48. Diez años no es nada. PNG sigue ahí




Han pasado más de diez años desde que regresé de Nueva Zelanda. Para mí se trata de un dato digno de ser considerado, así que voy a aprovechar la efeméride para concluir lo que empecé con tanta ilusión. Sin duda, el volver a casa tras este largo viaje de dos años supuso un cambio brusco en mi vida, más de lo que había imaginado. De alguna forma, eso hizo que este blog se volviera una tarea no siempre fácil de llevar a cabo, pues pasó de ser una especie de cuaderno de bitácora, redactado mientras viajaba, con las estimulantes emociones que eso provoca, a pasar a ser más como una ventana a los recuerdos, a veces empañada por el vaho que produce el paso de los años.

Pero la mente es caprichosa. Y el tiempo aún lo es más. Es curioso cómo una década después, esos vahos desaparecen a menudo y los recuerdos me traen imágenes vívidas, imágenes que se hacen reales y que vienen acompañadas de sonidos, aromas y sabores. Me asomo a la ventana de la memoria y me encuentro con sonrisas casi olvidadas. Casi.

¿Por donde íbamos? Ah, sí, Papua Nueva Guinea... ¿cómo suena ese nombre diez años después?




Cocodrilo dispuesto como agasajo para el presidente del país (para uso como comida) en su visita a la localidad de Angoram. Allí estaba yo, por casualidad.




Hombre de tribu del rio Sepik









Es toda una experiencia, llegar a un pequeño pueblo en la ribera del grandioso rio Sepik, pensando que estás en el fin del mundo, y al día siguiente a tu llegada el presidente del país, Michael Somare -que es natural de Angoram, se presenta en helicóptero y es recibido a lo grande por todas las tribus de la zona, que le brindan danzas y alabanzas.


 
Los desplazamientos en Papua Nueva Guinea los hacía en mi bicicleta, como de costumbre, pero para avanzar por el archipiélago melanesio no me quedaba otro remedio que embarcar en todo tipo de navíos para saltar de una isla a otra.





 
En Papua, tierra a dentro, me topo con el Mount Wilhelm (4.509 mts), la montaña más alta del país. Alcanzar su cima me llevó cuatro días desde la localidad alpina de Goroka. El esfuerzo mereció la pena. Trepar por sus laderas me hizo revivir mis andanzas por el Tíbet y otras tierras de Asia central. Así es, escribir desde el recuerdo es desentrañar memorias que hacen aflorar otras anteriores. Es como una matrioska rusa. Un recuerdo alberga otro dentro, y éste otro más, y así asta un continuo discurrir mental por una vivencia que comenzó en las playas de Valencia y que transcurrió, a lo largo de dos, años hasta alcanzar las costas de Nueva Zelanda.


El Mount Wilhelm se encuentra en zona tropical, si bien es necesario abrigarse y prepararse para sortear las frecuentes placas de hielo. Todo un contraste con las tórridas tierras bajas del país, donde las temperaturas pueden ser infernales. Dicen que en un día despejado pueden otearse las orillas norte y sur de la gran isla de Papua. Cuando estuve allí el día era despejado, pero en lontananza, tanto en dirección norte como en dirección sur, se acumulaban densas nubes. No me importó, en el resto de mi viaje hasta las antípodas iba a ver mucho mar. Y a vivirlo



Las compañías en cualquier desplazamiento por PNG eran variadas y variopintas. La única cosa en común: la sempiterna sonrisa.


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47. Papua Nueva Guinea: mi puerta hacia Oceanía



Ya lo dije, en Papua Nueva Guinea no hay carreteras. Y vaya, la verdad es que exageré un poco. Es un país muy grande y alguna sí que hay. Lo que es del todo cierto es que tras cruzar la frontera con Indonesia, a lomos de mi bicicleta, y una vez alcanzada la primera población nativa, llamada Vanimo, me encontré con la dificultad de que la única manera de seguir desplazándome hacia oriente era mediante transporte marítimo costero... suponiendo que tal servicio existiera. Después de miles y miles de kilómetros recorridos por tierras y mares asiáticos, mi ruta hasta las antípodas encontraba de nuevo un muro tan poderoso como lo es la práctica virginidad de un inmenso trozo de tierra.





