27. Cachemira pura

15 de octubre, Nueva Delhi, India



El último lugar en el que amanece en la India es Cachemira. El sol ya luce en toda la vastedad del resto del subcontinente cuando a esta remota región del noroeste llegan los primeros rayos de luz. Como si les tuviese miedo, o tal vez un profundo y vertical respeto, el astro rey deja a las montañas del Gran Rango Himalaya como último balcón al que asomarse para lucirse ante esta tierra.

El amanecer era, con seguridad, el momento más placentero de cada uno de los cinco días que pasé en Srinagar, ciudad más importante de Cachemira. En medio de un apacible silencio que contrastaba con el jaleo habitual de las tardes y noches, la claridad de la mañana iluminaba la petrea superficie del lago Dal, duplicando un cielo esponjoso y repartiendo luz de forma homogenea, sin sombras contaminantes. Tan solo el colorido y contrastado reflejo del barco en el que me alojaba, y algunos frescos pétalos de loto que flotaban discretamente, delataban la imitación celeste en el agua. No había que otear mucho alrededor para divisar audaces martines pescadores que daban tijeretazos al lago con sus picos para desayunar despistados pececillos. Y al levantar un poco la vista, enseguida aparecían en el horizonte una sucesión de macizas montañas negras que despegaban su silueta de la noche conforme el sol hacía su trabajo.

Llegué a Srinagar procedente de Amritsar, tras hacer una corta y sombría escala en la militarizada ciudad de Jammu, a medio camino entre ambas. Mi último medio de transporte hasta llegar allí fue un jeep que hacía las veces de minibús y que prácticamente había saltado de una montaña a otra para finalmente descender en el amplio valle de Kashmir, que da nombre a toda la región y que acoge a la mayor parte de la población de Cachemira.

Al entrar en la ciudad el sol resplandecía en lo alto de un cielo lechoso. El aire era fresco y las calles aparecían bien pobladas de gente, sobre todo de hombres. Fui sorprendido, no obstante, por la ordenada presencia de una interminable retahila de soldados apostados a lo largo de toda la carretera principal, espaciados entre ellos por no más de veinte metros. Al principio pensé que tan solo me los encontraría en el umbral de la ciudad, en torno a los típicos puestos de control que uno se encuentra en lugares donde la estabilidad es precaria. Sin embargo, la formación se mantenía hasta el mismo centro urbano, donde me apeé del minibús, y de allí continuaba hasta las afueras de la población por el lado opuesto. Fui consciente de cierta desaceleración de mi entusiasmo al comenzar a caminar por Srinagar, pues enseguida percibí algo en el aire que ni el sol, el color o la frescura a mi alrededor, eran capaces de disimular. Se respiraba acritud y desasosiego. Me hallaba en otro de esos lugares malditos donde los hombres y mujeres parecen destinados -y resignados- a que las religiones que profesan les supongan un total impedimento para convivir en paz con sus vecinos.

Pedí al conductor de un rickshaw que me llevase hasta un hotel en medio del imponente lago Dal, en torno al cual se extiende la ciudad. Durante el recorrido me complací contemplando las pintorescas casas de madera que abundan en Srinagar, amontonadas unas sobre otras en una frágil estampa que evocaba en mi mente escenas de legendarios cuentos de lugares bucólicos a orillas de fríos mares. No obstante, lejos, muy lejos del mar me encontraba, aunque en cuanto llegué a orillas del lago, descubrí que el espacio se abría ante mí, como si un pequeño océano se hubiera instalado en medio del valle. A unos doscientos metros de la orilla se apiñaban gran cantidad de embarcaciones, tan inmóviles que parecían crecer del fondo del lago, en lugar de flotar en él. Así de mansas son sus aguas. Las primeras líneas de barcos eran alargados hoteles flotantes, entre ellos el New Life, el cual me había sido recomendado por Ben, un reportero gráfico australiano que conocí en Lahore y a quien di algo de información acerca de Afganistán, país al que se encaminaba tras haber sido invitado por el ejército americano para realizar un documental en una de sus bases de Kabul.



