26. Llegada a la India

1 de octubre, Srinagar, Kachemira, La India



Son las nueve de la noche de un 7 de junio de 1893. A la estación de ferrocarril de la localidad de Pietermaritzburg llega un tren procedente de Durban con destino a Pretoria, la capital de la joven República Surafricana. En el andén, un hombre blanco, elegantemente vestido, espera a que el convoy se detenga por completo y le permita acceder a uno de los vagones de primera clase en los cuales acostumbran a viajar las personas de su raza.

Cuando los frenos del enorme ingenio ferroviario detienen a éste por completo, el hombre se arrima a la puerta del vagón que le corresponde y remonta los escalones esforzadamente para acceder al interior de su cabina. Allí se encuentra únicamente con otro pasajero como compañero; un joven, también vestido en un elegante traje, que le saluda cortésmente al entrar en el compartimento.

A continuación ocurre algo con lo que el señor no esperaba encontrarse. A primera vista, debido a la oscuridad, no ha podido percatarse, sin embargo, tras haber escuchado la voz del joven al saludarle, el extraño acento de éste le ha hecho poner más atención y darle una segunda mirada. Entonces el hombre descubre, horrorizado, que el pasajero con el que ha de compartir el amplio compartimento de primera tiene un color de piel más oscuro de lo que se esperaba. Más oscuro de lo que sus ojos pueden soportar.

El tren todavía permanece detenido, así que el hombre blanco aprovecha para llamar a gritos a un empleado de la estación. Cuando éste se presenta, el hombre le pide que haga salir al pasajero de piel oscura. De nada sirven las protestas de éste, mostrando que, efectivamente, su billete es de primera clase. El revisor le ordena que se traslade a un vagón de segunda. El joven decide hacer uso de su derecho a permanecer en la cabina y se niega a obedecerle. Inmediatamente, el revisor le toma por el brazo y lo saca a la fuerza del vagón, arrojando a continuación su maleta a sus pies.

En la oscura y fría noche invernal surafricana, el tren pone rumbo a Pretoria. A pesar de ello, el joven que acaba de ser expulsado al exterior permanece en el andén, inmóvil, mientras los vapores blanquecinos de la locomotora lo envuelven completamente. Finalmente, se sienta en uno de los bancos frente a las vías e intenta comprender lo que acaba de pasar, especialmente en su propio interior; En su mente.

Años más tarde, M.K. Gandhi explicaría en su autobiografía que ese momento -esa fría y descorazonada noche en la pequeña estación de Pietermaritzburg- supuso un punto de inflexión en su vida. Hasta entonces había trabajado honestamente, como abogado, en el mundo del derecho y las leyes, pero a partir de ese incidente, su vida giró en torno a los derechos reales de la gente, en especial de la más discriminada injustamente. Esa lucha le llevó a convertirse, con el tiempo, en uno de los líderes más respetados entre la numerosa comunidad hindú de Suráfrica, país en el que Gandhi comenzó su carrera profesional y también su liderazgo entre los oprimidos. En los siguientes años trasladó ese carisma a su país natal (igualmente convertido en colonia de una nación extranjera por aquel entonces) para llegar a ser uno de los hombres más notables que jamás hayan caminado por La India; un ser humano que la Historia -tan reacia a veces en confirmar auténticos héroes- recordará para siempre como uno de los más relevantes y genuinos pacifistas que jamás hayan hablado ante los hombres.



La vida de toda persona está, efectivamente, llena de momentos, y a mí me había llegado el momento de visitar la India, ese gran país que encierra una cultura y una historia fascinantes. En mis anteriores viajes a Asia nunca había estado siquiera cerca de la India. Sencillamente, lo había dejado para otro momento.

Al país de Gandhi dirigí mis propios pasos tras mis aventuras y desventuras en tierra afgana. Primero tuve que regresar a Pakistán (país este que, en vida de Gandhi, también formaba parte de la India británica), deshaciendo la ruta, desde Kabul, que dos semanas antes me había llevado hasta allí. De nuevo tuve que ser escoltado -para atravesar las Areas Tribales- por un agente pakistaní cuando crucé la frontera en sentido contrario. En esta ocasión se me asignó un agente de avanzada edad cuya inhabilidad para expresarse en inglés contrastaba con su soltura y experiencia militar. El hombre irradiaba astucia y prudencia, así que en pocos minutos consiguió encontrar, en medio del caos absoluto que es la frontera afgano-pakistaní durante el día, un coche cuyo conductor estaba dispuesto a llevarme hasta Peshawar.

