22. Perros de Afganistán

15 de septiembre, Mazar-i-Sharif, Afganistán



No sé el motivo. Lo desconozco. Pero admito haberlo buscado; preguntando, leyendo, observando. No obstante, y por mucho que lo lamente, el fenómeno Talibán sigue siendo, por desgracia, uno de los principales protagonistas en el entorno social de Afganistán.

En alguna ocasión creo haber estado cerca de entender el problema -pues realmente los talibán, mientras sigan existiendo en la forma de grupo armado ultraconservador, son un problema para el pueblo afgano, para el Islam y, por tanto, para el mundo en el que vivimos-, sin embargo, con la experiencia propia de mi viaje a Afganistán, reconozco no estar todavía en posesión de la verdad.

Creí que la opinión del buen Fida, aquel hombre que me hospedó en su decrépito abergue de Madyan, en el valle de Swat pakistaní, podía ofrecerme una explicación aceptable de por qué los talibanes llegaron a ser tan fuertes como lo fueron y, en cierto modo, como lo siguen siendo. Fida, con una inimitable mezcla de asco y de pena en su rostro, me contaba que la personalidad del talibán está caracterizada por un temprano desarraigo social y, sobre todo, familiar. Se trataba de jóvenes que habían perdido cualquier vínculo afectivo con su entorno, muchos de ellos provenientes de los campos de refugiados de afganos en el norte de Pakistán.

Agruparlos y adiestrarlos fue una tarea que se llevó a cabo minuciosamente en las madrasas (escuelas islámicas) de Pakistán y Afganistán, allá por los años 80, cuando los campos de refugiados en torno a la ciudad pakistaní de Peshawar rebosaban con ciudadanos afganos de toda condición que habían huido del yugo soviético. Allí contaron, no solo con el respaldo de los servicios de inteligencia pakistaníes, sino también de los EE.UU., Arabia Saudí o la propia China. Todo ello, inicialmente, para conseguir crear una fuerza armada islámica capaz de echar de Afganistán al ejercito de la URSS. y al gobierno títere bolchevique que gobernaba desde Kabul.

Fida me decía esto frotándose las cejas nerviosamente y haciendo un esfuerzo por darme a conocer su opinión, pero con la humildad del que sabe que no puede dar una explicación científica y definitiva sobre un tema para el que el resto del mundo tampoco ha ofrecido una respuesta o solución.

El entendimiento del movimiento talibán (que literalmente quiere decir "estudiantes del Islam") tal vez me quedaba grande. Sin embargo, este grupo armado y radical determinó notablemente mis movimientos por Afganistán durante toda mi estancia en ese país.



Mis primeros días transcurrieron en Kabul, su capital durante siglos y, según pude saber, el único lugar donde existe un cierto sentido del "orden" y de "seguridad", todo ello apoyado por agentes extranjeros. En todo el área metropolitana de Kabul se encuentra uno con militares de muchos países: Italia, Francia, Canadá, EE.UU., Grecia, etc. a los cuales se puede observar patrullando las polvorientas calles intimidatoriamente. A este conjunto de fuerzas armadas (junto con las que operan en otras partes del país, como por ejemplo España en en la región de Herat) se le denomina ISAF (International Security Assistace Force).

Es tal la diferencia de Kabul con el resto de la nación, que en tono irónico la gente se suele referir a Hamid Karzai, el presidente afgano, únicamente como "alcalde" de Kabul, pues es solo aquí donde realmente tiene cierto poder político.

En el resto de Afganistán el poder está fragmentado, repartido entre diferentes facciones, más o menos organizadas política y militarmente, las cuales bien han decidido convivir pacíficamente con el régimen oficial de Karzai o, por el contrario, presentarle batalla. Estos últimos son los talibanes, y la región en la cual tienen su feudo se llama Helmand, en el sur del país (esta región es famosa, y muy codiciada desde tiempos inmemoriales, por contener enormes plantaciones de opio). Todavía recuerdo muy bien lo que me dijo un pakistaní, de etnia pastún, cuando le comenté mis planes de viajar a Afganistán. "Si vas a Helmand, tienes un 50% de posibilidades de morir". "Un 50% de posibilidades de morir son muchas", pensé.