En el New Life fui recibido por Abdul, su dueño, quien vino apresuradamente hasta mí tras ser llamado a gritos por otro vecino hostelero de animoso carácter que me vió llegar. Abdul salió de una casucha cimentada en el propio lago, situada tras el barco-hotel, y conforme se acercaba a mí caminando por la pasarela de madera y frotándose la boca con el antebrazo, su vecino gritaba y reía al mismo tiempo, ¨ja, ja, miralo, estaba comiendo, sin respetar el ramadán. No te fíes de él, no es un buen musulmán!¨ El propio Abdul se rió ante la espontánea y, más bien, amigable afrenta. Después me mostró el intrigante hotel, que consistía en una barcaza de forma rectangular de unos quince metros de longitud por cinco de anchura. Disponía de dos habitaciones dobles y una sala de estar, todo ello fornido con mobiliario barato de madera cuya última remodelación debía pertenecer a la década de los años cuarenta. Las estancias eran bastante recogidas, aunque sin apreturas. En cualquier caso, era el único cliente, por lo que dispondría de toda la embarcación para mí (por tan solo unos tres euros por día). No son buenos estos tiempos para el turismo en Srinagar; nada que ver con aquella época en la que la ciudad era uno de los destinos favoritos de los funcionarios y expatriados británicos durante la época colonial, para escapar así del sofocante calor y la humedad propia de latitudes más meridionales de la India que tanto atosigaban a estos cuelliblancos llegados de las islas atlánticas.

Contemplando los alrededores de Srinagar, desde el apacible porche sombreado en el que había sido reconvertida la popa de barco-hotel, era fácil comprender el magnetismo que desde siempre ha tenido esta ciudad, y la región en que se haya, entre los gobernantes de la India. No solo los británicos se regocijaban en esta zona. Mucho antes, sultanes y maharajas de una larga sucesión de imperios eligieron Srinagar como lugar preferente de residencia, en detrimento de las capitales donde se hallaban las respectivas cortes reales y centros administrativos, ya fuera en Delhi, Calcuta o Agra. El más ferviente enamorado de Cachemira, entre todos los gobernantes que tuvo la India en tiempos pasados, fue el emperador del floreciente imperio Mugal (o Mogol) a principios del siglo XVII, Jehangir, quien a la belleza natural de Srinagar añadió bellos jardines de estilo persa, como los famosos Shaliman Gardens, que aún hoy hacen estremecer la sensibilidad de los pocos visitantes que reciben.

Mis días en Srinagar fueron particularmente contemplativos. Apenas hice otra cosa que leer, escribir y pasear (además de desarrollar una compleja técnica culinaria consistente en cocinar todo tipo de guisos, dentro de la sala de estar, con la única ayuda de mi resistencia eléctrica, pues el ramadán todavía me perseguía). Conciliar el sueño era bastante difícil, ya que cada noche debía soportar el infantil duelo de fe entre las comunidades hindú y musulmana (esta última desbordantemente mayor), representado en forma de guerra de oraciones que sonaban a todo volumen por los altavoces de los distintos templos hindús y mezquitas. Si bien es cierto que escuchar los cantos del muecín o del bramán de turno de manera independiente puede ser una delicia para los oidos, en el caso de Srinagar, al tratarse de una contienda por ver quien -o qué fe- es más importante en la ciudad, el aire se mezcla de ambos cantos a la vez, escuchandose en todo el radio de la población en forma de un desagradable y brujesco pastiche sonoro que dura hasta bien entrada la noche y que cae sobre el lago Dal como una maldición.

Por lo demás, llegué a sentirme cómodo en el barco, con todo el espacio para mí y con libertad para pasear por sus inmediaciones en la pequeña barca de remos -o shikara- de Abdul, a quien llegué a tomar cariño y a rebautizar en mi mente como Abdulo. Este hombre, que me confesó que se encontraba en sus ochenta años -a pesar de aparentar unos sesenta bien llevados-, se alimentaba únicamente de pescado proveniente de las poco profundas aguas del lago. Además, sin negar su fe musulmana, se tomaba la licencia de renunciar al ramadán (al menos a la parte que concierne al alimento), pues él mismo me reconoció que no lo consideraba un ejercicio sano. Las únicas ocasiones en las que la presencia de Abdul no me resultaba tan entrañable era cuando, de repente, y sin previo aviso, accedía a la sala de estar, o incluso a mi habitación, de manera extremadamente sigilosa y casi fantasmal. Más de una vez me sobresalté alarmado, incluso espetando un ordinario vocablo en mi legua castiza, cuando la espigada y flexible figura de este hombre de frente alta y enormes ojos grises se materializaba ante mí mientras me encontraba en el hotel, dándome un susto de muerte. Tenía la costumbre de acceder al interior escurriendose por las ventanas laterales -en lugar de usar la puerta principal de la popa- alineadas junto a la pasarela de madera que unía la barcaza con su casa. La mayoría de las veces venía para informarme de cómo debía usar las desvencijadas utilidades de que disponía su adorado hotel, aunque a veces también aparecía para ver si necesitaba alguna cosa, como el desayuno o, sencillamente, un transporte en su shikara hasta la orilla, para que pudiera visitar la ciudad.