De vuelta en Pesahwar, y tras recuperar mi habitual mochila de la ercepción del Rose Hotel, me dirigí a la estación de ferrocarril, donde tuve que esperar más de siete horas en el andén principal hasta tomar el tren nocturno con destino a Lahore, capital del Punjab pakistaní, a escasos 15 kilómetros de la frontera con la India. El motivo de que tuviera que esperar tanto tiempo sin moverme de la estación no fue una sorpresa para mí. Pakistán es uno de los pocos países en los que no existe servicio de consigna en las estaciones ferroviarias, pues el pánico general ante la posibilidad de un ataque terrorista hace que nadie se quiera hacer cargo del equipaje de un extraño. Así pues, sin lugar alguno en el que dejar mi pesada mochila a buen recaudo, decidí esperar con ella en el andén.

Se me hizo larga la espera, ayunando, en consonancia con el rigor con el que se sigue el mes del ramazán en Pakistán. Pero finalmente llegó el tren, y para mi sorpresa, se trataba de un tren que, si bien viejo y un poco chirriante, acomodaba a sus pasajeros de una forma muy digna. Es más, demasiado digna, al menos en mi caso. No recuerdo un viaje en tren -que es mi medio de transporte favorito, después de la motocicleta- en el que haya disfrutado de tanto espacio e intimidad, pues se me asignó un camarote en el que viajé solo, a pesar de las cuatro plazas de que disponía. No obstante, incluso aunque hubiera estado completo, el habitáculo era tan espacioso, y los sillones tan amplios y confortables, que no hubiera habido ninguna de las habituales apreturas que uno se encuentra en un tren moderno. Y por si fuera poco, el camarote disponía de un cuarto de baño particular.

A la mañana siguiente me despertaba con el sol alumbrando mi cara. Mientras me desperezaba lenta y complacientemente, observaba a través de la ventanilla el nuevo entorno en el que me encontraba. Había llegado a la histórica, fértil y deseada región del Punjab. Verde, agua, sol, humedad, búfalos, color, turbantes.... Y sobre todo, gente, mucha gente; gente por todas partes.

El Punjab es una región partida por la mitad administrativamente. La parte occidental pertenece a Pakistán, mientras que la oriental queda bajo control de la India. Esta división artificial fue acordada por las tres partes principales que protagonizaron el largo y doloroso proceso de independencia del Indostán, hace sesenta años: por un lado la Corona Británica, por otro la población de etnia hindú, y por último, la comunidad musulmana (aproximadamente un tercio de la población total de la colonia). Cuando cristalizó el proceso de independencia, dando fruto a tres nuevos países, a saber, Pakistán, India y Bangladesh (aunque originalmente Pakistán y Bangladesh eran un solo país, cuyas dos partes estaban separadas por casi 2.000 kilómetros de distancia...), las fronteras entre ellos siguieron cursos bastante arbitrarios y conflictivos, especialmente en Punjab y Kachemira.



Mi recorrido nocturno en tren me había traido a la capital del Punjab pakistaní, Lahore, una de las ciudades más importantes y más populosas de la república islámica. Hacía mucho tiempo que no visitaba una ciudad tan grande, así que al saltar a sus calles me sentí algo aturdido. De la tranquilidad interior de mi camarote pasé a formar parte de una humeante y ruidosa vorágine humana que embotó mi mente intensamente, lo que me hizo caminar durante mucho tiempo sin rumbo fijo.

Después de unas horas de búsqueda, di por fin con el albergue Internet Inn, el cual me había sido recomendado unas semanas atrás, en Gilgit, por un viajero belga que pretendía pagarse medio año sabático en su país traficando con hachís de procedencia afgana. He de admitir que el sujeto era agradable, aunque me sentí cómplice de su delictivo plan al informarle de la probable situación fronteriza de Pakistán con Irán, y de este último país con Turquía.

