32. Kailash: viaje a la montaña sagrada (parte II)



(continuación del artículo anterior) Sabíamos de antemano que el segundo día de marcha sería el más complicado y peligroso, pues teníamos que ascender hasta el paso de Drolma-La, que con sus 5.650 metros de altitud se me antojaba como el mayor y el más intrépido atrevimiento que había llevado a cabo en toda mi vida. Pero al igual que en ocasiones anteriores, esta afrenta no hacía más que despertar en mí un temerario instinto que casi bloqueaba mi mente y eliminaba de ella cualquier razonamiento mínimamente disuasorio. Siempre terminaba por vencer en mi interior la idea de que, junto con Fredrik, la hazaña podía conseguirse. Así, a pesar de haber pasado casi toda la noche en vela debido a un frío atroz, los dos nos pusimos en marcha con la luz de los primeros rayos del sol.

Desde el principio el camino se complicó alarmantemente. La nieve acumulada era demasiada, por lo que de nuevo tuvimos que saltar de piedra en piedra, aunque en esta ocasión remontando un brutal ascenso. Más que saltar, lo que hacíamos era trepar por los enormes cantos redondeados que pueblan las laderas del desfiladero que se abre frente al monasterio de Dira-Puk en dirección este. No había otra ruta alternativa ni otra forma de transitar por ella, de manera que las primeras horas, hasta alcazar lo alto del desfiladero, batallamos trabajosamente con el desnivel. Eramos conscientes de que nuestras energías estaban mermando rápidamente desde los primeros metros, pero la sensación de euforia todavía nos acompañaba, como si fuera un tercer miembro de la expedicion. Una vez en lo alto del desfiladero el terreno se aplanaba de nuevo, con lo que pudimos descansar unos minutos. En aquel momento recuerdo haber pensado que lo más difícil tal vez ya había pasado, pues me pareció un ascenso durísimo. Sin embargo, una pared de nieve se levantaba en dirección sur-este, de manera que, o bien había un paso accesible más adelante, o bien aquella pared era el famoso Drolma-La. Esto último nos pareció improbable, pues no podíamos creer que fuera posible caminar por una superficie tan empinada y helada, así que comenzamos a andar siguiendo el vallezuelo al que habíamos ascendido hasta que finalmente, tras más de una hora, comprobamos que estábamos en el camino equivocado. Si seguíamos el recorrido del valle con la vista, éste se alargaba por bastantes kilómetros en dirección nor-este, lo cual solo quería decir una cosa: la pared que tanto temor nos había infundido una hora antes era la vía correcta. Se trataba, en efecto, del paso de Drolma-La.

Ya habíamos sobrepasado el medio día cuando retornamos frente a la temible muralla que nos esperaba desafiante, casi chulesca. Fue en ese momento cuando, por primera vez, Fredrik y yo dedicamos unos segundos a replantearnos las posibilidades de éxito que teníamos si seguíamos adelante. Yo particularmente había padecido mucho en la hora anterior, caminando por una nieve traicionera y plagada de fosos escondidos. Debido a que los pantalones prestados que llevaba me venían un poco cortos, cierta cantidad de nieve se había introducido dentro de mis sencillas botas de montaña -en absoluto las más apropiadas para este terreno tan exigente. Aún así, acordamos que todavía teníamos tiempo de intentarlo y de, en caso de que no pudieramos lograrlo, retornar al monasterio de Dira-Puk antes del anochecer.

