30. A la sombra del Everest

22 de noviembre, Lhasa, Tíbet



Durante muchos meses había estado revoloteando en torno a las majestuosas montañas de Asia. Cuando llegué a los pies del "Techo del Mundo" -refiriéndome de esta forma al conjunto de rangos montañosos que empieza a destacar en Uzbekistán por el oeste y se extiende hasta la región China de Yunnan en el este- hacía relativamente poco tiempo que había comenzado mi viaje, apenas tres meses. Sin embargo, fue tal el magnetismo de estos colosos, que desde que llegué a sus faldas siempre quise mantenerme a su vera, como si fuera un niño bueno al que le gusta complacer a su madre no alejándose demasiado de sus dominios.

Desde entonces caminé por los verdes valles del Tien Shan, bordeé las cristalinas cumbres del Pamir, atravesé las negras gargantas del Karakorum y exploré las atormentadas laderas del Hindu-Kush, todas ellas imponentes cordilleras sin parangón en ninguna otra parte del mundo. Más tarde, en mi discurrir por el norte de la India y por Nepal, apenas perdí de vista las montañas del Himalaya; tan solo cuando me alejé unos kilómetros de su órbita para conocer las históricas ciudades de la cuenca del Ganges; pero eso fue solo un de-tour, pues en mi ánimo siempre estuvo el volver a ellas e ir incluso más allá: al Tíbet.

El día que entré en el Tibet lo recuerdo muy bien. Había estado las dos semanas previas disfrutando de unas vacaciones viajeras en Nepal, haciendo trekking, bañándome en el lago Pokhara y recorriendo las pintorescas calles de Kathmandú. En esta última ciudad había contratado un paquete turístico para desplazarme, en un recorrido de siete días de duración con visitas guiadas a varios puntos del sur del Tíbet, hasta Lhasa. Este tour era la única vía de entrada por tierra al Tíbet desde Nepal, sin posibilidad alguna de hacer el trayecto de manera independiente. Me desplacé con el resto del grupo hasta la frontera, la cual cruzamos andando. Una vez en la parte china, un conjunto de jeeps y un minibús nos esperaban para hacerse cargo de nosotros. A ninguno nos gustaba el formato del tour, pero lo asumíamos con el consuelo de que solo duraba siete días; después, cada uno era libre de emplear el resto de la duración de su permiso de viaje como más le placiera (mi permiso de viaje era de solo 25 días, en los cuales debía atravesar Tíbet y China..., aunque al final, como se verá en sucesivos artículos, para mí todo quedó en papel mojado).

Nada más introducirme en el minibús que había de convertirse en mi "vehículo oficial" durante la siguiente semana, me encontré a bordo con un personaje con quien terminaría por entablar una gran amistad. Allí estaba, en el fondo del minibús, discutiendo -casi peleándose- con el chófer por la poca delicadeza con la que éste último estaba tratando a su querida Txapaleta -así es como él llamaba a su bicicleta. Su semblante era leonino, con largos cabellos rizados y una salvaje barba; su mirada ciertamente pétrea, aunque desdramatizada por unas insignificantes gafas que daban un aire intelectual a su noble condición de vagabundo, y su aspecto general bufonesco, tocado con un sempiterno gorro de nieve que alargaba su figura y le daba una curiosa apariencia de invencibilidad. Se llamaba Patrik, era de Barcelona y viajaba en bicicleta, medio por el que se había propuesto dar la vuelta al mundo. Bastaron unos compases iniciales de conversación superficial para que, a las pocas horas, conforme el viaje había comenzado a desarrollarse, Patrik y yo estuvieramos hablando compulsivamente sobre cualquier aspecto de la vida. Habíamos empezado el contacto de la manera en la que lo hacen los personajes acostumbrados a la soledad, esbozando cortas y significativas aseveraciones que nos dirigíamos mutuamente y que en nuestras respectivas mentes eran desmenuzadas cautelosamente conforme nos ibamos haciendo un juicio lo más ecuánime posible el uno sobre el otro, asistidos por un desarrollado hábito de escuchar.