Lo cierto es que mi estancia en Srinagar forma en mi mente un emotivo y a la vez desordenado recuerdo de unos días en los que mi viaje atravesaba una etapa de aceleracion y, hasta cierto punto, apresuramiento. Llevaba varias semanas planteandome la conveniencia de recorrer Cachemira, en especial si deseaba llegar hasta la remota ciudad de Leh (la ciudad más septentrional de la India), pues el mes de octubre traía a estas latitudes un otoño frío y corto, al cual seguiría un invierno largo y aún más frío. ¨Tal vez -pensaba yo esos días (todo ello fortalecido por las opiniones de la gente a la que preguntaba), si llego a Leh en autobús, tenga después dificultades en salir de allí en dirección al sur¨ pues, no en vano, por entonces los autobuses públicos que partían de Leh empezaban a interrumpir el servicio debido a la presencia de nieve y hielo en los altos pasos montañosos.

Pero este viaje a las antípodas no se había visto hasta entonces enfangado en medio de elucubraciones que se interpusieran entre mí y mis deseos de conocer ciertos lugares con los que mi imaginación tanto se había recreado. Así pues, tras mis días en Srinagar (que fueron cinco debido, sobre todo, a la retozona diarrea que me retuvo en la cama los dos últimos) tomé un autobús con destino a Leh, capital del distrito de Ladakh, a orillas del río Indo, en medio del Gran Rango Himalaya...



No fue ni mucho menos un desplazamiento trivial. La duración total fue de un día y medio, pernoctando en el pueblo de Kargil, último bastión musulmán en mi periplo. Precisamente, es en este pueblo donde se desarrollaron los acontecimientos que marcaron la última guerra abierta entre la India y Pakistán, en el año 1999 (conocida, de hecho, como la Guerra de Kargil), cuando se vivieron auténticos enfrentamientos (con combates aereos incluidos) entre el ejército indio y una coalición formada por milicias yihadistas y las fuerzas armadas de la república islámica. La guerra duró tres meses y se concentró en esta región fronteriza entre ambas naciones. Aunque no fue un enfrentamiento bélico de larga duración, atrajo enormemente la atención del mundo entero sobre este conflicto territorial, cuya auténtica duración es de más de sesenta años, pues su origen hay que buscarlo en la chapucera partición del Indostán llevada a cabo, apresuradamente, por la corona británica en el año en que abandonó su influencia sobre la colonia definitivamente (1948).

En el segundo día de viaje, tras abandonar Kargil, el autobús llegaba al distrito de Ladakh. Hasta ese momento, el trayecto había discurrido entre sinuosos valles verdes y rocosos delimitados por altas montañas nevadas, pero en Ladakh, de nuevo la orografía de este viaje a las antípodas se reformulaba a sí misma y a mi alrededor el espacio entero parecía transformarse, como si infinitos telones de un descomunal escenario se desplegasen repentinamente en las cuatro direcciones de la rosa de los vientos. El aire se hacía más seco, la tierra más desnuda, más agreste. El verde se recogía y se agrupaba en torno a lo más profundo del valle, por el cual discurría, nervudo y compacto, un joven río Indo. Acunando a éste, unas montañas negras y rocosas -revestidas en grandes áreas por extensos cúmulos arenosos y dunas propias de grandes desiertos- formaban la base de otras, aún más lejanas, en las que el brillo de nieves eternas rivalizaba con el del sol de medio día. Esta transformación del paisaje venía acompañada de un nuevo estilo de vida humana que se escurría por las laderas de los montes. Pequeños villorrios de arquitectura tibetana se adherían al empinado terreno, muchos de ellos en torno a coquetos y altivos monasterios budistas, los cuales tomaban el relevo de las mezquitas que abundaban en los kilómetros anteriores.

Como colofón a esta sucesión de atractivos pueblitos, por la tarde el autobús se adentraba en Leh, remontando los últimos tramos de carretera en plena ascensión hasta situarse a una altitud de 3.500 metros. A esta altitud, el organismo es recibido con una súbita escasez de oxígeno en el aire, así que es necesario tomarse las cosas con mucha calma y aclimatarse poco a poco. A pesar del día y medio de trayecto en autobús sin realizar esfuerzo alguno, el solo hecho de descender los escalones de éste y dar los primeros pasos por las calles de Leh ya me produjeron un agudo cansancio, el cual se incrementó en progresión geométrica conforme buscaba un albergue en el que hospedarme.