Anteriormente siempre había podido encontrar, mediante investigación, pesquisas, o simple cabezonería, una ruta hacia el este. Eso sí, los obstáculos representados por los desiertos de Asia Central, por las montañas ciclópeas del Himalaya, por las selvas y ríos del Sureste Asiático, o por las férreas disposiciones aduaneras de algunos países, llegaron a suponer desafiantes barreras alzadas ante mí. Si bien siempre (o casi siempre) fue un deleite el tener que enfrentarme a ellas, también es cierto que fueron inevitables, acaso porque así lo elegí. Pero por muy grandes que fueran, estas barreras, como si fuesen una hilera de fichas de dominó dispuesta en el mismo suelo en el que juguetea descontroladamente un niño pequeño y revoltoso, habían caído una tras otra ante mi insistencia y mi entusiasmo viajero. Papua Nueva Guinea, en cambio, parecía una ficha demasiado firme como para ceder a mi aliento, en especial porque me movía en una bicicleta desvencijada por un terreno, no solo lleno de discontinuidades, sino también de peligros.





Por fin me encontraba en lo que geográficamente se conoce como Oceanía, un nuevo continente para este viaje a las antípodas, el tercero. Y una vez más, las gentes que iba encontrando en mi camino serían clave -la sal y la pimienta- para que el viaje siguiera cociéndose a fuego lento. En este caso, he de decir que mi experiencia, al entrar en este impresionante país, alcanzaba una nueva dimensión. Si hasta ese momento me relamía en mi conciencia por lo fructífero y solazante que resultaba viajar poco a poco, por tierra, experimentando en tiempo real los contrastes sublimes que adornan la naturaleza de las diversas poblaciones de nuestro mundo, ahora, con el único gesto de cruzar una frontera caracterizada por una alambrada solitaria y oxidada, entraba en un mundo anclado en el primitivismo y, por qué no decirlo, en el utopismo más plausible. Un país casual pero real.

Ocupando la mitad oriental de la isla de Papua –una de las más grandes del planeta-, las diferencias sociales que encontré a ambos lados de esa oxidada frontera eran ilimitadas. La parte occidental de la isla que acababa de abandonar era, en definitiva, un tentáculo más del universo indonesio y, en última instancia, asiático. Oleadas de colonos indonesios que se han ido instalando en el oeste de Papua, región llamada por ellos Irian Jaya, han arraigado con facilidad, gracias a la riqueza natural de la isla, y han llegado a marginar a los indígenas papuas, relegándolos, mediante la arrolladora implantación de su industrioso sistema económico basado en el comercio, a un nuevo estrato social desconocido para ellos hasta hace poco más de treinta años. Aunque las autoridades indonesias, eso sí, no han desaprovechado la oportunidad de explotar el exotismo que supone para los países occidentales la existencia de primitivas tribus de indígenas, de modo que en la actualidad, si uno lo desea y se lo puede permitir económicamente, es posible visitar ciertos valles de Irian Jaya (mediante el uso de avionetas) donde los extranjeros pueden entrar en contacto con estas tribus ataviadas con taparrabos y adornadas con tocados ricos en plumaje de aves raras.





En la parte oriental, en cambio, los nuevoguineanos, aparentemente dueños de sus tierras, aún tienen fuerzas, movidos por su ingenua humanidad, para sentirse protagonistas ante el extranjero y para hacer que el paso de éste por sus dominios sea lo más apacible posible. Y así es como a las pocas horas de mi llegada a Vanimo conocía ya el nombre de pila de no pocos lugareños. Andrew, Mathew, Jaqueline o Daniel, por citar algunos, así como sus ocupaciones; mercaderes, policías, pescadores, maestros; y también los pueblos en donde se encontraba, no ya su familia, sino el linaje último de sus respectivos clanes. Fue a través de este network social, tejido en mis primeros días en Vanimo, cómo comencé a ahondar en la idiosincrasia ancestral de los papuas y también como conseguí la información necesaria para llegar a Wewak, una de las ciudades costeras de cierta importancia en el país y situada varios cientos de kilómetros hacia el este.

