38. El viaje del Céfiro (parte IV)



(continuación artículo anterior)

El naufragio en aguas del Mekong, después de todo, no tenía por qué significar el fin de la expedición. Me costó algún tiempo convencerme de esto, pero al ver con mis propios ojos al Céfiro siendo traído hasta la orilla por los dos jóvenes laosianos, la pegadiza melodía de la Esperanza se sincronizó con los latidos de mi corazón.Corrí de inmediato a la zona del rescate, y al llegar comprobé que el casco del Céfiro aún estaba sumergido, aunque bien agarrado por uno de los muchachos. Los dos habían acudido allí para hacer la colada, así que traían con ellos un cubo para lavar la ropa que no dudaron en ofrecerme para realizar la ardua tarea de achique de toda el agua que contenía la barca, que en este caso coincidía con el volumen total del bote. Fue un proceso lento y agotador, pero tras más de media hora de intenso trabajo, conseguimos que el Céfiro volviese a flotar sobre el mismo río que unos instantes antes lo había devorado salvajemente.

Una vez a flote, la dura realidad comenzó su trabajo de rebajar las expectativas que me había hecho concebir el rebrote de esperanza. Allí estaba el Céfiro, sí, pero todos los entablados de su fondo, además de la banqueta en la que yo solía sentarme a remar y de la cubierta de caña trenzada -la cual me había servido de refugio en las últimas noches- habían desaparecido. El Céfiro se limitaba ahora a su carcasa exterior, la cual incluso había adquirido cierta curvatura asimétrica, como si hubiera sido estrujada por una mano gigante de fuerza descomunal. Esto me hizo albergar muchas dudas acerca de su correcta navegabilidad. Por otro lado, algunas de mis pertenencias e instrumentos más importantes, como el remo del que hacía uso o la bolsa de plástico en la que guardaba mi comida y algo de ropa, se habían ido con la corriente. También se habían perdido para siempre las dos grandes garrafas de agua, así como mi hornillo con su bombonita de gas. En cuanto a otros objetos personales de valor, como mi cámara fotográfica o mi teléfono móvil (el cual me resultaba inútil en cualquier caso), ambos resultaron dañados por completo. Lo cierto es que la cámara llevaba ya muchos meses dándome problemas (desde que visité Irán, casi un año atrás), así que éste fue el toque de gracia. Las fotos sacadas la tarde antes del naufragio fueron las últimas que pude hacer en toda la expedición.

Por fortuna, la famosa bolsa que contenía mi comida, mi ropa y el campamento, apareció unos metros río abajo y fue rescatada por otro joven, el cual la trajo hasta donde yo estaba en medio de una especie de furor público que empezaba a cocinarse en ambas orillas del Mekong. Resultaba paradójico que mi rocambolesca situación estuviera centrando la atención de un gran número de personas pertenecientes a dos países diferentes. La estrechez del cauce, unida a la idoneidad del lugar para atrapar peces debido a la fuerte corriente, habían hecho de aquella zona un lugar muy concurrido, tanto a un lado como al otro del río. Ahora, con todo el personal pendiente de mis acciones, el paisaje parecía limitarse a un ámbito mucho más reducido, como si se tratase de un pequeño barrio internacional. Pescadores tailandeses intercambiaban observaciones, entre risas y gestos de asombro, con sus semejantes laosianos, los cuales les replicaban enérgicamente, con gran entusiasmo. De alguna forma, mi percance los había unido un poquito más. Después de todo, étnicamente hablando, los laosianos y los tailandeses son muy parecidos (aunque en el aspecto económico se trate de mundos distintos...).