Así, tras el primer día de viaje, ambos formábamos ya un pequeño equipo. Patrik no estaba nada contento (al igual que el resto) con la necesidad impuesta de ligarse al tour y de renunciar a su querida bicicleta hasta llegar a Lhasa, de manera que resolvió dejar ésta en el hotel donde pasamos la primera noche, a escasos kilómetros de la frontera con Nepal, para así regresar una vez terminado el tour y rehacer todo el camino hasta Lhasa por medio de esforzadas pedaladas. Durante el trayecto por carretera visitamos las históricas ciudades de Gyantse y Shigatse, ambas dotadas de colosales monasterios budistas de la secta de los Gelugpa, o "sombreros amarillos", la misma a la que pertenecen las figuras del Dalai lama o del Panchen lama. Durante todo el recorrido, el paisaje a nuestro alrededor era extremadamente árido, desprovisto de vegetación arborea casi en su totalidad (pues a estas altitudes pocos árboles son capaces de crecer). Debido al frío propio de noviembre, las praderas de los montes habían perdido el lustroso y efímero color verde que las decora en épocas más estivales, así que, en sentido estricto, se puede decir que estábamos discurriendo por un desierto; por el desierto más elevado del mundo: la meseta tibetana.

Finalmente, en el quinto día de viaje, arribábamos a la mítica capital del Tíbet: Lhasa. En épocas anteriores a la explosión demográfica que vive en la actualidad la ciudad -como consecuencia del continuo flujo de inmigrantes de étnia Han (chinos) y de tibetanos de áreas rurales que vienen a buscar algún tipo de sustento, cualquier aproximación a Lhasa era alumbrada desde la distancia por la bella estampa del palacio de Potala, desde el cual gobernaban los Dalai lamas antes de que el Ejército Popular Chino, a las órdenes de Mao Tzedong, tomase el control sobre el Tíbet en el año 1950. Sin embargo, debido a la actual fiebre urbanizadora que sufre la ciudad, a mí me costó bastante tiempo avistar la monumental construcción, y cuando lo hice, tan solo pude tener un fugaz encuentro visual desde la distancia adivinando escasamente su piramidal estructura entre dos feos bloques de viviendas, pues el autobús eligió una de las calles de la periferia para dejar al grupo en el hotel de las afueras en el que pasamos los dos últimos días del tour.

Muchas cosas podría contar sobre Lhasa. De hecho, así espero hacer en sucesivos artículos. Sin embargo, este primero sobre el Tíbet debe ser dedicado a la anécdota viajera más destacable de mis primeros días en ese apasionante país: mi inesperada visita al Campo Base del monte Qomolangma, conocido en occidente como Everest.

Efectivamente, fue una visita inesperada, como casi todo lo que me ocurrió en el Tíbet. En absoluto había planeado con anterioridad ir al famoso Campo Base del Everest. Antes de mi entrada en el Tíbet lo consideraba una alternativa que requeriría mucho tiempo y seguramente un gran desembolso económico. Sin embargo, estos planteamientos de paja -como han de serlo todos en un gran viaje- fueron rápidamente envueltos en un poderoso ciclón de entusiasmo y llevados my lejos, a un oscuro lugar llamado olvido. Cuando llegamos a Lhasa, tras cinco días en la carretera, ya había decidido que visitaría, junto a Patrik, las faldas de la montaña más alta del mundo. La idea surgió más o menos a mitad del recorrido del tour, cuando en uno de los controles de carretera desplegados por el ejército chino, Patrik y yo nos percatamos de la insinuante presencia de un letrero en el borde de la carretera que indicaba la dirección al Campo Base. Si el camino estaba indicado... entonces tal vez podríamos hacerlo por nosotros mismos, sin necesidad de obligatorias agencias y permisos. Así, por fuerza de este ingenuo razonamiento, y una vez finalizado el tour, Patrick y yo, junto a Ippei, un misterioso y entrañable japonés que venía en el mismo autobús del tour y que se contagió de nuestro entusiasmo ante semejante plan, poníamos rumbo al Qomolangma (pronunciado "Chomolagma").



Al final del primer día de aventura ya habíamos conseguido llegar a Shekar, un pequeño pueblo al borde de la carretera que lleva desde Lhasa hasta la frontera nepalí y que sirve como punto de partida hacia el Everest. Precisamente fue en el control militar apostado en las afueras de este pueblo donde días atrás habíamos visto la indicación hacia la mítica montaña. Llegar hasta Shekar no nos resultó tan difícil como habíamos temido. Primero tomamos un autobús público desde Lhasa hasta Shigatse (segunda ciudad más importante del Tíbet). Debido a que no disponíamos de los permisos obligatorios para visitar esta zona, no nos fue posible comprar los billetes directamente en ventanilla, así que tuvimos que recurrir a la mediación de un tibetano que se ofreció a comprarlos por nosotros a cambio de una pequeña comisión. Una vez en Shigatse, a medio camino, tuvimos que preguntar mucho hasta que, finalmente, un hombre de rasgos chinos nos propuso llevarnos en su coche particular hasta Shekar (a unos 200 kms de allí) por una elevada cantidad de dinero (50 euros por llevarnos a los tres), lo cual era, de hecho, la mejor opción, pues ocultos tras los cristales tintados del vehículo pudimos atravesar sin incidencias uno de los controles policiales más infranqueables del Tíbet, a saber, el que se haya en la localidad de Lhatse.