Llegué allí en un barco que apareció una mañana en Vanimo, tal y como había predicho dos días antes Mathew, el casero de la posada para cristianos baptistas en la que me alojé durante cinco días, tiempo en el que siempre fui el único huésped y en el que no dejé de hacer averiguaciones sobre cómo podía llegar hasta Wewak. Al final resultó ser mi posadero el que más atinó, aunque las demás personas con las que me familiaricé también hicieron apuestas bien encaminadas. Algunos decían que el barco estaba a punto de llegar, pues hacía un mes que no pasaba ninguno por allí. Otros decían que tardaría cerca de una semana. En cualquier caso, lo importante para mí era que, cuando llegase, me enterase y me diese tiempo a prepararme para zarpar en él. Así pues, cuando una mañana me desperté con los porrazos de Mathew en la puerta de mi habitación, al grito de “¡¡Señor Sergio, hay un barco en la bahía!!”, aproveché el mismo salto con el que despegué de la cama como un resorte para ponerme los pantalones y las zapatillas y para coger impulso hacia mi bicicleta, la cual estaba preparada con toda la carga a bordo.





La travesía costera hasta Wewak duró 24 horas, y al legar allí lo que encontré fue algo parecido a Vanimo, aunque algo más extensa y menos exuberante (mucho menos exuberante). La situación era muy análoga, con la zona residencial dispuesta sobre una pequeña península prominente, un peñón elevado sobre la línea de costa del océano Pacífico. Las ciudades de PNG, como tuve la ocasión de comprobar en muchas ocasiones, con independencia de lo importante que sean para los papuas, no son más que agrupaciones desordenadas de edificios de una planta construidos en madera o en material prefabricado. Y si algo distingue a Wewak del resto de poblados, como Vanimo, y le da el rango de ciudad destacada del país, es su mercado, su pequeño puerto de mar y su proximidad a uno de los dos accidentes geográficos más importantes de Papua Nueva Guinea: el río Sepik.

En los dominios de este fabuloso río, desconocido para occidente a pesar de su grandeza, y envuelto en misterio hasta nuestros días, tuve la ocasión de familiarizarme aún más con la primitiva, y a la vez, heterogénea naturaleza de los papuas. Mis días en Wewak y en Angoram, población a orillas del Sepik en la que pasé una semana, estuvieron llenos de momentos inolvidables que acaso sintetizaron todo aquello que es anhelado por el viajero independiente en búsqueda de lo genuino y lo misterioso.


Foto 1: las gentes del río Sepik están especializadas en fabrizar canoas a partir de troncos sólidos. Las formas de la proa son a la vez tributo e imitación de la naturaleza

Foto 2: los ocasionales barcos que unen algunas ciudades costeras de PNG fueron mi única vía para poder desplazarme hasta los confines más orientales de PNG

Foto 3: desde cualquier tipo de embarcación, los papuas no pierden la oportunidad de echar el sedal... el pasage puede venir parejo con una buena pieza de las profundidades.

Foto 4: el agua embotellada es una rareza en PNG, pero no lo son los cocos, abundosos en el líquido elemento que se consume como si fuera un preciado y nutritivo néctar... lo más preciado cuando uno se desplaza en bicicleta

Foto 5: los indicios de una pasada civilización colonizadora, en este caso alemana, apearecen repartidos por el terreno como si fuesen fósiles pertenecientes a un periodo histórico tan remoto como el jurásico


Continua...

46. Papua Nueva Guinea: la delgada línea



No se debería detener una crónica antes del momento culminante. Si así ocurre, algo falla. Y no es mi intención fallar en algo que me ha llenado de ilusión desde que comenzara mi andadura, tanto física como blogera. Hablo, para que me entendáis mejor -sobre todo aquellos que habéis viajado conmigo por todo el contiente auroasiático-, de la continuación de este blog, lo cual, después de mucho tiempo sin publicar nada, puede sonar a chiste. Es incluso posible que ni os acordéis de mí. Pues bien, soy aquel que un día salió de su casa con lo justo y necesario, que era más bien poco, para recorrer los caminos de este ancho mundo nuestro, confiando en llegar hasta las antípodas y siguiendo, para ello, cualquiera de los infinitos caminos que hasta allí conducen. El que mejor me pareciera cada día, con cada paso, con cada anhelo. Y sin prisas, por favor.