La verdad es que el albergue era digno de ser recomendado por un traficante de hachís; decrépito, clandestino y oscuro como el que más. Aún así, su atmósfera descuidada y comunal hacían del lugar un sitio especial y, con una recogida terraza en la planta más alta, sorprendentemente acogedor. Cinco días pasé allí, relajándome y escuchando historias de singulares personajes, uno de los cuales -otro belga- me entretuvo con el relato de sus andanzas personales durante quince años de viaje por todo el mundo. El hombre estaba, no obstante, a punto de retornar a su patria. Sus huesos estaban cansados, y al parecer su mente no había digerido satisfactoriamente una parte importante de sus experiencias; parecía triste. Lo último que me dijo, en respuesta a mi pregunta sobre qué es lo que haría cuando regresase a Bélgica, fue que lo primero sería cambiarse el nombre. "Por qué?" Inquirí inocentemente. "Porque mi nombre actual (creo recordar que se llamaba Paul) es un nombre judío?". Estaba claro que no le gustaban las personas de etnia hebrea.

Los días pasaron lentos en Lahore, la ciudad que vio nacer en la ficción al famoso Kimbal O’Hara, personaje al que dio a luz la fructífera imaginación del genial escritor británico Rudigar Kipling en su novela Kim, pero finalmente llegó el día de cruzar la frontera. El 25 de septiembre de 2007 decidí que era el momento de pasar al otro lado. Tras cuatro meses y medio discurriendo por terreno estrictamente musulmán, este viaje a las antípodas cambiaba de nuevo de dimensión. El universo hindú me esperaba.

La frontera entre Pakistán y la India es muy larga; abarca varios miles de kilómetros desde los Himalayas, en el norte, hasta la costa del océano Indico, en el sur. Sin embargo, y a pesar de que separa al segundo país más poblado del planeta (India) del sexto (Pakistán), tan solo existe un único punto a través del cual es posible cruzarla por vía terrestre, concretamente a través del puesto llamado Wagah, donde uno percibe la tensión entre ambas naciones nada más llegar. El despliegue de personal fronterizo es totalmente inusual, tanto en número como en pompa a la hora de ejercitar los distintos cambios de guardia y demás parafernalia castrense. Y por si fuera poco, a la miriada de hombres con uniforme militar que merodean por ella, se suman auténticos ejércitos de porteadores dedicados exclusivamente a transportar las toneladas de mercancía que llegan a cada parte de la frontera diariamente.

Al parecer, el paso de vehículos entre ambas naciones está tan restringido, que los camiones no pueden cruzar la frontera, por lo que la mercancía que fluye de un país a otro debe de ser transportada, en cajas, por "mulas" humanas que cargan con ellas sobre la cabeza a lo largo del espacio interfronterizo (más o menos 300 metros), para después introducirlas en camiones domésticos a cada lado de la línea divisoria. El trato que reciben estos porteadores por parte de los militares es de los más denigrantes que se puedan presenciar en el siglo XXI, pues son continuamente apaleados e insultados, tanto a un lado como al otro de la anecdótica frontera. Uno no puede más que sentir admiración por unas personas que, a pesar de dejarse la piel y los huesos en su trabajo para acabar siendo tratados tan indignamente, aún se les ve sonreir y cantar, como niños saliendo del colegio.

Una vez en territorio de la India, el caracter hindú se me presentó como considerablemente más incisivo que el de sus vecinos pakistaníes, sobre todo a la hora de intentar venderme algo. Jamás nadie había hecho del simple acto de venderme una coca-cola algo tan exasperadamente dramático y trascendental. Sencillamente, los avezados vendedores de refrescos que había a la puerta del puesto fronterizo me imploraban que adquiriera el popular néctar. No fue más que una primera impresión, pero de alguna forma sirvió como "bofetada" de bienvenida. Debía convencerme de que, si bien seguía en el Punjab -antaño una próspera región unida en torno a cinco formidables ríos-, en esta ocasión, los engranajes redundantes de la Historia -a veces rendida ante la insistente pericia del ser humano para buscarle las cosquillas estableciendo odiosas fronteras- me situaban en una nación diferente a la que me había acogido en las semanas previas.

La frontera servía aquí para separar dos culturas que hasta hace solamente sesenta años habían convivido (tolerándose lo justo y necesario) en relativa calma. Con la separación vendrían el odio, el fanatismo, dos guerras (1966 y 1999) y por último, dos programas nucleares que amenazan la estabilidad y el futuro de toda la humanidad.