La noche en Shekar la pasamos en una posada tibetana en la que tuvimos que cubrirnos con todo retazo de materia textil de que disponíamos, pues la habitación carecía de cualquier tipo de aislamiento contra el frío, así que las temperaturas bajaron -en el interior de la misma estancia- hasta unos 10 grados bajo cero. Pero fue a la mañana siguiente cuando realmente comenzaron a presentarse las primeras complicaciones. En Shekar estábamos relativamente cerca del Campo Base, si bien todavía teníamos que recorrer unos 90 kilómetros de carretera sin asfaltar y con un acusado desnivel hasta llegar a él, algo para lo que necesitábamos un medio de transporte. Los tres salimos a la gélida calle y preguntamos en todas las casas o tiendas a cuyas puertas veíamos algún vehículo aparcado, pero pasaba el tiempo y nuestro plan no funcionaba. En un par de ocasiones hubo disposición a ayudarnos por parte de algún tibetano, pero siempre a cambio de sumas de dinero desorbitadas. Transportarnos al Campo Base era, de hecho, un riesgo para cualquier persona que lo intentase, pues de ser detenidos por la policía se exponían a severas sanciones por ayudar a extranjeros sin permiso.

En vista de que la estrategia del puerta-a-puerta no llevaba a ningún sitio y además comenzaba a llamar demasiado la atención sobre nuestra presencia irregular en esta parte del Tíbet, decidimos esperar a que pasase algún vehículo en dirección al Campo Base -algo muy improbable- con la esperanza de que aceptasen llevarnos en él y de que hubiera espacio para los tres. Fue entonces cuando nuestro denodado esfuerzo y nuestra coordinada perseverancia obtuvieron recompensa. De hecho nos costó trabajo convencernos de que el desenlace de nuestra búsqueda había sido tan generoso para nuestros objetivos. Nos habíamos apostado en la gasolinera que había justo antes del desvío hacia el Campo Base y allí preguntado a los conductores de los escasos vehículos que circulaban a esas horas tempraneras, hasta que uno de ellos -uno al que no hubieramos preguntado de conocer su profesión- aceptó el llevarnos por la razonable cantidad de 200 yuanes cada uno (unos 18 euros). Se trataba de una mini-camioneta ("mini" en grado sumo) ocupada por dos hombres y una mujer chinos. El que fueran chinos ya nos resultó algo sospechoso, pero igualmente aceptamos el trato entusiasmados. La gran sorpresa nos la llevamos al averiguar que los tres eran policías y que, por lo visto (pues no hablaban nada de inglés), se disponían a pasar un día de asueto aprovechando que no estaban de servicio. A la fortuna que tuvimos de que nos quisieran llevar sin importarles que no tuviéramos permiso se añadió el impagable hecho de que con ellos -gracias al compadreo que surge misteriosamente entre policías y militares chinos en estas tierras remotas- pudimos atravesar el control militar que hay en la intersección de la carretera principal con el camino que va hasta los pies del Everest. Fueron unos momentos especiales y cargados de impaciencia por nuestra parte, pero cuando estábamos remontando las primeras cuestas del camino, los tres estallamos de júbilo y de alivio por lo bien que nos estaban saliendo las cosas. Apenas 24 horas después de haber salido de Lhasa, estábamos en la senda que lleva al Campo Base, algo que en nuestros planteamientos más optimistas estaba fuera de lugar.

La carretera ascendía vertiginosamente pero de forma constante y sin plantear serios apuros al vehículo de juguete en el que viajábamos. Había algo en ella que en mi mente no dejaba de evocar a la pericia y obstinación con la que los chinos ejecutan obras de ingeniería que desafían a los obstáculos más dramáticos impuestos por la Naturaleza. No era más que un camino sin asfaltar, pero estaba tan bien ejecutado y tan perfectamente dispuesto -con una pendiente y anchura constantes- sobre las laderas de las empinadas montañas, que podía ser utilizado casi por cualquier tipo de vehículo. Visto desde su parte más elevada constituía una ordenada madeja de curvas bien definidas que se perdían en el fondo de un profundo valle eternamente ocre, sin vegetación y abruptamente en contraste con un cielo duro y de color azul estratosférico. El camino, tortuoso y estilizado a la vez, parecía una firma refinada sobre un papel raro, como un intento formal por dar legitimidad de soberanía sobre un entorno que no entiende de ese tipo de conceptos.