A partir de ese momento comenzó nuestro auténtico calvario. Las distancias se alargaban ilimitadamente ante nosotros, haciendo que unos pocos metros nos pareciesen inabarcables kilómetros. El terreno era, en esencia, hielo cubierto por una finísima capa de nieve que se desprendía con facilidad. Fue aquí donde el equipamiento de Fredrik le hizo padecer lo indecible. Sus botas eran altas, hasta la rodilla, pero la suela era amplia y lisa, con lo que los resbalones eran inevitables. Se las había dado un viajero francés al que conoció en Mongolia, y si bien le mantenían caliente dentro de ellas, sus suelas hechas a mano por algún zapatero de las planas estepas mongolas se negaban a caminar por aquella rampa de hielo. En un momento dado, justo antes de que nos rindiésemos ante la imposibilidad de seguir adelante, decidimos hacer uso de una desesperada técnica de avance según la cual yo, que podía agarrarme con mis botas precariamente al terreno, hacía de silla con mi espalda bajo el trasero de Fredrik, a quien poco a poco iba impulsando hacia una parte de la pendiente donde había un pequeño rastro de piedras. Por fortuna no había nadie a nuestro alrededor para sentir vergüenza ajena ante el bochornoso espectáculo que estábamos ofreciendo, nada menos que en las laderas de la montaña sagrada más importante de la Tierra. No obstante, esta técnica, por absurda que parezca, fue suficiente para que, horas más tarde, y tras caminar especulativamente siguiendo la zona de piedras clavadas en la pendiente, llegásemos a una nueva superficie, menos empinada, al final de la cual pudimos divisar, por fin, las características banderas de oración coloreadas que decoran todos los pasos montañosos importantes del Tíbet.

Teníamos a la vista el paso de Drolma-La y solo hacía falta caminar hasta él, muy despacio y con gran cuidado. Debían ser apenas trescientos metros, pero en mi mente ese trecho me pareció la distancia más larga que jamás haya tenido ante mí. Podía apreciar las banderas de oración siendo agitadas con violencia por un viento que todavía no me afectaba pero que estaba destinado a conocer. En la distancia, y con un paso tan lento, estos coloridos motivos tibetanos parecían un espejismo olímpico perceptible por la parte externa de mi campo de visión; era como si no se les pudiera mirar fijamente. Recuerdo que en esos desorientados metros finales perdí de vista a Fredrik, al que imaginaba detrás de mí; aunque no quería hacer el esfuerzo de girarme a comprobarlo. Unicamente podía caminar acotando mi atención a los tres o cuatro metros de terreno pedregoso que tenía por delante. Todo lo demás ya no me importaba. El aire era tan fino que parecía no existir; como si no hubiera oxígeno a nuestro alrededor y como si estuvieramos caminando por el iluminado fondo de un frío mar cargando enormes mochilas llenas de plomo. Desde que dejamos el monasterio habíamos ascendido 800 despiadados metros, lo cual, combinado con las horas en las que caminamos perdidos por el valle equivocado, había reducido nuestras fuerzas hasta esos límites de conciencia en los que uno cree que todo lo que sea capaz de dar de sí a partir de ese momento, es pura sorpresa.





Tan solo podía caminar. Caminar en dirección al paso, y nada más. Cualquier distracción de mi mente acarreaba un abrupto descarrilamiento de mi concentración que me hacía plena y dolorosamente consciente de las pocas energías que me quedaban. Se me ocurrió que para poder seguir adelante debía mantener en mi cerebro un constante cálculo de una ecuación cuyas variables no dejaban de ser modificadas o añadidas. Veía las sombras alargarse a mi alrededor, lo que significaba que la tarde avanzaba inexorablemente; el peso de mi mochila no dejaba de poner a prueba mi equilibrio al recorrer aquel irregular terreno; el viento era cada vez más fuerte en mi contra y del oxigeno respirable cada vez había menor rastro. Para añadir disturbios a mi concentración, el hecho de que comenzase a respirar estertorosamente, casi rebuznando con cada secuencia de inhalación-exhalación, contribuía a que me sintiera más vencido por la ecuación; más insignificante ante la naturaleza que me acogía con tanto desprecio. Tener todas estas variables en mi mente se hacía insostenible. Entonces decidí que el sentirme tan abatido debía ser algo normal dadas las circunstancias, así que en lugar de dedicarme a identificar las dificultades para tratar de imponerme a ellas, las acepté con humildad y me desprendí de cualquier muestra de soberbia. Me encomendé a mis piernas, a mi espalda y a mis ojos y dejé que la propia Naturaleza, esa que estaba a la vez dentro y fuera de mí, juzgase de la manera más sabia posible si me estaba permitido alcanzar mi colorido objetivo. Se puede decir que llegué a algún tipo de estado meditativo que congeló la ecuación en mi mente y me permitió avanzar, despacio pero con cierta firmeza, hasta tener las banderas de oración a escasos metros de mi alcance. Conforme fui apreciando cada vez más detalles de los elementos que componían el terreno en la parte más elevada del Drolma-La, me percaté de una silueta recortada contra el cielo que me resultaba familiar. De alguna forma, Fredrik me había sobrepasado y había llegado hasta allí antes que yo.