Se llamaba Assad y lo conocí en Chitral, en el norte de Pakistán. Su vehemencia al hablarme fue tal, que me convenció de que esa región, cuya capital es Kandahar (ciudad fundada por Alejandro Magno; la palabra Kandahar debe ser entendida como una corrupción del nombre original de la ciudad: Alejandría), debería ser obviada en este viaje. Por algún motivo, y a pesar del escepticismo con el que suelo aceptar los consejos demasiados dramatistas, en esta ocasión lo tomé por bueno. No en vano era en Helmand donde, por entonces, un grupo de 22 misioneros cristianos coreanos permanecían secuestrados por la guerrilla talibán (ya les vale... de todas las empresas evangelizadoras de las que he sabido, esta debe ser la más descabellada). Finalmente, solo uno fue asesinado y el resto fueron liberados ante la enorme presión social que se creó al respecto y -según dicen en Afganistán- ante el pago millonario del rescate (unos 20 millones de dólares) al que hizo frente el propio gobierno coreano.

Mi destino después de Kabul sería, por tanto, un lugar alejado de Helmand. Sin embargo, no fue un destino falto de interés, pues me encaminé hacia una ciudad que constituye una de las muchas joyas que el polvo arrollador de la guerra ha enterrado pero no destruido. Viajé en minibús hasta Mazar-i-Sharif.

El nombre de esta ciudad lo dice todo. Mazar-i-Sharif significa "la tumba del elegido". Y ese elegido no es otro que el cuarto califa del Islam, Hazrat Alí, el primo y yerno del profeta Mahoma (pues casó con la famosa Fátima, la única hija de éste). Alí debe de ser considerado como el personaje histórico que mayor controversia a provocado en el seno de la religión mahometana desde que ésta comenzase su arrolladora expansión a partir del siglo VII. Fue en torno a su figura que se produjo el cisma musulmán que dio origen a las dos principales sectas islámicas: la secta Sunita y la secta Chiíta. Estos últimos son los que consideran a Alí como el auténtico maestro de las enseñanzas del profeta Mahoma, el único al que el profeta bendijo como su sucesor, y por tanto, como el primer musulmán de la historia.

El cisma se produjo en vida del propio Alí, y sus seguidores se enfrentaron a los ortodoxos sunitas al proclamar que Alí era el sucesor que el profeta Mahoma había elegido para difundir la palabra de Alá. Fue incluso apodado "El León de Dios". Una vez muerto, en la ciudad irakí de Nayaf, y ante el temor por parte de sus seguidores de que los sunitas se apoderasen del cadáver para destruirlo -como símbolo del fin de la secta chiíta-, su cuerpo fue montado a lomos de un camello blanco que después fue liberado en pleno desierto, donde murió en algún lugar secreto. De esta forma, el mito de Alí, cuyo cuerpo fue engullido por el desierto para toda la eternidad, mantendría viva la fe de los chiítas en su líder.

También comenzaba así el mito de Mazar-i-Sharif, el lugar de la tumba de Alí. La historia de Mazar es una de las más intrigantes del mundo islámico. Su fundación coincide con la creación de la propia mezquita, en el siglo XV de nuestra era. Según los afganos, el lugar exacto donde se construyó la mezquita -y por tanto la tumba de Alí- fue revelado a un mullah (clérigo musulmán) del Turquestán en un sueño. Desde entonces, los chiítas de Afganistán siempre han mantenido que, efectivamente, los restos de Alí descansan honorablemente en Mazar, a pesar de la poca base científica que tenga la historia. Así comenzó la ciudad su existencia, en torno a un lugar sagrado.