En medio de esta algarabía transfronteriza, mis ánimos se renovaron y me dispuse a retomar lo que hacía solo unos minutos me parecía inconcebible: seguir remando hasta Vientiane. El problema del remo perdido tuvo fácil solución. Tenía uno de repuesto, aunque más pequeño que el anterior, el cual había estado utilizando para unir mi mochila al neumático de autobús (atravesándolo entre los tirantes de la mochila). En cuanto a la banqueta para sentarme a remar, no me quedó otra opción que buscar una piedra lo suficientemente grande. La encontré con ayuda de unos niños que se habían acercado a ver quién era ese tipo tan especial, ese falang vagabundo del que tanto hablaba la gente esa mañana.

Durante los últimos segundos antes de ponerme de nuevo en marcha, ya sentado dentro del Céfiro, eché una mirada a los temerarios rápidos que presidían el paisaje mekoniano en el que estaba a punto de adentrarme. Tenía la plomiza sensación de que, si aún estaba en condiciones de volver a remar tras haber naufragado en el río, era porque estaba destinado a alcanzar mi objetivo. No obstante, la rutilante presencia del remolino, a escasos metros de mí, me intimidaba hipnóticamente. En esos momentos de semi-trance recuerdo haber desviado la memoria hacia mi infancia, en la que una vez leí el cuento Descenso al Maelström, de Poe. En este relato, el protagonista narra su experiencia escapando, gracias a su ingenio, de una muerte segura al encontrarse en medio de un remolino de dimensiones bíblicas en aguas del Mar del Norte, en Noruega. En aquel entonces, desde mi tierno asombro infantil -y no sin cierta melancolía-, pensé que yo jamás me vería inmerso en una manifestación tan fabulosa y destructiva de la Naturaleza. Ahora, en mi arriesgada situación, la inocencia pretérita de aquel niño adquiría cierto carácter profético. Sin duda, el remolino que me hipnotizaba en esta ocasión no era el Maelström.... pero era real.

Sin otra alternativa que la autoimpuesta necesidad de seguir adelante, di una profunda inhalación y me impulsé con todas mis fuerzas en una de las rocas para salir con rapidez del remansillo en el que me hallaba refugiado. Mi prioridad era alejarme lo más posible de las proximidades del remolino, lo cual conseguí de sobra al elegir un área del cauce en el que la corriente corría veloz río abajo. Fueron unos segundos críticos en los que me encontré de nuevo en medio de aguas muy turbulentas, con muchas dificultades para gobernar el maltrecho Céfiro. Pero poco a poco fueron tranquilizándose conforme el rugido del abismo que había intentado dar fin a mi experiencia se apagaba tras de mí. A partir de ese momento, y hasta el fin de mi aventura, ya no encontraría resistencia significativa por parte del Mekong.

No quiere esto decir que no fueran difíciles o duros los últimos días. Al contrario, se trató de jornadas en las que acusé los excesos físicos de la expedición, así como la deficiente alimentación y falta de planificación general. En la penúltima jornada, a medio día, fui objeto de un súbito ataque de deshidratación al que no pude responder bebiendo agua, ya que ésta se me había terminado. Por suerte, un lugareño que pasaba con su pequeña barca motora atendió mis gritos de auxilio. “¡Nam, nam!” (¡agua, agua!), le inquirí desde el centro del cauce. Cuando el hombre llegó hasta mí se percató de mi estado de aturdimiento bajo un sol abrasador y me remolcó directamente hasta su villorrio, en el que no solo fui ofrecido agua fresca, sino también unos reconstituyentes huevos revueltos con arroz que me ayudaron a recuperar las fuerzas justas para continuar unos kilómetros más.

Esa tarde, una refrescante sensación de logro cubrió mis hombros. Por algún motivo, y aunque el paisaje a mi alrededor seguía siendo salvaje y misterioso, supe que nada podría impedirme alcanzar mi objetivo de llegar a Vientiane. Tal vez por eso, mis ansias concebidas durante los días previos fueron apaciguadas y mis exacerbados sentidos, los cuales habían estado vigilantes en busca de signos que indicaran mi aproximación a la capital laosiana -como el avistamiento de grandes edificios, el ruido de carreteras congestionadas o la presencia de aviones volando bajo- retornaron a su estado contemplativo. La relajación y el placer ácido que confiere la noción de aventura se instalaron de nuevo en el Céfiro.



