31. Kailash: viaje a la montaña sagrada (parte I)

5 de marzo, Lhasa, Tíbet



Hay una montaña, en un lugar remoto del Tíbet, alrededor de la cual circula un áurea de santidad cuyo tamaño es superior al del de cualquier otro punto geográfico de este pequeño planeta nuestro. El nombre más extendido con el que se la conoce es Kailash, que en sánscrito significa “cristal”, mientras que los tibetanos se refieren a ella como Kang-rinpoche, o “Joya de nieve”. Según los hindús, en su cima viven el dios Shiva y su esposa Parvati, lo que la convierte en el lugar más importante de la Tierra para ellos. Para los budistas tibetanos, en cambio, la montaña es el lugar en el que su héroe histórico, el asceta Milarepa, venció en un combate de magia a su oponente Naro-Bon, el principal valedor de la ancestral religión animista tibetana llamada Bon (anterior a la llegada del budismo).

Es posible encontrar en el mundo montañas más altas, de eso no hay duda, pero no hay ninguna otra que sea tan importante para un mayor número de personas como lo es el Kailash. Con mi estancia en el Tíbet alargándose más de lo previsto, la posibilidad de llegar hasta este Olimpo Hindú fue consolidándose poco a poco hasta convertirse, finalmente, en una realidad que está destinada a permanecer en mi memoria mientras me quede una sola neurona en funcionamiento.

Si en mi último artículo narré mi experiencia visitando el Campo Base del monte Everest, la cual describí como algo inesperado e impactante, en este caso, mi viaje hasta las mismas faldas del monte Kailash y el circuito de peregrinación -kora- que completé en torno a él, debe ser considerado -o al menos así lo consideré yo- como la peripecia más emocionante, más arriesgada y más desafiante que había realizado hasta entonces, no solo en este viaje a las antípodas, sino en cualquiera de mis anteriores andanzas por el mundo. Estos calificativos tienen su razón de ser, no en el hecho de que todo viaje a este lugar sea una auténtica aventura garantizada de por sí, pues lo realizan miles de personas al año (la mayoría en peregrinación aunque también algunos en visita turística por medio de agencias especializadas con sede en Lhasa), sino en la circunstancia de que cuando la llevé a cabo el calendario se hallaba en pleno mes de febrero, acaso el más frío del año en el Tíbet. En esa época, la sola mención de esta expedición a cualquier tibetano arrancaba una incrédula sonrisa de escepticismo de su broncínea tez.

Pero el secreto de mi decisión de acometer esta empresa -y de su eventual éxito- radicaba, una vez más, en una notable alianza viajera. Llevaba todavía poco tiempo en Lhasa cuando conocí a Fredrik, un sueco que por entonces se hallaba pululando por esa parte de Asia en busca de la iluminación personal. Lo conocí en el pequeño café que solía frecuentar en la capital tibetana, el Spinn, y por arte de esa caprichosa ninfa que es la Casualidad, ambos terminamos viviendo juntos en un apartamento que ponía a nuestra disposición la escuela de idiomas para la que ambos trabajábamos como profesores de inglés temporal e ilegalmente. Más adelante, en otros posts, explicaré los detalles que convirtieron mi viaje en una pequeña y estimulante etapa sedentaria en el Techo del Mundo. Baste ahora con aclarar que, cuando dejé Lhasa para visitar el Kailash, llevaba ya tres meses viviendo en el Tíbet.

Este vikingo noble y dicharachero que era Fredrik irradiaba un magnetismo que me resultaba irresistible. Hacía mucho tiempo que no encontraba en una persona cualidades que tanto valoro y que él desplegaba inconscientemente una vez tras otra. Su sola presencia era sinónimo de buenas vibraciones y parecía inmune al tedio y al mal humor, con lo que las carcajadas y amplias sonrisas eran habituales cuando ambos nos reuníamos. Era directo y espontaneo. En ocasiones se expresaba con el deje concienzudo de un anciano avispado, mientras que en otras se dejaba engatusar por las historias de otros como lo hacen los niños que no tienen sueño cuando les ha llegado la hora de ir a dormir. Pero por encima de todo, si apreciaba su amistad y compañía de manera especial era porque podía confiar ciegamente en él... y también porque estaba lo suficientemente loco como para enfrentarse sin contemplaciones a la aventura que nos aguardaba.