La población de la ciudad de Mazar-i-Sharif es eminentemente chiíta, en su mayoría de etnia hazara (gentes de rasgos mongoloides y que hablan en lengua persa), los cuales han estado tradicionalmente enfrentados -más bien oprimidos- con los sunitas de Afganistán, especialmente con los habitantes de etnia pastún. También abundan los uzbecos, y precisamente a esta última etnia pertenece el principal líder de la región -y en la práctica su principal gobernante. Se trata del señor de la guerra Rashid Dostum, quien fue uno de los principales opositores a la expansión del movimiento Talibán en Afganistán.

La foto con el rostro de la Dostum es muy habitual en la ciudad de Mazar-i-Sharif, pero su fama en absoluto puede compararse con la popularidad que ha alcanzado la figura y personalidad de otro líder muhayedín: Ahmad Sha Masoud. Este hombre, cuya fotografía se puede encontrar por las principales calles de las ciudades del país, se ha convertido en una leyenda para el pueblo afgano. A pesar de su muerte en el año 2001 -tan solo dos días antes del ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York-, ocasionada por un atentado contra su persona (fue asesinado por unos presuntos periodistas que hicieron estallar una bomba alojada en una cámara fotográfica), Masoud encarnó en vida la lucha y la resistencia contra las fuerzas opresoras de Afganistán. Primero combatiendo contra la Unión Soviética, y después, contra los talibanes. Hoy en día, en homenaje a su ejemplo de resistencia, y también a modo de propaganda por parte del nuevo gobierno -tan necesitado de héroes nacionales-, la imagen del rostro meditabundo y semblante soñador de Masoud adorna los mejores lugares en ciudades como Kabul o Mazar-i-Sharif.

De hecho, la foto de Masoud fue lo primero que me encontré al entrar en el centro de Mazar-i-Sharif. Había sido un día largo, viajando en un minibús desde Kabul y tras muchas horas de carretera -todo ello sin nada que llevarse a la boca, pues en Afganistán el Ramazan había comenzado un par de días antes.

De ese trayecto, lo más destacable fue la ascensión al Paso de Salang. Este es un importante paso de montaña en la ruta que une a los países de Asia Central con Kabul y con Pakistán. Lo más llamativo es lo bien construida que está la carretera y, sobre todo, los numerosos túneles y semitúneles que hay dispuestos a los largo de toda la ruta, que cruza de sur a norte el escarpado rango montañoso del Hindu Kush.

Sin embargo hay un motivo para este magnífico despliegue de ingeniería civil, que contrasta dramáticamente con lo que se encuentra uno en el resto del país. Esta carretera, precisamente, fue construida en tiempos de la Unión Soviética, y lo que al principio debió parecer como un generoso favor que el pueblo ruso hacía a los afganos, se convirtió poco después en el principal instrumento logístico que empleó el ejército soviético para llevar a cabo la invasión de Afganistán.

El mismo recorrido que los soviéticos hice yo ese día, aunque en sentido contrario, hasta llegar a Mazar. El Hotel en el que me alojé, de nombre Amno, tenía su parte buena y su parte mala. A estas alturas del viaje, no debería preocuparme demasiado el aspecto y condición de los hoteles en los que me hospedo, pues he de reconocer que he morado en todo tipo de antros. Sin embargo, este tenía ciertas particularidades que merecen ser mencionadas.

Empezando por la parte buena, he de admitir que su localización era inmejorable en esta ciudad, pues estaba al otro lado de la avenida que delimita el tranquilo parque en cuyo centro se erige, majestuosa, la mezquita de Mazar-i-Sharif. Desde mi habitación se tenía una estupenda vista de la mezquita y de sus alrededores, siempre frecuentados por millares de blancas palomas que revolotean en torno al templo.