El ambiente en Leh era ciertamente apacible y particularmente agradable pues, aunque bastantes comercios habían comenzado a cerrar debido al fin de la temporada, todavía existía una gran actividad en sus calles, pobladas principalmente por hombres y mujeres ladakhis. Estas gentes de rasgos ligeramente mongoloides están emparentados con los tibetanos, etnológica y culturalmente. En muchas referencias, a Ladakh se la suele llamar el ¨Pequeño Tíbet¨ y, en cierto modo, utilizando la religión budista de tradición tibetana como vehículo, Ladakh se ha convertido, tras la invasión China del Tíbet, en una especie de pequeña cápsula cultural donde, a diferencia de lo que ha ocurrido con su vecino trans-himalayo, el budismo lamaísta ha prosperado. A parte de los budistas ladakhis, tan solo una pequeña -aunque notoria- comunidad musulmana convive recelosamente en la ciudad, mientras que los hindúes o cristianos constituyen minúsculas y casi invisibles minorías.

Otra de las minorías -cada vez más importante en la región- es la de los propios tibetanos, casi todos ellos refugiados políticos o descendientes de éstos. Desde que el Tibet fue invadido definitivamente por China en 1950, un flujo constante de refugiados de este país se ha ido instalando en Ladakh, principalmente Leh, donde han prosperado en el sector comercial y hostelero.



A su melancólico estatus de refugiados, los tibetanos de Ladakh buscan consuelo en la libertad que tienen para hacer reivindicaciones políticas. Una de las más importantes es la de la liberación del que es conocido aquí como el prisionero político más joven de mundo. Se trata de Gedhun Choky Nyma, quien en 1995, cuando tan solo tenía cinco años, fue designado por el Dalai Lama como undécima reencarnación del Panchen Lama, el cual es una institución espiritual casi tan importante como el propio Dalai Lama para los budistas tibetanos. Tras esa confirmación, el Gobierno Chino se encargó de desacreditar la investidura instaurando a otro niño, Erdini Qoigyijabu, como Panchen Lama oficial y, a la vez, confinando a Gedhun y a su familia a un paradero que, a día de hoy, sigue siendo un misterio. De esto uno aprende fácilmente visitando alguno de los restaurantes tibetanos que abundan en Leh, en muchos de los cuales, recortes de periódicos, fotos del niño destronado y slogans reivindicativos comparten la superficie de las paredes con la lista de precios de platos típicos tibetanos.

Catalogar al niño de prisionero político es tal vez una exageración, pues probablemente en la actualidad vive bajo un monitorizado anonimato que le permite llevar una vida relativamente normal, pero no cabe duda de que, en el momento de su retención, las autoridades chinas estaban llevando a cabo un importante movimiento de ficha en la larga batalla por adjudicarse la autoridad indiscutible y definitiva sobre la región del Tíbet. No en vano, el tener control político sobre el Panchen Lama oficial confiere una posición privilegiada sobre la elección del próximo Dalai Lama (principal líder político y espiritual para los tibetanos) ya que, desde hace más de doscientos años, ambos lamas se identifican mutuamente, es decir, el Dalai Lama es el encargado de identificar e investir al nuevo Panchen Lama y viceversa. Esto es visto hoy por muchos tibetanos como la gran amenaza contra su cultura e ideología, por encima incluso de la forzada renuncia a sus aspiraciones territoriales, pues a la muerte de Tenzin Gyatso, actual Dalai Lama, será el Panchen Lama de turno el encargado de encontrarle sucesor. Debido a que éste último en la actualidad no es más que una marioneta del Partido Comunista Chino, el próximo Dalai Lama designado por él será, con mucha probabilidad, una persona afín a los intereses del gobierno chino.

Toda ciudad que acoge a un gran número de refugiados políticos tiene una atmósfera particular, difícilmente catalogable como atractiva. Sin embargo, no me pareció que Leh fuera víctima de ese tipo de negativismo o depresión colectiva. Después de todo, las oportunidades para prosperar en Leh son mucho mayores que en el Tíbet. Por otra parte, el hecho de que la cultura de Ladakh sea tan similar a la tibetana, ayuda a los refugiados a desprenderse de la sombría morriña que acompaña a todo desplazado.

