28. En el reino de Shiva

27 de octubre, Pokhara, Nepal



La India es uno de los lugares de la Tierra donde la civilización ha florecido, ininterrumpidamente, durante más tiempo. A lo largo de milenios, el subcontinente se vio visitado continuadamente por oleadas migratorias procedentes, casi siempre, de occidente. Los primeros humanos que llegaron hasta aquí debieron encontrarse entre las primeras migraciones recién salidas de Africa -admisiblemente la cuna del Hombre- y poco a poco estas personas, de rasgos similares a los indígenas que hoy se encuentran en la propia Africa, en Indonesia o en Australia, fueron haciendose dueños del lugar. Así, cientos de pequeñas tribus comenzaron a instalarse en todo el territorio comprendido entre los Himalayas, en el norte, y el cono penínsular en el sur, desarrollando sociedades con identidades muy particulares.

No obstante, la transformación cultural más importante que sufrió la India en esos tiempos oscuros fue fruto de la interacción de estos indígenas con los ários llegados del este, en el tercer milenio A.C. Estos últimos -de rasgos probablemente similares a los del Oriente Medio del presente- eran los Arya de los que hablan las escrituras sagradas hindús, los Vedas, un conjunto de textos épicos y religiosos cuya proliferación en el tiempo coincidió con el asentamiento paulatino de los arya por toda la geografía india. El actual politeismo y el sistema de estratificación social en varnas, o castas, son consecuencia directa de esa interacción.

La Historia, tan juguetona y remolona en ocasiones, no ha permitido a los historiadores descubrir a ciencia cierta cual es la procedencia de estos Arya. Lo máximo que está dispuesta a hacer es levantar un velo temporal de unos cuatro mil años que nos descubre a unas gentes que se movían a caballo y en carros (toda una revolución tecnológica en esa época), que utilizaban el arado y que hablaban una lengua, el sánscrito, que estaba emparentada con el griego antiguo. Geográficamente, nos los sitúa en los terrenos fértiles del Punjab y las planicies del noroeste de la India. Y precisamente, aquí es donde aparezco yo en mi último capítulo narrado sobre este fascinante país, de nuevo a bordo de un autobús en dirección a Delhi, su capital actual.

Ni danzantes multitudes extraidas de coloridas producciones cinematográficas ni hermosas mujeres enjoyadas hasta las cejas. Ni el aroma de las famosas especias de la India ni tampoco resonantes músicas provenientes de afinados sitares. Ni si quiera vacas sagradas. Nada de esto me encontré conforme el autobús en el que desperté de mi ligero sueño, tras otra noche de viaje, recorría los primeros kilómetros de las afueras congestionadas con chabolas de Nueva Delhi. En lugar de todos estos clichés que tanto evocan a la India y que tan requemados están en la psique occidental, lo que más llamó mi atención fue la gran cantidad de personas que elegían las primeras horas de la mañana para defecar impúdicamente en las orillas del río Yamuna, el cual seguía el mismo curso que la carretera. Como si de una colección de "cagalers" de estilo oriental se tratara, se acercaban hasta el agua del río y allí mismo se deshacían de la inmundicia de sus entrañas. Aunque no todos abonaban el agua con sus deyecciones; los había también que la utilizaban para lavarse la cara y otras partes del cuerpo. Pensé que este aspecto tan terrenal de la India moderna no estaba recogido en el imaginario de los publicistas de los famosos grandes almacenes españoles cuando ideaban la campaña "Visita la India en el Corte Inglés" (o algo parecido).

No pasé mucho tiempo en Delhi, no más de tres días. Y no porque el lugar no lo merezca, pues muchas son las curiosidades que decoran -de manera bastante sublime- esta vieja urbe. De su historia, bien podría decirse que sintetiza la de todo el país, pues Delhi es una de las pocas ciudades indias cuya relevancia en el mundo hindú ha permanecido en vigor desde los tiempos de los arya, cuando su nombre era Indraprastha -el reino del dios Indra-, hasta nuestros días, en los que es la capital política de una inmensa nación.