Entonces, mientras remaba muy despacio, vacilante y sin prisa (creo que no quería llegar a Vientiane todavía), una extraña estructura de cemento apareció en la margen laosiana del cauce, a mi izquierda. Se trataba de unas escaleras que bajaban hasta el río a lo largo de una acusada pendiente cubierta de árboles. Debían tener unos quince metros de longitud, pero lo más llamativo eran los vastos pasamanos, fabricados con escayola coloreada y moldeados con forma de alargado dragón. El conjunto en sí era bastante burdo, y además parecía inacabado; no obstante resultaba llamativo, con las cabezas de los dragones al final de las escalinatas, casi en el mismo agua. Mi curiosidad resultó azuzada, así que, en lugar de pasar de largo, desvié mi rumbo y me acerqué hasta la orilla.

Al llegar allí, mis oídos captaron el chispeante tono de una musiquilla que debía provenir de unos altavoces situados en el otro extremo de las escaleras. Amarré el Céfiro a unos arbustos y ascendí por los escalones de cemento sin lucir, descalzo y dolorido debido a los incómodos quemazones que el sol me había producido en los espacios interdigitales de los pies. Al llegar a lo alto, me encontré con varias personas que me miraron circunspectas. Entre ellos había un joven monje que se encontraba agachado en cuclillas (la típica manera de reposar de las gentes sencillas de Asia), el cual se alzó como un resorte al verme. Acto seguido, se precipitó en alocada carrera hacia otro grupo de monjes más alejado y a los pocos segundos uno de aquellos comenzó a caminar hacia mí con paso firme y ufano. Conforme lo vi venir, con el rostro serio y la barbilla bien alta, pensé que iba a reprenderme por haber irrumpido sin permiso en un recinto privado. No obstante, sus palabras fueron de bienvenida, y además en un aceptable inglés; “soy el monje Ko, y este es el monasterio Wat Thampha. Gracias por venir”. Estas fueron sus palabras de recibimiento. Después nos enfrascamos en una amigable conversación que incluyó una invitación a que pasase la noche en el monasterio. En vista de que la tarde estaba avanzada y de que no deseaba llegar a Vientiane acuciado por la oscuridad, me pareció una buena idea. Por otro lado, el lugar y la situación me resultaban muy sugerentes.

Lo primero que hizo Ko tras proponerme pernoctar en el monasterio fue pedirle permiso al abad, a cuya presencia fui conducido. El abad, un hombre esquelético que aparentaba ser más viejo que el propio monasterio, estaba sentado en el suelo, en silencio, y cubierto únicamente por una túnica naranja. Apenas me prestó atención conforme Ko le hablaba; de hecho tampoco pareció prestarle mucha atención a él, pero el caso es que dio su visto bueno. Una vez aceptado en la comunidad, Ko me instó a que me diese una ducha con el resto de los monjes, algo que en todo monasterio budista es más un rito que una cuestión de higiene. Antes de ir a dormir, cada uno enrolla su cuerpo desnudo en un pareo rojo y, junto con el resto de internos, toma agua con un jarro de un grifo comunal y la vierte sobre sí. En esta ocasión, con mi sorpresiva presencia, enrollado igual que ellos en un pareo que me facilitó Ko, los monjes no paraban de reír inocentemente y de hacer alegres comentarios entre ellos. Esa noche la pasé bajo el techo de la pagoda principal del templo, protegido por una mosquitera que mis nuevos compañeros habían dispuesto para mí, justo al lado de la gran estatua dorada de Buda que ocupaba su centro. A los pies de la representación de este viejo maestro que alcanzó la Iluminación hace 2.500 años, y que después no hizo otra cosa que sermonear por toda la India acerca de lo que había descubierto, fui acomodado en el suelo. Tumbado sobre una manta que hacía de colchón, reflexioné sobre mi situación. Me pregunté qué es lo que el Buda en persona me hubiera respondido de haberle preguntado cuál era, en realidad, el auténtico motivo que me había llevado a emprender este largo viaje en el medio de mi vida, algo que yo mismo todavía no había conseguido esclarecer. Me auto-complací con el repentino convencimiento de que, de las muchas cosas que me habría dicho, tal vez lo principal habría sido que llegar a Vientiane, o a las antípodas, no era lo más importante.