Al llegar al primer paso montañoso, el llamado Pang La -nada menos que a 5.120 metros de altura, nos detuvimos para contemplar un paisaje sublime. En el horizonte, en dirección sur, aparecía, como en una ensoñación que reclamaba para sí todo el poder luminoso del sol, una muralla cristalina que se erguía sobre unos cimientos helados de imponencia surrealista. Era difícil no sucumbir al vértigo visual que sobreviene a la pérdida sensorial de escala producida al enfrentarse a semejantes accidentes geográficos. El monte Everest, con sus 8.850 metros de altura, se presentaba ante nosotros custodiado por el macizo del Cho Oyu (8.153 m.) a su izquierda y por el monte Makalu (8.481 m.) a su derecha. Mirarlos desde la distancía distraía todos los sentidos y producía en la mente una supresión del posicionamiento espacial. Le hacían sentirse a uno como un ínfimo átomo orbitando descontroladamente en torno al centro de un Universo ocupado de manera inamovible por los tres colosos. Fue un primer alto en el camino que más tarde nos acercaría hasta los mismos pies del Everest, pero en ese momento ya fuimos sacudidos por su tremendo influjo.

En este viaje a las antípodas, a lo más alejado del hogar, ya no iba a encontrarme con montañas de este calibre, por lo que en aquel momento tuve la extraña sensación de que una parte del viaje había concluido. En mi persecución terráquea de máximos de todo tipo, ya fueran culturales, naturales, geográficos o históricos, me había topado finalmente con uno que desde hace mucho tiempo ha fascinado a hombres y mujeres de toda condición; la montaña más alta del mundo, el lugar más cercano del cielo y, también, uno de los más inaccesibles del planeta (apenas unas 1.000 personas han coronado su cima desde que en 1953 lo hicieran por primera vez el nepalí Tenzin Norgay y el neozelandés Edmun Hillary).

Pasado medio día, tras un descenso hasta el fondo del valle de Zombuk al que siguió un nuevo y maratoniano ascenso (esta vez por un caminejo precario), la camioneta llegaba, orgullosa, al Campo Base. Resultaba curioso que un vehículo tan ínfimo hubiera llegado hasta allí con toda la carga que contenía, pero como suele ocurrir en China, toda fe depositada en una máquina es más productiva que la fe depositada en un altar. En los últimos kilómetros habíamos perdido de vista a la Gran Montaña debido a la profundidad del valle de Zombuk, pero justo antes de llegar a nuestro destino, ésta volvió a presentarse ante nosotros, ahora en solitario y desasistida de sus dos gigantescas cohortes. El camino había ascendido por una especie de desfiladero -que en tiempos antediluvianos seguramente había albergado un musculoso glaciar- cuya amplitud había ido menguando hasta quedar, en su parte más alta, bloqueado perfectamente por el monte Everest. De esta forma, la montaña se hacía visible en su totalidad y se podía seguir visualmente una imaginaria ruta ascendente desde el Campo Base hasta la propia cima, la cual, a esa hora, se apreciaba limpia y claramente. Parecía incluso fácil el llegar hasta ella, algo que por motivos obvios no intentamos. Tan solo nos dedicamos a observar al rey de los montes, impregnados de una satisfacción que, por unos minutos, hizo que nos olvidáramos del cortante frío que gobernaba a esas alturas -exactamente 5.200 metros sobre el nivel del mar.

Antes de llegar hasta allí no me había hecho una expectativa clara de cual era el aspecto que iba a ofrecer el famoso monte Everest; de hecho había conservado en mi mente un ligero esbozo de escepticismo ante la idea de visitar esta montaña por tratarse, únicamente, de la más alta de mundo. Al fin y al cabo, ¿qué significaba para mí el hecho de que fuera la más alta? ¿acaso iba a ser posible el medir visualmente toda esa altura? ¿no quedaría defraudado al ver, sencillamente, una montaña más, caracterizada por una variable que ni mis sentidos, ni los de cualquier otro ser humano, eran capaces de calcular con exactitud? No obstante, estas deliberaciones internas se escurrieron por el mismo desfiladero cuando mis ojos fijaron su atención en la mole de roca y hielo eterno. Enseguida me di cuenta de que el Everest no solo era la montaña más alta del mundo, sino también una de las más bellas que se puedan ver sobre la corteza terrestre.