Pero de la parte mala, muchas más cosas podría decir. Como suele ser habitual, la recepción del hotel estaba a cargo de jóvenes adolescentes, poco preocupados por conceptos como "calidad", "atención al cliente" o "niveles de satisfacción". Fui guiado por uno de estos jóvenes al segundo piso, remontando unas escaleras cuya carga de porquería e inmundicia desafiaba cualquier empeño humano por batir récords de marranería, y allí fui asignado una habitación a cuyo precio me fue imposible rebajarle cuantía (esta es una de las razones por la que los propietarios de los hoteles deciden contratar a jóvenes desinteresados; estos no hacen descuentos a no ser que lo tengan ordenado expresamente). El lugar apestaba. De hecho, tan solo una parte de las habitaciones estaban disponibles para los huéspedes. Por lo que pude husmear durante mi estancia allí, muchas de las estancias estaban desocupadas y habían sido entregadas a las leyes biológicas de la descomposición bioquímica. Sus ventanas estaban abiertas (cuando las había) y todo lo que contenían, principalmente mobiliario caduco, era devorado sabrosamente por un intimidatorio ejército de termitas e insectos afines.

Una de las primeras cosas que me encontré al ascender a la segunda planta fue el espacio propuesto como cuarto de baño comunitario, el cual consistía en un habitáculo provisto de un cagadero, un rincón con lo que parecía ser una salida de agua para ducharse y un diminuto lavabo en el que, en el momento de mi visita, había un hombre barbudo cortándose las uñas de los pies, procurando delicadamente que las esquirlas fuesen a parar al sumidero. Más tarde descubrí que el lavabo, no solo era utilizado para cortarse las uñas de los pies, sino también para las preceptivas abluciones que todo buen musulmán debe llevar a cabo con sus pies antes de la oración de turno.

Continuando por el pasillo de la segunda planta, uno se encontraba habitualmente con la clásica rata que suele merodear por este tipo de instalaciones decrépitas, pero aquí, tan acostumbradas estaban al lugar, que de vez en cuando se las veía "paseando" por los pasillos ufanamente, con la lozanía y el paso más propio de grandes mamíferos como caballos o incluso elefantes. Ya en mi habitación, la única nota positiva que encontré -a parte de la ya mencionada vista- fue que había un televisor, pero para mi sorpresa, y una vez estaba ya instalado en el habitáculo, éste fue requisado delante de mis narices por uno de los jóvenes recepcionistas. Ante mi réplica de que el televisor estaba incluido en el precio de la habitación, el joven no puso mucho empeño en convencerme de que era la hora del culebrón al que eran adictos los empleados y, por tanto, debería cederles el aparato, sí o sí. Estaba demasiado cansado como para discutir, sobre todo por el poco peso que realmente tenía la programación televisiva afgana en mi interés, así que le dejé marchar con la "caja tonta" en brazos. Tal vez, al menos así podría ganarme un favor futuro en compensación por el expolio.

El favor consistió en un amarillento vaso de cristal que me prestaron para que me preparase un café en mi cuarto. Con tan poco me conformaba. Al menos, el hecho de que originalmente había un televisor en la habitación, implicaba que también había una toma de electricidad, así que saqué de mi macuto la resistencia eléctrica que había comprado en Pakistán, calenté un poco de agua (proporcionada por el pisoteado lavabo) y degusté uno de los placeres a los que no me gusta renunciar esté donde esté.

El café (instantáneo, por supuesto) me revitalizó bastante y me ayudó a conseguir las fuerzas necesarias para salir a dar un paseo y para explorar los alrededores y vistas de la mezquita de Mazar. En mi ánimo estaba el aproximarme lo máximo posible a ella, aunque tenía la certeza de que la entrada a un lugar tan sagrado como éste me estaba vetada por mi condición de no musulmán. Al llegar al recinto en el que se haya el templo, he de admitir que quedé impresionado por la belleza del edificio y de su entorno. Se trata de una mezquita de tamaño más bien reducido, cuyo estilo se desmarca sensiblemente del estilo predominante en el resto de Asia Central, pues sus redondeces escasean en favor de unos bellos muros rectilíneos, lisos y bien cargados de detallados mosaicos policromáticos. Su delicadeza, colorido -utilizando todos los tonos posibles de azul- y simetría la convierten en una auténtica joya de la arquitectura religiosa islámica.

