas del Tíbet. Pero esta vez había un nuevo ingrediente en la receta de dolor que me estaba consumiendo. Por primera vez, el miedo al fracaso se había instalado en mi pecho.


Un convencimiento tan racional como absurdo me instaba a abandonar este reto y a dirigirme a la carretera más cercana, que en mi mapa aparecía bien definida a no más de un par de horas de caminata del lugar en el que supuestamente me encontraba. Hubiera sido muy fácil; pasar la noche en el campamento, despertar temprano por la mañana y caminar unos diez kilómetros; comenzar a hacer auto-stop y regresar a Luang Prabang; o con algo de suerte montar a bordo de un camión cuyo destino fuera Vientiane. Esta opción cobarde, no obstante, comenzó a producirme un reconfortante efecto sedante y finalmente pasó a representar mi tranquilidad. Tuve la sensación de que había más opciones que dejarse llevar por un río grandioso hacia un encuentro directo con la ruina.


Cuando el sol se escondió tras los montes bajos al otro lado de la orilla fui a cobijarme en el plástico que se había convertido en mi hogar, pues con la rapidez con la que se pasa del día a la noche en estas latitudes tropicales, las sombras del crepúsculo lo invadieron todo en pocos minutos. Si mi día había sido uno de los más aciagos que puedo recordar, esa noche fue su complemento perfecto. Una tormenta que parecía teledirigida para darme el golpe de gracia se precipitó con toda su furia sobre mi cobijo. El agua comenzó a entrar a raudales en el campamento. Al principio intenté desviarla haciendo surcos en la tierra con mis manos, pero estos fueron insuficientes y al final lo único que pude hacer fue acurrucarme boca abajo, abrazando mis posesiones más delicadas para protegerlas de una lluvia que parecía provenir del mismo suelo. No hubo tregua para mí. Mis gritos de rabia y desesperación fueron ahogados una y otra vez por la tempestad, la cual duró hasta la madrugada.


Por la mañana desperté empapado, cubierto de arena y de restos de libros que se habían convertido en una especie de sopa amarillenta. Todo mi material, por mucho que había intentado protegerlo de la intemperie, había sufrido los efectos de la inclemencia climática que había cocinado mis pesadillas a fuego lento durante la noche. El bancal de arena en el que había instalado la tienda estaba ligeramente inclinado, de manera que el agua de lluvia, tras haberse acumulado en el pedrisco que separa la playa del frondoso bosque, corrió a encontrarse con el río en forma de torrente, sin importarle lo más mínimo que yo estuviera en medio. El campamento amaneció desparramado, y muchos de los objetos, como botellas de agua, material para cocinar o aparellaje, quedaron enterrados. Mi reloj de pulsera apareció bajo una capa de más de cinco centímetros de arena y mi pequeña cámara de fotos resultó seriamente dañada, tanto que tuve que desmontarla y limpiarla a fondo por dentro.







Cuando terminé de reorganizar el campamento el día estaba muy avanzado. Me sentía satisfecho por haber aprovechado bien la mañana y por la belleza de mi entorno, la cual estaba comenzando a apreciar. Paseé por la orilla, sorteando las múltiples rocas y maravillandome a cada paso con el paisaje que se descubría ante mí. El Mekong difícilmente podía mostrar una cara más bella que esta, pensé. Fluía ante mí con brío, acariciando con sus músculos las atrevidas rocas que se interponían en su camino. La estrechez de su cauce lo asemejaba más a cualquiera de los ríos que bajan de las montañas en mi propio país, pero el color terruno del agua delataba su largo historial de bagaje erosivo por gran parte de Asia oriental. El silencio era sellado con delicadeza por la embriagadora melodía de las aguas, que en esta ocasión me invitaban a unirme a ellas y a festejar su inminente encuentro con el Océano. Sentí deseos de volver a remar, de seguir involucrándome en esta aventura que, después de todo, no debía ser tan alocada. Mirando a mi alrededor todo era naturaleza pura y bella; y yo un privilegiado espectador a quien sus ansias por tener este tipo de sensaciones habían traido hasta aquí a bordo de un un viejo ensamblaje de maderas pobres que se ajustaba más a la definición de “balsa” que de “barca”. No, no podía abandonar. La decisión estaba tomada: seguiría hasta las últimas consecuencias.


