Ya lo dije, en Papua Nueva Guinea no hay carreteras. Y vaya, la verdad es que exageré un poco. Es un país muy grande y alguna sí que hay. Lo que es del todo cierto es que tras cruzar la frontera con Indonesia, a lomos de mi bicicleta, y una vez alcanzada la primera población nativa, llamada Vanimo, me encontré con la dificultad de que la única manera de seguir desplazándome hacia oriente era mediante transporte marítimo costero... suponiendo que tal servicio existiera. Después de miles y miles de kilómetros recorridos por tierras y mares asiáticos, mi ruta hasta las antípodas encontraba de nuevo un muro tan poderoso como lo es la práctica virginidad de un inmenso trozo de tierra.
Anteriormente siempre había podido encontrar, mediante investigación, pesquisas, o simple cabezonería, una ruta hacia el este. Eso sí, los obstáculos representados por los desiertos de Asia Central, por las montañas ciclópeas del Himalaya, por las selvas y ríos del Sureste Asiático, o por las férreas disposiciones aduaneras de algunos países, llegaron a suponer desafiantes barreras alzadas ante mí. Si bien siempre (o casi siempre) fue un deleite el tener que enfrentarme a ellas, también es cierto que fueron inevitables, acaso porque así lo elegí. Pero por muy grandes que fueran, estas barreras, como si fuesen una hilera de fichas de dominó dispuesta en el mismo suelo en el que juguetea descontroladamente un niño pequeño y revoltoso, habían caído una tras otra ante mi insistencia y mi entusiasmo viajero. Papua Nueva Guinea, en cambio, parecía una ficha demasiado firme como para ceder a mi aliento, en especial porque me movía en una bicicleta desvencijada por un terreno, no solo lleno de discontinuidades, sino también de peligros.
Por fin me encontraba en lo que geográficamente se conoce como Oceanía, un nuevo continente para este viaje a las antípodas, el tercero. Y una vez más, las gentes que iba encontrando en mi camino serían clave -la sal y la pimienta- para que el viaje siguiera cociéndose a fuego lento. En este caso, he de decir que mi experiencia, al entrar en este impresionante país, alcanzaba una nueva dimensión. Si hasta ese momento me relamía en mi conciencia por lo fructífero y solazante que resultaba viajar poco a poco, por tierra, experimentando en tiempo real los contrastes sublimes que adornan la naturaleza de las diversas poblaciones de nuestro mundo, ahora, con el único gesto de cruzar una frontera caracterizada por una alambrada solitaria y oxidada, entraba en un mundo anclado en el primitivismo y, por qué no decirlo, en el utopismo más plausible. Un país casual pero real.
Ocupando la mitad oriental de la isla de Papua –una de las más grandes del planeta-, las diferencias sociales que encontré a ambos lados de esa oxidada frontera eran ilimitadas. La parte occidental de la isla que acababa de abandonar era, en definitiva, un tentáculo más del universo indonesio y, en última instancia, asiático. Oleadas de colonos indonesios que se han ido instalando en el oeste de Papua, región llamada por ellos Irian Jaya, han arraigado con facilidad, gracias a la riqueza natural de la isla, y han llegado a marginar a los indígenas papuas, relegándolos, mediante la arrolladora implantación de su industrioso sistema económico basado en el comercio, a un nuevo estrato social desconocido para ellos hasta hace poco más de treinta años. Aunque las autoridades indonesias, eso sí, no han desaprovechado la oportunidad de explotar el exotismo que supone para los países occidentales la existencia de primitivas tribus de indígenas, de modo que en la actualidad, si uno lo desea y se lo puede permitir económicamente, es posible visitar ciertos valles de Irian Jaya (mediante el uso de avionetas) donde los extranjeros pueden entrar en contacto con estas tribus ataviadas con taparrabos y adornadas con tocados ricos en plumaje de aves raras.