En contra de lo que sucede con otras mezquitas de gran relevancia en el mundo islámico, en Mazar-i-Sharif, debido a la ausencia de turistas y a la dificultad que encuentran muchos peregrinos en viajar a esta región, el lugar presenta un relajado ambiente, sobre todo en horas vespertinas. Al llegar al patio exterior me entretuve paseando silenciosamente en torno al templo, observando discretamente, embriagado, el paisaje arquitectónico y también humano. La mayoría de hombres se encontraban reunidos en pequeños grupos de conversación, sentados en el suelo, y llamó mi atención cómo estos grupos estaban de alguna forma polarizados por la presencia y liderazgo dialéctico de un solo hombre, normalmente un anciano, al que el resto de los reunidos escuchaba atentamente e inquiría cuando era necesario. El fenómeno Talibán irrumpió de nuevo en mi conciencia, y no pude evitar el preguntarme si este tipo de encuentros informales en lugares de oración fueron la base de la expansión ideológica del movimiento integrista radical talibán.

Sin embargo, yo estaba convencido de que los talibanes no tenían mucha fuerza en esta ciudad, si es que tenían alguna. Mazar-i-Sharif fue una de las ciudades más castigadas (con episodios de crueldad extrema) durante el régimen talibán, pero hoy en día, una vez liberada, la ciudad intenta recuperarse de los efectos que le reportó la represión radical de los "turbantes negros" (así es como se llamaba a los talibanes). Estos salvajes radicales todavía tienen cierto poder en el norte de Afganistán, pero no en Mazar; ya no, y mientras paseaba por sus tranquilas calles, no podía si no desear que éstos no volvieran a pisarla nunca más... Inshalla!

Tras pasear por los alrededores de la mezquita y tomar algunas fotos, comencé a desarrollar una atracción cada vez mayor por el edificio principal del templo, en especial por su puerta, de la que no paraban de salir hombres con complacientes rostros. Me aproximé a ella con cierta reticencia, temeroso de que si me acercaba demasiado, y ante el relajado ambiente que se respiraba en el lugar, podría tomar alguna decisión de la que tal vez me arrepentiría poco después. Pero una voz dentro de mí me decía que no tenía nada que temer. Mi semblante era absolutamente afgano. Vestía el shalwar que había adquirido en Pakistán y también el típico chaleco que tanto gusta lucir a los afganos, como si fuera para diferenciarse en apariencia de sus vecinos pakistaníes, que casi nunca lo visten. Además, había reducido mi arbustosa barba a un elegante y bien arreglado bigote, más acorde con el estilo juvenil de los hombres de Afganistán que, a diferencia de lo que se pueda pensar, son por lo general bastante coquetos y refinados, tal vez como consecuencia de cierta reminiscencia persa en su estilo de vida.



Nadie a mi alrededor parecía sospechar sobre mi nacionalidad o mi credo, y así, poco a poco, casi sin darme cuenta, me encontré a escasos pasos del umbral de la puerta principal de la mezquita de Mazar-i-Sharif. Si agudizaba la vista desde mi posición, casi podía vislumbrar la cámara interior donde se hallaba, en teoría, el féretro que contenía los restos de aquel al que el propio profeta Mahoma había contado su experiencia religiosa, aquel al que el señalado por Alá había hablado incontables veces sobre la grandeza del dios que se le había revelado, y también sobre la miseria de los hombres, sus defectos, su ceguera, su crueldad e ignorancia. Pero no podía verlo. Una maraña de hombres ensimismados en vaporosas oraciones se interponían constantemente entre mí y el interior del templo.