Por la mañana, una mini-agenda protocolaria me aguardaba. Los monjes del pequeño monasterio Thamphan conocían ya la naturaleza de mi expedición, y todos ellos, en especial los más jóvenes -que eran la mayoría-, querían despedirse de mí. Cuando hube preparado mi impedimenta (ahora ya reducida a poco más que un trapero grupúsculo de bolsas de plástico), fui invitado por Ko a desayunar con él y con el abad, quien esta vez parecía más interesado en conocerme. El hombre permanecía sentado en la posición de loto, en el mismo lugar en el que lo había visto la tarde anterior -me pregunté si habría pasado la noche allí, meditando. El desayuno consistió en verduras, huevos revueltos y té, todo ello en dosis minúsculas dispuestas en el suelo, frente al abad. El anciano tampoco se dirigió a mí en esta ocasión, aunque tuve la impresión de que su esquiva conducta, así como el estado de alerta de los monjes que había alrededor, eran el reflejo de un contenido entusiasmo infantil ante la visita de un foráneo occidental.

Para confirmar esto, poco después del desayuno, el abad pronunció unas escasas palabras dirigidas a Ko, en voz queda y severa, al mismo tiempo que observaba con gesto preocupado mis maltrechos pies. El joven monje se levantó inmediatamente y a los pocos minutos apareció de nuevo trayendo con él un bien surtido botiquín de primeros auxilios. En vista de que las quemaduras del sol habían dejado los espacios entre los dedos de mis pies en carne viva, Ko decidió que lo mejor era tratarlos con Betadine (antiséptico), así que allí mismo, ante la presencia de la efigie en la que se había convertido el abad, llevamos a la práctica la cura de mis heridas.

Una vez realizada la operación, me despedí de mis azafranados anfitriones, especialmente de Ko y del abad, a quien, de manera casi inconsciente, ofrecí una reverencia -arqueando mi cuello y juntando mis manos por las palmas a la altura del pecho- que fue correspondida con una réplica por su parte acompañada de una extraña y sugerente sonrisa. Por unos segundos, tuve la sensación de que mi visita le había causado una gran impresión; el hombre parecía contento, aunque tal vez no sabía cómo reaccionar ante este hecho.



Tan solo unos minutos más tarde me hallaba remando a bordo del Céfiro, de nuevo ensimismado con mi entorno y vigilante ante cualquier evidencia que delatase mi aproximación definitiva a Vientiane. No pasó mucho tiempo antes de que el paisaje a mi alrededor se transformase en este sentido. A medida que el cauce se ensanchaba y las orillas se desnudaban de geografía, aplanadas cada vez con más fuerza por un cielo omnipotente, barcos de gran tamaño aparecieron fondeados a cada lado del río. El horizonte se hizo paulatinamente más amplio y algunas edificaciones sólidas se dejaron ver muy cerca de las aguas del Mekong; y cada vez más y más gente en torno a éstas. El sonido de vehículos recorriendo congestionadas carreteras llegó a mis oídos y por fin, en la lejanía, uno de los signos que había estado esperando desde que comencé esta quijotada, apareció brillando como una estrella en medio de la noche. Se trataba del Don Chan Palace Hotel, tal vez el edificio más alto de Vientiane y de todo el país. Sus más de diez plantas, construidas en la orilla del Mekong a su paso por la capital de Laos, fueron el indicativo inequívoco de que había llegado a mi destino.