El 1 de febrero, un viernes de madrugada que todavía no se había quitado completamente el traje del jueves, nos veía a Fredrik y a mí tomando el primer autobús que abandonaba Lhasa con destino a Shigatse, 200 kilómetros hacia el oeste y única parte del recorrido de un total de 2.000 kilómetros hasta llegar a Darchen -pueblo en las laderas del Kailash- que podíamos hacer en autobús. Nos habíamos provisto de comida en abundancia y de ropa de abrigo en la medida de lo posible. Fredrik tenía una tienda de campaña y bastante material propio, incluido un pequeño hornillo de gas, pero yo tuve que alquilar un saco de dormir para bajas temperaturas y confiar en mi chaqueta tradicional tibetana con forro interior de piel de cordero para enfrentarme a un frío y a un viento que jamás antes había conocido.

La narración de nuestras peripecias atravesando todo el Tíbet occidental hasta llegar a los remotos parajes que albergan el Kailash bien podría llenar muchas páginas con sabrosos párrafos cargados de anécdotas viajeras. Hacer esto sin ningún tipo de transporte organizado supuso largos momentos de espera, ya fuera caminando durante monótonos kilómetros siguiendo helados caminos sin asfaltar, ya fuera sentados -o tumbados- esperando a que algún vehículo apareciese en la lejanía, lo cual nos haría utilizar todas nuestras armas de persuasión para que el conductor se decidiera a acercarnos un poco más a nuestro destino final.

Buscar transporte y alojamiento, a la vez que avanzábamos, llenaba nuestro cupo de preocupaciones diarias, y a tal efecto nuestra energía, nuestro ingenio, nuestra sabiduría y nuestra ignorancia, eran una y otra vez removidas por la fuerza de la necesidad. Eramos como dos quijotes, o como dos sancho panzas, caminando en compañía el uno del otro, recorriendo distancias y espacios que parecían la materialización criogenizada de un paisaje daliniano. Unas veces como Quijote y Sancho; otras como Sancho y Quijote, alternándonos en nuestra percepción de la aventura, bien como algo que provenía de un absurdo plan deficientemente sopesado, bien como una gesta épica que encumbraría nuestras ambiciones viajeras de ser lograda con éxito. Cada paso que dábamos sin que ocurriese nada parecía confirmar lo primero; sin embargo, cada vez que acabábamos siendo transportados varios kilometros en algún vehículo, o que conseguíamos pasar un control militar sin ser identificados, crecían nuestras esperanzas de que lo segundo era posible. En cualquier caso, antes de comenzar habíamos blindado nuestra determinación con la consigna de que, a pesar de todos estos altibajos en nuestro ánimo y en nuestro optimismo, nada nos haría retroceder en nuestro empeño mientras nos lo permitiesen las fuerzas. La lealtad a este -aparentemente- sencillo compromiso fue lo que nos recompensó con el éxito final.