La tarde maduraba en Mazar-i-Sharif. Las sombras se largaban y afilaban en torno al edificio, apuntando en su recorrido hacia oriente, como si quisieran indicarme que ese era el auténtico camino que debía seguir; como diciéndome que tenía que irme de allí en aquel preciso momento. Pero conforme el ocaso lo inundaba todo a gran velocidad, el anaranjado y cálido espacio interior de la mezquita se convertía, cada vez más, en un atractivo reclamo; como si de un gigante y luminoso caramelo, envuelto en mágica celosía, se tratara. En pocos segundos me encontré a mí mismo bajo el umbral de la puerta, ocupando parte de su entrada e incluso dificultando el flujo humano que transitaba por ella. Había llegado hasta allí casi de manera inconsciente, dejándome llevar por la atracción que sentía todo mi cuerpo y toda mi alma. Y finalmente, en un momento que se eternizó en mi memoria pero que no debió durar más de unas décimas de segundo, toda mi anatomía se transportó hasta el interior de la mezquita.

De igual manera a como un cubito de azúcar absorbe la superficie de una taza de café sin necesidad de ser sumergido por completo en ella, únicamente poniendo ambas substancias en contacto, así fui yo absorbido por el interior de la mezquita. Solo que en este caso, yo solo era unas pocas gotas de café y el templo era un enorme cubito de azúcar. Ahora estaba dentro.

Mis sentidos recobraron el tono de alerta y la vigilia se impuso al estado de ensoñación que se había apoderado de mi mente durante los segundos previos. Desperté de mi embotamiento dentro del hall principal y me mezclé con el río de hombres que fluían lentamente en dirección a la pequeña cámara funeraria en la que yacía el féretro del Elegido.

Intenté de nuevo hacer un esfuerzo por mezclarme realmente con el entorno, en pasar totalmente desapercibido. Me propuse imitar todos los movimientos y acciones que el resto de fieles llevaban a cabo con solemnes gestos de devoción.

Lo primero que hacían era dirigirse hasta el otro lado de la sala, donde había lo que creo era un enorme caldero de bronce al cual reverenciaban con efusividad y al que tocaban con su frente en evidente gesto de sumisión. Por supuesto no pregunté a nadie en qué consistía el misterio de aquel caldero. Menos aún cuando me percaté de la inquisitiva mirada que me brindaba un anciano desde el otro lado de la entrada a la cámara funeraria, sentado en el suelo en compañía de otros ancianos que leían textos coránicos. Ignoré su pétrea mirada, pretendiendo que no me intimidaba en absoluto -aunque realmente estaba más que nunca en estado de alerta- y continué mi marcha hacia el interior del mausoleo de Hazrat Alí. Una vez dentro, caminé en torno a la tumba, como el resto de hombres que allí había. Esta se encontraba "enjaulada" dentro de una delicada y brillante caja metálica, enrejada, muy al estilo de otras tumbas de respetados clérigos chiítas que había visto en Irán. El sentido de la rotación en torno a la jaula era anti-horario, y al caminar, uno debía tener cuidado con no pisar a alguno de los muchos religiosos que elegían la cámara como privilegiado lugar de oración.

Al salir de la cámara donde se hallaba el féretro (probablemente vacío o lleno de arena del desierto), sentí la necesidad de abandonar la mezquita. No pude resistirme al deseo de salir de allí y de volver a mi habitación, donde podría recrearme con el recuerdo de la visita que acababa de realizar. Me sentía satisfecho y sabía que lo que acababa de experimentar y de ver eran motivo suficiente para justificar tan largo viaje.