Por la tarde me senté de nuevo en la arena, esta vez relajado y convencido de que mis pensamientos del día anterior habían sido fruto de una repentina debilidad emocional. De pronto aparecieron tres hombres detras de mí. Al principio me sobresalté, pues había estimado que el lugar estaba desierto. No obstante, sus afables rostros me tranquilizaron de inmediato. Se trataba de tres pescadores que peinaban la orilla del río con sus sencillas redes. Con toda seguridad ellos estaban mucho más sorprendidos que yo por el encuentro, y su curiosidad -acompañada de una perdonable indiscreción- les llevó a escudriñar ruidosamente entre mis hatos. Encontrarse con un alienígena no les hubiera causado mayor sorpresa. ¿Qué hacía un blanco allí sentado, instalado en un campamento más básico que la guarida de sus propios perros? Al ver mi barca intercambiaron miradas que acentuaron sus expresiones de sorpresa. Ninguno hablaba inglés -ni español- pero trataron de comunicarse conmigo. Les indiqué que me dirigía a Vientiane, remando. Fue entonces cuando entonaron las primeras carcajadas. Me uní a ellos en este acceso de cachondeo para no sentirme tan estúpido hasta que uno de ellos, el que parecía más astuto, adquirió un semblante serio y me miró fijamente. Entonces señaló en dirección río abajo a la vez que hacía ondulantes y convulsivos aspavientos con la mano, en claro mensaje de que las aguas corrían turbias más adelante. Intenté disimular mi desilusión, pretendiendo que no me importaba demasiado. Por unos minutos continuamos con un amigable intercambio de gestos hasta que decidieron proseguir con su faena. Estaba anocheciendo y aún debían estar pescando la cena, así que conforme se alejaban río arriba pude observarlos lanzando sus redes de vez en cuando sobre los claros de agua que abundan entre las rocas del Mekong. Su animosa conversación -la cual debía girar entorno a mi persona- resonaba a lo largo de todo el cauce, y sus risas llenaron el espacio durante varios minutos, incluso cuando ya los había perdido de vista. Después el silencio volvió a mandar sobre la zona, importunado tan solo por el sempiterno murmullo de las aguas.


La inesperada visita de estos tres personajes me había traido una bienvenida sensación de compañía, pero tras verlos marchar parloteando jocosamente, noté cierta envidia en mi interior. También yo deseaba poder compartir mi tiempo con alguien de confianza. Pero a mi alrededor solo había naturaleza salvaje y soledad. Observé todo lo que me rodeaba hasta que detuve mi mirada en la orilla del río. Allí estaba mi bote, amarrado por una cuerda a una estaca de hierro, aunque desplazado unos metros del lugar en el que lo había dejado el día anterior. “¿También tú estás impaciente por marchar?”, pensé. De pronto me di cuenta de que me había dirigido al bote en segunda persona. Tal vez, después de todo, no tenía por qué sentirme tan solitario.


Había alguien conmigo... pero hacía falta un nombre. El viento del este vino a mi memoria. Lo llamaría El Céfiro.

3 comentarios:

Begoña dijo...

Hola Sergio!!!
SUBLIME!!!!
Pero todo esto no es más que fantasía, no??. No será verdad lo del bote, no?. Cuidaté mucho.

Begoña

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
Por fin, cuanto, cuantisimo he echado de menos tus relatos. Son mi mejor adicción, y por otro lado, la mas sana.
No debes sentirte solo, ya que por aqui nos acordamos mucho de ti. Yo no paro de preguntar a tu hermana por tus andaduras, y me alegra saber que estas haciendo algo con lo que muchos soñamos y no podemos llevar a cabo por muchas circunstancias.
Lo mejor de tus relatos, es que consigues sorprendernos con nuevas e increibles aventuras.
Te animo una vez más a que sigas escribiendo y por favor, no tardes tanto.
Un abrazo muy fuerte y cuidate mucho.
Elena.

Adolfo dijo...

Hola Sergio,
Soy Adolfo, nos conocimos en fin de anyo. Estos relatos me seran de mucha ayuda e inspiracion para mi viaje a Laos. Un abrazo,