Llegamos a Darchen el 7 de febrero de 2008, coincidiendo con el Año Nuevo Tibetano (y en este caso, aunque no siempre es así, también con el Año Nuevo Chino). La noche anterior había sido una de las peores desde que nuestra expedición había dejado Lhasa siete días atrás. La pasamos dentro de un todo-terreno atascado en la nieve, en compañía de sus cuatro ocupantes, todos ellos tibetanos y trabajadores de la compañía nacional de telecomunicaciones China Telecom. Nos habían hecho el enorme favor de recogernos cuando ya estaba anocheciendo y teníamos incluso montada la tienda de campaña, preparados mentalmente para pasar en ella una gélida noche tras un día en el que habíamos caminado más de 25 kilómetros sin haber visto un solo vehículo. Pero por desgracia, tan solo unos metros después de haber sido recogidos, el flamante Toyota 4x4 no pudo atravesar una gran bañera de nieve y se quedó literalmente clavado en ella. Nuestros esfuerzos por hacerlo salir de allí fueron en vano y solo contribuyeron a que las pocas energías que nos quedaban se agotasen y nos fuera más difícil entrar en calor dentro del coche. Encajados lamentablemente en su interior tuvimos que esperar hasta la mañana siguiente, en la que un viejo camión de manufactura china que provenía de Darchen remolcó al moderno vehículo japonés y lo sacó de su humillante postramiento, tras lo cual pudimos seguir adelante.



Horas más tarde, los simpáticos empleados de China Telecom nos dejaban en el borde de la carretera, indicándonos que ya habíamos llegado y que ellos debían proseguir su marcha. Nos costó unos segundos encontrar en la lejanía el pueblo de Darchen, y una vez divisado -unos dos kilómetros al norte- nuestra mirada voló velozmente sobre sus tejados y se fijó en la cumbre de la Gran Montaña que habíamos venido a encontrar, la cual destacaba reinante entre el grupo de montes bajos y redondeados sobre cuyas laderas se extendía el diminuto pueblo tibetano. Por fin, mis ojos percibían la luz de esta creación de la naturaleza que jamás dejó indiferente a nadie. Hasta entonces, tan solo en fotos -en cientos de ellas- había tenido la oportunidad de deleitarme con su belleza, pero ahora, todas esas fotos quedaban reducidas a cenizas que eran fruto del fuego de las sensaciones que experimentaba al ser azotado por el viento que bajaba de la mismísima cumbre de la montaña sagrada.

Al entrar en el pueblo, una rabiosa comitiva perruna nos salió al paso y nos dio la bienvenida con ladridos avasalladores, pero eso no nos hizo flojear, pues ya estábamos acostumbrados al carácter arisco y desconfiado, aunque más bien acobardado, de los mastines tibetanos que suelen merodean salvajemente en torno a las aldeas y pueblos del altiplano. El viejo refrán “perro ladrador, poco mordedor” bien podría haber sido inspirado en la actitud de estos peludos canes, cuya apariencia es mucho más temible -y en verdad que lo es- que su reputación. A parte de los perros, apenas había rastro de vida en aquella especie de cuartel disperso que era Darchen. Tan solo alguna chimenea de hojalata por la que se escapaba un hilillo de humo negruzco (proveniente de la combustión de boñiga de yak) nos delataba la presencia humana. A la más cercana de las chozas donde había una de estas chimeneas nos dirigimos, y casi sin avisar, abrimos la portezuela para descubrir quién había en su interior. Allí se encontraban tres jóvenes sentados en torno a una oxidada estufa al lado de la cual se apiñaban, desordenadamente, docenas de boñigas secas de yak. Decir que se sorprendieron ante nuestra injerencia sería exagerar, pues tan solo detuvieron su susurrante conversación y se limitaron a observarnos, sin más expresividad en sus barrosos rostros que un prologado gesto de circunspección. Pronuncié el nombre de Nyma, un contacto que me había sido dado en Lhasa por un viajero alemán que había visitado Darchen en otoño, y uno de los jóvenes se levantó y salió de la chabola, haciéndome indicaciones de que iba a buscarlo. Yo esperaba que fuera uno de ellos, pues no imaginaba que en un pueblo así pudiera haber, en aquella época, más de tres jóvenes (¡había, al menos, un cuarto!). A los pocos minutos Nyma, un joven de tan solo veintidos años, apareció por la puerta sonriendo gentilmente.