Pero a pesar de todo el interés que pueda reportar una visita a Delhi, tras un viaje tan largo como el mío era difícil encontrar alicientes en la hipermasificación humana que inunda esta ciudad. De por sí, la masificación es un aspecto curioso para el viajero, sobre todo cuando tiene tintes tan caóticos, y en cierto modo feriales, como en Delhi. Pero es algo que agota mucho. Es difícil disfrutar de un entorno que ofrece semejante contraste con las adorables montañas que había dejado atrás. Estas -The Hills, como se refería a ellas alegóricamente Rudigar Kipling en su novela Kim-, con su altura, su belleza natural, sus gentes humildes y aire puro, me habían resultado siempre más estimulantes -en cualquiera de los países por los que había pasado- que el asfalto y las luces urbanitas.

Dejando Delhi atrás, mi siguiente destino en este escarceo con la India fue, no obstante, otra ciudad, aunque en este caso se trataba de Agra, de ambiente mucho más relajado que su vecina Delhi (sorprendentemente relajado). Ya sea por su gastronomía, por sus museos, por su ambiente festivo, por su arquitectura o, sencillamente, por su situación geográfica, todas las ciudades históricas tienen algo especial, algo que las hace diferentes entre sí; pero no hay en el mundo ciudad alguna que posea una joya más preciosa que el Taj Mahal. Es posible encontrar edificios o estructuras más monumentales; más grandes, por supuesto; o también más ricos en valor arqueológico, eso es cierto. Pero si algo pone de acuerdo al mundo entero desde hace cuatrocientos años, es que no hay edificio más bello, más encantador, y también más romántico, que el famoso mausoleo de Agra.

Es una obra inusual por muchos aspectos, pero tal vez, lo más anecdótico, precisamente, es que se trata de un mausoleo. Una tumba concebida como una obra de arte y consagrada al amor más profundo que un emperador pudo sentir jamás por un súbdito. Fue mandado construir a finales del siglo XVII por Sha Jahan y en él mandó sepultar a su querida Mumdaz Mahal, que si bien era su tercera esposa, también era la que más amaba y la que le había dado una descendencia más prolífica (trece hijos trajo al mundo Mumdaz hasta que, dando a luz al catorceavo, su vida se apagó).

En el Taj Mahal, el misterio del amor y de la muerte se abrazan en cada arista de esta nube soñada de mármol que, a pesar de tratarse de un edificio construido por un emperador de fe musulmana, ha pasado a ser el símbolo más exportado de la India, una nación, hoy por hoy, de confesión mayoritariamente hinduista (algo que a mí, como español, no debería llamarme demasiado la atención, pues algo similar ocurre en mi propio país, en este caso con la bella Alhambra de Granada).

El día en que vi esta maravilla fue uno de los más especiales de este viaje a las antípodas. Entré al recinto ajardinado que da acceso a la presencia del mausoleo a primera hora de la mañana, antes incluso de que el sol hubiera aparecido por el plano horizonte del valle del río Yamuna. Tenía entendido que era el mejor momento para visitarlo; por la posibilidad de evitar aglomeraciones y también por el hecho de que a esta hora el edificio presenta una belleza especial. Y puedo atestiguar que así es. La claridad mortecina y purpúrea que precede al Alba comienza a ser acuchillada, cada vez con mayor insistencia, por el resplandor anaranjado de los madrugadores rayos emisarios que envía el sol antes de hacer acto de presencia en el cielo. La batalla de colores ténues que se libra al amanecer, simulando una guerra antigua observada desde la distancia, se refleja en cada sección del Taj y lo va definiendo y descubriendo silenciosamente hasta que, finalmente, su mágica estampa se hace plenamente visible. Es como la representación cósmica del parto de un delicado bebé que es dado a luz por la moribunda noche. Tal vez esa fue la intención del autor, evocar el nacimiento de algo bello y puro que llega con la muerte de algo amado.