Diecisiete días después de haberme precipitado a las aguas de este increíble río, invadido de tantas dudas sobre el desenlace de la expedición como de ilusión por llevarla a cabo, mis cansadas remadas me traían por fin a Vientiane. No hubo gritos de celebración ni euforia desenfrenada a bordo de mi barca. Al contrario, como si de un robot programado para no hacer otra cosa que remar parsimoniosamente se tratase, allí estaba yo, impasible en medio de un océano entre dos países remotos, sin nada más que esperar ni nadie que me esperase; tan desligado de mi mundo como jamás pueda llegar a estar. Una espontánea lágrima recorrió mis mejillas en línea recta, inalterada por el férreo andamiaje de mi faz, hasta perderse disuelta en el sudor en mi cuello. Por unos minutos ni siquiera pude armar una leve sonrisa... El éxtasis no me permitía gesticular.

A pesar de todo, las buenas noticias estaban a punto de ser convertidas en una mayor ración de aventura. Mientras me hallaba envuelto en una nube de pensamientos glorificantes, el rugido de una lancha motora me devolvió a la realidad. El aparato se aproximó por detrás de mí a gran velocidad y en pocos segundos me dio alcance, realizando a continuación un hollywoodiano rodeo en torno al Céfiro. A bordo había cuatro hombres vestidos de la misma manera, aunque con diferentes tonos de color, y luciendo todos ellos un semblante serio e intimidatorio dirigido hacia mí. Tras el rodeo de exploración, se acercaron y, sin saludo previo, agarraron mi barca sujetándola con sus manos, frenando así mi avance. Traté de mantener la compostura y de no liarme a remazos con ellos, pues poco tenía que ganar, pero lo cierto es que mostré algo de resistencia, intentando en vano liberarme de su agarre. Pronto me hicieron gestos de que no ofreciera resistencia al tiempo que uno de ellos me hacía entrega de un misterioso teléfono móvil, indicándome que debía atender una llamada. Al acercarme el móvil al oído, una vocecilla dubitante me hablo en inglés y me dijo que estos hombres eran de la policía, que estaba detenido y que debía ir con ellos al cuartel.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Recáspita Sergio!! pero cómo puedes dejarnos asíííííííííí?? ññññññññ!!! ten piedad de nuestra reprimida sed de aventuras buen hombre..

Destacable la capacidad que tienes para sorprender a aquellos que se cruzan en tu camino. Un avatar del destino todo tú.

Espero que estés bien.

Besote*

Inma

Anónimo dijo...

hola inma!

perdona chica, que he dejado el final para otro capitulo... pero probnto llegara. ahora que estoy de vuelta tal vez pueda escribir mas rapido... (o no...)

por cierto, esa palabreja de "caspita" me ha gustado. Cuanto tienmpo sin escucharla!

un beso

sergio

Anónimo dijo...

Haber Sergio,

NO Way my friend!
Por favor, no nos puedes dejar asi, además se que estas cerca, porque aunque me lo han chivado, te he visto, nos hemos cruzado varias veces con el coche, pero tu no me has visto a mi. Tengo ganas de saber más de tu viaje y aunque prometo no bombardearte a preguntas cuando te vea, si que me gustaria poder terminar de leer tu increible aventura.

Un besazo muy grande,(aunque espero dartelo en persona)

Elena.

Unknown dijo...

BIENVENIDO!! :D


bueno, sigo opinando que hacer esto tiene que ser fruto puro de un momento de disfrute. Si estás pensando en que te gustaría estar haciendo otra cosa mientras lo escribes sencillamente no funcionaría, de modo que bienvenidos sean tus relatos cuando quiera que lleguen.

La semana pasada estuve leyendo "Cometas en el cielo" (supongo que habrás oido hablar de ese libro, toda la dulzura y crueldad del ser humano cociendo en la misma caldera) y me recordó a tu relato de afganistan, gracias al cual la lectura de fue taaanto más rica..

bueno Sergio, espero que la adaptación te sea suave y alegre.

besote*