Estaba sentado, justo al lado del hito del paso, y parecía seguir mis movimientos con su mirada. Cuando me aproximé lo suficiente como para poder mirarle a la cara, comprobé que también él había sido objeto de una metamorfosis anímica. Ya no había rastro de aquel ser desarticulado y reducido a un manojo de aspavientos de impotencia, incapacitado incluso para espetar una sola palabra sin acompañarla de un alarido que terminaría con un escupitajo. Fredrik había sido esto mismo solo unos minutos antes. Ahora, en cambio, sentado noblemente sobre una gran piedra, parecía pertenecer a aquel lugar. En su rostro ya no había lucha y desesperación, sino un enrojecido semblante de ídolo en el que su barba y sus cejas cobrizas flameaban eléctricamente. Su mirada y su sublime sonrisa tenían el mismo signo, el signo del entendimiento; del haber sido consciente de algo que desconocía hasta ese momento pero que ya jamás olvidaría.

Hay una historia en las escrituras épicas hindús que relata otra metamorfosis ocurrida en un ascenso al monte Meru (el mítico centro del universo hindú al que se asocia geográficamente con el Kailash). Esta narra la peregrinación a la cima de la montaña de los cinco hermanos Pandavas, convertidos en ascetas tras haber vencido en la legendaria batalla de Mahabarata a sus primos, los Kauravas. Durante el ascenso, cuatro de ellos sucumben a las dificultades, uno tras otro, hasta que tan solo queda en pie el heróico Yudhistira, acompañado de su fiel perro. Al llegar a la cima las puertas del cielo se abren ante él, pero los dioses le informan de que no puede entrar en compañía de un animal impuro, como es el perro, así que el noble Yudhistira decide renunciar al cielo antes que desprenderse de su fiel compañero. Entonces los dioses, conmovidos ante semejante muestra de humanidad y de honor, convierten al can en la figura de la Justicia, con lo que ambos consiguen, finalmente, acceder al paraiso.

Si esta historia se repitió de alguna forma con nuestra peregrinación, o si se pueden resaltar ciertos paralelismos, lo dejo a la elección del que haya llegado hasta aquí con la lectura de mi experiencia. Yo hoy tengo la certeza de que, en aquellos momentos, me pareció inviable que ambos pudieramos haber terminado con éxito lo que habíamos comenzado sin la ayuda que nos brindamos mutuamente. Y una vez comenzada la aventura, tal era la relación fraternal que se había forjado entre nosotros, que a ninguno nos hubiera reportado satisfacción u orgullo el terminar el kora en solitario si eso quería decir que el otro se había visto impedido de ello.





Lo que sí puedo asegurar es que en ningún momento se nos abrieron las puertas del Cielo. El Drolma-La era el punto más elevado que alcanzaríamos, lo cual está lejos de los 6.714 metros que el Kailash alcanza en su cumbre (de hecho, esta montaña, por respeto a su estatus sagrado, jamás ha visto un ascenso hasta la cima de un ser humano). Podría decirse, en cambio, que lo que se abrió ante nosotros fueron las puertas del Infierno, pues el panorama del descenso que nos aguardaba era espeluznante. Una sucesión de laderas pedregosas y acusadamente empinadas se interponían entre nosotros y el valle que nos debía poner en camino de vuelta a Darchen. Ni siquiera podíamos verlo; tan solo adivinamos su existencia al fondo de los irregulares desfiladeros por los que se revolvían, bacanalmente, inmensas masas de roca, nieve y hielo. El paisaje parecía un helado de straciattela de dimensiones cósmicas, esperando a devorarnos a nosotros en lugar de lo contrario; pero ni siquiera teníamos tiempo para horrorizarnos, y tan solo dos palabras fui capaz de pronunciar ante semejante despliegue de poderío divino: “Let's go”.