Renuncié a la coca-cola por puro desquite y me subí en el primer rickshaw (pequeña motoreta de tres ruedas) que me ofreció transportarme a Amritsar, la ciudad más importante del Punjab en la parte india, situada a no más de 25 kilómetros del paso fronterizo. Esta es una ciudad interesante para el viajero por varios motivos. Tal vez el principal es el bello e imponente Templo Dorado (conocido popularmente por su nombre en inglés, Golden Temple), epicentro espiritual de la religión Sikh, una fe que comparten varios cientos de millones de personas que, a pesar de encontrarse casi exclusivamente en la India, convierten a esta religión en una de las que cuentan con mayor número de fieles en todo el mundo.

En el Golden Temple pasé todo el día relajándome, como el lugar invita a hacer. Si bien es cierto que el templo es visitado por miles de personas al día, su amplitud y la calma que irradia convierten al recinto en una pequeña réplica del paraiso celestial en pleno centro de la, por otra parte, fea ciudad.

El sikhismo se originó en el siglo XV, siguiendo los predicamentos del Guru Nanak Dev, que estableció unos parámetros moralistas para sus seguidores centrados en torno a los designios de un solo dios. De esta manera, substraía a sus fieles de la tradicional adoración al poblado panteón hindú, tan característica hoy en día en el resto de la India.

Los sikh se distinguen visiblemente de sus vecinos hindús y musulmanes. Los hombres lucen todos ellos vistosos turbantes en los que enredan sus largos cabellos, pues su religión no acepta el corte del pelo, por lo que, incluso a una edad muy temprana todos ellos esconden largas (y grasientas) cabelleras enredadas en las coloridas telas de sus tocados. También tienen tendencia a portar luminosas armas que cuelgan elegantemente de sus hombros; brillantes y plateados sables, enhiestas lanzas adornadas con singular orfebrería, machetes que son cortantes joyas de metales nobles. Son un tipo de gente muy particular. Y no solo en cuanto a apariencia; también su talante los hace memorables. Es conocido entre sus paisanos hindús el carácter emprendedor de los sikh, como lo demuestra el hecho de que allí donde van establecen negocios comerciales que suelen ofrecer una calidad de servicio por encima de la media en la India.

También es famosa la fraternidad con la cual conviven entre ellos, algo que en el Templo Dorado hacen extensible a todo aquel que visite el lugar, sin menoscabo de credo, raza o nacionalidad. Así, una de las cosas que más llama la atención del viajero es la amigable y generosa acogida con la que uno es recibido. Es posible pernoctar en el templo, si uno lo desea, sin cargo alguno, instalándose en una de las habitaciones comunales que el edificio dispone en una de sus secciones. Y lo mismo ocurre con el alimento, como yo mismo pude comprobar. Cada día, a principio de la tarde, se sirven copiosos almuerzos masivos en el gran pabellón que el templo dispone para los ágapes. La gente entra en número de centenares, y el extranjero es tratado como uno más. Se le ofrece asiento en el suelo, junto al resto de comensales, y allí disfruta de una sobria y revitalizante pitanza.

Al terminar el almuerzo se debe abandonar el comedor para que el siguiente turno de visitantes pueda disfrutar de la comida (unas 40.000 bocas son alimentadas diariamente). Una vez apaciguada mi hambre, me dispuse a pasar la tarde en la parte central del complejo, ocupada por un delicioso y amplio estanque rectangular en medio del cual se erige la joya que más brilla en Amritsar. Se trata de la dorada capilla donde se guarda el Guru Granth Sahib, el libro sagrado para los sikh. En éste están escritos los sermones del profeta sikh y de aquellos de sus seguidores que llegaron a ser igualmente representativos e influyentes en la construcción de esta joven fe (el sikhismo es, de las grandes religiones, la más nueva del planeta, pues apenas cuenta con cinco siglos de antiguedad).

El libro es leido con voz melodiosa por sacerdotes que tratan al gigantesco volumen con cuidadoso mimo y con una plástica devoción, la cual exhiben con entusiasmo cada vez que han de pasar una de las sagradas páginas. En la planta baja de la capilla, una pequeña orquestilla de cámara llena el reducido espacio del templo con alargados acordes que, en conjunción con las monótonas entonaciones de los sacerdotes al leer, dotan al aire de una envolvente y embriagadora armonía. Los fieles, niños y adultos, hombres y mujeres por igual, se sientan en cualquier rincón del celdado edificio y allí se los ve en silencio, con los ojos cerrados y siguiendo con los labios los cantos canónicos que se escuchan a través de los altavoces. La mayoría permanece así varios minutos o incluso varias horas, en estado de semitrance, pasados los cuales abandonan la capilla para que, al igual que ocurre con otros aspectos más mundanos de la visita -como por ejemplo el almuerzo comunal- todo aquel que visita el Golden Temple pueda disfrutar de este mágico momento de oración.