Por si os sirve de algo, habéis de saber que al final llegué a mi destino. Y volví, claro. Pero por el momento mejor retomar, donde lo dejé, aquello que os he estado contando a lo largo de estos últimos años. ¿Por donde iba…? Ah, sí, Indonesia. Bonito lugar, uno de los más bellos por los que he viajado. Pero ahora me toca contaros cosas sobre el destino que siguió a ese país, y que no fue otro que Papua Nueva Guinea. Es precisamente por esto por lo que he comenzado hablando de "momento culminante". He de deciros que esta nación, o territorio, o continente...., o utopía, como se lo quiera llamar, me impactó en todos los sentidos.

Y eso que entré con mal pie. Digo esto por la mala leche que acumulé durante los siete días de espera en la ciudad indonesia de Jayapura, a pocos kilómetros de la frontera con PNG, tratando con funcionarios de este último país. La finalidad de este contacto era obtener el escurridizo e improbable visado de entrada, expedido por la caverna -lease consulado papuanuevoguineano (si alguien conoce el gentilicio correcto, que se lo mande a la RAE)- en la que se concedía el dichoso documento. Allí, la "gente" que me atendió puso mis durmientes nervios a prueba durante una semana entera, exhibiendo la misma simpatía y amabilidad que mostraría un cocodrilo con flato testicular, en bancarrota, y además en época de sequía. Debo dar gracias a dios, o al mismísimo Señor de las Bestias, porque al final uno de esos saurios estampó el sello en mi manoseado pasaporte. Lo que siguió a ese acto fueron seis semanas de "Alicia en el país de las Maravillas". He aquí algunas imágenes que espero que os gusten.













Papua Nueva Guinea es el nombre que se le ha dado a un país que lleva poco tiempo en las listas de Naciones Unidas, a lo sumo dos décadas. Como espacio habitado por el ser humano lleva algo más de tiempo, no menos de 75.000 años, aunque ese dato, como tantas otras cosas referentes a PNG, no es preciso. En cualquier caso, se trata de uno de los lugares de la Tierra donde más tiempo ha residido el ser humano (a pesar de estar muy lejos de Africa), adaptándose a una naturaleza sui generis que hace de éste uno de los trozos de planeta más desconocidos e inexplorados. Las fronteras que delimitan la nación no son más que unas líneas que solo se distinguen en los mapas modernos, pues en la realidad, la principal de ellas, la que separa al país de la vecina Indonesia, no es más que una delgada e imaginaria línea recta trazada sobre miles de kilómetros cuadrados de jungla inexcrutable, impenetrable y, quién sabe, inhabitada (aunque esto está por ver, como muchas otras cosas en PNG).

El país se extiende sobre la mitad oriental de la isla de Papua, también llamada Nueva Guinea. Precisamente de estas dos acepciones es de donde surgió el nombre oficial de la nación. Imagino que algún alto funcionario de la ONU dijo algo así como "¿Bueno, y ahora que nombre le damos a la cosa?". Y otro le debió responder: "¿Y a mí que me dices, no ves que estoy ocupado con lo de la OPEC?... Perdona, es que estoy un poco irritado... me ha costado un dineral llenar el depósito de mi coche de ocho cilindros... A ver, ¿cómo se conoce su territorio?" A lo que el primero pudo decir: "Pues unos lo llaman Papua, pero otros lo llaman Nueva Guinea, vete tú a saber por qué...". "¿Y los australianos, que son los que les conceden la independencia, qué es lo que dicen?" , "No sé, están demasiado ocupados formalizando la concesión de contratos mineros... esos sí que se van a hinchar...". "Pues si ellos no dicen nada, lo llamamos Papua Nueva Guinea y chin-pun. Así nadie se enfada".













No es sino una paradoja el hecho de que, nada más entrar en PNG, uno deja de encontrarse con occidentales. El país, a pesar de existir según convenciones alcanzadas por potencias de occidente como Gran Bretaña, Alemania, Holanda o Australia, está considerado como uno de los más peligrosos debido a la falta de autoridad, de orden y, en especial, a la congénita fractura social que existe. Estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, puede resultar en un serio traspiés que, en muchos casos, se ha convertido en definitivo para intrepidos que se han aventurado demasiado. A pesar de esto, cada uno cuenta su historia (cuando la puede contar). La mía, salvo en una ocasión que relataré en futuros artículos, está llena de grandes corazones y de la humanidad más enigmática y prístina con la que he estado en contacto en este viaje a las antípodas.