De nuevo, cada uno elegimos el camino que nos parecía más favorable para el descenso, pues aunque sabíamos que debía haber un sendero grabado en el suelo, éste era invisible debido a la nieve. Nos dejábamos caer de roca en roca, con sumo cuidado pero con cierto apresuramiento, pues se estaba haciendo tarde y la luminosidad del día disminuía en la misma proporción en que aumentaba el frío. En algunas secciones recorríamos trechos enteramente cubiertos por una tenebrosa sombra. Por otro lado, en esta fase fui asaltado por una incómoda sensación en mi pie derecho, cuyo tobillo era incapaz de articular. Sentí que de rodilla hacia abajo estaba arrastrando una masa entumecida y pesada que tan solo podía utilizar como punto de apoyo. Pero no podía detenerme a lamentarme por ello y lo único que hice fue comenzar a albergar una preocupación que acabaría por atormentarme en lo que quedaba de día.

De igual manera a como ocurrió en el ascenso, Fredrik y yo apenas conversamos durante el descenso; la concentración resultaba vital. Esto sirvió para que recorriésemos la parte más inclinada y peligrosa de manera relativamente rápida (tomando muchos riesgos al saltar entre las rocas). No obstante, de nuevo ante nosotros se extendia un mar de complicaciones; en este caso, una gran superficie cubierta de nieve cuya corteza estaba algo endurecida. Aquí las botas de Fredrik le permitieron avanzar muy lenta y trabajosamente, pero en mi caso me vi rodeado de una extensa y vertiginosa trampa blanca en la que no conseguía dar más de un paso sin caer en uno de los millones de huecos invisibles que había bajo la superficie. Con suerte tan solo me introduciría en ellos hasta la rodilla, pero en muchas ocasiones mi pelvis y mi cintura se veían sumergidas en este cenagal de nieve impía. En algún caso incluso mis hombros se vieron de repente inmersos en la nieve. Estaba desesperado, abatido, asustado y, en cierta manera, arrepentido. Tan solo conseguía avanzar si me arrastraba por la nieve, casi nadando, y olvidándome del hecho de que gran cantidad de ella se estaba introduciendo entre mis ropajes, sobre todo en mis botas. Para entonces, la situación en mi pie derecho era pésima. Sentía que tenía una piedra de granito en lugar de un pie, y esto me preocupaba muchísimo, pues no había forma de revertir lo que parecía, a todas luces, un principio de congelación.

Llamé a Fredrik con un gran alarido y éste se detuvo a esperarme en un lugar al que todavía iluminaban los esquivos rayos del sol. Sin embargo, cuando llegué hasta él, las sombras ya lo habían inhundado todo, como si éstas fueran mis lamentables embajadoras. Al informar a mi amigo sueco sobre las sensacines que tenía, su rostro se endureció. También él estaba preocupado. Como hombre acostumbrado a la climatología polar, sabía cuan peligrosa puede ser ésta cuando las circunstancias son tan adversas. Le llegué a proponer que plantásemos la tienda allí mismo y que nos preparásemos para la peor noche de nuestra vida. Sin embrago, me respondió al punto que aquello no era posible. ¡Y cuanta razón tenía! No había un solo metro cuadrado de tierra en el que montarla. Todo era nieve y rocas puntiagudas. Además, todavía debíamos estar a más de 5.000 metros de altura, lo cual, dado nuestro estado de fatiga, era peligroso en sí mismo. Al menos, el fondo del valle que debíamos seguir se había hecho visible, pero todavía estaba muy lejos, y sin un camino que recorrer, la acusada pendiente en la que estábamos nos resultaba el equivalente a un peligroso precipicio.

Por unos segundos nos detuvimos a observar a nuestro alrededor. Entendimos perfectamente por qué en esa época nadie hacía el kora, ni siquiera los más devotos peregrinos. Lo que en otras estaciones debía ser un verde valle surcado por numerosos senderos bien definidos en la tierra y llenos de gente transitando por ellos, ahora no era más que una inmensa superficie inconcreta y desierta en la que nosotros éramos dos pequeños puntos atrapados, cada vez más insignificantes.