Mis apacibles días en Leh se completaron con inolvidables momentos recorriendo relajadamente sus calles empinadas, conversando con sus divertidas gentes y visitando bellos enclaves y monasterios budistas, de los que existe gran número a lo largo del valle del Indo. El más impresionante de todos ellos es el monasterio de Tiksey, donde una enorme y colorida estatua de Maitreya -el Buda del Futuro- es adorada diariamente por un pequeño ejército de devotos monjes.

Pero finalmente, algo en el fino aire de Leh me presentó la evidencia de que mi visita no podía prolongarse mucho más. Una mañana de principios de octubre, tímidos copos de nieve comenzaron a recorrer la corta distancia que separa a esta ciudad del cielo. Traían el mensaje de que pronto sería demasiado tarde para dejar el lugar por carretera y me aconsejaban que comenzase a estudiar las vías de escape hacia el sur. La Naturaleza era mi guía, pensé. Nada de pesados libros o de largas horas de investigación en internet; ni siquiera los sabios consejos de la gente son mejores. La propia Tierra hablandome, el viento susurrándome y el cielo abierto lleno de unas letras que solo el instinto puede descifrar. Había llegado el momento de partir.

Tal y como esperaba, comprobé que el servicio de autobuses ya estaba interrumpido hasta la primavera, así que mi única opción consistió en encontrar hueco en uno de los todo terrenos que hacían la ruta Leh – Manali, esta última ciudad situada todavía a los pies del Himalaya, pero a considerablemente menor altura que Leh, y muy cerca -relativamente- de las planicies que albergan las ciudades clásicas de la India.

El recorrido que separa a Leh de Manali debe de ser uno de los más elevados -y también más bellos- de la tierra, pues hay que ascender varios pasos de cerca de cinco mil metros de altura, entre ellos el de Taglang, de 5.300 metros. A esta altitud, en combinación con un frío atroz y un viento inmisericorde, el solo hecho de abandonar el jeep para realizar un necesario ejercicio de evacuación de orina supuso toda una aventura para mí y un duro golpe a mi anatomía, pues he de reconocer que tras remontar ese paso entré en un largo periodo de letargo y embotamiento que hicieron de mí un ser bastante sufriente e insociable. Tampoco ayudó a mejorar mi ánimo el auténtico terror por el que pasamos todos los pasajeros al descender el también elevado paso de Baralacha (4.830 m.), pues la nieve y el hielo aquí hacían de la carretera una auténtica pista de patinaje en la que los desgastados neumáticos del jeep de manufactura india en el que viajábamos hacían ladearse a éste de un lado a otro de la estrecha carretera. Más de una vez, el conductor tuvo que detener el vehículo apresuradamente para arrojar gravilla con una pala bajo las ruedas y ganar así algo de tracción, todo ello a solo unos palmos de distancia de un amenazante abismo. He de admitir que además de ser el más bello de los trayectos por carretera que había realizado hasta entonces, también fue el que más pavor me ha causado en toda mi vida.



Todo el grupo de pasajeros del jeep -compuesto por una familia hindú de cuatro miembros, una anciana alemana, una joven ladakhi y el que esto escribe- volvimos a respirar tranquilamente y a recrearnos con el paisaje cuando, treinta y cinco horas después de haber partido de Leh, el vehículo comenzó a surcar de nuevo carreteras bien asfaltadas y cuando el hielo y la nieve comenzaron a quedar cada vez más lejos en el horizonte.

A medio tarde del segundo día de marcha llegábamos a Manali, pequeña y turística población de la región de Himachal Pradesh. Poblados y verdes bosques alpinos, con picos nevados en la cumbre hasta donde alcanzaba la vista, constituían el nuevo entorno. La única diferencia que se podía encontrar para no confundir este paisaje con cualquier valle del centro de Suiza era la abundancia de bandas de monos que nos daban la bienvenida cruzando alborotadamente la calzada.

La preciosa región de Cachemira, con todo su color, todos sus contrastes, su intrigante Historia y sus entrañables gentes, había quedado definitivamente atrás. Recuerdo satisfacción por ello cuando llegué a Manali, pero sobre todo, recuerdo entusiasmo, pues ante mí se desplegaba, por fin, la India tradicional, la India milenaria.



Foto 1: Paso de Taglang (5.300 m.). Trayecto Leh - Manali
Foto 2: Lago Dal, Srinagar
Foto 3: Panorámica de Leh. Destaca antiguo Palacio Real, Ladakh
Foto 4: Mercadillo en Leh, Ladakh
Foto 5: Tramo carretera previo a paso de Taglag, Ladakh

1 comentario:

Anónimo dijo...

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