Encontrarnos con él fue un bálsamo para nuestro cansado ánimo. Enseguida nos hizo un hueco en la morada que habitaba con su esposa y nos atendió como si fueramos amigos de toda la vida. Sin duda, el hecho de que le hiciera entrega de unas fotografías del Dalai Lama -prohibidas en el Tíbet- y de un ejemplar del libro Siddhartha -del escritor Hermann Hesse- que el viajero alemán me había encomendado para que se los entregrase, ayudó a establecer un vínculo de confianza entre nosotros. Nos hospedó en su propia casa (apenas un cuartucho de unos quince metros cuadrados), la cual pone al servicio de turistas y peregrinos en época estival, y allí pasamos una cálida noche, conversando alrededor del fuego de una estufa sobre nuestro viaje y sobre el Tíbet. De nuevo, tres jóvenes mantenían una conversación susurrante en torno a una fuente de calor.

Al despuntar el alba del día siguiente nos poníamos en marcha para ejecutar el famoso kora, el cual debería llevarnos tres días en los que rodearíamos al monte Kailash siguiendo un circuito cuasi-circular de unos cincuenta kilómetros en sentido horario -como manda la tradición budista y la hinduista. Nyma nos hizo entrega de la docena de huevos cocidos que le habíamos pedido, para añadir así proteinas a la monótona dieta de noodles instantaneos, cereales y miel que veníamos siguiendo desde que abandonamos Lhasa. También nos quiso acompañar durante la primera media hora para indicarnos el camino a seguir una vez nos desviásemos del amplio valle que separa el rango Gandise, en el cual se halla el Kailash, de su cordillera madre, el Himalaya. Antes de despedirse nos recordó que en esa época nadie hacía la peregrinación, por lo que nos encontraríamos solos. Si algo nos ocurriese, o si no pudiesemos continuar debido al frío, a la nieve o al cansancio, deberíamos rehacer nuestros pasos siguiendo el mismo camino para volver a Darchen, sin intentar encontrar un atajo, lo cual podría hacer que nos perdiesemos y, por lo tanto, que estuviesemos realmente perdidos.



Conservo un vivo recuerdo de aquella mañana. Un precioso cielo de aire fino y libre de nubes nos permitía otear, en dirección sur, las afiladas cumbres del Himalaya occidental que separan el Tíbet de la India, agolpandose violentamente entre ellas y constituyendo una de las fronteras naturales más formidables que existen en la Tierra. A nuestra derecha, el Kailash nos mostraba su cara sur, tal vez la más característica de todas gracias a las marcadas estrías rocosas que la atraviesan de arriba a abajo y de izquierda a derecha y que se cruzan justo en el centro. En los extremos de estas estrias lineales, otras más pequeñas confieren al entramado una forma muy peculiar que se asemeja bastante a una esvástica (símbolo ancestral que algunas culturas, entre ellas la hindú y la tibetana, han asociado tradicionalmente con la eternidad o equilibrio natural). Nuestro paso era ligero, más por la ilusión que teníamos de hacer algo así que por la facilidad que nos brindaba el terreno. A diferencia de partes más centrales del Tíbet, las cuales se encuentran incluso a mayor altitud pero que apenas están cubiertas de hielo y nieve debido a la escasez de precipitaciones, en la región donde nos encontrábamos nieva con más frecuencia, por lo que encontrar un sendero o camino grabado en la tierra no era posible. Debíamos caminar por la nieve o saltar de piedra en piedra. Aún así, el primer día hubiera sido difícil perderse, pues a pesar de no tener ningún camino a seguir, el valle por el que discurríamos era muy cerrado -casi acogedor- y estaba atravesado longitudinalmente por un riachuelo congelado, de manera que solo teníamos que remontar el valle río arriba hasta llegar al monasterio budista de Dira-Puk, donde una docena de monjes budistas que residen allí permanentemente nos acogerían esa noche, según nos había prometido Nyma.