La búsqueda de alguna señal que nos ayudase a encontrar un camino viable fue nuestra principal preocupación en aquel momento, y tras escrutar minuciosamente nuestras inmediaciones, divisamos unas pequeñas piedras que parecían estar dispuestas formando columnas. Tras aproximarnos a ellas con mucho esfuerzo, comprobamos con alegría que, en efecto, se trataba de pequeños hitos para delimitar el camino que sobresalían mínimamente por encima de la nieve. Fue un momento clave, pues gracias a este tipo de señalizadores pudimos seguir una ruta de descenso aceptáblemente transitable. De nuevo fueron momentos de elevado ritmo, pues no había un segundo que perder.





Una vez alcanzada la parte más profunda del valle nos dispusimos a montar la tienda de campaña, con gran celeridad, en el primer espacio de tamaño suficiente que encontramos, pero el viento reinante era exagerado; parecía haberse levantado repentinamente como respuesta de la Naturaleza a nuestra pequeña concesión a algo parecido a la alegría. Este viento inmisericorde acabó conmigo. Sin poder evitarlo, me desplomé de rodillas y le hice saber a Fredrik que mi ayuda solo podía consistir en lo que pudiera hacer en esa posición y sin desplazarme más de un metro. Esto, que puede parecer muy poco, fue suficiente para que me dedicase a apuntalar el interior de la tienda con piedras que Fredik me iba dando mientras él ataba las cuerdas del exterior a piedras más grandes. Clavar las piquetas en aquel suelo helado era imposible. En pocos minutos -que se hicieron eternos ante el dolor que ambos experirmentábamos con cada movimiento y con cada violento azote del viento- montamos la tienda, de manera muy precaria pero suficientemente bien como para comenzar los preparativos de la “operación” que debíamos llevar a cabo: devolver la vida a mi pie derecho.

Siempre recordaré la determinación con la que Fredrik se entregó a este propósito. Sin necesidad de que le recordase lo mal que me sentía, él mismo tomó el mando de la situación y me ordenó que me tumbase y que le permitiese quitarme la bota. Lo hice con algo de temor -y también de temblor- pues no sabía muy bien lo que me iba a encontrar, pero presentía que iba a ser muy doloroso. Y así fue. A pesar de la delicadeza con la que Fredrik aplicó las pocas fuerzas que le quedaban, la sensación fue la misma que si me hubiera arrancado el pie de cuajo, poco a poco. La bota salió finalmente, acompañada del calcetín, que estaba pegado a ella por medio del hielo que se había solidificado en el interior. Mi pie apareció luminoso, como si fuera una bombilla de mármol encendida tenuemente en medio de aquellas tinieblas que nos rodeaban. Acto seguido Fredrik comenzó a calentar agua con su hornillo, dentro de la tienda, y llenó una botella de plástico con ella. Me dijo que la introdujera en el fondo de mi saco de dormir y que tratase de abrigarme todo lo posible. Yo seguía siendo presa de fuertes temblores; y con las severas sacudidas que el viento infligía a nuestra nímia morada, cada segundo que pasaba constituía una pequeña eterna condena revivida una y otra vez; cíclicamente. Aquellos momentos han pasado a mi memoria como los de mayor derrotismo y angustia que puedo recordar en mi viaje.

Tras calentar agua para mí, Fredrik cocinó unos noodles instantáneos que sirvieron para caldear nuestros estómagos y, a partir de ahí, el resto de nuestra anatomía. Aún no sé muy bien cómo, tras estos agetreados compases de la velada, conseguí conciliar el sueño por unas horas. Solo puedo encontrar una explicación en el hecho de que ni siquiera tenía fuerzas para mantener los ojos abiertos y la mente funcionando conscientemente. En cambio, las últimas horas de la noche, antes del amanecer, fueron una continua alternancia entre el sopor y un hiriente estado de vigilia del que solo quería escapar volviendo a dormir. Pero esto era cada vez más difícil, y cuando la Aurora tuvo a bien iluminar la lona de la tienda suavemente, me desperecé por completo. La primera parte de mi cuerpo donde deposité la atención fue mi maltrecho pie, y con una gratificante sensación de sorpresa pude comprobar que era capaz de moverlo, tanto por el tobillo como por los dedos. Mantenía un extraño entumecimiento a nivel de la piel, pero la temperatura parecía correcta y el dolor había remitido (semanas más tarde, cuando ya estaba incluso fuera del Tíbet, toda la piel del pie mudó y me la arranqué casi de una pieza, como si fuera un calcetín). Esta nueva sensación me causó gran alegría, y recuerdo muy bien cómo mi ánimo se embriagó con la expectativa de terminar el kora felizmente.