Fui uno de los primeros turistas en acceder al recinto, pero a diferencia del resto, por el hecho de ir solo y no tener que esperar a que mi grupo se reuniera en la puerta principal para escuchar las explicaciones de un guía, me sorprendí a mí mismo caminando anónimamente, y en silencio, hacía el monumento blanco. No había nadie a mi alrededor, estaba solo y todo el mundo había quedado atrás. Así llegué hasta el mismo iwan principal, tras remontar las escaleras de la plataforma en que se asienta el mausoleo. Lo circunvaleé maravillado, absorto en una embobada ensoñación que era reforzada por la calma a mi alrededor. No entendía muy bien lo que pasaba, pero estaba disfrutando de ello ensimismado en una sensación de regocijo que se me antojaba teledirigida. Mi conciencia se empeñó en considerar aquella concesión de exclusividad ante semejante símbolo de la belleza universal como un regalo que alguien me estaba haciendo.



Después me senté en un banco de los aledaños y seguí observando. Ahora sí, poco a poco, otras personas comenzaban a acercarse a la prodigiosa tumba. Podía verse en sus rostros lo que seguramente podía haberse visto en el mío unos minutos antes: fascinación pura. Además, podía leerse en sus ojos la excitación de la primera vez, del saberse propietarios de una imagen que no sería borrada jamás de su memoria. No importaba si eran niños o adultos; si viajeros que habían visto el mundo entero con anterioridad o si personas hastiadas de esta vida tras haber pasado por todo tipo de vicisitudes. Todos ellos eran embalsamados con una sensación nueva. Y única.

A través de los ojos de estas personas volví a disfrutar de la belleza del Taj Mahal, sin necesidad siquiera de mirarlo. Cada vez eran más. El murmullo y el jaleo iban creciendo conforme los alrededores se iban poblando con más niños, con más parejas de enamorados, con más grupos de turistas. El sol se posicionaba en el cielo con la autoridad con la que suele hacerlo por estas latitudes y el blanco del Taj se hacía cada vez más puro, hasta el punto que el edificio parecía una gigante filigrana de nata y azucar.

Finalmente, un resorte escondido en mi mente saltó inesperadamente. Fui invadido por una fría sensación de soledad, hasta el punto que llegué a experimentar ésta de una forma que no conocía. Llegó el momento en que me percaté de que era la unica persona, de los cientos que podía identificar, que estaba haciendo la visita en solitario. No pude evitar cierto desasosiego e incomodidad. En los más de cinco meses que llevaba de viaje, la soledad jamás se había presentado como un menoscabo. Al contrario, casi siempre me había sentido a gusto morando en ella. La había incluso necesitado, por ejemplo, en mis viajes a Irak o a Afganistán; Me había puesto más en contacto con la naturaleza en las montañas de Kirguizistán; Me había reportado más popularidad en los valles Kalasha de Pakistán o en los pueblos de Irán. La soledad nunca representó para mí un estado de anhelo o de espera. Más bien había sido como una cálida manta con la que cubrirme para enfrentarme al frío misterio de lo desconocido.

Sin embargo, el formidable influjo del Taj Mahal supuso un catalizador de mi auténtico estado ante el mundo. Fue una confirmación violenta de la crudeza de la soledad que me acompañaba, la cual, probablemente, no era lo que yo había estado pensando todo el tiempo. Lo interpreté como un mensaje. Este viaje estaba destinado a ser largo -pronto sería plenamente consciente de esto- y debía afrontar mi condición de solitario con plena conciencia de ello, sin engañarme a mí mismo. Fue, a la vez, una lección.

Sentirse solo en un país de mil millones de habitantes, la verdad es que tiene delito, sobre todo con el carácter campechano que suelen mostrar los indios. Y si hay un lugar en el que los indios se muestran especialmente extrovertidos, ese debe de ser Varanasi, la ciudad más sagrada y espiritual de la India. Este fue mi siguiente destino después de Agra, y también fue mi última parada en este gran país.