El Campo Base en sí no constaba más que de un pequeño puesto militar adjunto a una especie de tienda de campaña bastante grande en la que en aquel momento había una expedición china cuyas intenciones, a juzgar por el aspecto más burócrata que deportivo de sus integrantes, no podían ser el intentar un nuevo ascenso hasta la cima.

Unos pocos kilómetros más abajo se hallaba el pequeño monasterio budista de Rongphu, desde el cual se gestionaba la rancia posada en la que dormimos esa noche. No fue una noche fácil, pues las temperaturas bajaron hasta los 15 grados bajo cero dentro de la habitación (por debajo de los -30 en el exterior), pero sin duda la peor parte se la llevó nuestro amigo nipón, Ippei, quien fue atacado por un acceso de mal de altura que nos hizo temer seriamente por su salud. El hombre se pasó la noche en vela, vomitando y perdiendo cada vez más y más fuerza. Era un personaje de apariencia habitual extremadamente frágil, de corta estatura, muy delgado y de cabellos lácios y largos hasta la espalda, pero con este revés su aspecto empeoró sensiblemente y parecía como si en cualquier momento fuera a desmaterializarse ante nuestros ojos. Por otro lado, debido a su timidez y a su escaso dominio del inglés, apenas podía comunicarse con nosotros. Su estado de salud centró nuestras preocupaciones y temores durante todo el día siguiente, el cual pasamos forzosamente en la posada debido a que no había forma de conseguir un vehículo que nos llevase de nuevo a Shekar. Durante el día visitaron el lugar unos cuantos grupos de turistas, pero sus conductores se negaban a ayudarnos por miedo a asumir responsabilidades. Conforme avanzaba la jornada llegó un momento en el que la situación era alarmante, pues Ippei se desvanecía poco a poco. Necesitaba urgentemente bajar hasta una altura inferior a 4.500 metros, algo que tampoco podíamos hacer caminando ya que el pobre ni siquiera se tenía en pie.

Finalmente, obedeciendo a mis ruegos, el jefe militar del Campo Base, un chino llamado Wang Zi Liang a quien estaré eternamente agradecido por su gesto, llamó personalmente por teléfono a un conocido que vivía en Shekar para que éste subiese a recogernos con su todoterreno (el hombre llegó pasada la una de la madrugada con serios problemas mecánicos que nos hicieron temer un fracaso de la operación).

A la mañana siguiente, tras unas pocas horas de sueño en Shekar que hicieron retornar la vida a las mejillas de Ippei, los tres amigos nos separamos. Patrick e Ippei tomaron un autobús que se dirigía a Zhangmu, en la frontera nepalí. Allí Patrick volvería a encontrarse con su querida bicicleta e Ippei pasaría de nuevo a Nepal. Yo esperé unas horas hasta que pasó un minibús cuyo conductor estaba dispuesto a llevarme a Shigatse, de camino a Lhasa. El hombre me instó, eso sí, a que me pusiera las gafas de sol y a que hiciera uso de mi sombrero de estilo tibetano, para evitar así ser reconocido por la policía.

Había concluido nuestra aventura y, una vez más, estaba viajando solo. Con esta recuperada condición me dirigía a Lhasa, ciudad en la que, aunque todavía no lo sabía, estaba destinado a pasar el invierno.


Foto 1: Monte Everest desde monasterio de Rongphu al atardecer

Foto 2: Calles de Shigatse

Foto 3: Palacio de Potala, Lhasa

Foto 4: Patrik

Foto 5: Frente al monte Everest

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Sergio, ha sido una gozada volver a retomar tu blog, y seguir tu ruta, eso si con un mapa al lado ,y alucinar de verdad de la diversidad de lugares y gente que te estas encontrando a tu paso, y decir gracias por compartir tu sueño con nosotros. Un abrazo enorme.
Pilar

Anónimo dijo...

Hola Pilar. me alegra verte por aquí. Me ha gustado lo del mapa al lado, pues creo que es la mejor forma de hacerse una idea de mi ruta a la vez que unho aprende de geografía... y a la vez, tal vez, como me suele suceder a mí, se empieza uno a ilusionar opr hacer alguna visita a los países del mapa. Muchas gracias opr el comentario y que pases un estupendo mes de agosto. Un abrazo y hasta pronto.

sergio