Así pues regresé a mi habitación, donde cené en solitario -como la mayoría de musulmanes durante el mes del ramazan- algo de comida que había adquirido en un puesto callejero de samosas (el "perrito caliente" de Asia Central). Al día siguiente permanecí en Mazar-i-Sharif, aunque por la mañana me desplacé hasta la histórica ciudad de Balkh, a unos 15 km, la cual es mucho más antigua que la propia Mazar. De hecho, esta ciudad, de la que solo quedan en pie parte de sus antiguas murallas de barro, es el lugar donde nació el profeta Zaratustra, aquel del que ya hablé en los artículos dedicados a Irán, y que pasó a la Historia como el primer gran monoteísta, pues a él se debe la fundación del Zoroastrismo, la primera religión que postulaba la existencia de un solo Dios y que llegó a ser oficial en tiempos del Gran Imperio Persa.

Del zoroastrismo, o de Zaratustra, no había rastro alguno en aquel sumidero de polvo. Tan solo un vendedor ambulante -un auténtico charlatán de tiempos medievales- intentaba atraer la atención de la concurrencia destacando elocuentemente las virtudes de una misteriosa pócima anaranjada cuyas propiedades debían ser muy valoradas en Afganistán, a juzgar por la atención que le brindaban los allí reunidos. Probablemente se trataba de algún remedio contra un dolor muy común en el país. Tal vez era una pócima secreta que ayudaba a la gente a liberarse de algún mal. Tal vez era un elixir que favorecía el olvido, que borraba el pasado.

Ese mismo día, al regresar de mi visita a Balkh, compré un billete de autobús para regresar a Kabul al día siguiente. Partía muy temprano, a las 4 de la mañana, pero la idea me gustaba, pues eso quería decir que llegaría a la capital afgana a media tarde. Esa noche dormí poco. No lograba conciliar el sueño y no quería perder el autobús. Pensaba en los talibanes, la última gran lacra del país (si exceptuamos la que actualmente viven, como consecuencia de aquella). ¿Por qué el ser humano ha llegado a este punto?, ¿Por qué tenía la sensación de que el mundo entero había conspirado para que Afganistán se desangrara poco a poco, y para que la esperanza de sus gentes fuese minada una y otra vez? Algo me decía que estaba en el centro de un gran agujero negro de la Historia, en un vacío que había sido rellenado una y otra vez con ideas y gentes muy diferentes; demasiadas veces, podría decirse. Afganistán se haya a mitad camino entre Oriente y Occidente... Es una tierra vieja, cansada; tal vez eso pueda explicar algo; tal vez. Pero para mí había llegado la hora de partir.

Por suerte, la parada del autobús se hallaba al otro lado de la calle donde estaba mi hotel, así que no tuve que deambular por las calles de Mazar-i-Sharif a horas tan intempestivas. Debían ser las 3:45 de la mañana cuando me aproximaba hasta donde estaba el autobús. Tan solo había un par de personas en torno a éste. Conforme cruzaba la ancha calle, escuché unos ladridos, cada vez con mayor insistencia, y antes de que hubiera llegado al otro lado, me encontré acechado por la rabia de un enorme perro de color tierra y de raza inconcreta. Se había separado de un grupo que estaba a unos cincuenta metros y había venido corriendo, emitiendo sonoros y rabiosos ladridos conforme se acercaba a mí. En el pasado he tenido que hacer frente a embestidas como esta. Perros callejeros, muchos de ellos de gran tamaño, que bien se sienten en la necesidad de proteger a su amo o, sencillamente, defender su propio territorio, reclamado a base de mordiscos.

De no tener un palo de gran tamaño a mano, lo único que uno puede hacer cuando esto ocurre es plantar cara al animal de manera muy prudente, sin hacer movimientos bruscos, buscando su mirada y mostrando ausencia de miedo (ocultando éste, más bien). Esto mismo hice yo, sabedor de que, en el peor de los casos, las personas que había en torno al autobús acudirían en mi ayuda. Pero esto no fue necesario. Miré al animal y el me miró, deteniéndose en su carrera, a unos cuatro metros de mí, pero sin dejar de ladrar. Finalmente también calló sus ladridos y se limitó a observarme, mostrando cierto desfogue en su rabia y salivando abruptamente. Sus caninos ojos me observaron fijamente, como si supieran que yo no pertenecía a aquel lugar.