A pesar de no ser una de las ciudades más grandes y populosas de la India, su status sagrado hace que Varanasi esté constantemente desbordada de gente. A los miles de turistas que llegan hasta aquí para descubrir su misterio se unen millones de hindúes que vienen, bien en peregrinación, bien, sencillamente, a morir. Hay mucha mitología y superstición en torno a esta vieja ciudad, que en tiempos pasados era conocida como Benares y que en una época mucho más remota -acaso cuando fue fundada- se llamaba Kashi. Uno de los mitos más extendidos -sobre todo entre hinduistas- es que morir en Varanasi conduce directamente al nirvana, es decir, a la finalización del flujo de reencarnaciones que mantienen a las personas en samsara, en el mundo que conocemos y que estamos destinados a conocer una y otra vez (con el sufrimiento y ataduras emocionales que ello conlleva) conforme nuestra alma -según el hinduismo- transmigra de una vida a otra, indefinidamente.

La muerte, de hecho, está tan presente en Varanasi como la propia vida, particularmente a lo largo del Ganges, el cual abraza mansamente a la cuidad en su margen izquierda. Continuamente, cientos de piras crematorias apostadas en las populares ghats (amplias escalinatas que conducen a la orilla del río) consumen los cuerpos inertes de los "afortunados" que han conseguido espetar su último hálito en la vieja Kashi, en la ciudad consagrada al dios Shiva. La naturalidad con que se ofician estos funerales asombra a ojos occidentales, pues el proceso de incinerar los cadáveres se desempeña al aire libre, a la vista de todo el que pasa. El acto está prácticamente desprovisto de luto o de ceremonia, al menos en la mayoría de los casos, lo cual evidencia el convencimiento popular de la mera existencia de los cuerpos como vainas carentes de valor emocional una vez el alma se ha esfumado de ellas con la llegada de la muerte.

Una vez reducidos a cenizas, los restos de la cremación son vertidos en el propio río, en la misma agua en la que centenares de devotos hindúes practican sus abluciones sumergiéndose hasta la cintura y ocasionalmente zambulléndose por completo, desapareciendo momentaneamente bajo la arcillosa superficie. El mito del nirvana se mezcla así con el mito de la expiación, pues se dice que bañarse en aguas del Ganges redime a uno de todos los pecados en los que ha incurrido en esta vida, lo cual le hace merecedor de un mejor karma, un mejor bagaje de los actos realizados en ésta y en todas las vidas pasadas y que repercutirá en su vida futura de una manera más positiva.



Y es que todo parece mezclarse en Varanasi. La Vida y la Muerte; El mito, la religión y la realidad más hiriente; todas las formas de hinduísmo y también de todas las religiones que ésta originó: el sikhismo, el budismo, el jainismo; todos los ¨ismos ¨ que uno pueda imaginar. Todo ello se revuelve y se mezcla con cosas más mundanas: con bandas de agresivos monos, con vendedores de marihuana, con vacas pululantes que se desplazan silenciosamente, como nubes cornadas, por cada recoveco del barrio viejo, con lozanas cabras, con raquíticos y azafranados sadhus (ascetas hindús), con videntes ofreciendo retazos de futuro a cambio de unas pocas rupias, con mercaderes locales, con turistas y con todo el catálogo de castas de la India; Se mezclan también Oriente y Occidente.... Varanasi es la síntesis de samsara.