Durante la Segunda Guerra Mundial, esta isla, y otras muchas del océano Pacífico, se convirtieron en escenario de terribles batallas entre americanos y japoneses. Con sus modernas artillerías, las dos potencias se daban cita en estas latitudes, muy alejadas de las suyas propias, para guerrear abiertamente ante la mirada atónica e incomprensiva de los nativos locales, para quienes este espectáculo no era sino la triste tarjeta de presentación de un mundo moderno que se les venía encima sin avisar... y sin que lo hubiesen pedido.







Y hete aquí a este personaje a lomos de su querida bicicleta, presto a seguir al "conejito" hasta donde éste vaya. Primer problema serio: en Papua Nueva Guinea, al igual que en Wonderland, no hay carreteras...

... Pero no importa demasiado. El viaje sigue



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45. Gentes de Indonesia... puro Rock 'n' Roll



Conocer el mundo es conocer su gente. Si hay una cosa que determina los pasos de alguien que se dedica a recorrer los caminos, esperando a ver a donde le llevan, esa debe de ser la voluntad de las personas con quien se cruza. En mi viaje a las antípodas me crucé con todo tipo de personajes. Pero cuando uno se sumerge en el embriagador mundo de los recuerdos, hay lugares puntuales que vienen primero a su encuentro. Para mí, Indonesia es uno de ellos.

Este post lo dedico a mostrar imágenes que se hacen reales con solo cerrar los ojos. Recuerdo vivamente el momento en que tomé cada una de ellas. Son gentes de Indonesia, y espero que os gusten...







Indonesia me sorprendió, en un primer momento, por un aspecto meramente demográfico: la juventud de la población. Sin embrago, cuando llevaba allí pocos días, más que juventud, lo que me transmitió la gente fue jovialidad. Ya se tratase de niños o de ancianos, el carácter extrovertido y animado de los indonesios me contagió hasta el punto que me retuvo durante tres meses de viaje... que se me hicieron muy cortos







Las embarcaciones, ya sean pequeños cayucos con pintura desconchada, o inmensos buques de pasajeros con autonomía para varias semanas de viaje por alta mar, son una dimensión más de la vida de los indonesios. El país está constituido por el que está considerado el archipiélago más grande del mundo. Más de quince mil islas que son conectadas mediante navíos en los que tantas millas recorrí, tirado por los pasillos, durmiendo en cubiertas oxidadas, compartiendo momentos con familias enteras y siendo tratado con el respeto sumo que los indonesios sienten por los viajeros. Así recorrí, de una punta a otra, este vibrante país, pasando por no menos de veinte islas, desde Java hasta las Malukas; Sulawesi, Flores, Papua y muchas otras de menor tamaño





























































Este es Indarto junto a mi bicicleta. Estuvimos diez días juntos, aunque sin dirigirnos la palabra o la mirada. Durante esos días estuve entregado por completo a la meditación, en un centro-monasterio escondido entre las montañas del interior de la isla de Java en el que me adherí a unas estrictas normas. Voto de silencio, 12 horas de meditación diaria y una dieta ascética. Una dura experiencia física que, por contra, contribuyó a reconfortar mi mente. Y mis pensamientos.

Indarto era una de las personas que trabajaban en el centro como voluntarios, así que sus funciones le permitían estar en contacto con el exterior. En mi último día en el monasterio, antes de despedirme de él para retomar la carretera con mi bicicleta, le pregunté: "¿Eh, Indarto, quien ha llegado a la final de la eurocopa?" Y su respuesta fue: "Alemania y... eh, espera..., ah, sí, España".

Eran otros tiempos. No tan lejanos.







Esta es la ruta seguida por Indonesia en este Viaje a las Antípodas. Una más de las infinitas posibles. En todo caso, es la mía. Aquella que está grabada, para siempre, en el mapa ...y en mis recuerdos.

El viaje sigue...