Al salir de la capilla, la tarde comenzaba a oxidarse y la noche otoñal estaba a punto de recibir el testigo de un cansado sol que hacía brillar al templo con un denso tono broncíneo. Era el momento de concluir mi visita y de dirigirme a la estación de autobuses, donde había comprado un billete a medio día para viajar durante esa noche a Jammu, capital administrativa de la región Jammu & Kashmir. Desde allí me desplazaría a Srinagar, en el corazón del Valle de Kachemira y a los pies del Gran Himalaya.

Me despedía así de la región del Punjab, abandonándola por el norte. Se me ocurrió que, hasta ese momento, prácticamente todo el recorrido de este viaje a las antípodas había seguido los pasos del gran ejército con el que Alejandro Magno conquistó todo lo que hoy llamamos Oriente Medio, hace más de veintitres siglos. Sin embargo, dejar el Punjab por el norte, justo en dirección opuesta a la que siguió el macedonio para retornar a Babilonia -navegando por el río Jhelum en dirección al océano Indico, signifícaba desprender a mi herrático camino de una importante referencia histórica (por otro lado circunstancial, pues nunca me propuse seguir los pasos de nadie, ni siquiera de un gran conquistador).

Ahora ansiaba encontrarme con ellas, con las formidables montañas del Himalaya, y también con él, con el grandioso río Indo, al que me había propuesto tatuar con mi reflejo a su paso por la recóndita ciudad de Leh.



Foto 1: Estanque central y capilla del Golden Temple, Amritsar, India

Foto 2: Mezquita Badshahi, Lahore, Pakistán

Foto 3: Porteadores interfornterizos entre India y Paksitán (patre India)

Foto 4: Voluntario Sikh atendiendo a comensales en Golden Temple, Amritsar, India

Foto 5: Lago Dhal, Srinagar, Kachemira, India

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, le escribo del blog Altaïr. Ante todo agradecerle que haya leído los artículos y espero que le hayan gustado.

Por ahora, la opción de abrir un blog no está disponible. En breve, será posible registrarse y participar activamente con funciones del blog relacionadas con el viaje.

Le mantendremos informado.

Muchas gracias.

Anónimo dijo...

Hola Sergio.
No sabes que alegria me da comprobar que has vuelto ha escribir, te echaba de menos un montón; se que llevas mucho viaje por delante y tenia muchisimas ganas de leer el relato de la India (quizás porque estuve alli en año pasado y queria conocer tus impresiones), pero sobre todo tengo unas ganas increibles de leer tu paso por el Tibet, No se porque ese pais, siempre me ha atraido de forma muy especial, y me encantaria saber de él por tus experiencias. Por favor, no tardes tanto en relatarnos más de este viaje tan alucinante que estás haciendo. Cuidate mucho Sergio y un beso muy fuerte.
Ah!. las fotos, alucinantes.
Elena B.

Elena.

Luisa dijo...

Hola hermano;
Estoy impresionada, voy leyendo poco a poco, pues no tengo mucho tiempo, las fotos son una pasada, se las enseñaré a los papas, me pregunto donde esta Sergio el milindris...(Nos lo han cambiado). Sigue disfrutando de tu viaje y no dejes de contarnos tus aventuras, te echamos de menos, un beso y un abrazo de tu familia, cuidate mucho.
Luisa.

Anónimo dijo...

Hola Sergín
Qué bien que estés de vuelta en el blog. Estupendo el relato de la India y las fotos muy chulas.
Por aquí todos nos acordamos de ti.
Un abrazo
Creti G.

Anónimo dijo...

Hola Chato,

LLevaba ya tiempo sin mirar tu blog, y con ganas de saber de ti. Vaya fotos, impresionante.

Ya tengo ganas de leer tus experiencias por el tibet, más ahora tal y como esta la situación por allí.

Cuidate mucho,

Un abrazo desde Terrassa,

Mar, Marta y Miguel