Pero si hay algo que no se mezcla con facilidad en Varanasi es la religión musulmana, con sus gentes y sus símbolos, con el resto de la población. Hoy en día todavía reside una pequeña comunidad musulmana en Varanasi, pero su presencia apenas se hace notar. La mayoría de mezquitas están tan vacías y aisladas que parecen pertenecer a un remotísimo pasado, como si fueran vestigios de una misteriosa civilización ancestral. De todas ellas, no obstante, hay una que sí acapara atenciones, tal vez demasiadas. Se trata de la mezquita de Gaynuapi, la cual se haya en pleno centro de la ciudad vieja. Precisamente su situación, su localización exacta, es lo que más contribuye a esta atención. La pobre mezquita fue construida justo en el lugar que ocupaba el templo hindú más sagrado de la ciudad anteriormente, el templo de Vishwanath, donde se rinde culto al dios Shiva. Este fue mandado derrumbar por orden del sultán Aurangzeb, quien mandó remplazarlo por la bella mezquita. Desde entonces, el templo musulmán ha sido continuamente aireador de la furia de los indios de Varanasi, que lógicamente son la mayor parte de la población. De hecho, la mezquita está amenazada por grupos integristas hindúes, los cuales han intentado eliminarla con bombas ocultas en varias ocasiones.

Es curioso que todo esto se deba al sultán Aurangzeb. Este sultán -un tirano que se dedicó continuamente a imponer el islam en la India al mismo tiempo que expandía las fronteras de su Imperio Mogol- era hijo nada menos que del Sha Jahan, aquel que ordenó la construcción del Taj Mahal (su madre era, de hecho, la propia Mumdaz Mahal). Y además era nieto de Jehangir, aquel que se enamoró de la región de Cachemira. Aprendiendo todo esto, me di cuenta de que mi viaje por la India, desde Cachemira hasta Varanasi, pasando por Agra, había seguido simbólicamente el curso de los más álgidos y los más decadentes episodios palaciegos de la dinastía Mugal.

Cuando vi la mezquita, de hecho, lo que realmente tenía planeado era ver el templo de Vishwanath; en absoluto esperaba encontrarme con lo que me encontré. La imagen que me saludó al entrar a la explanada del templo de Vishwanath fue realmente grotesca. Allí estaban los dos templos, casi pegados el uno al otro. El de Vishwanath había sido reconstruido, en el sigo XVIII, justo a continuación de la mezquita, como si en lugar de haber sido reconstruido se hubiera escurrido bajo sus cimientos cuando ésta empezó a ser erigida.

Claro está que ver así de juntos dos templos de confesiones tan diametralmente opuestas como la musulmana y la hindú (brahmánica) no tiene por qué resultar grotesco; al contrarío, podría interpretarse como símbolo de una armoniosa hermandad entre ambas religiones. Sin embargo, lo descorazonador llega cuando uno amplía un poco la óptica y abarca con su vista unos metros más allá de los brillantes minaretes de la mezquita. Entonces descubre que ésta se encuentra literalmente enjaulada en un perímetro cuyas vallas están formadas por barrotes de acero de no menos de doce centímetros de anchura y unos cuatro metros de altura cada uno. En cada esquina de este perímetro rectangular, altas torres de vigilancia anidan a varios militares armados con fusiles de precisión y con metralletas. No menos de medio centenar de soldados de rostros serios deambulan por los alrededores inmediatos, mezclandose con anónimos ciudadanos que caminan entre ellos ignorándolos por completo. Tomar una fotografía de la escena me resultó imposible, pues para acceder a la explanada tuve que pasar por un riguroso control de seguridad -con detector de metales incluido- que terminaba con un indigno manoseo del que fui objeto por parte del gigantesco soldado que me cacheó. Otra cosa que no fueran chanclas, una camiseta y unos pantalones, era retenido.

Mi asombro ante lo que me encontré vino parejo con una gran decepción, pues el templo de Vishwanath apenas destacaba visualmente; parecía casi clandestino. De por sí pequeño -como suelen ser los templos hindús-, se encontraba a la sombra de unos pocos árboles bajos, lindando con la callejuela que delimitaba la explanada que compartía con la enhiesta y orgullosa mezquita. Las casas y edificios comunes en la calle contigua lo superaban ampliamente en altura. Además, me encontré con que no había una puerta de acceso al patio interior desde allí. Resulta que la única puerta se encontraba en la calle.