Ese día fue el más largo, pues recorrimos unos 23 kilómetros en total, pero nuestra decisión de utilizar el río Dzong-chu, que estaba congelado, como calzada por la que caminar, nos facilitó mucho las cosas. Aún así, tuvimos que tener cuidado cuando el río se ensanchaba, pues eran habituales las grietas, pero comparado con el día anterior, cualquier cosa nos parecía fácil. La comida se nos había terminado con el desayuno, así que ambos hicimos muchas y animosas conjeturas sobre lo que comeríamos en el desabastecido restaurante de la hermana de Nyma cuando llegásemos triunfales a Darchen, como nos correspondía por el hecho de ser los primeros peregrinos en realizar el kora en este año tibetano que acababa de comenzar.





Fue un trekking moderado, aunque complicado por el hecho de que nuestras energías estaban en su nivel mínimo. Necesitábamos descansar muy a menudo y trabajar psicológicamente para apaciguar nuestras ansias de volver a Darchen; de volver a encontrarnos con otros seres humanos. Dejarse llevar por la euforia de haber sobrepasado con éxito los lances más críticos del recorrido hubiera sido un error, pues podríamos habernos desfondado completamente. Hubo dos momentos especialmente memorables ese día. El primero fue cuando, tras caminar durante algunos kilómetros dejándonos llevar por el curso del río helado a través de imponentes gargantas negras y reviradas, la formidable silueta redondeada de la montaña Gurla Mandata, de 7.728 metros de altura, se nos presentó en su totalidad al otro lado del amplio valle el río Sutlej. Fue como caminar por el catálogo de presentación de un milagro recien creado por la Naturaleza. La belleza de nuestro entorno era estremecedora. El otro momento inolvidable fue cuando, una vez en ese valle, concentramos nuestra vista en el horizonte, en dirección oeste, y tras un achinado escrutinio encontramos en él lo que estábamos buscando. En la lejanía, como si fuera un cúmulo de maleza seca agarrado al terreno por unas raices profundas, el afeado perfil de Darchen se alzaba insinuante a unos cinco kilómetros de distancia. Habíamos llegado. Fredrik y yo nos fundimos en un abrazo al presenciar esta imagen. A pesar de su poco atractivo, Darchen nos pareció la maravilla más grande que jamás había surgido como fruto de la civilización humana.

Tras finalizar el kora, aún pasarían doce largos días antes de que llegásemos a Lhasa, todos ellos llenos de anécdotas y dificultades (la princial fue cuando quedamos atrapados durante seis días y seis noches en el famoso paso de Mayum-La, incapaces de encontrar transporte). Pero el 23 de febrero, a la una de la madrugada, nuestro último medio de transporte, un autobús que habíamos tomado en Shigatse, nos dejaba en una de las calles de Lhasa. Había nevado recientemente y todo parecía diferente a cómo estaba antes de dejarla para ir en busca del Kailash.

En mi corazón, Lhasa había cambiado para siempre. De nuevo sentía que estaba allí de paso. De nuevo estaba viajando.





Foto 1: paisaje desde Darchen al anochecer (Gurla Mandata, 7.725 m.al fondo)

Foto 2: caminando hacia un valle equivocado. Kailash al fondo

Foto 3: Panorama de descenso tras Drolma-La (se puede apreciar a Fredrik en el margen izquierdo comenzando el descenso)

Foto 4: Fredrik sobre río Dzong-chu (último día de kora)

Foto 5: día de relax y de celebración en Darchen tras la realización del kora (Cima del Kailash al fondo)

Foto 6: retornando a Lhasa. Parte del trayecto fue en el remolque de camiones

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Quizás esta entrada ha sido más emotiva pero igual de interesante, atractiva e increíble que todas las anteriores.

Enhorabuena por tus éxitos.

Saludos desde Barcelona,

Ignacio.

Anónimo dijo...