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44. Isla de Flores... dragones y ballenas



Ha llegado el momento, cuando se cumple casi un año desde mi regreso de las antípodas, de hablar de uno de los idilios geográficos en los que caí durante mi largo viaje: la isla indonesia de Flores. El nombre se lo dieron los exploradores portugueses que, más que viajar por ella, la divisaron principalmente desde sus bajeles... Es curioso que estos europeos tan solo se interesaron por la parte más oriental de la isla. Tal vez ello se debió a que en la parte occidental moraba una de las criaturas más intrigantes del planeta: el dragón de komodo.




Se trata de una de las criaturas que más atención suscitan en el mundo animal. Está emparentada con los temibles e idealizados dinosaurios de eras pretéritas. Es por esto, y también por su reducidísimo hábitat y la rareza de su naturaleza, que la especie se ha ganado la el "favor" de los humanos y su territorio se encuentra ahora protegido en grado sumo



Verse las caras con esta famosa bestia fue otro de los puntos álgidos al que me llevó azarosamente este Viaje a las Antípodas




En el anterior artículo mostraba los peligros de las carreteras indonesias en forma de accidentes de tráfico, ... Otro peligro, sorprendentemente común, son los incendios












 
La pintoresca villa ballenera de Lewoleba se encuentra en la isla de Lembata, la cual forma parte del pequeño archipiélago de Alor, al este de la isla de Flores. Llegar allí fue una de las experiencias más emocionantes de mi vida. A lomos de mi bicicleta, casi sin frenos, tuve que atravesar un terreno impracticable que conducía a este idílico lugar en el que me refugié durante una semana. En el camino a Lewoleba, de una dureza extrema, derramé por vez primera "las lágrimas del ciclista". Había oído hablar de ellas, a través de ciclistas irreductos, en un par de ocasiones. Son fruto de una mezcla de desesperación, miedo, agotamiento absoluto y mucha tozudez. Por algún motivo, uno se empeña en seguir pedaleando aunque las fuerzas se acaben, el día se agote y el camino se haga indistinguible en la oscuridad. La impotencia se refleja claramente en las lágrimas derramadas. A la mañana siguiente, ya están olvidadas...




Lewoleba es un de los pocos sitios donde aún se caza a las ballenas del modo más tradicional que existe. Durante mi estancia en este remoto lugar tuve el privilegio de salir a faenar un día con los amigables balleneros locales.



La pesca -creo que sería más apropiado hablar de "caza"- en aguas de Lewoleba es espectacular. Expertos arponeros, o lamauris, se posicionan en la proa de embarcaciones hechas a mano con troncos de madera y desde allí se arrojan al agua impulsándose, como en un trampolín, cuando tienen una presa a tiro. El resto de la tripulación se dedica a escrutar el horizonte marino en busca de señales que delaten la presencia de algún ser marino ...









El día que salí a faenar con los balleneros no hubo mucha suerte. Tan solo atraparon una gran raya. De hecho, no es nada habitual que se pesquen las codiciadas ballenas. En total se pescan unas 30 al año, principalmente cachalotes.




Pero nunca se vuelve a tierra con las manos bacías. Tras doce horas de jornada, al llegar la tarde todas las embarcaciones regresan a la playa con alguna presa en sus arcas. En cuestión de una hora, todas ellas, incluidos tiburones, delfines, orcas, rayas o peces espada, son despiezadas en la misma arena y repartidas entre todas las familias de la aldea. Así se ha hecho siempre, y así se seguirá haciendo mientras Lewoleba exista. Es la forma más primitiva de comunismo que he presenciado nunca ...





Pero no hay que olvidarse de que seguimos en Indonesia, tierra de volcanes. Algunos de los más bellos del país, como este, el Kelimutu (cuyo cráter está inundado), se encuentran en medio de la apacible isla de Flores






Fue en la isla de Flores donde mi anatomía se adapto definitivamente a las exigencias de viajar en bicicleta. Hay pocos lugares tan exigentes como éste para la práctica de esta bella forma de viajar. No en vano, en todo el mes que pasé discurriendo por las cuestas florenses, nunca me encontré con otro ciclista. Lo que sí me encontré, tras cada ondoneo del horizonte, fue con los espitosos volcanes de Flores... una isla por la que mi corazón aún se siente en erupción cada vez que su nombre es susurrado por mi mente
 
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... el viaje sigue

Continua...