Yo sabía que la entrada a este templo para personas no hindús estaba vetada -como me habían recordado dos turistas italianos un día antes- pero me resistía a conformarme con una visión tan lacónica de algo que era la máxima expresión de la devoción hindú hacia su dios más famoso, así que volví a la calle y me dirigí a la entrada del templo, decidido a intentar entrar (pues en esta ocasión, no tenía nada que perder). La puerta se encontraba custodiada por un militar, aparentemente de alta graduación, que me detuvo en cuanto me vió aparecer en el umbral. Le indiqué que deseaba acceder al interior, y lo hice de manera expeditiva, casi resultona. El hombre, que debía estar algo aburrido, decidió juguetear un poco conmigo y en aparentar ser más magnánimo de lo que en realidad era. "¿Crees en Shiva?", me preguntó en tono algo jocoso. "Sí", respondí al instante.

La respuesta cayó de mis labios, casi involuntariamente. Es como si en lugar de haber sido yo el que respondía lo hubiera hecho algún personajillo inquieto que tenía oculto tras la espalda. Sin embargo, sonó contundente y sincera. Los ojos del militar se abrieron del todo, mostrando sorpresa, y cuando lo que yo esperaba era que me "enviara a paseo", en lugar de eso el ufano hombre me pidió que me descalzara con un singular gesto de las cejas, invitándome así a acceder al interior y engrandeciendose a sí mismo por permitir a un extranjero la entrada al templo, el cual parecia estar más bajo su autoridad que bajo la del propio dios Shiva.

Ya en el interior, apenas pisé el mojado suelo de mármol fui decorado por uno de los adlates del brahmán (sacerdote hindú) con una guirnalda de flores en torno al cuello, lo cual no ayudó a mimetizarme con el entorno, pues fui plenamente consciente de algunas miradas recelosas de hombres y mujeres que acudían aquí en auténtica peregrinación (la visita a este templo también esta dotada con el premio gordo del nirvana). Sin embargo, nadie parecía dispuesto a denunciar mi presencia, así que me uní a la parsimoniosa hilera de personas que discurría en sentido horario en torno al sancta sanctorum donde se encontraba la linga, es decir, la representación icónica del dios Shiva (que en este caso es una especie de piedra con forma fálica) y esperé mi turno para ser atendido por el brahmán. Al llegar a donde se encontraba éste, me pidió que me arrodillara. Su sorpresa fue notable al comprobar que era extranjero, pero accedió a bendecirme -tal vez guiado por su vena proselitista (aunque la religión hindú no se da a ese tipo de prácticas). Me preguntó, en un inglés que le hacía sentirse incómodo, cual era el nombre de mi padre y de mi madre (algo así como el "¿y tú de quien eres?" pero con tintes más trascendentales), respondido lo cual me untó la frente con su mano con tres bandas blanquecinas sobre las que estampó la característica tilaka, ese punto rojizo con el que los hindús decoran su entrecejo y que evoca al tercer ojo con el que se suele representar a Shiva.

... Ya había alcanzado el Nirvana sin tan siquiera haber recorrido la mitad de este Viaje a las antípodas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Amigo Sergi!
Parece que siempre digo lo mismo pero es que mi opinión sobre tus artículos es similar, genial de nuevo.
Un abrazo desde Madrizzz
Cristi Foskis

Anónimo dijo...

Hola Sergio,
Soy una admiradora tuya y he de confesar que cada vez que leo tu prosa, cada vez que tus palabras atraviesan mi pupila, mis piernas flaquean y mi bulba se humedece. cuanto desearia que me llevases en tu viaje, que me hicieras el amor en Kirguizistán o tomases mi cuerpo en Srinagar.
Quizas nuestro karma se cruce en algun momento, en algun lugar. Hasta entonces, seguiré soñando que yaces sobre mi mientras me susurras un nuevo capitulo de tu aventura. Fdo: Una admiradora.