Casi todo el día fue muy tranquilo, y de alguna forma, tanto Fredrik como yo experimentamos un sublime proceso de descompresión mental tras una semana en la que todo había sido difícil, incómodo e incierto. Ahora todo era distinto. Por el hecho de haber comenzado el kora, teníamos la sensación triunfal de que una parte importante de nuestra misión había sido exitosa, y guiadas por esta euforia, nuestras mentes, que habían llegado a comportarse como hermanas gemelas después de tantos trasiegos, concibieron el resto de nuestro viaje como un camino despejado cuyos derroteros debían hacer de esta aventura una experiencia irrepetible.

A media tarde, tras unas largas y monótonas horas en las que habíamos caminado en silencio y con un constante ritmo robótico, el monasterio budista de Dira-Puk se nos presentó tras un recodo del valle. Llegar hasta él fue la parte más agotadora de la jornada debido a que casi toda la ganancia de altitud del trayecto (tan solo unos 200 metros con respecto a Darchen, el cual se encuentra a 4.600 metros aproximadamente) se concentraba en el último kilómetro, así que en cuestión de minutos nuestro ritmo pasó de una briosa marcha a un lamentable estado de extenuación que nos obligaba a detenernos cada diez metros para recuperar el aliento. En estos momentos de agotamiento absoluto y falta de concentración era cuando el frío, de igual manera a como un tigre espera en la maleza el paso de un despistado cervatillo para saltar salvajemente sobre él, aprovechaba para penetrar inmisericordemente en nuestra piel y mordisquear rabiosamente nuestros huesos.

Los monjes del monasterio de Dira Puk se encontraban en la cocina, único lugar relativamente cálido en todo el edificio, y hasta allí fuimos guiados por uno de ellos, el cual nos había visto llegar arrastrandonos -literalmente- por los escalones que conducen a la puerta principal. En la cavernaria cocina se respiraba cierta atmósfera festiva, con las celebraciones del año nuevo tibetano como principal motivo, si bien, con la inesperada llegada de estos dos extraños vagabundos, los monjes -muchos de los cuales no eran más que adolescentes- se vieron ciertamente impactados por nuestro atrevimiento de realizar el kora en esa época y pronto fuimos los protagonistas de una velada en la que no dejamos de ser alimentados con champa (harina de cebada mezclada con agua y azucar), thugpa (sopa de pasta con verduras) y dulces. Por nuestra parte, estábamos demasiado cansados como para disfrutar de aquellos honores, de manera que en cuanto la oscuridad de la noche comenzó sigilosamente a impregnar la algarabía en el monasterio de un halo de psicodelia tántrica, con los monjes riendo y rezando los mantras budistas al mismo tiempo, le pedimos a uno de ellos que nos dijese donde podíamos dormir.

Tal y como nos había dicho Nyma, en el monasterio contaban con una cámara, situada fuera del edificio principal, donde podríamos pernoctar a cambio tan solo de un donativo. Antes de introducirnos en ella nos detuvimos unos instantes para contemplar de nuevo al Kailash, el cual nos mostraba su vertical cara norte flanqueada por unas tempraneras estrellas que delimitaban vagamente su monstruoso contorno. Era una imagen tan bella como temible, y de ambas cosas sentí que jamás las había vivido de aquella manera. Creo que fue el último momento de sobrecogimiento emocional para mí en todo el kora. A partir de entonces, el dolor y el sufrimiento ocuparían todos mis sentidos.




Foto 1: caminando por el Tíbet central
Foto 2: cara norte del monte Kailash vista desde el monasterio de Dira-Puk
Foto 3: todoterreno de China Telecom en el cual pasamos una noche
Foto 4: un momento de espera. Cima del Kailash al fondo
Foto 5: entrando en calor en una posada en Raga (Tíbet central)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin duda de los relatos que he podido leer que no son todos, la experiencia mas dura de tu largo viaje.
Te doy ánimos, y fuerza para que puedas continuar asi.

un abrazo

kike(caracol) playa almarda.