En la parte oriental, en cambio, los nuevoguineanos, aparentemente dueños de sus tierras, aún tienen fuerzas, movidos por su ingenua humanidad, para sentirse protagonistas ante el extranjero y para hacer que el paso de éste por sus dominios sea lo más apacible posible. Y así es como a las pocas horas de mi llegada a Vanimo conocía ya el nombre de pila de no pocos lugareños. Andrew, Mathew, Jaqueline o Daniel, por citar algunos, así como sus ocupaciones; mercaderes, policías, pescadores, maestros; y también los pueblos en donde se encontraba, no ya su familia, sino el linaje último de sus respectivos clanes. Fue a través de este network social, tejido en mis primeros días en Vanimo, cómo comencé a ahondar en la idiosincrasia ancestral de los papuas y también como conseguí la información necesaria para llegar a Wewak, una de las ciudades costeras de cierta importancia en el país y situada varios cientos de kilómetros hacia el este.
Llegué allí en un barco que apareció una mañana en Vanimo, tal y como había predicho dos días antes Mathew, el casero de la posada para cristianos baptistas en la que me alojé durante cinco días, tiempo en el que siempre fui el único huésped y en el que no dejé de hacer averiguaciones sobre cómo podía llegar hasta Wewak. Al final resultó ser mi posadero el que más atinó, aunque las demás personas con las que me familiaricé también hicieron apuestas bien encaminadas. Algunos decían que el barco estaba a punto de llegar, pues hacía un mes que no pasaba ninguno por allí. Otros decían que tardaría cerca de una semana. En cualquier caso, lo importante para mí era que, cuando llegase, me enterase y me diese tiempo a prepararme para zarpar en él. Así pues, cuando una mañana me desperté con los porrazos de Mathew en la puerta de mi habitación, al grito de “¡¡Señor Sergio, hay un barco en la bahía!!”, aproveché el mismo salto con el que despegué de la cama como un resorte para ponerme los pantalones y las zapatillas y para coger impulso hacia mi bicicleta, la cual estaba preparada con toda la carga a bordo.
La travesía costera hasta Wewak duró 24 horas, y al legar allí lo que encontré fue algo parecido a Vanimo, aunque algo más extensa y menos exuberante (mucho menos exuberante). La situación era muy análoga, con la zona residencial dispuesta sobre una pequeña península prominente, un peñón elevado sobre la línea de costa del océano Pacífico. Las ciudades de PNG, como tuve la ocasión de comprobar en muchas ocasiones, con independencia de lo importante que sean para los papuas, no son más que agrupaciones desordenadas de edificios de una planta construidos en madera o en material prefabricado. Y si algo distingue a Wewak del resto de poblados, como Vanimo, y le da el rango de ciudad destacada del país, es su mercado, su pequeño puerto de mar y su proximidad a uno de los dos accidentes geográficos más importantes de Papua Nueva Guinea: el río Sepik.
En los dominios de este fabuloso río, desconocido para occidente a pesar de su grandeza, y envuelto en misterio hasta nuestros días, tuve la ocasión de familiarizarme aún más con la primitiva, y a la vez, heterogénea naturaleza de los papuas. Mis días en Wewak y en Angoram, población a orillas del Sepik en la que pasé una semana, estuvieron llenos de momentos inolvidables que acaso sintetizaron todo aquello que es anhelado por el viajero independiente en búsqueda de lo genuino y lo misterioso.
Foto 1: las gentes del río Sepik están especializadas en fabrizar canoas a partir de troncos sólidos. Las formas de la proa son a la vez tributo e imitación de la naturaleza
Foto 2: los ocasionales barcos que unen algunas ciudades costeras de PNG fueron mi única vía para poder desplazarme hasta los confines más orientales de PNG
Foto 3: desde cualquier tipo de embarcación, los papuas no pierden la oportunidad de echar el sedal... el pasage puede venir parejo con una buena pieza de las profundidades.
Foto 4: el agua embotellada es una rareza en PNG, pero no lo son los cocos, abundosos en el líquido elemento que se consume como si fuera un preciado y nutritivo néctar... lo más preciado cuando uno se desplaza en bicicleta
Foto 5: los indicios de una pasada civilización colonizadora, en este caso alemana, apearecen repartidos por el terreno como si fuesen fósiles pertenecientes a un periodo histórico tan remoto como el jurásico
Continua...