Hola Sergetto
Aún no he podido leerme los dos últimos artículos pero cuando tenga unas horas libres me pongo con ello. Supongo que serán tan buenos como los anteriores.
Un abrazo y recordarte que te echamos mucho de menos y te enviamos toda la energía positiva posible.
Un abrazo Cris

Unknown dijo...

Hola Sergio!!!

Espero que todo bien! quiero comunicarme de nuevo contigo para saber de ti y como han seguido estos últimos días desde que nos hablamos!!! te mando un gran abrazo!!! y mucha pero mucha energia y fuerza!! sabes que desde aqui te apoyamos siempre!!!

Unknown dijo...

Hola Sergio, por fin me he puesto al día, me alegra saber de tí, y sobre todo que tu pie este bien.
Mi hermano de vez en cuando me da noticias frescas, pero ahora ya hace mucho que no sabe de ti, por mediación de Fran...
Sigue disfrutando de tu camino y ten cuidado!
Hasta pronto, amigo.
Carlos

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
No tengo ni idea de quien eres pero buscando "Las Antipodas" en Google me he topado con tu blog y 50 minutos mas tarde he visto todas las fotografias, espectaculares, y he leido algunos de tus relatos, hoy no tengo tiempo para mas pero volveré! Me paerece genial lo que estas haciendo, eres un hombre con suerte!
Un beso
Amanda

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
Mi capacidad de asombro contigo y con tus relatos no tiene fin, me tienes impresionada y con cada relato que leo, lo único que consigues es que me enganche más y más a tu viaje. Te agradezco que sigas compartiendo esta experiencia con nosotros y te animo a que escribas más amenudo, pues te aseguro se echan de menos estos relatos tan cautivadores. El otro día estuve con tu madre, pues mi hijo y tu sobrino Guille van juntos al futbol, y le pregunté por ti. Me comentó que ya estas cerca de tu meta y yo me pregunto, cuando consigas tu meta, ¿ vas a ser capaz de pasar página a esta increible experiencia?, ¿ como coñ.. se hace eso? En fin, espero que nos pongas al dia con más escritos para que podamos disfrutar, aunque de lejos, con este viaje tan especial a las Antipodas.
Cuidate mucho y un abrazo muy fuerte.
Elena.

Anónimo dijo...

gracias por vuestros comentarios.

ignacio, no sé quien eres, pero me entusiasma que leas mis artículos y que te gusten. Gracias.

cris, como te descuides y te dejes artículos por leer... se te va a amontonar la faena y te van a hacer falta unas vacaciones para ponerte al día. En cualquier caso..., tómate las vacaciones

Karol, creo que en el msgr no me vas a encontrar en algún tiempo, pero en cuanto lo tena disponible y a pesar de la diferencia horaria), espero seguir conversando contigo. Mucha suerte en tu nueva vida en italia!

Carlos, me alegra saber de tí, hombre. No te preocups pr mi pie,sigue igual de hermoso y de pestoso que antes ;-)

Amanda, el que busca encuentra... las antípodas es loque yo estoy buscando, aunque no en el google... soy muy bestia y lo estoy haciendo a palo seco, recorriendo distancias que me parecen cada vez más infinitas. Un abrazo y gracias pr leerme.

Elena, si te han gustado estos últimos artículos, estate atenta, que voy a añadir algo de entretenimiento al otoño pos-vacacional. Un beso muy grande a toda la familia.

Hasta pronto amigos

Víctor Manuel Guzmán V. dijo...

Excelente la narración de tu viaje. La cordillera del Himalaya impresiona viendo las fotos, se parece a los Andes, donde vivo enclavado cerca de los 3 mil metros en Quito y rodeado de volcanes, algunos de los cuales son activos. Hoy 23 de noviembre del 2010 ha entrado en erupción el Tungurahua.

Como buen escritor y experimentando viajero nos vas trasladando en cada capítulo a donde apareció por primera vez en la tierra el germén de la cultura contemporanea, el Asia Central.

Tus narraciones me hacen acuerdo a las contadas en el mismo sitio por el Maestro Jurdjieff en su libro Encuentro con Hombres Notables. Voy a seguir leyebndo toda tu aventura y me estimula hacerlo algún día cercano el mismo recorrido. Hoy ya me encuentro en el noreste de Brasil.
Exitos y un triple abrazo fraterno
Víctor Manuel Guzmán