Entonces, conforme ambos nos marcábamos con la mirada, llegaron a mi recuerdo las macabras historias que había oído y leído acerca de la toma de Mazar-i-Sharif por parte de la milicia talibán. Ocurrió en el verano de 1998. La ciudad había sido una de las que más resistencia había ofrecido, pero finalmente no fue suficiente. Los talibanes entraron victoriosos en las calles y comenzaron lo que técnicamente consiste en una limpieza étnica de primer orden. Guiados por su odio a los chiítas y a la raza hazara, hicieron salir de sus casas a todos los hombres adultos, muchos de ellos aún niños. Padres e hijos; hermanos, tíos, abuelos. No les dieron opción alguna. Sencillamente los ejecutaron, a millares. Pero la crueldad no terminó con el despojo injustificado de sus vidas. Los turbantes negros quisieron dar un ejemplo de poderío y crueldad y dejaron que los cadáveres de los ejecutados se pudriesen al calor del sol de Asia Central y que fuesen devorados por cuantos perros hubiera en la zona. Todos los carroñeros estaban invitados al festín. Y pobre de aquel -o aquella- que intentase recuperar el cuerpo de algún ser querido, pues su destino sería el mismo: ser devorado en el asfalto, a la vista de la hermosa mezquita del Elegido, por el sol, por los perros y por los insectos.

Me pregunté si aquel mismo perro que se estaba interesando en mí habría participado en las atrocidades de 1998. De hecho hice estimaciones sobre su probable edad, y a juzgar por su mirada penetrante, por sus rasgos severos y por sus marcados huesos, el can debía tener más de diez años. Consideré más que probable su participación en la carnaza humana y sentí angustia. Le dí la espalda y me adentré en el autobús, esperando a que el sol del nuevo día hiciese desaparecer los nubarrones que me llenaban de dudas.

Es posible que no aprendiese nada positivo con mi visita a Mazar-i-Sharif, pero supe de su existencia, de su historia y de que, una vez, alguien soñó que éste era un lugar especial.




Foto 1: hombres conversando junto a la mezquita de Mazar-i-Sharif

Foto 2: tapete con dibujos de las Torres Gemelas de Nueva York en el momento del atentado del 11-S

Foto 3: cartel en memoria del Comandante de la Alianza del Norte, Ahmad Sha Masoud

Foto 4: vendedor ambulante en Balkh

Foto 5: musulmanes rezando a última hora de la tarde en la mezquita de Mazar-i-Sharif

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sergito
como siempre el relato es muy interesante.
Te mando mucha energía positiva y un abrazo enorme.
Cris G

Anónimo dijo...

Gracias por tu historia. Ya nos tardaba leer algo nuevo (digo "nos" por un compañero del curro que sigue tu historia conmigo). Sigue enriqueciendo mis lecturas con tu viaje.

ROSA LINA dijo...

Hola guapo, ¡Que miedo lo del perro!, estan bien las instrucciones a seguir pero es dificil de hacerlo yo siempre acabo corriendo y el perro detras mordiendome los tobillos, menos mal que solo me he peleado con pequeños, y con los grandes con la bici les gano. Veo que dentro del mundo de ensueño en el que nos sumerges, de sitios prohibidos de ensueño y encanto, nos das en los morros con la dura realidad, ojala las cosas no fueran asi, y solo pudieras contar tu juguetona incursión y no recordaras lo de 1998, pero hace falta recordar para que se vuelva a suceder, aunque por desgracia aunque hallamos heredado los testimonios historicos de otras epocas, se vuelven a repetir las mismas barbaries, parece mentira que eso pueda suceder casi en el S.XXI. Animo! y sigue escribiendo un beso y un abrazo muy grande. (P.D. En las fotos pareces un guiri jejeje)